8
Los ladrones

El tremendo cortejo del mercader Tertujak rodaba lentamente con sus carros y carretas y soldados montados a través de la extensa planicie, hacia el enorme macizo rocoso de Zarrak, que se extendía sin límites de horizonte a horizonte como una pared oscura e impenetrable.

Tertujak, que estaba en su carromato ocupado con los libros, percibió claramente la transición cuando las ruedas del carro, después de traquetear sobre roca dura y cantos rodados, dejaron de transmitirle como golpes casi dolorosos el paso de cada hendidura y cada guijarro, y comenzaron a hendir la arena que cedía al paso. En toda su vida había viajado por esta ruta lo suficiente como para saber, sin necesidad de mirar por la ventana, que había comenzado la ascensión por el único paso a través de la cordillera de Zarrak, el puerto al pie del Pico del Puño.

Tras una corta reflexión decidió que era hora una vez más de comprobar si todo estaba bien. Levantó con esfuerzo su grueso corpachón del sillón y abrió la estrecha puerta que conducía a una pequeña plataforma junto al pescante. Para la considerable masa corporal del mercader resultaba casi demasiado estrecha, pero Tertujak se apretujó para traspasarla, se agarró al manillar preparado para ello y asintió brevemente a su cochero con la cabeza antes de mirar a su alrededor.

Seguramente iba a encontrar por todos lados algo que no le gustara. Sus hombres eran a veces como niños, había que estar todo el tiempo encima de ellos, no se les debía dejar pasar ninguna de sus incontables negligencias, si no, se convertirían en costumbres que podrían llegar a ser peligrosas. Por ejemplo, la comitiva se extendía de nuevo demasiado, los carros de provisiones iban por delante en vez de agruparse alrededor del carro de las alfombras de cabellos y cubrirlo con una larga y torcida cadena. La culpa era siempre de los cantineros, a quienes les gustaba quedarse atrás, al final de la caravana, para, sin molestias, poder hacer sus pequeños y dudosos negocios con los soldados y para demostrar que no estaban a las órdenes del mercader.

Tertujak resopló enfadado por la nariz mientras reflexionaba sobre si era necesario hacer algo. Paseó su mirada por la larga cordillera de Zarrak que se elevaba delante de ellos. Precisamente en la dirección de su marcha se elevaba la Roca del Puño, muy alta, kárstica y negra, casi amenazadora. Se llamaba así por su forma: cinco profundas hendiduras, que conducían desde una meseta inalcanzable hacia las profundidades, y una cornisa a un lado que le hacían parecer como el puño de un gigante que vigilase el único paso a través de las montañas. Junto al pulgar doblado del puño atravesarían la cima de la montaña y desde allá arriba, por primera vez desde hacía años, podrían ver la ciudad portuaria, la meta de su viaje.

Se acordó de nuevo del prisionero. No pasaba un solo día en que no tuviera que pensar en aquel extraño hombre que le habían confiado en Yahannochia. Por supuesto que no estaba contento con la carga adicional, pero tampoco hubiera podido rechazarlo. Ahora el prisionero estaba delante, en uno de los carros de mercancías entre dos grandes rollos de tela, atado y vigilado por soldados que tenía órdenes estrictas de no hablar con él y hacerle callar si intentaba decir algo. El prisionero era considerado un hereje, y dijera lo que dijera, podría ser apropiado para corromper el corazón de un hombre piadoso.

Pero ¿qué es lo que tenía aquel hombre que debía ser llevado ante el consejo de la ciudad portuaria? Eso seguramente no lo sabrían jamás.

Tertujak buscó con la mirada a su comandante montado y le atrajo con un breve ademán hacia sí.

—¿Qué dicen tus vigías?

—En breve os hubiera hablado de ello, señor —dijo el comandante, un hombre vigoroso de cabello gris llamado Grom, que hizo cabalgar a su montura junto al carro del mercader con un trote casi bailarín—. El paso está lleno de arena esta vez. No creo que consigamos llegar hasta allí antes de que caiga la noche y no digamos cruzarlo.

