La estrecha calleja dormía todavía. Una niebla ligera y madrugadora colgaba entre retorcidos frontones, se mezclaba con el frío humo de las chimeneas en las que se había extinguido el fuego durante la noche. Cuando los primeros rayos del sol acariciaron los caballetes de los tejados de aquellas casas pequeñas y retorcidas, todo apareció bañado en la inadecuada y ensoñadora luz de una tierna bruma. En algunos rincones oscuros yacían, como pequeños montículos de tierra, mendigos que dormían sobre el mismo suelo, cubiertos hasta la cabeza con mantas harapientas. Unos cuantos roedores de pequeño tamaño se arrastraban aturdidos por las basuras, lo suficientemente hartos como para, con benevolencia, dejar a un lado a los durmientes. Algunos de ellos, olfateando, se atrevieron a ir hasta el pequeño reguero que murmuraba perezoso en el centro de la calleja.
Los roedores se echaron nerviosos a un lado y salieron disparados de vuelta a sus agujeros, como si les tiraran de una cuerda, en el preciso momento en que una figura embozada se acercó a paso apresurado, jadeando, tropezando, deslizándose de sombra a sombra hasta que, finalmente, se dirigió a toda prisa hacia la casa del maestro de flauta Opur. Entonces se escucharon dos sordos golpes de aldaba.
Arriba, en la casa, el viejo se despertó al instante de su sueño intranquilo, clavó la vista en el techo y se preguntó si el ruido que acababa de sonar había sido sueño o realidad. Entonces sonó la puerta de nuevo. Así que era real. Echó la colcha hacia un lado y se calzó sus pantuflas, tomó su bata y se la puso antes de arrastrarse hacia la ventana para abrirla. Miró hacia la calle, que yacía vacía y solitaria y apestaba a aceite rancio como cada mañana.
De las sombras al pie de la casa salió un joven con paso tímido, miró hacia Opur al tiempo que se echaba hacia atrás el pañuelo con el que se había cubierto la cabeza. El maestro Opur vio rizos amarillos que enmarcaban un rostro que él no había esperado volver a ver en su vida.
—¿Tú?
—Ayudadme, maestro —susurró el delgado joven—. He huido.
La súbita alegría que había embargado el corazón del anciano dio paso a una dolorosa desilusión. Durante un fragmento de un instante había creído que todo volvería a ser como antes.
—Espera —dijo—. Ya bajo.
¿Qué había hecho el joven? Opur agitó triste las sienes mientras bajaba a toda prisa las escaleras. Se había lanzado de cabeza a la desgracia, eso había hecho. No terminaría bien. Opur lo sabía, pero algo en su interior estaba dispuesto a creer lo contrario. Descorrió el pesado cerrojo de la puerta. Allí estaba el joven, temblando, le miraba asustado con sus grandes ojos azules que antaño le habían contemplado extasiados y llenos de confianza. Su rostro estaba marcado por el miedo y las privaciones.
—Entra —dijo el viejo maestro de flauta, y seguía sin saber si debía alegrarse o atemorizarse. Pero cuando el joven entró en el estrecho y oscuro zaguán y se agachó a causa de lo bajo del techo, le tomó en sus brazos sin pensarlo.
—Maestro Opur, tenéis que esconderme —susurró el joven tiritando—. Están detrás de mí. Me persiguen.
—Te ayudaré, Piwano —murmuró Opur, y paladeó el sonido de aquel nombre que no había vuelto a usar desde que el gremio enviara a servir en la flota imperial precisamente a aquel joven, su mejor alumno, el músico de triflauta más dotado que nunca había existido.
—Quiero tocar flauta otra vez, maestro. ¿Me enseñaréis? —El maxilar inferior del joven temblaba. Estaba al límite de sus fuerzas.
Opur le dio palmadas en la espalda con delicadeza y, al menos así pensaba, tranquilizadoramente.
—Por supuesto, hijo. Pero primero tienes que dormir. Ven.
Tomó el gran cuadro que cubría la puerta a la escalera del sótano y lo puso a un lado. Piwano le siguió al sótano, cuyo suelo consistía en barro aplastado y cuyas paredes eran de ladrillo visto. Una de las repisas viejas y polvorientas se podía girar en un ángulo oculto y daba paso a una segunda habitación secreta en la que había un camastro, una lámpara de aceite y algunos víveres. El anciano maestro de flauta no escondía a un fugitivo por primera vez.
