7
El recaudador de impuestos

Llevaba siguiendo las marcas del camino de comerciantes desde hacía días y en realidad no tenía motivo alguno para preocuparse: las piedras miliares, esculpidas de forma rústica, estaban dispuestas a distancias regulares y eran fáciles de reconocer. Pocas veces había desvíos de aquella ruta cubierta de pisadas. Pese a ello, suspiró involuntariamente cuando por fin apareció Yahannochia en el horizonte.

A su jibarat le daba igual. La montura no cambió su paso regular y pesado, tampoco cuando él, contra toda razón, intentó azuzarlo a base de golpes con la mano extendida. En lo que respecta a la velocidad adecuada para acometer largos viajes por tierra, los jibarat eran más razonables que los seres humanos.

Ahora veía las aisladas viviendas de los tejedores de cabellos entre las colinas. Llamativas y coloreadas las unas, sencillas, parduscas y pegadas a las rocas las otras, dependiendo del estilo y la época de la construcción de las casas. Había casas con tejados picudos y paredes de color rojo ardiente, otras, por su parte, eran planas y construidas a base de piedras labradas. Incluso vio una casa que era completamente negra y que desde lejos parecía como quemada.

Nadie le prestó atención cuando cabalgó a través de la puerta de la ciudad. Los chiquillos corrían alrededor, discutiendo a voz en grito y algunas mujeres charlaban junto a una esquina. Sólo un par de veces vio el miedo inconfundible en los ojos cuya mirada había recaído sobre las insignias en las albardas: las señales del recaudador de impuestos imperial.

Conocía bien el camino. No había cambiado mucho desde su última visita, que había sido hacía ya más de tres años. Todavía era capaz de encontrar el camino hasta el ayuntamiento a través de callejones estrechos, pasando junto a polvorientos y míseros talleres y oscuras tabernuchas, paredes sucias y pilares de madera llenos de hongos.

Una leve sonrisa se formó en sus labios. No le iban a engañar. Les iba a tasar y a gravar, sin piedad. Por supuesto, habían sabido que vendría. Lo sabían siempre. Y él llevaba al servicio del Emperador desde hacía décadas, conocía todos los trucos. No necesitaban creer que le iban a poder engañar con aquellas miserables fachadas. Si se miraba con cuidado, se podían ver los gruesos jamones colgados en los sótanos y los finos paños que yacían en los armarios.

¡Pandilla de ateos! Toda su lamentable existencia no daba para nada más que un puñado de impuestos y hasta de esto querían escabullirse.

Hizo detenerse a su jibarat delante del ayuntamiento y, sin desmontar, llamó a una de las ventanas. Un joven sacó la cabeza y le preguntó qué deseaba.

—Soy Kremman, el recaudador de impuestos y juez imperial. Anúnciame a las autoridades de la ciudad.

El joven abrió mucho los ojos al ver el sello imperial, asintió con la cabeza a toda prisa y desapareció.

Lo intentaban con toda clase de trucos. Allí de donde venía justamente ahora, habían quemado el libro mayor. Por supuesto no lo habían reconocido, nunca reconocían algo así: afirmaban que había sido un fuego en el ayuntamiento el que había destruido el libro. ¡Como si con ello pudieran librarse de los impuestos! Todo lo que habían conseguido era que él tuviera que quedarse más tiempo. Hubo que preparar un nuevo libro mayor, todos los ciudadanos hubieron de ser tasados de nuevo. Había habido lamentos y rechinar de dientes y las lágrimas habituales, pero él no se había dejado impresionar por ello y había cumplido con su deber. Sabía que en el futuro tendrían más cuidado. Esto no se lo harían a él de nuevo.

La puerta del ayuntamiento se abrió de golpe y un hombre viejo y gordo salió a trompicones, mientras se ponía las mangas de una túnica de ceremonias ricamente adornada. Jadeando, quedó de pie delante de Kremman, se metió por fin del todo en su túnica y miró entonces al recaudador de impuestos, con finas gotitas de sudor sobre su frente.