Esto coincidía con las estimaciones de Tertujak. Echó su maxilar inferior hacia adelante, como siempre que tenía que tomar una decisión.

—Haz plantar el campamento —ordenó—. Mañana temprano saldremos con la primera luz. Encárgate de que estén todos preparados.

—Como deseéis, señor —repuso Grom asintiendo con la cabeza, y se alejó. Mientras Tertujak se recogía de nuevo en su amplio carro, le escuchó dar órdenes soplando en su cuerno de señales.

El campamento se desplegó como cada tarde; todo el que pertenecía a la caravana del mercader sabía bien lo que tenía que hacer. Alrededor del carro del mercader y del carro acorazado de las alfombras de cabellos se formó una muralla de carros en la que los carros de mercancías formaban un círculo interior y los carros de provisiones uno exterior. En el área entre el círculo interior y el exterior se plantaron las tiendas en las que se encontraban los lechos de los soldados montados. Se separaron los animales de tiro, la mayoría búfalos baraq, y se los ató con largas cuerdas de modo que pudieran tenderse. Se reunieron los animales de montura, ya que dormían de pie. Solamente los soldados de a pie, que todo el día habían estado tendidos en algún carro y habían estado matando el tiempo bajo las lonas, tenían que despertarse ahora. Su tarea era hacer guardia toda la noche alrededor del campamento.

El esclavo de cocina del mercader hizo rodar su pequeña cocina de campaña junto al carro grande y ricamente adornado de su amo. Tertujak había abierto la portilla de su carro y esperaba de pie en la abertura.

—Señor, queda algo de la salazón de carne de baraq —comenzó el cocinero, solícito—. Podría cocinaros karaqui y preparar una ensalada de hierbas de luna pálida, y con ello, un vino suave…

—Sí, está bien —gruñó Tertujak.

Mientras el cocinero se afanaba con sus cazuelas, Tertujak miró a su alrededor como buscando e intentó localizar de dónde provenía el malestar interior que aquella noche le embargaba. Llegaba el ocaso. La roca del Puño allá arriba, sobre ellos, era ahora una silueta contra el cielo de plata oscura, que junto al horizonte aún brillaba pero que en el cenit estaba ya negro. Tertujak escuchó las voces de los hombres que plantaban las últimas tiendas. En otro lugar se estaban encendiendo ya los fuegos. Había muy pocas lumbres —tenían que ahorrar sus combustibles—, las suficientes para cocinar la comida de los hombres de la caravana. Reinaba una atmósfera serena y relajada. Las fatigas del día habían finalizado, mañana atravesarían el puerto de la Roca del Puño y luego sólo quedarían unos pocos días de viaje hasta la ciudad portuaria.

Tres soldados surgieron del ocaso. Uno de ellos se acercó al mercader con deferencia y le comunicó que la guardia estaba en su puesto.

—¿Quién es el oficial de guardia? —preguntó Tertujak. La tarea del oficial de guardia era recorrer durante toda la noche la cadena de puestos y encargarse de que ninguno de los soldados se durmiera.

—Donto, señor.

—Dile que hoy debe tener especial cuidado —dijo Tertujak, y añadió algo más bajo—: Esta noche tengo un mal presentimiento…

—Como ordenéis, señor.

El soldado desapareció de nuevo y los otros dos tomaron sus puestos junto al carromato.

Tertujak examinó el carro que estaba detrás, dos veces mayor que el suyo, con ocho ruedas y dotado de un tiro de setenta y cuatro baraques: el carro de las alfombras de cabellos. Contenía las alfombras, las mayores riquezas que transportaba la caravana, y además una inimaginable cantidad de dinero.

