6
El hombre de otra parte

—Un planeta árido, en su mayor parte desierto y estepa. Población estimada entre trescientos y cuatrocientos millones. Muchas ciudades medianas, todas en estado de decadencia. Pocos recursos mineros, agricultura en condiciones extremas, escasez de agua.

Lo que le maravillaba de Nillian era su increíble dinámica, la energía casi animal que irradiaba y que le daba un algo salvaje, indomable. Quizás se debía a que parecía no pensar demasiado, a que sus palabras, sus acciones y sus decisiones le salían de las entrañas, directas, sin afectación, indisimuladas y casi sin pensarlas. Desde que estaba con Nillian, Nargant se daba cuenta a menudo de cómo sus propios procesos mentales estaban llenos de rincones, incluso cuando se trataba de decisiones absolutamente irrelevantes, y de cuánta energía desperdiciaba casi automáticamente intentando asegurarse contra todas las partes y todas las posibilidades.

Contemplaba a Nillian de reojo. El joven copiloto estaba sentado en un sillón, relajado, echado hacia atrás, con el micrófono del aparato de grabación delante de los labios, y estudiaba con atención la pantalla y los indicadores de los instrumentos de teleanálisis. Su concentración casi se podía tocar con las manos. En la pantalla brillaban diversas imágenes de la superficie planetaria, gris pardusca, sin contornos concretos. El computador había trazado algunas líneas blancas, junto con datos sobre la fiabilidad de los análisis.

—Los instrumentos muestran algo —siguió Nillian— que deben de ser con bastante probabilidad restos rudimentarios de una importante cultura desaparecida. Desde el espacio se pueden distinguir con los ojos desnudos unas líneas rectas que por su coloración permiten suponer que se trata de los cimientos de grandes edificios. Muy grandes. He medido en la atmósfera restos de elementos radioactivos, una escasa radioactividad residual. Posiblemente una guerra atómica hace varias decenas de miles de años. Hay débiles actividades electromagnéticas, probablemente una forma simple de radio, pero no localizamos ninguna fuente de energía de importancia. En otras palabras —concluyó, y su voz adoptó un tono de ironía impaciente—, una imagen muy parecida a todas las anteriores. No creo que vayamos a encontrar nada más si seguimos renunciando a aterrizar en los planetas que sobrevolamos. Por supuesto, se trata de mi opinión personal, pero no tengo nada en contra de que la dirección de la expedición la interprete como una recomendación. Informe de Nillian Jegetar Cuain, a bordo de la Kalyt 9. Tiempo estándar 15-3-178002, ultima calibración 4-2. Posición cuadrícula 2014-BQA-57, en órbita alrededor del segundo planeta del sol G-101, corto y cierro.

—¿Vas a enviar algo así?

—¿Por qué no?

—Esas últimas frases son un poco… insolentes, ¿no?

Nillian sonrió agitando la cabeza, se dobló sobre los mandos de la radio y con un rutinario toque descargó el envío múltiple de su informe de vuelo.

—El problema contigo, Nargant —aclaró después— es tu educación ajena a la vida. Has crecido creyendo que los reglamentos son más importantes que todos los hechos que te pueden acontecer y tienes la idea de que la más mínima desobediencia mata instantáneamente. No es que hayas aprendido mucho más, pero esa obediencia se te ha grabado en la carne y en los huesos y algún día, cuando fallezcas y te diseccionen, se encontrará, en vez de tu médula ósea, obediencia cristalizada.

Nargant contempló fijamente sus manos como si intentara ver a través de la piel para examinar si Nillian tenía razón o no.

—No conseguirás hacer de mí un rebelde, Nillian —murmuró con desagrado.

Lo más estúpido era que él mismo lo percibía. Desde que viajaba junto con los antiguos rebeldes y los tenía junto a él, se sentía como un fósil.

—No te convertirás ya en un rebelde, soldado imperial —le respondió Nillian. Ahora estaba serio—. Por suerte eso ya no es necesario. Pero preferiría que olvidaras un poco tu viejo adiestramiento. No sólo por ti, también por mí. ¿Cuánto tiempo llevamos ya de viaje? Unos cuarenta días. Cuarenta días, solos tú y yo en esta pequeña nave expedicionaria, y para ser sinceros, no sé todavía si de verdad me aprecias. O si solamente aguantas conmigo porque te lo han ordenado.