El joven tardó apenas un instante en quedarse dormido. Dormía con la boca abierta y su respiración se cortaba de vez en cuando y luego seguía, tosiendo. Una de sus manos se contorsionó temblorosa en un gesto invisible de resistencia que sólo se relajó después de una larga tensión.
Opur movió la cabeza por fin, suspirando. Con cuidado tomó la lámpara de aceite y la colocó en un lugar seguro. Luego dejó solo al dormido, cerró la puerta secreta y subió. Durante un instante sopesó dormir él mismo un poco, pero al final decidió que no.
En vez de eso se preparó su desayuno con las primeras luces del día y lo consumió en silencio, realizó unas cuantas labores domésticas y subió luego a su aula, para estudiar las antiguas partituras.
Su primera alumna llegó poco antes del mediodía.
—Siento lo del dinero para las clases —comenzó a parlotear apenas hubo abierto la puerta—. Ya sé que hoy es la fecha fijada y he pensado en ello, ya durante la semana pasada, y todo el tiempo. O sea, lo que quiero decir con esto es que no lo he olvidado…
—Sí, sí —asintió Opur de mala gana.
—Es solamente que tengo que esperar a mi hermano. Él tiene que llegar a la ciudad en cualquier momento, de hecho tendría que haber llegado hace ya mucho. Viaja con el mercader Tertujak, habéis de saber, y siempre me da el dinero que necesito cuando vuelve de un viaje. Y ya se espera al mercader Tertujak, podéis preguntar a quien queráis…
—No pasa nada —la interrumpió el maestro con impaciencia, y le señaló que subiera la escalera hacia el aula—. Ya pagarás la próxima vez. Vamos a empezar.
Opur percibió su propia intranquilidad. Tenía que recuperar su equilibrio tan bien como pudiera. Se sentaron uno tras otro en dos cojines que estaban enfrente y, después de que la mujer hubiera sacado su triflauta y sus partituras de ejercicios, Opur le ordenó cerrar los ojos y escuchar su propia respiración.
El maestro de flauta hizo lo mismo. Percibió cómo la inquietud desaparecía. El recogimiento interior era importante. Sin recogimiento interior era imposible tocar un instrumento tan difícil como la triflauta.
Como era su costumbre, Opur tomó su flauta y tocó una pequeña pieza. Luego permitió que su discípula abriera los ojos.
—¿Cuándo podré yo tocar algo así, maestro? —preguntó ella en voz baja.
—Ésta era la pau-lo-no —aclaró Opur sereno—, la pieza clásica más sencilla. Será la primera obra clásica que tocarás algún día. Pero como todas las obras tradicionales para flauta, es polifónica, lo que quiere decir que primero tienes que dominar la monofonía. Escuchemos cómo van tus ejercicios.
Ella puso la flauta en sus labios y sopló. Después de que Opur hubiera tocado, sonaba como una escalofriante disonancia, y el anciano maestro tuvo que utilizar todo su autocontrol, como de costumbre, para no deformar el rostro en una mueca dolorida.
—No, no, el primer ejercicio otra vez. Tienes que tener cuidado de tocar el tono limpiamente…
La triflauta constaba de tres flautas individuales, cada una con ocho agujeros, que se cubrían a su vez con las yemas de cada falange. Por esta razón, las flautas estaban torcidas en una extraña forma de «s» para adaptarse a las manos del músico y a la diferente longitud de los dedos. Cada flauta se componía de un material distinto, una de madera, otra de hueso y otra de metal. Cada una de las tres flautas daba al tono un timbre distinto y todas juntas producían un sonido inimitable que daba su fama a la triflauta desde siempre.
—Tienes que tener cuidado de dejar el dedo meñique suelto y manejable. Tiene que estar extendido, porque la forma de la flauta y el orden de los agujeros así lo exigen, pero no debe perder su movilidad…
Un requisito importante para un músico de triflauta era el tener dedos largos y móviles, con falanges bien marcadas. En especial, un meñique bien largo era una ventaja. La forma de tocar no consistía, como en una flauta normal, simplemente en tapar y destapar los agujeros. Sólo los principiantes tocaban así para familiarizarse con la técnica y con los ejercicios. Los estudiantes avanzados, sin embargo, tocaban la triflauta en forma polifónica. Mediante hábiles flexiones y torcimientos de los dedos se podía sacar de cada flauta un tono distinto. Por ejemplo, se podían alzar las falanges medias de una fila de dedos, de modo que se cubrieran los agujeros de ambas flautas exteriores mientras los agujeros de la flauta central quedaban al aire.