Incluso a la luz moribunda del atardecer podían reconocerse los lugares en los que el blindaje metálico había comenzado a oxidarse. Tendría que hacer que repararan el carro en la ciudad portuaria cuando hubiera embarcado las alfombras y ajustado las cuentas.

Volvió a su carromato, hizo que le trajeran la comida y comió silencioso y pensativo.

Habían conseguido comprar las alfombras suficientes, pero habían necesitado más tiempo del que había planeado. Eso quería decir que llegarían a la ciudad portuaria después que los otros comerciantes y otra vez no le darían más que alguna de las rutas menos atractivas. Y entonces sería aún más difícil conseguir el número de alfombras prescritas, y en algún momento…

No quería pensar en aquel momento.

Retiró el plato de delante con un brusco movimiento. Ordenó al cocinero que limpiara e hizo traer una botella del vino ligero.

A la luz de una lámpara de aceite, extrajo una de sus posesiones más preciadas, un antiquísimo libro de cuentas que había comenzado uno de sus antepasados hacía varios cientos de años. Las hojas del libro crepitaban de sequedad y las columnas de cifras eran difíciles de descifrar en muchos puntos. Pese a ello, el libro le había dado ya muchas informaciones preciosas sobre las distintas rutas de las alfombras de cabellos y sobre las ciudades en esas rutas.

Hacia sólo unos años que se le había ocurrido que aquel libro podía informarle también sobre otra cosa, en concreto sobre los cambios que había habido durante un largo período de tiempo. Eran cambios lentos e imperceptibles, que no se notaban. Únicamente cuando se comparaban y calculaban las cifras de varios siglos, de casi diez generaciones, se hacía reconocible un proceso: cada vez había menos tapices de cabellos. Tanto el número de tejedores de cabellos como el de mercaderes de alfombras de cabellos se reducía lentamente. La ruta que una caravana tenía que recorrer para recolectar la cifra tradicionalmente prescrita de alfombras era en promedio cada vez más larga y la competencia de los mercaderes por las rutas buenas y provechosas era cada vez más dura.

Tertujak sabía contar extraordinariamente bien, como todos los mercaderes, y además había heredado el inmenso talento para las matemáticas de sus antepasados. No le costaba ningún esfuerzo transformar las cifras de la comparación en curvas muy explícitas: las curvas caían. Sí, en realidad se desplomaban en toda regla. La tendencia descendente se había fortalecido en los últimos años. Eran las curvas de un organismo moribundo.

La conclusión más razonable sería salirse del negocio de las alfombras de cabellos. Pero eso jamás podría hacerlo. Estaba ligado al gremio por un juramento hasta el fin de sus días. Producir alfombras de cabellos era la tarea sagrada que el Emperador había dado al mundo, pero por algún motivo parecía que la fuerza detrás de esta tarea se había agotado.

Y en relación con esto Tertujak se veía obligado a pensar de nuevo en el prisionero y en lo que se le había contado sobre él. Se le habían insinuado toda clase de cosas en Yahannochia. Que venía de otro mundo, había al parecer afirmado. Y otra cosa más se suponía que todavía había dicho, algo que había impactado profundamente a todo el mundo y que sin embargo había sido transmitido incansablemente: que el Emperador, el Señor del Cielo, el Padre de las Estrellas, el Vigía de todos los Destinos, el Centro del Universo, ¡ya no gobernaba!

Tertujak miró sus deprimentes curvas y algo en él intuyó que ésa podría ser la explicación.

Se alzó y abrió la portezuela del carro. Entre tanto se había hecho de noche. Se escuchaban las risas de los soldados que cortejaban a las pocas mujeres que pertenecían a la comitiva. Como aquellas mujeres sin excepción eran tenderas, no se trataba de un asunto del que el mercader tuviera que ocuparse. Hizo una señal a uno de los dos guardias.

—Tráeme al comandante Grom.

—Sí, señor.

Grom entró al cabo de poco tiempo. El privilegio de su posición era poder penetrar en el carromato del mercader cuando era llamado.