—¡Sed bienvenido en nombre del Emperador, Kremman! —gritó, nervioso—. Es bueno que hayáis venido, muy bueno, incluso, pues desde ayer tenemos a un sacrílego en las mazmorras y no sabemos qué hacer con él. Pero ahora podréis vos emitir un juicio de magistrado…

Kremman miró al hombre con desprecio.

—No me hagas perder el tiempo. Si es un sacrílego, entonces cuélgalo como manda la ley.

El alcalde asintió dando fuertes resoplidos, con tanto empeño que se podría haber creído que se iba a derrumbar en cualquier momento.

—Jamás os incomodaría con ello, magistrado, si se tratara de un sacrílego habitual, jamás. Pero no se trata de un sacrílego corriente, incluso diría que se trata de un sacrílego muy poco corriente y creo firmemente que…

¡Lo que se les ocurría! ¡Si toda esa inventiva la aplicaran a su trabajo en vez de a intentar engañarle!

Frenó la cháchara del otro con un movimiento de la mano.

—Primero quiero ocuparme de los libros, pues para eso he venido.

—Cierto, por supuesto. Perdonad mi falta de respeto. Debéis de estar cansado de vuestro viaje. ¿Queréis ver los libros inmediatamente o debo daros primero un alojamiento y procuraros un refresco?

—Primero los libros —continuó obstinadamente Kremman, y se dejó caer de su silla.

—Primero los libros, muy bien. Seguidme.

Kremman tomó la bolsa con sus utensilios de trabajo y se dejó llevar por el anciano hacia la bóveda del sótano del ayuntamiento. Mientras, con movimientos cien veces realizados, montaba sus aparatos sobre una gran mesa, contempló silencioso cómo el anciano sacaba una oxidada llave y abría un armario grande y chapado de hierro en el que se guardaban los libros mayores de impuestos.

—Tráeme también los cambios —dispuso Kremman después de que el alcalde le pusiera sobre la mesa el libro mayor sellado.

—Os los haré traer de inmediato —murmuró el hombre.

Kremman sonrió malévolamente mientras el alcalde se escurría hacia la puerta. Había quizá creído que le iba a poder distraer de su tarea con no sé qué historias. Y ahora estaba decepcionado porque no había funcionado.

Los pillaría. En algún momento los pillaba a todos.

Luego se puso a trabajar. Primero había de comprobar si el sello del libro de impuestos de Yahannochia estaba de verdad intacto. Kremman tocó las correas que rodeaban al libro. Estaban intactas. Quedaba el sello en sí. Lo pesó para probarlo en la mano, lo examinó con ojo crítico. Había visto en su vida miles de sellos rotos y recompuestos, y sin embargo éste era un punto en el que se demoraba y no se permitía caer en la rutina. El sello del libro de impuestos era el punto más sensible del sistema. Si alguna vez fueran capaces de falsear un sello sin que él lo supiera, le tendrían cogido. Si se llegaba a saber, esto le costaría la cabeza. Y si no se sabía, entonces podrían chantajearlo hasta el fin de sus días.

El joven que le había abierto la ventana —seguramente el servidor municipal— entró y trajo el libro de cambios de la ciudad. Kremman le señaló con un ademán malhumorado que lo dejara sobre la mesa y cuando se dio cuenta de la curiosidad del otro, le miró con un aire tan envenenado que aquél prefirió desaparecer de nuevo tan rápido como le fuera posible. No necesitaba espectadores aquí.

Con cuidado, Kremman colocó su sello sobre la pieza de cera. Para su alivio, coincidía. Tampoco una meticulosa revisión con una potente lente le permitió encontrar irregularidades.