—Bien. Intenta ahora el ejercicio noveno. Éste ya contiene una pequeña parte a dos voces, aquí. Levantas aquí los dos dedos inferiores para que las flautas exteriores queden libres, mientras en la flauta interior mantienes cubiertos los agujeros con la punta de los dedos. Inténtalo.
Se mostraba demasiado impaciente hoy, pese a todo su autocontrol. La mujer se esforzaba de verdad y, cuando olvidaba por un momento su querer hacer a toda prisa, conseguía pasajes completamente aceptables.
—Alto, alto. Ese símbolo significa que debes tapar con la lengua la boca de dos flautas y soplar sólo en una, hasta aquí. Una vez más y fíjate en la diferencia.
Al acabar la lección, la mujer estaba muy feliz por haber aprendido en alguna medida los nuevos ejercicios y Opur estaba aliviado de que por fin se hubiera acabado. Consiguió despedirla sin más conversaciones interminables.
Luego se apresuró de inmediato a bajar al sótano para ver qué hacía Piwano.
El joven estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared y comía con hambre lo que de comestible había encontrado en el escondrijo. Parecía que se había despertado hacía poco, pero se le veía sensiblemente mejor que por la mañana. Cuando Opur abrió la puerta secreta, sonrió contento.
—Cuéntame todo —le pidió el anciano—. Una cosa detrás de la otra.
Piwano dejó el pan a un lado y contó. Le contó acerca del duro aprendizaje que tuvo que atravesar, del ambiente brutal y tosco en el que había tenido que vivir a bordo de la nave espacial imperial. Acerca de mundos extraños y estériles, de trabajo que rompía los huesos, de enfermedades y de las odiosas pullas de los otros navegantes.
—Me echaban cuando tocaba y yo me escondía en la sala de máquinas para tocar —le contó con voz temblorosa—. Luego me rompieron mi flauta, y cuando intenté construirme una nueva, también la rompieron.
Opur tuvo la sensación de que un anillo de acero le envolvía el pecho mientras escuchaba la historia del joven.
—Te has puesto en grave peligro, Piwano —reflexionó Opur con seriedad—. Has huido del servicio al Emperador. ¡Ello te condena a la pena de muerte!
—¡Maestro, yo no puedo ser navegante! —gritó Piwano—. Yo no puedo vivir así. Si sólo me es permitido vivir así, entonces prefiero la muerte. No es el servicio al Emperador. Por supuesto que amo al Emperador, pero…
Se detuvo.
—Pero aún más amas la flauta, ¿no es cierto?
Piwano asintió.
—Sí.
Opur guardó un pensativo silencio. No sabía qué era lo correcto ni qué era lo equivocado. Él era viejo, no tenía miedo por sí mismo, sucediera lo que fuera a suceder. Sólo tenía miedo por el joven.
La deserción era un asunto grave, hasta ahí conocía él las leyes de los navegantes imperiales. Incluso aunque Piwano se entregara voluntariamente, tendría que contar con una severa pena, seguramente con varios años de servicio de castigo en un planeta inexplorado. Y para un joven sensible y delicado como Piwano, eso era igual que una pena de muerte.
—Maestro, ¿puedo tener otra vez una flauta? —preguntó Piwano.
Opur le miró. En los ojos del joven brillaba todavía la luz de la entrega absoluta y sin condiciones a algo que era mayor que él mismo. Aquella luz que el viejo maestro de flauta había descubierto ya en los ojos del muchacho cuando tenía ocho años.
—Ven —le dijo.
Subieron al aula. Piwano miró a su alrededor con los ojos ardiendo al encontrarse en la gran habitación en la que había pasado muchos años de su niñez. Era como si una fuerza invisible le llenara de nueva vida.
Opur se acercó a las ventanas que daban al callejón y se aseguró de que no había a la vista soldados del gremio. Luego hizo una seña al muchacho para que se acercara.