—¿Señor?

—Grom, hay dos cosas que quiero pedirte. La primera, cuida de que no todos los soldados montados se emborrachen hasta perder el sentido. Quisiera que al menos una parte de los hombres estuviera lista para la lucha. La segunda… —Tertujak vaciló un momento y luego continuó decidido—. Me gustaría que me trajeras al prisionero aquí sin que nadie se percatara.

Grom dilató los ojos.

—¿El prisionero? ¿Aquí? ¿A vuestro carro?

—Sí.

—Pero ¿por qué?

Tertujak resopló con enfado.

—¿Acaso te debo cuentas a ti, comandante de los montados?

El otro se estremeció. Su rango dependía solamente de la buena voluntad del mercader y no tenía ganas de perderlo.

—Perdonadme, señor. Se hará lo que vos queráis.

—Espera un momento todavía hasta que la mayoría se haya dormido. No quiero que se hable de ello. Toma dos o tres hombres poco habladores para escoltar al prisionero y trae una cadena para atarlo aquí.

—Sí, señor.

—Y no lo olvides: extrema cautela.

Tertujak pasó el tiempo hasta la llegada del prisionero sumido en una tensa impaciencia. Varias veces estuvo a punto de enviar a uno de los soldados de guardia para que aceleraran la tarea y le costó un esfuerzo casi físico el poder controlarse.

Por fin llamaron a la puerta. Tertujak abrió con rapidez la trampilla del carro y dos soldados introdujeron al prisionero. Le encadenaron a una viga, después de lo cual el mercader los despidió con un ademán de cabeza.

Luego contempló al hombre que estaba ahora sentado en una de sus valiosas pieles. Así que éste era el hereje. Sus ropas se habían destrozado hasta convertirse en sucios harapos, su retorcida barba y sus enmarañados cabellos estaban igualmente llenos de porquería. Con una mirada obtusa e indiferente, permitió que el mercader le observara, como si ya no le interesara lo que sucediera con él.

—Te preguntas quizás por qué he hecho que te trajeran —comenzó Tertujak por fin.

Creyó ver una pizca de interés en los ojos apáticos del prisionero.

—La verdad es que yo mismo no lo sé. —Tertujak pensó en la silueta de la Roca del Puño ante el cielo azul oscuro del atardecer—. Quizá porque mañana veremos por primera vez la ciudad portuaria, nuestro objetivo. Y yo no quiero simplemente entregarte al consejo del puerto sin saber a quién he transportado en realidad.

El hombre le seguía mirando fijamente y sin expresión.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Tertujak.

Pareció transcurrir una eternidad hasta que el prisionero contestó. Su voz era un gruñido polvoriento.

—Nillian… Nillian Jegetar Cuain.

—Ésos son tres nombres —afirmó asombrado el mercader.

—Todo el mundo en mi tierra tiene tres nombres. —El hombre tosió—. Llevamos nuestro nombre, el nombre de nuestra madre y el nombre de nuestro padre.

En la forma en que hablaba el hereje había realmente un sonido extraño que el mercader no había oído jamás en todos sus viajes.

—Entonces, ¿es cierto que vienes de otro mundo?

—Sí.

—¿Y por qué estás aquí?

—Naufragué aquí.

—¿Dónde está tu mundo?

—Muy lejos.

—¿Puedes enseñármelo en el cielo?

El prisionero miró fijamente a Tertujak durante largo tiempo, de modo que el mercader ya creía que no había entendido la pregunta. Pero entonces preguntó de pronto:

—¿Qué sabes de otros mundos? ¿Qué sabes de viajes entre las estrellas?

El mercader se encogió de hombros.

—No mucho.

—¿Qué sabes?

—Conozco las naves estelares de la flota imperial que llevan a bordo las alfombras de cabellos. Se me ha dicho que son capaces de viajar entre las estrellas.