No se atreverían. No habían olvidado que había sido él quien, siendo un joven recaudador de impuestos, había descubierto en la Ciudad de las Tres Corrientes un falso sello. No habían olvidado con qué dureza había tasado de nuevo a toda la ciudad y les había impuesto una multa adicional, de tal modo que a los ciudadanos se les saltaron las lágrimas.

Quedaba la última prueba. Después de echar un vistazo hacia la puerta para asegurarse de que de verdad no miraba nadie, tomó un pequeño cuchillo en la mano y comenzó a raspar cuidadosamente la imagen del sello. Ése era el secreto que quedaba oculto cuando alguien rompía el sello sin más o lo fundía. Bajo la primera imagen del sello había una segunda que sólo dedos hábiles y experimentados podían hacer visible. Kremman raspó con un cuidado infinito hasta que una diferencia de colores en la cera mostró el límite entre las capas. Sólo una pequeña palanca con el cuchillo que le había costado años aprender, y la capa superior de cera saltó limpiamente. Allí estaba el sello secreto, una señal minúscula que sólo conocían los recaudadores imperiales. Kremman sonrió satisfecho, tomó una vela y fundió completamente el sello con ella. Hizo gotear la cera en una pequeña escudilla de hierro. Cuando todo hubiera pasado, haría con ella un nuevo sello.

Luego abrió el libro. Ese instante le electrizaba desde que podía recordar. Ese instante de poder. En aquel libro estaban inscritas las propiedades de todos los ciudadanos, las riquezas de los ricos y las escasas posesiones de los pobres. En aquel libro, con un simple trazo de pluma, decidía él la escasez o el bienestar de una ciudad entera. Casi con ternura pasó las páginas que crujían bajo el peso de los años y su mirada acarició las marchitas hojas llenas de antiquísimas anotaciones, plenas de cifras, firmas y sellos. Los alcaldes podían llevar sus túnicas de ceremonia para ser vistos y pavonearse ante las gentes: con aquel libro y su derecho a escribir en él, era Kremman quien tenía el verdadero poder en sus manos.

Casi no podía apartarse. Con un suspiro apenas audible, tomó el otro libro en sus manos, el libro de cambios de la ciudad. Éste era bastante más normal, casi vulgar. Se podía ver que cualquiera podía escribir en él. Era una prostituta. Kremman lo hojeó con cierta resistencia y buscó su última anotación. Luego pasó con rapidez las páginas siguientes con los cambios, los nacimientos y las defunciones, los matrimonios, las emigraciones e inmigraciones y los cambios en los estamentos profesionales. No era tanto como él se había temido dado el largo tiempo pasado. Terminaría rápidamente con las tasaciones y luego le quedaría tiempo para algunas pruebas al azar. Quería saber si en aquella tranquila ciudad realmente actuaban todos conforme a derecho.

Con la nariz ligeramente arrugada leyó la última anotación. Habían lapidado hacía poco a su único maestro, al parecer bajo el influjo de un predicador vagabundo. La acusación anotada a posteriori se refería a agnosticismo. A Kremman no le gustaba cuando algún predicador venido de no se sabe dónde hacia el papel de juez. Y en una ciudad sin maestro disminuían a corto o largo plazo los impuestos recaudados, lo mostraba la experiencia una y otra vez.

Reinaba un agradable silencio en la bóveda del sótano. Kremman sólo oía su propio aliento y el rasgueo del cañón de la pluma que corría por el papel mientras formulaba sus listas. La primera lista se la daría después al servidor municipal. Contenía el nombre de todas las personas que eran invitadas al interrogatorio en el ayuntamiento, personas cuyas propiedades o estado familiar habían variado desde la última vez. En la segunda lista anotó los nombres de aquéllos a los que él mismo buscaría y tasaría. Un par de nombres provenían del libro de cambios, el estado de las cosas hacía inevitable una tasación personal. El resto de los nombres se los propuso su intuición, su sentido para maquinaciones silenciosas y su sensibilidad instintiva para con los intentos humanos de conservar lo más posible y de dar lo menos posible y de librarse de los deberes reconocidos. Confiaba totalmente en ese instinto y hasta ahora le había ido siempre bien. Leía el índice con los ciudadanos, leía la profesión, la edad y el estado y la última tasación y con algunos nombres sentía algo así como una llamada de alarma interna: estos nombres los apuntaba.