—Piwano, estoy dispuesto a esconderte, en caso necesario, durante años —declaró con aspecto serio—. Pero no debes abandonar la casa jamás, incluso aunque parezca que afuera no hay peligro. Nunca. El gremio tiene informantes disfrazados y no se sabe nunca quién está a sueldo suyo. Y tienes que mantenerte también lo más lejos posible de las ventanas. Puedes tocar la flauta abajo, en tu escondite. Al menos por el día no se oye nada en la calle. ¿Trato hecho?
Piwano asintió.
—En caso de que alguna vez te encuentres en la situación de tener que huir, quiero explicarte un camino de huida que sólo unos pocos iniciados conocen. —Opur señaló a un edificio que estaba algo más atrás, en diagonal, justo enfrente de la casa del maestro de flauta, empotrado entre el escaparate de una cestería y el mostrador de una pringosa y oscura cocina—. Eso es una lavandería. Corres allá adentro. Desde delante se ve enseguida que detrás de la casa hay un gran secadero en el que casi siempre hay telas colgadas para secar. Entre las telas no se te ve. Pero en lo que va a pensar inmediatamente un perseguidor es en las incontables salidas que llevan desde el secadero a los otros callejones. Tú, sin embargo, te vuelves enseguida hacia la derecha y entras en la cocina por detrás. Allí bajas por una trampilla que hay en el suelo hasta el sótano y allá abajo hay una repisa que, como en mi casa, se puede echar hacia un lado. Detrás hay un corredor que lleva lejos, muy lejos, y al final desemboca en el sistema de aguas subterráneas de la ciudad alta. Eso quiere decir que, incluso si descubrieran por dónde te has escapado, tienes, literalmente, miles de salidas posibles.
Piwano asintió de nuevo. Opur había sido testigo de cómo aquel joven se había quedado con las notas de toda una pieza musical de una sola mirada. Estaba seguro de que había entendido todo y de que no lo olvidaría jamás.
Fue hacia el armario en el que guardaba sus notas, libros e instrumentos. Después de un instante de reflexión sacó una cajita llena de arañazos, la abrió y extrajo una triflauta que le alcanzó a Piwano.
—Ésta es una flauta muy, muy vieja, que tengo guardada desde hace mucho tiempo para un momento especial —dijo—. Y creo que éste es ese momento.
Piwano la tomó piadosamente en las manos, la hizo girar y la contempló.
—Hay algo distinto en ella —dijo él.
—En vez de la flauta de hueso tiene una de cristal. —Opur cerró la caja vacía y la depositó a un lado—. El cristal se ha vuelto lechoso con el paso de los años. Tendrás que acostumbrarte un poco a ella, pues una flauta de cristal es más aguda que una de hueso.
Con cuidado, Piwano se acercó la triflauta a los labios y cerró los dedos alrededor de las tres flautas. Sopló algunos acordes. Sonaron estridentes y desafinados. El viejo se rio.
—Llegarás a dominarla.
Diez días después despegó la nave imperial. Todo el tiempo se había podido ver al coloso de plata desde lejos, erecto en el viejo y agrietado espaciopuerto. Aquella mañana, sin embargo, el aire sobre la ciudad temblaba con la canción de los motores del cohete y Opur y Piwano contemplaron juntos desde la ventana cómo el fuselaje de brillante metal se elevaba por encima de las casas, pesadamente al principio, luego subiendo y subiendo más deprisa hasta que se fundió en un pequeño punto que desapareció en lo alto del cielo. El silencio que le siguió fue como una liberación.
—No debes despreocuparte ahora, Piwano —le avisó el anciano—. Se han ido y no volverán antes de dos años. Pero con toda seguridad el gremio seguirá buscándote.
Pasaron meses. Piwano recuperó pronto su antiguo virtuosismo. Se pasaba horas enteras en su escondite tocando obras clásicas, pulía su técnica y probaba variaciones, incansable y sin descanso. Opur se sentaba a veces junto a él y simplemente le escuchaba, a veces tocaban a dúo. En cualquier caso, apenas podía enseñarle ya nada más.