El hombre abatido que afirmaba venir de las estrellas pareció volver a la vida.

—Las alfombras de cabellos —repitió y se dobló hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas—. ¿A dónde se las transporta?

—Al palacio del Emperador.

—¿Cómo sabes eso?

—Yo no lo sé —accedió Tertujak—. Me ha sido dicho.

El hombre que se llamaba Nillian afirmó con la cabeza y Tertujak vio algo de arena resbalar desde sus cabellos hasta el suelo. Tendría que hacer que limpiaran el carro al día siguiente.

—Te han mentido. En el palacio del Emperador no hay ninguna alfombra. Ni una sola.

Tertujak encogió los hombros con desconfianza. De alguien a quien se consideraba un hereje se podía esperar tal afirmación. Pero ¿y si no era un hereje?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—He estado allí.

—¿En el palacio imperial?

—Sí.

—Quizá no las reconociste.

El extranjero se rio por primera vez.

—Eso es imposible. He visto una alfombra de cabellos. Se trata de la obra de arte con mayor filigrana y mayor trabajo que jamás haya tenido ante mis ojos. Una obra de arte de esta clase no hubiera pasado inadvertida. Y estamos hablando aquí no de una alfombra sino de miles y miles. Pero ni siquiera una de ellas se puede encontrar en el palacio. ¡Nuestra lengua ni siquiera tiene una expresión para nombrarlas!

¿Podría esto ser verdad? Y si era una mentira, ¿qué es lo que pretendía aquel hombre con ella?

—Se dice —comenzó Tertujak— que el palacio del Emperador es el edificio más grande del universo…

El hombre reflexionó un instante.

—Sí, eso es probablemente cierto. Pero no por ello es inabarcable. En cualquiera de vuestras ciudades se puede esconder uno mucho más fácilmente que en todo el Palacio de las Estrellas.

—Pero seguramente habrá estancias privadas del Emperador que no son accesibles a nadie más.

—Las había, antes. —El rostro del extranjero se endureció—. Estoy aquí preso porque lo he dicho, así que puedo repetirlo tranquilamente: el Emperador dejó de gobernar hace unos veinte años de vuestro tiempo.

Tertujak miró con fijeza al hombre que estaba sentado allí, encadenado de pies y manos, harapiento y sucio, y supo que no mentía. Por supuesto, esa afirmación era pura blasfemia. Pero percibió en su interior la certeza de que lo que el extranjero contaba no era otra cosa que la verdad.

—Entonces, ¿son ciertos los rumores que corren desde hace dos decenios —murmuró pensativo— de que el Emperador ha abdicado…?

—Bueno, yo diría que esos rumores están bastante embellecidos.

—¿Qué quieres decir con eso?

La mirada del prisionero se hizo de pronto dura como el acero.

—Señor, yo soy un rebelde, y he sido durante todo el tiempo de mi vida miembro del movimiento Viento Inaudible. Hace veinte años atacamos el mundo central, conquistamos el palacio y derribamos al Emperador. Desde entonces ya no existe el Imperio. Esto puede gustarte o no, pero es un hecho.

El mercader de alfombras de cabellos contempló inseguro al extranjero. Lo que decía parecía que le arrancaba el suelo bajo sus pies.

Señaló con un vago gesto a la ventana.

—Allá afuera veo las estrellas en el cielo y todavía lucen. Me ha sido dicho que no podrían hacerlo sin el Emperador.

—El Emperador no tiene nada que ver con ello —replicó el rebelde—. Eso es una leyenda.

—Pero ¿no fue el Emperador quien les concedió la existencia?

—Del mismo modo que yo no podría hacerlo, tampoco él podía. Él era un hombre como cualquier otro. Os contaron todas esas cosas sólo para tener poder sobre vosotros.

Tertujak agitó la cabeza.

—Pero ¿no es cierto que gobierna desde hace milenios? ¿Cómo pudo haber hecho eso sin ser inmortal?