Podía imaginarse bien lo que estaba pasando en la ciudad. Entretanto se habría desplegado la noticia de su llegada hasta la última cabaña y ahora andarían conciliando con el corazón en un puño por si esta vez les tocaba a ellos. Y naturalmente se afanaban en esconder todo lo que era valioso: las joyas, las ropas nuevas, las buenas herramientas, la carne ahumada y las jarras de barro con las salazones. Mientras él estaba allí sentado y escribía sus listas, ellos se vestían con sus ropas más viejas, con trapos grises y sucios, se echaban grasa en los cabellos y porquería en el rostro, frotaban con cenizas las paredes de sus casas y cabañas y echaban estiércol en la habitación para que se llenaran de bichos.

Y él penetraría su mascarada. Creían que con cabellos descuidados y rostros sucios le iban a engañar, pero él miraría en las uñas de sus dedos y vería si tenían callos en las manos y entonces lo sabría. Encontraría cosas bajo la paja de sus lechos, detrás de armarios, bajo las vigas y en los sótanos. No había tantos escondrijos y él los conocía todos. En días en los que estaba de buen humor podría haberlo disfrutado como un reto deportivo. Pero tales días eran raros en él.

Cuando ambas listas estuvieron terminadas, Kremman cerró el libro y llamó al servidor municipal.

—¿Estás familiarizado con el proceso de una recaudación de impuestos? —le preguntó—. Te lo pregunto porque eres muy joven y no te conozco.

—Sí. Es decir, no. Me lo han explicado, pero no, nunca lo he…

—Entonces haz lo que te diga. Ésta es una lista con nombres de ciudadanos que mañana voy a tasar. Los he dividido en cuatro grupos: para temprano por la mañana, para tarde por la mañana, por la tarde y temprano por la noche. Tú habrás de preocuparte por que todos aparezcan a su hora. ¿Has entendido?

El joven asintió inseguro. Es de verdad un novato, pensó Kremman con desprecio.

—¿Serás capaz?

—¡Sí, por supuesto! —se apresuró a asegurar el servidor municipal.

—¿Cómo vas a proceder?

Ahí le tenía. Kremman le vio tragar saliva y mirar al suelo de acá para allá, como si fuera a encontrar en él la respuesta, con los ojos desencajados, murmurando algo ininteligible.

—¿Qué has dicho? —se emperró Kremman con una deleitación cruel—. No te he entendido.

—He dicho que no lo sé.

Kremman le examinó como se examina a un repugnante insecto.

—¿Conoces a los ciudadanos de esa lista?

—Sí.

—¿Qué te parecería pasarte hoy por casa de cada uno de ellos y decírselo?

El joven, tenso, asintió pero no se atrevió a mirarle a los ojos.

—Sí. Sí, eso haré.

—¿Cómo te llamas?

—Bumug.

Kremman le alcanzó la lista.

—Te toca por la tarde.

—¿Por la tarde? —Ahora miraba de nuevo al recaudador de impuestos, turbado—. ¿Yo? ¿Qué quiere decir eso?

Kremman sonrió sardónico.

—Tú estás también en la lista, por supuesto, Bumug.

Como siempre, el recaudador imperial de impuestos ocupó el alojamiento municipal para invitados. Cada ciudad que visitaba se encontraba en un conflicto en lo relativo al mobiliario de dicho alojamiento y a la alimentación de dicho huésped. Por un lado, a causa del miedo intentaban que no padeciera incomodidad alguna para no causar su ira. Por el otro lado, no se le quería dar la idea de que se hallaba en una ciudad próspera.