Piwano ardía de entusiasmo. Pronto llegó tan lejos que se atrevía con las piezas más difíciles, piezas que al propio Opur le habían causado siempre problemas. Y para la estupefacción sin límites del viejo maestro de flauta, el joven consiguió incluso el éxito con ha-kao-ta, una de las piezas clásicas consideradas imposibles de tocar.
—¿Qué son esas palabras debajo de las notas? —preguntó Piwano a Opur cuanto éste le puso delante un antiguo manuscrito.
—Transcripciones de una lengua olvidada —dijo el maestro—. Las piezas clásicas de triflauta son todas muy antiguas, algunas más de cien mil años. Algunos maestros de flauta dicen que la triflauta es más vieja que las estrellas y que el mundo fue construido a partir de su sonido. Pero esto es, por supuesto, una tontería.
—¿Se sabe qué significan las palabras?
Opur asintió.
—Ven conmigo.
Salieron del sótano y subieron al aula. Opur se acercó a una pequeña mesita que había junto a la ventana y tomó la caja cubierta de desgastados relieves de madera que se encontraba sobre ella.
—Las antiguas piezas para flauta son, en realidad, historias escritas en una lengua antigua y olvidada. Las palabras de esa lengua no son palabras como las pronunciamos, sino series de tonos de la triflauta. En esta caja conservo la clave de esa lengua. Es el secreto de los maestros de flauta.
Abrió la tapa de la cajita. Dentro yacía su propia flauta y una resma de papel antiguo, copias de partituras y de notas manuscritas que en parte estaban amarillentas y quebradizas.
Piwano tomó los escritos que le alcanzaba Opur y los estudió. Asintió ligeramente cuando hubo entendido el principio: la longitud de los tonos, el ritmo y el énfasis seguían las necesidades de la música, mientras que las series de tonos y las hileras de acordes eran palabras y conceptos.
—He descifrado en parte las historias. Las más antiguas de las piezas clásicas tratan de una edad de oro desaparecida, en la que reinaban el bienestar y la felicidad y en la que gobernaban sabios y bondadosos reyes. Otras piezas hablan de una guerra terrible, con la que comenzaron los tiempos oscuros, y cuentan del último rey, que vive encerrado desde hace mil años solo en su castillo y que no hace otra cosa que derramar lágrimas por su pueblo.
Devolvió los papeles a su lugar y cerró de nuevo la tapadera de la caja.
—Antes de mi muerte te traspasaré esta caja, pues tú habrás de ser mi sucesor —le dijo.
Llegó el momento del cambio del año y con ello el momento de la preparación del concierto anual de sus pupilos. Opur se preguntaba si el grupo formado por los músicos de triflauta y por el escaso público, parientes, por lo general, o amigos, alguna vez llegaría a ser tan grande que no pudiera acogerlos ya en su aula. En los últimos años parecía que este acto encontraba cada vez menos público. Pero el concierto era importante pues les daba a sus alumnos un objetivo y la competencia con los otros les ofrecía una perspectiva.
Poco antes del concierto, Piwano le comunicó que también él quería tocar.
—No —dijo Opur con decisión—. Es demasiado arriesgado.
—¿Por qué? —se emperró Piwano con obstinación—. ¿Creéis que el gremio va a poner un espía entre el público? Conocéis a todos los que vienen desde hace años.
—¿Cuánto tiempo crees que tardará en correrse la noticia de que alguien ha tocado el ha-kao-ta? No seas descuidado, Piwano.
Piwano apretó los puños.
—Maestro, yo tengo que tocar. No puedo estar sentado eternamente en el sótano y tocar sólo para mí. No es… no es… completo, ¿comprendéis? El arte es arte cuando alcanza a otros seres humanos. Cuando toco sin que lo oiga nadie, no hay ninguna diferencia entre que toque o no.
El maestro de flauta percibió la rabia que crecía dentro de él y el miedo por el joven. Pero le conocía lo suficientemente bien como para saber que Piwano al final haría siempre lo que tuviera por correcto incluso aunque le costara la vida.
—Bien, por mi parte —cedió—. Pero sólo con una condición: no tocarás ninguna pieza difícil, nada que pueda llamar la atención. Tocarás las piezas polifónicas más fáciles, las que los otros también conocen. Nada que esté por encima de shen-ta-no.
Era totalmente en serio. Estaba dispuesto a amenazar a Piwano con echarle de la casa si no aceptaba.