El extranjero simplemente alzó las cejas.

—En fin, sea como sea como lo haya hecho, en cualquier caso está muerto ahora.

—¿Muerto?

—Muerto. Un rebelde le atrapó durante la ocupación del palacio en una habitación aislada y le mató de un disparo durante el forcejeo.

Tertujak se acordó de nuevo de lo que le habían contado sobre las circunstancias de la captura del extranjero. Estaba con dos tejedores de cabellos y había comenzado de pronto a pronunciar palabras blasfemas, después de lo cual ambos le habían capturado y acusado de hereje.

—¿Les contaste esto a los tejedores de cabellos? —se asombró—. Un milagro que te hayan dejado con vida.

—Un golpe en el cráneo me dieron, un milagro que lo sobreviviera —gruñó el prisionero—. El uno me estuvo preguntando con ansiedad mientras que el otro se deslizó detrás de mí y ¡plas! Cuando me desperté de nuevo estaba en una mazmorra cargado de cadenas.

Tertujak comenzó a andar intranquilo de acá para allá.

—Dices que no hay alfombra alguna en el palacio imperial. Por otro lado veo cómo cada año decenas de miles de alfombras abandonan este planeta. ¿A dónde las llevan las naves imperiales si no es al palacio?

El extranjero asintió.

—Ya me he dado cuenta de que ésa es justamente la pregunta más interesante. Y no tengo ni la sombra de una respuesta.

—¿Quizás no se trata del mismo Emperador?

—Se trata de ese hombre —dijo el prisionero, y señaló a la fotografía del Emperador que colgaba de la pared. Tertujak había heredado la fotografía de su padre, el cual a su vez la había heredado de su padre y sucesivamente—. El Emperador Aleksandr XI.

—¿El Emperador Aleksandr? —Tertujak estaba, en realidad por primera vez en aquella noche, completamente perplejo—. Ni siquiera sabía que tuviera un nombre.

—Eso también ha caído en el olvido. Era el décimo primero en una serie de Emperadores que se llamaban todos Aleksandr. Los diez primeros también llegaron a ser bastante viejos, pero él solo gobernó más que todos los otros juntos. Y tomó el poder hace tantísimo tiempo que daba la sensación de que gobernaba desde el principio de los tiempos.

—Sí. —Tertujak agitó la cabeza, luego continuó su intranquilo paseo. El extranjero le contemplaba en silencio.

¿Ésa era, entonces? ¿Ésa era la explicación? ¿La explicación de la cantidad descendente de alfombras de cabellos?

Se sentó de nuevo en su banqueta.

—Lo que dices —concedió— produce un eco en mí. Pero al mismo tiempo no puedo comprenderlo. ¿Lo entiendes? No consigo imaginarme que el Emperador pueda estar muerto. Él parece estar de algún modo dentro de mí, ser una parte mía.

—Ésa es la imagen del Emperador como ser sobrehumano que ha creado tu educación, puesto que tú nunca has visto al Emperador. —El extranjero manipuló su cinturón tanto como le permitían sus cadenas—. Tengo una imagen conmigo que en realidad quería mantener oculta hasta que en algún momento se me sometiera a algo parecido a un juicio…

Sacó una fotografía a la luz y se la alcanzó al mercader de alfombras de cabellos. Tertujak contempló la imagen. Mostraba con una exactitud que provocaba asco el cuerpo de un hombre que estaba colgado por los pies a un mástil y se balanceaba con la cabeza hacia abajo. Su pecho lo atravesaba un agujero mayor que un puño, cuyos bordes estaban como sellados por el fuego.

Cuando giró la imagen para contemplar con mayor cuidado el rostro del muerto, le recorrió una especie de rayo, de tal forma que pensó que en aquel momento se le quedaría parado el corazón. ¡Conocía aquel rostro mejor que el suyo propio! ¡El cadáver era realmente el del Emperador!