Para su suerte, vencía casi siempre el deseo de sobornarle, también aquí, en Yahannochia. Encontró una habitación limpia, una cama que habría sido digna de un rey y una mesa extremadamente bien provista. Introdujo el libro mayor de impuestos bajo la almohada. Mientras el libro no estuviera sellado, no lo dejaría ni un momento lejos de su vista.

Cuando a la mañana siguiente, con el libro apretado bajo el brazo, entró en el ayuntamiento, había ya una larga cola de resignados personajes esperando. Kremman respiró profundamente y adoptó un paso especialmente duro, decidido, para expulsar cualquier debilidad, cualquier resto de piedad, bonhomía o cualquier otro sentimiento que no fueran dignos de un recaudador de impuestos. Le esperaba un día duro, un día en el que de la mañana a la noche tendría que escuchar historias dignas de lástima y no debía permitirse ni un segundo de descuido, ni un momento de distracción sin traicionar su tarea, su sagrada tarea de recaudar impuestos para el Emperador.

Así marchó junto a la fila de ciudadanos sin dignarse a mirarles más de cerca, tomó asiento en la mesa que estaba preparada, sobre la que alguien ya había colocado útiles de escribir y una jarra de agua, abrió el libro mayor de impuestos y gritó el primer nombre de su lista:

—¡Garubad!

Un hombre fornido, con rostro gastado por los elementos y el cabello gris, se acercó, un dechado de robusta fuerza corporal, totalmente vestido de gastado cuero, y dijo:

—Yo soy.

—¿Eres ganadero?

—Sí.

—¿Qué tipo de ganado crías?

—Ovejas keppo, mayormente. Aparte, tengo algunos búfalos baraq.

Kremman asintió. Todo ello estaba también en su libro. El hombre daba una impresión de ser recto y temeroso de Dios, un caso sencillo.

—¿Cuántas keppos? ¿Cuántos baraques?

—Doce centenas de keppos y siete baraques.

Kremman consultó su libro.

—Eso quiere decir que el número de tus ovejas ha aumentado en la cuarta parte, mientras que el número de baraques se ha quedado igual. Así que elevo tus impuestos en la misma medida. ¿Tienes alguna objeción?

El ganadero agitó la cabeza.

—No. Lo doy para el Emperador.

—Lo tomo para el Emperador —respondió Kremman con la fórmula tradicional y puso la marca correspondiente—. Gracias, puedes irte.

Había sido un buen principio. Al recaudador de impuestos le gustaba cuando un día de tasación comenzaba así. También aquí se dejaba llevar por su instinto, que le decía cuándo debía poner a alguien en su lista de pruebas y cuando debía creerle.

Fue un día atareado, pero pese a todo un día alegre. Por supuesto que hubo los habituales lamentos que rompían el corazón acerca de cosechas perdidas, ganado enfermo, hijos fallecidos y maridos huidos, pero no tan a menudo como de costumbre, e incluso Kremman se creyó algunas de las historias. En un ataque de indulgencia que hasta a él mismo le sorprendió, permitió incluso la devolución de impuestos a una mujer cuyo marido había muerto. Nadie debía decir que los recaudadores no eran humanos. Él simplemente cumplía con su deber, nada más, su deber sagrado, al servicio del Emperador.

Era ya tarde cuando realizó la última anotación a la luz de una lámpara de aceite y despidió a la última persona. Miró con satisfacción su nueva lista, que contenía cinco nombres. No necesitaría más que el día siguiente para su prueba al azar y luego sólo le quedaría recontar todas las cifras juntas.

Cuando acababa de cerrar el libro llegó el alcalde embutido en su desmañada túnica de ceremonias.

—Si se me permite recordar otra vez que tenemos a ese sacrílego en las mazmorras y…

—Primero los impuestos —le rechazó Kremman cansado, y se levantó—. Primero los impuestos y luego todo lo demás.

—Por supuesto —asintió el anciano sumiso—. Como vos queráis.