Pero Piwano asintió con agradecimiento.
—De acuerdo, maestro.
Pese a ello, Opur vio acercarse el concierto con un sentimiento negativo. Su tensión se trasladó también a sus otros alumnos y los puso nerviosos. Nunca antes le habían resultado tan pesados los preparativos necesarios. Cambió incontables veces el orden de la representación, cambió también el orden de los asientos. No estaba contento con las fundas de los cojines y casi se dejó de hablar con el cocinero de la cocina de enfrente, que se iba a ocupar de las bebidas y de unos aperitivos.
Por fin llegó la tarde del concierto. Opur recibió personalmente a todos los visitantes a la puerta, para saludarlos. Arriba, en el aula, una de sus alumnas asignaba los asientos. Todos venían con sus mejores ropas, lo que, de todos modos, para las personas que vivían en aquella parte de la ciudad no significaba mucho. Opur había participado una vez cuando era joven en un concierto que su propio maestro había dado en la ciudad alta. A veces le asaltaba la sospecha de que en los conciertos que él mismo organizaba intentaba copiar la despilfarradora pompa de aquellos días y sin embargo no conseguía más que recrear una parodia de aquellas fiestas.
Como era normal, el maestro de flauta pronunció unas palabras al principio, resumió el año transcurrido y aclaró alguna de las piezas que estaban en el programa. Luego comenzaron los jóvenes principiantes con sus representaciones, una forma de actuar que estaba probada, ya que eran los que sufrían en mayor grado de miedo escénico y no había que dejarlos esperar demasiado.
El principio fue lento. El primer alumno olvidó una repetición, perdió el compás cuando se percató de ello y se puso a tocar cada vez más y más deprisa para terminar cuanto antes. Hubo algunos rostros con sonrisitas indulgentes y el alumno recibió pese a todo unos aplausos cuando inclinó la cabeza, roja hasta las orejas. La segunda alumna, una mujer más vieja, sorprendió al propio Opur con la desacostumbrada fluidez de su ejecución. Por lo visto esta vez había estado ensayando de verdad. Y poco a poco el concierto se fue volviendo más ágil, a veces incluso verdaderamente bueno y Opur percibió poco a poco que iba desapareciendo la tensión que no le había abandonado durante los últimos días.
Y entonces Piwano comenzó a tocar.
En el momento en que posó la triflauta en los labios y sopló el primer tono, un escalofrío atravesó a los oyentes. De pronto, la habitación se llenó de electricidad. Las cabezas miraron hacia arriba y las espaldas se enderezaron, como llevadas por unas cuerdas invisibles. En el momento en que surgió el primer sonido de su flauta estaba claro que surgía una estrella. A su alrededor había tonos grises, aquí había colores. A su alrededor había trabajo con éxito, aquí perfección sin esfuerzo. Era como si se abriera un cúmulo de nubes y lo atravesara un rayo de pura luz.
Piwano tocó el pau-no-kao, una ligera pieza polifónica que también había tocado antes uno de los otros alumnos. No tocó nada que no hubieran tocado otros antes que él, ¡pero cómo lo tocaba!
El propio Opur, que le había escuchado tocar interminablemente cosas más difíciles y que tenía la opinión más alta de él, estaba como petrificado. Era una revelación. Con aquella simple pieza, el esbelto joven rubio consiguió finalmente elevarse sobre sí, alcanzar como en un salto cuántico un nuevo nivel del arte de la triflauta. Con aquella simple pieza superó a todos los otros que estaban junto a él, los envió a sus lugares y dejó bien claro de una vez por todas quién era el principiante y quién el maestro. Nadie podría después acordarse de alguna de las otras piezas y todos se acordarían de ésta.
Sus dedos bailaban tan ligeros y sin esfuerzo sobre las flautas como otros respiran o hablan, ríen o aman. No se conformaba con la polifonía de la pieza, sino que la utilizaba para que el mismo tono de la flauta de metal tuviera otro matiz que el de la de madera, cambiaba los tonos entre las flautas y creaba así movimientos subliminales y contrarios. Jugaba con la tendencia de la flauta de cristal a volcarse en agudas disonancias cuando se soplaba demasiado fuerte, para conceder un dramatismo a ciertos pasajes que nadie jamás había conseguido obtener antes.