Arrojó lejos de sí la foto al tiempo que emitía un lamento inarticulado, y se hundió de nuevo en los cojines de su asiento.

—Te sientes ahora como si alguien te hubiera golpeado con un martillo en la frente —le alcanzó la voz del rebelde como desde lo más remoto—. Por si te alivia: no eres el único al que le sucede esto. Esta fotografía es hoy, probablemente, una de las imágenes más conocidas de todos los tiempos, y es nuestra mejor ayuda a la hora de liberar a los hombres del abrazo asfixiante que supone su fijación con el Emperador como deidad.

Tertujak apenas le oía. Detrás de su frente había una sensación como de agua que está en ebullición. Su espíritu trabajaba a una loca velocidad, atravesaba a toda prisa todas las imágenes de su memoria, intentaba verlas de nuevo y volver a ordenarlas. Todo, todo tenía que ser ordenado de nuevo. De lo que había servido siempre, ya nada servía.

¿Qué es lo que decía sin parar este extranjero? No le entendía. Solamente miraba aquella imagen e intentaba comprender la verdad en toda su extensión: el Emperador estaba muerto.

—¿… unos ruidos allá afuera?

—¿Qué?

Tertujak escapó del remolino de sus pensamientos y sentimientos como si saliera de una pesadilla. Ahora lo oía él también. Desde fuera les llegaban tremendos ruidos, voces y gritos y el golpeteo de metal contra metal. Eran sonidos de peligro.

En un instante el mercader se puso en pie y se acercó a la puerta, abrió la portilla y sacó la cabeza. Vio antorchas, sombras, gentes que corrían y los oscuros contornos de animales de montura que atravesaban el campamento a toda velocidad. Ruidos de lucha. Cerró de nuevo la puerta y tocó con sus dedos carnosos la fina cadenilla que llevaba al cuello.

Todo se rompe, pensó.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el extranjero.

—Ladrones —se escuchó decir a sí mismo el mercader con una calma innatural—. Están atacando el campamento.

—¿Ladrones?

—Ladrones de alfombras de cabellos.

Así que había tenido razón con sus malos presentimientos. Naturalmente. Aquí, poco antes del único paso sobre la interminable cordillera de Zarrack, era el lugar ideal para una emboscada.

—¿Quieres decir que quieren robar las alfombras?

Tertujak asintió.

—Pero ¿qué sentido tiene eso? ¿Qué pueden hacer unos ladrones del desierto con las alfombras de cabellos?

—Se las venden a otros mercaderes de alfombras —aclaró Tertujak con rapidez, mientras su razón buscaba febril una salida de aquella catástrofe—. Desde tiempo inmemorial hay una cifra fijada de alfombras que un mercader de cabellos ha de traer cuando regresa a la ciudad portuaria de una ruta. Si no puede cumplir con esa cifra, el código de honor de los mercaderes exige que se quite la vida él mismo.

—¿Y los ladrones venden las alfombras capturadas a otros mercaderes que tienen problemas con sus cifras pero que quieren seguir viviendo? —supuso el rebelde, cuyos ojos brillaban ahora completamente despiertos.

—Exacto.

Un pensamiento se aferró de pronto a la nuca del mercader de alfombras de cabellos, una voz antiquísima, polvorienta, que decía: tú has prestado oídos al hereje y él te ha seducido. Tú le has creído, le has creído de verdad, ¡he aquí tu castigo por ello!

Tertujak tomó la foto del Emperador muerto y se la dio al cautivo.

—¿No tienes armas? —le preguntó, y se removió inquieto en sus cadenas.

—Tengo soldados.

—No parece que eso sea de mucha utilidad.

Sí, pensó Tertujak. Y esto sería el final.

Los sonidos de lucha se fueron acercando, aullidos salvajes y el sonido de acero contra acero. Se escuchó un grito estremecedor y algo golpeó contra el carro, algo que sonaba como un cuerpo humano. Los restos destrozados de la fina cadena del mercader escaparon de sus dedos paralizados por el terror, cayeron al suelo y se hundieron entre las pieles.