Entró en la primera casa sin anunciarse. Para las pruebas al azar era importante aparecer sin anunciarse, aunque en este sentido no se hacía ilusiones. Su camino a través de los callejones de Yahannochia había sido seguido discretamente por muchos ojos y todo lo que él hacía era de inmediato transportado en susurros.

Pero a aquellos dos los había sorprendido de verdad. Saltaron asustados cuando entró por la puerta. La mujer escondió su rostro y desapareció en otra habitación y el hombre se colocó como casualmente delante del recaudador, de modo que le quitara la vista de la mujer. Kremman sabía por qué. La presencia de una joven mujer en la casa inducía a algunos recaudadores a tasar primero un impuesto dolorosamente alto para luego ofrecer que se rebajaría el impuesto en el caso de que la mujer le regalara sus favores. Kremman, sin embargo, no había hecho eso nunca. Aparte de eso, las autoridades de Yahannochia, con sabia previsión, le habían traído la noche pasada una mujer, una mujer muy joven —conocían sus gustos— y él estaba, en ese sentido, satisfecho.

—Soy Kremman, el recaudador imperial de impuestos —declaró él al joven que le miraba tan enojado como asustado—. Según mis documentos os habéis casado el último año. Debo tasaros. Condúceme y muéstrame todo lo que os pertenece.

La mujer ya había desaparecido cuando entraron en la otra habitación. La aguda mirada del recaudador se posó en la ventana, que sólo estaba entornada. Kremman sonrió de rabia. Debía de haber huido a través de la ventana.

Abrió armarios, miró en jarrones, palpó la paja de los camastros y golpeó con los nudillos en paredes y vigas de madera. Como ya había imaginado, no encontró nada especial. Por último, anotó una cantidad que a él le parecía adecuada en su lista.

El alivio del joven hombre era innegable.

—Lo doy para el Emperador —gritó.

—Lo tomo para el Emperador —respondió Kremman, y se fue.

El libro mayor de impuestos estaba de nuevo sellado y cerrado en su armario, el escrito de la lista de impuestos válida había sido hecho y encuadernado en el libro de cambios, y todo lo que quedaba por hacer era preparar el certificado de la recaudación.

De la recogida de los impuestos se encargaba la propia ciudad, él no tenía nada que ver con ello. Su tarea era, sencillamente, establecer la cantidad a recoger. Tampoco tenía nada que ver con el transporte del dinero. De esto se ocuparía el próximo mercader de alfombras de cabellos que pasara por Yahannochia. También para él estaba destinado el certificado, pues tendría que presentar cuentas en la ciudad portuaria de la cantidad de dinero que se le hubiera confiado a él y a su carromato de acero.

La mayoría de las personas creían que los impuestos se le enviaban al Emperador, pero eso no era cierto. El dinero no abandonaba nunca el planeta. Este mundo enviaba únicamente un tipo de tributo a la corte del Emperador y ése eran las alfombras. Los impuestos se utilizaban tan sólo para pagar las alfombras de cabellos.

Por eso también eran los mercaderes de alfombras de cabellos quienes se dedicaban a transportar el dinero de los impuestos. Cuando alcanzaban por fin la ciudad portuaria, entregaban las alfombras de cabellos, el resto del dinero y el certificado del recaudador de impuestos.

Esos datos serían entonces confrontados con los apuntes que los maestres de los gremios de tejedores de alfombras de cabellos enviaban a la ciudad portuaria y así podía estimarse si un mercader había cumplido con su deber o si se había enriquecido injustamente.

—Ya se han fijado los impuestos —declaró Kremman con descuido cuando el alcalde entró en la habitación—. Si todavía tenéis algunas querellas para ser dirimidas por un juez imperial, éste es el momento para ello.

—No tenemos ninguna —respondió el anciano—, sólo, como he dicho, el sacrílego.