Los otros tocaban sus triflautas. Aquel hombre se volvía uno con ella, se había olvidado completamente de sí mismo, en una entrega total.
La mayor parte de los oyentes en realidad no entendían lo que estaba haciendo, pero todos percibieron que algo nunca visto sucedía ante ellos, que en esta pequeña y pobre habitación acababan de echar un vistazo a un mundo maravilloso y olvidado. Dios había estado aquí. Dios existía. Bailaba dentro de una música como hacía siglos que los hombres no habían oído y todos contenían el aliento.
Y cuando todo hubo pasado y Piwano aceptó el aplauso con una sonrisa ensimismada, el miedo embargó a Opur.
Vinieron dos días más tarde, poco antes de la salida del sol. Abrieron de una patada la puerta, sin aviso, y antes de que Opur se hubiera levantado de su lecho, la casa estuvo llena de soldados, rudas órdenes y botas atronadoras.
Un gigante de barba morena con el uniforme de cuero de la patrulla del gremio se acercó al maestro de flauta.
—¿Sois vos Opur? —preguntó con voz de mando.
—Sí.
—Estáis bajo sospecha de esconder a un navegante desertor de la flota del Emperador.
Aunque todo en él temblaba, se enfrentó a la mirada del soldado con una frialdad valerosa.
—No sé nada de ningún navegante —dijo.
—¿No? —El barbudo entrecerró un ojo para contemplarle con odio desde el otro—. Bueno, ya lo veremos. Mis hombres están revisando la casa.
No podía hacer nada para oponerse. Opur concentraba toda su fuerza en mantener su actitud y parecer que no estaba afectado. Quizás tuvieran suerte.
Pero no tuvieron suerte. Dos soldados subieron por la escalera trayendo a un asustado Piwano y le presentaron con una risa triunfal al comandante.
—Bien —gritó éste—. Estibador Piwano, tercer grupo de estibadores del Kara. Antes o después os pillamos a todos. Y todos, todos, lo lamentan.
El maestro de flauta se puso delante del comandante de la patrulla y cayó de rodillas.
—Os lo pido, tened piedad —rogó—. Él es un mal navegante pero un buen tocador de flauta. Sus dones en esta vida no son los fuertes hombros de un navegante imperial sino sus dedos de flautista…
El comandante miró con desprecio al anciano.
—Si sus dedos de flautista impiden que sirva a nuestro señor el Emperador, entonces es nuestro deber ayudarle —se burló, y tomó la mano derecha de Piwano y la aplastó con rudeza sobre la barandilla de la escalera. Luego echó mano a su pesado bastón de madera.
Una rabia brutal atravesó a Opur cuando se dio cuenta de que el hombre pensaba romperle los dedos a Piwano. Sin pensárselo, se alzó y golpeó al soldado en la barriga con toda su fuerza, multiplicada por el miedo por Piwano. El comandante, que con lo que menos había contado era con un ataque físico del anciano maestro de flauta, se dobló con un ruidoso jadeo, tropezó y cayó. Piwano quedó libre.
—¡Corre!
Piwano se movió de pronto con una destreza propia de una comadreja, algo que Opur no había nunca visto en su soñador pupilo, si se exceptuaba cuando estaba tocando la flauta. El joven saltó al vacío con un hábil movimiento por encima de la barandilla de la escalera, antes de que ninguno de los soldados pudiera reaccionar.
Opur volvió en sí y se lanzó hacia la ventana, la abrió de un golpe y tomó la caja que contenía su propia flauta. Abajo, Piwano salía corriendo precisamente en aquel momento de la casa.
—¡Maestro Piwano! —gritó Opur y le arrojó la caja.
Piwano se detuvo, alzó la caja y lanzó a su maestro una última sonrisa irracional y pícara. Luego corrió a toda velocidad y desapareció por la ancha puerta de la lavandería.
Los soldados ya le pisaban los talones. Se detuvieron delante de la lavandería, uno dio órdenes y se dividieron, corrieron a cerrar los callejones vecinos, en la esperanza de poder bloquear así al huido.
Opur sintió la pesada mano de un soldado sobre su hombro y cerró los ojos entregándose. La luz había sido preservada y entregada a la siguiente generación. No había podido hacer más.