Durante un largo y terrible instante todo estuvo en silencio. Luego la puerta fue arrancada y a la luz de unas antorchas humeantes contemplaron unos rostros ennegrecidos y ensangrentados.

—Saludos, mercader Tertujak —tronó sardónicamente el hombre que iba delante, un gigante barbado que portaba en la frente una cicatriz nudosa—. Y perdonad que os debamos molestar a tan tardías horas…

Se introdujo en el interior del carro, seguido por tres de sus camaradas. La mueca sardónica desapareció de su rostro como si le costara demasiado esfuerzo. Pasó apenas la mirada por el cautivo, luego señaló al mercader.

—¡Registradle! —ordenó.

Los hombres se lanzaron sobre el mercader, le rasgaron sus ropas y las removieron y las arrancaron, hasta que casi todo le colgaba al cuerpo en harapos. Sin embargo, no encontraron nada de lo que buscaban.

—Nada.

El jefe se acercó al mercader y le miró con fijeza.

—¿Dónde está la llave del carro de las alfombras de cabellos?

Tertujak tragó saliva.

—No la tengo.

—No me cuentes cuentos, saco de grasa.

—La tiene uno de mis hombres.

El barbado se rio incrédulo.

—¿Uno de tus hombres?

—Sí. Un soldado en el que confío completamente. Le he instruido para que huyera en caso de que fuéramos atacados.

—¡Maldita sea!

El jefe le golpeó sin contención en el rostro de modo que la cabeza se le fue hacia un lado. El golpe le partió a Tertujak el labio inferior, pero el mercader no emitió sonido alguno.

Los otros hombres estaban intranquilos.

—¿Qué hacemos ahora?

—Nos llevamos el carro entero —propuso un hombre rollizo, cuyo brazo derecho estaba cubierto de una sangre que no parecía ser la suya—. Ya lo abriremos de algún modo…

—¡Tonterías! —le increpó el barbado—. ¿Por qué crees que el carro está blindado? No se puede. Necesitamos la llave.

Los ladrones se miraron los unos a los otros.

—Cuando amanezca podemos buscar por los alrededores —dijo otro—. Al fin y al cabo, un hombre sin montura no puede haber ido muy lejos.

—¿Cómo sabes que no tenía montura? —preguntó el hombre rollizo.

—Lo hubiéramos notado…

—¡Estad tranquilos! —ordenó el jefe con un brutal movimiento de las manos y volvió su atención de nuevo al mercader de cabellos, al que le brotaba sangre del labio inferior—. Yo no creo que un mercader deje lejos de su alcance la llave de su carro de las alfombras. —Miró inquisitivamente a Tertujak—. Abre la boca.

El mercader no reaccionó.

—¡He dicho que abras la boca! —le increpó el gigante barbudo.

—¿Por qué? —preguntó Tertujak.

—Porque creo que nos la quieres dar con queso.

Agarró la barbilla del mercader con un movimiento brutal y repentino y le obligó a abrir la boca.

—Veo un par de heridas recientes en tu garganta —anunció, y miró al mercader con compasión—. No me creo lo de tu soldado. ¿Sabes lo que creo? ¡Creo que te has tragado la llave!

Los ojos del mercader se abrieron desmesuradamente. No estaba en condiciones de decir nada más y su mirada era una afirmación silenciosa.

—¿Y? —gruñó el ladrón—. ¿No tengo razón?

A Tertujak le dio una arcada, jadeó.

—Sí —consiguió decir.

Todo rastro de piedad humana desapareció repentinamente de los ojos del barbado, al tiempo que echaba la mano atrás y sacaba del cinturón un cuchillo grande y afilado.

—No deberías haberlo hecho —dijo en voz baja—. De verdad que no deberías haberlo hecho.