—Ah, sí, vuestro sacrílego. —Kremman dejó de escribir el certificado y se recostó hacia atrás—. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Ha dicho toda clase de cosas blasfemas, entre otras, que el Emperador ya no gobierna, sino que ha sido derribado, y otras locuras. Y eso, en presencia de dos respetados tejedores de cabellos, que están dispuestos a atestiguar el caso.

Kremman suspiró aburrido.

—Ah, los viejos rumores. Esas historias corren ya desde hace por lo menos veinte años y una y otra vez hay locos que piensan que deben reactivarlas. ¿Por qué no lo colgáis, simplemente? Un seductor del mal, nada más. Para eso está la ley.

—Bueno —opinó el alcalde mientras se desperezaba—, no estábamos seguros de si la ley sería de aplicación en este caso. El sacrílego es un extranjero, y uno muy extraño. No sabemos de dónde vino. Afirma que viene de otro mundo, tan alejado que no se le puede ver en el cielo.

—Eso no es nada especial. Los dominios del Emperador son grandes —repuso Kremman.

—Y afirma pertenecer a los rebeldes que habrían derrocado al Emperador, perdonad mis palabras, sólo repito lo que el extranjero ha dicho. Dice que vino en una nave espacial rebelde que gira alrededor de nuestro mundo…

El recaudador se rio.

—¡Absurdo! Si existiera tal nave espacial, seguramente no habría dudado en emprender algo para liberarlo. Un loco, como ya os he dicho.

—Sí, eso pensábamos también nosotros —dijo el anciano con un ademán pensativo y vaciló un momento antes de añadir—. Sin embargo, lo que nos llevó a esperar vuestro juicio fue el haber encontrado la radio del extranjero.

—¿Una radio? —Kremman aguzó los oídos.

—Sí. La he traído.

Del interior de su túnica extrajo el alcalde una caja metálica pequeña y negra que sólo tenía un micrófono y algunos botones.

Kremman tomó el aparato y lo sopesó. Era asombrosamente ligero y extraordinariamente limpio, carecía de los rasguños y roces que mostraban casi todos los aparatos que el recaudador había visto toda la vida.

—¿Y estáis seguros de que se trata de una radio?

—Es lo que dice el extranjero. No sé qué otra cosa podría ser.

—¡Es tan… pequeña!

Kremman había poseído una vez una radio, hacía muchos años, una caja grande y maciza. Por entonces había enviado directamente sus tasaciones a la ciudad portuaria. Pero un día había habido una tormenta de arena, su montura se había caído y la preciada posesión se había destrozado contra una piedra.

Kremman estudió con más detenimiento el pequeño aparato. Los mandos no llevaban inscripción, sólo en la parte trasera había algo como un número, en una grafía que muy lejanamente recordaba a las cifras que le eran conocidas.

Un extraño miedo acometió al recaudador de impuestos mientras sujetaba el aparato en la mano, un miedo como el que embarga a quien está al borde de un acantilado y se ve obligado a mirar en un abismo oscuro e inmensurablemente profundo. Aquel aparato, reconoció, era un argumento irrebatible. Era un cuerpo extraño. Fuera lo que fuese, su mera existencia demostraba que aquí sucedían cosas que sobrepasaban la esfera de su competencia como magistrado.

Esta idea repentina le hizo respirar aliviado. Éste era un camino que podía tomar para librarse de toda responsabilidad y además en perfecta consonancia con los reglamentos.

—El sacrílego ha de ser llevado a la ciudad portuaria —dispuso finalmente—. Él y el aparato.

—¿Debo conducirle yo mismo? —preguntó el alcalde.

—No, eso no es necesario. Escribiré la orden en el certificado. El próximo mercader de alfombras de cabellos que visite Yahannochia debe llevárselo y presentarlo ante el consejo.

Rápidamente, como si quisiera evitar posibles objeciones, escribió el texto adecuado en el margen inferior del certificado de impuestos, hizo gotear un poco de cera a su lado y apretó sobre ella su sello.