—Por supuesto —dijo Nargant—. Te aprecio mucho.

Sonó terriblemente forzado. ¿Le he dicho yo eso alguna vez a nadie? Reflexionó asustado.

—Gracias. Yo también te aprecio mucho, debo decir, y por eso me pongo nervioso cuando me tratas con tanto envaramiento, como si después del vuelo tuviera que presentar un informe acerca de tus convicciones políticas para una comisión de sacerdotes o al Consejo de la Rebelión.

—¿Envaramiento…?

—¡Sí! Con tanta precaución, tanto cuidado, sin pronunciar ninguna palabra equivocada y siempre haciéndolo todo bien… Yo creo que debieras ponerte delante del espejo cada mañana y cada tarde y decirte en voz alta a la cara: «¡Ya no hay ningún Emperador!». Y eso durante un par de años.

Nargant caviló si lo estaba diciendo en serio.

—Podría intentarlo.

—Se trata simplemente de que desconectes de vez en cuando ese maldito censor que te han implantado en el cerebro y que digas directamente lo que te venga a la cabeza, sin importar lo que yo piense de ello. ¿Crees que podrías hacerlo al menos de vez en cuando?

—Lo intentaré. —A veces encontraba a los rebeldes verdaderamente irritantes. ¿Por qué, para empezar, se reía al escuchar su respuesta?

—¿Y crees que podrías por una vez violar algunos reglamentos? ¿Interpretar libremente algunas órdenes?

—Humm… no sé. ¿Cuáles, por ejemplo?

Un brillo conspirativo apareció en los ojos de Nillian.

—Por ejemplo, la orden de que no debemos aterrizar en ningún planeta.

A Nargant se le heló el aliento.

—¿No pretenderás…?

Nillian asintió violentamente con la cabeza y sus ojos relampaguearon con ansia de aventura.

—¡Pero eso no puede ser! —El mero pensamiento dejaba boquiabierto a Nargant. Y después de la conversación se sentía presionado. Oyó cómo su corazón latía más deprisa—. Tenemos órdenes estrictas, ¡estrictas!, de no aterrizar en el planeta que sobrevolemos.

—No vamos a aterrizar. —Nillian sonrió ampliamente. Era difícil de decir si se trataba de una sonrisa malévola o divertida o de las dos cosas—. Sólo nos introduciremos un poquito en la atmósfera…

—¿Y entonces…?

—Me dejas con el bote salvavidas.

Nargant respiró profundamente y apretó los puños. La sangre latía en sus sienes. Desvió la mirada, fijó los ojos en una de las extrañas estrellas que se veían silenciosas y misteriosas a través de las portillas. Pero tampoco ella podía ayudarle.

—No podemos hacer eso.

—¿Por qué no?

—¡Porque se trata de la violación de una orden expresa!

—Tis, tis —dijo Nillian—. Terrible. —Y se quedó callado.

Nargant evitó sus ojos. Ya conocía al antiguo rebelde lo suficientemente bien como para saber que le estaba contemplando con impaciencia.

El planeta G-101/2 colgaba como una bola marrón grande y sucia sobre ellos. No se podía vislumbrar ninguna ciudad con los ojos desnudos.

—No sé qué es lo que vas a conseguir con ello —suspiró Nargant por fin.

—Conocimiento —dijo Nillian simplemente—. No sabemos mucho, pero algo ya sabemos con toda seguridad: no vamos a descubrir nada de lo que pasa aquí si solamente sobrevolamos un planeta tras otro y hacemos las típicas mediciones estandarizadas desde la órbita.

—Pero hemos averiguado ya muchas cosas —le repuso Nargant—. Todos los planetas que hemos sobrevolado hasta ahora están ocupados por seres humanos. Por todos lados hemos encontrado civilizaciones planetarias de un nivel bastante primitivo. Y por todos lados hemos encontrado huellas de una guerra muy lejana en la que se utilizaron armas atómicas.

—Aburrido —dijo el joven copiloto—. En suma, esto sólo confirma lo que de todos modos ya sabíamos.

—Pero se trataba de simples leyendas, informes apenas creíbles de un puñado de contrabandistas. Sólo ahora lo sabemos por experiencia propia.

Nillian perdió de repente los estribos de tal modo que Nargant se estremeció.

—¿Y eso te deja frío? —gritó enfadado—. Estamos cruzando una galaxia que al parecer era parte del Imperio desde hacía un tiempo inmemorial, ¡pero que no estaba marcada en ningún mapa estelar! Hemos descubierto una región perdida del Imperio sobre la que no hay ninguna información en el archivo imperial. Y nadie sabe por qué. Nadie sabe qué es lo que nos espera. ¡Se trata de un secreto increíble!

Se calmó de nuevo como si esta explosión le hubiera dejado agotado.

—Y cuando uno se imagina que hasta la senda que conduce a ese secreto sólo se encontró gracias a una cadena de casualidades… —Sus manos comenzaron a dibujar con los dedos extendidos unos extraños círculos—. Fueron necesarias todas esas casualidades para traernos aquí. El gobernador de Eswerlund que hizo buscar el escondite de los contrabandistas como si no hubiera tenido nada más importante que hacer… el técnico que revisó la memoria en la nave requisada en lugar de borrarla y que dio en ella con el mapa estelar de la galaxia Gheera… la votación en el Consejo, que decidió esta expedición con sólo un voto de mayoría… Y aquí estamos nosotros. Y es nuestro maldito deber el descubrir tanto como podamos de lo que está pasando aquí y de cómo pudo suceder que una enorme parte del Imperio estuviera perdida y olvidada durante decenas de miles de años.

Nargant guardó silencio. Pasó el dedo lentamente por la tapicería desgastada de la palanca de mandos principal, sintió cosquillas al tocar los arañazos y grietas de los que se salía el relleno.

—¿Qué es lo que planeas? —Quería evitar a toda costa que alguien pudiera decir después que había dado su consentimiento.

Nillian suspiró.

—Me dejas con el bote en la atmósfera. Aterrizo en las cercanías de alguna población e intento tomar contacto con los habitantes.

—¿Y cómo vas a hacerte entender?

—A juzgar por las emisiones de radio que hemos captado, allá abajo se habla una forma muy antigua de paisi. Hará falta quizá acostumbrarse un poco, pero pienso que lo conseguiré.

—¿Y si no?

Nillian encogió los hombros.

—Quizás me haga el sordomudo. O intente aprender el idioma.

Se alzó del sillón.

—Ya se me ocurrirá algo. —Y diciendo esto bajó por la estrecha escalerilla que conducía a la parte inferior de la nave.

Nargant vio que el rebelde no iba a dejarse convencer para renunciar a sus intenciones. Le siguió hacia abajo, con un aspecto como de ceder ante lo inevitable, y vio con absoluto desagrado cómo Nillian cargaba el bote: la tienda de campaña, que en realidad estaba pensada para aterrizajes de emergencia, algunas provisiones y algunos instrumentos de medición necesarios para exploraciones planetarias y que de hecho en este viaje deberían haberse quedado en el armario.

—Toma un arma —le aconsejó.

—Tonterías.

—¿Qué harás cuando te veas en una situación peligrosa? ¡Al fin y al cabo los de allá abajo son seres humanos!

Nillian se detuvo y se volvió. Se cruzaron sus miradas.

—Confío en ti, compañero —dijo el joven rebelde finalmente con una extraña risa cuyo significado Nargant no supo adivinar.

Un corto encendido de los motores fue suficiente para frenar la nave expedicionaria hasta el punto de que dejara su órbita y se hundiera más profundamente. El planeta se hizo más grande y más grande y pronto se pudo oír por toda la nave el enervante silbido de las primeras partículas atmosféricas que barrían el casco a enorme velocidad. El silbido se convirtió en un aullido y por último en un bramido ensordecedor mientras la nave espacial caía en las capas más bajas de la atmósfera.

Nargant frenó más y pasó a una órbita parabólica que en su punto más bajo debía acercarse bastante a la superficie del planeta para luego catapultar la nave de vuelta al espacio.

—¿Listo?

—Listo.

Poco antes de alcanzar el vértice más profundo, lanzó el bote. Los dos aparatos se separaron tan elegantemente como si sus pilotos no hubieran hecho otra cosa desde hacía años. Nargant se elevó disparado hacia el negro cielo y se puso en una órbita muy alta, estacionaria, con la que seguía la rotación del planeta y de este modo se mantenía aproximadamente sobre el lugar en el que estaba Nillian. A medida que el trueno de los motores se extinguía y la nave se recuperaba entre crujidos del esfuerzo realizado, conectó la radio.

Nillian estaba ya informando.

—Estoy sobrevolando una población. Se podría decir que es casi una ciudad… muy extendida, muchas casas pequeñas y callejones estrechos pero también caminos anchos. Veo algunas zonas verdes y jardines. Una especie de muro rodea toda la población, también los jardines. Fuera de los muros de la ciudad parece no haber más que desierto y estepa, en cualquier caso, en algunos puntos hay una escasa vegetación. Se ven algunos animales pastando, seguramente hay aquí ganadería.

Nargant echó una mirada para comprobar la grabadora. El robusto aparato funcionaba incansablemente y grababa cada palabra.

—A mi derecha percibo una formación de rocas altas y oscuras que se ven bien desde el aire. El escáner hace sospechar que hay cuevas. Aterrizaré allí. Quizás sirva como punto de apoyo.

Nargant crispó el rostro. ¡Cuevas! Como si en un planeta tan árido no se pudiera encontrar otro lugar —y sobre todo uno más seguro— para plantar una tienda neumática.

—¡Ahí va! Hay también algunos edificios alrededor de la ciudad. Algunos se hallan bastante lejos de la población, a varias horas de marcha a pie, diría yo. Los sensores infrarrojos afirman que los edificios están habitados. Veo algo más que podría ser humo de una chimenea.

Era una locura. Toda esto era una completa locura. Nargant se masajeó la nuca y deseó estar muy lejos de allí.

—Volaré ahora un trecho largo hacia el sur hasta que vea de nuevo las rocas que son mi objetivo. Es verdad que son una estupenda marca óptica desde el aire. Me acerco a ellas y voy a aterrizar.

Nargant sacó un trapo y comenzó a limpiar las tapaderas de las pantallas. Yo se lo desaconsejé, pensaba. Quizás tenía que haber insistido en que se inscribiera mi opinión negativa en el diario de a bordo.

Se pudo oír el duro sonido de los patines de aterrizaje al plantarse en el suelo y luego el zumbido de los motores de gravedad al ir apagándose.

—Ya he aterrizado. Acabo de abrir la escotilla y estoy respirando la atmósfera del planeta. El aire es respirable, bastante caliente y lleno de olores. Huele a polvo y excrementos y además hay un olor dulce, como de descomposición… Naturalmente estoy ahora bastante más sensibilizado, después de no haber respirado durante meses enteros otra cosa que aire estéril de nave espacial, pero creo que puedo salir sin filtro para respirar. Voy a bajar ahora para buscar entre las rocas un lugar adecuado para la tienda.

Nargant suspiró y miró hacia afuera. A través de la escotilla a su derecha podía contemplar la mayor de las dos lunas del planeta. El planeta tenía otro satélite, mucho más pequeño, que giraba en dirección contraria y que necesitaba menos de dos días planetarios para dar la vuelta completa. Sin embargo, en aquel momento no podía verse la luna pequeña.

—Es un lugar bastante rocoso y escarpado. Creo que voy a interrumpir la conexión por un momento, colgaré el aparato en mi cinturón y utilizaré ambas manos. ¿Me estás escuchando todavía, Nargant?

Nargant se inclinó sobre el micrófono y apretó el botón de encendido.

—Por supuesto.

—Tranquiliza saberlo —escuchó la risita de Nillian—. Me acabo de dar cuenta de que estoy a algunos millones de años luz de casa y de que eso es un camino bastante largo a pie, si me dejas colgado. Así que hasta luego.

Un pequeño chasquido y el altavoz se quedó mudo. La grabadora se detuvo sola. Los acostumbrados sonidos de la nave cubrieron a Nargant: el casi inaudible gruñido del aparato de ventilación, de vez en cuando el chasquido extrañísimo de los motores y los variados susurros y golpeteos de los instrumentos en la consola de mandos.

Al cabo de unos minutos Nargant se descubrió a sí mismo contemplando como hipnotizado las cifras del reloj de a bordo y esperando el siguiente contacto por radio. Irritado, se levantó y bajó a la sala de estar para echar un trago.

Me enfado conmigo mismo, reconoció. Nillian tiene ahora su aventura y yo estoy aquí en la órbita y me muero de aburrimiento.

Pasó un tiempo largo e intranquilizador hasta que Nillian llamó de nuevo.

—Acabo de tener mi primer contacto con un indígena. Un anciano. La comprensión funcionó muy bien, mejor de lo esperado. Pero seguramente lo he turbado un poco con mis palabras. En realidad yo pensaba que aquí no habría nadie, pero después de lo que me ha contado creo que debe de haber en estas cuevas alguna clase de piedras preciosas y de vez en cuando viene gente para buscarlas. Era muy charlatán, hemos conversado muy a gusto. Es interesante que por aquí consideran al Emperador como antes, como un gobernante inmortal y divino, incluso aunque no saben mucho más sobre el Imperio. Cuando le hablé de la rebelión no quiso creerme ni una palabra.

Nargant podía acordarse bien de la época de su vida en que el Emperador había sido también para él el centro del universo. Incluso ahora, después de veinte años de esforzada y sangrienta secularización, sentía todavía un dolor en el lugar en el que antes había estado esa fe. Un dolor que tenía que ver con la vergüenza, con el sentimiento de haber fracasado, con la pérdida.

El joven rebelde lo había tenido fácil. Él era por entonces un niño y no había sido sometido en toda su educación a la aplastante maquinaria de la casta de sacerdotes. Ni siquiera sospechaba con qué torturas tendría que debatirse quizás por el resto de su vida alguien como Nargant.

—Por suerte aterricé con el bote en una zona difícil. No creo que lo haya visto. Pese a ello voy a buscarme otro lugar para mi campamento.

El resto del día transcurrió con tranquilidad. Nillian sobrevoló diversos lugares y tomó fotografías que luego envió a la nave. Nargant pudo contemplar las fotografías en el monitor. Imágenes de paisajes amplios y áridos, de chozas viejas, torcidas, ruinosas, y de senderos apenas reconocibles que discurrían interminables a través de quebradas rocosas.

A la mañana siguiente Nillian renunció a sus intenciones originales de marchar simplemente hacia la ciudad y observar, y pasó todo el día buscando caminantes solitarios que viajaban a pie o en pequeños animales de montura. Aterrizaba a una distancia segura, se les acercaba y les preguntaba. Durante uno de esos contactos, una anciana le entregó un completo juego de ropas indígenas a cambio de su brazalete, que era increíblemente valioso. Esa capacidad de sacrificio de Nillian impresionó involuntariamente a Nargant, y tuvo que conceder que también le tranquilizaba la precaución con la que actuaba el rebelde.

A mediodía del día siguiente Nillian descubrió a un hombre que parecía haberse perdido en el desierto.

—Lo estoy observando desde hace algún tiempo. Me resulta extraño que un hombre viaje por aquí a pie. Sólo puede venir de la ciudad y desde allí debe de llevar por lo menos un día entero de viaje. Allá abajo reina un calor infernal y no hay agua por ningún lado. Parece que el hombre cae una y otra vez.

Guardó silencio por un momento.

—Ahora ya no se levanta. Seguramente ha perdido el sentido. Bien, de este modo no verá el bote. Aterrizo.

—Inyéctale un tranquilizante —le aconsejó Nargant—. Si no, se despertará dentro del bote y no sabes cómo reaccionará.

—Buena idea. ¿Qué ampolla es? ¿La amarilla?

—Sí. Dale sólo media dosis. Debe de tener la tensión bastante baja.

—De acuerdo.

Nargant siguió a través de los sonidos que salían del altavoz cómo Nillian cogía al hombre inconsciente y se lo llevaba a un lugar frío y a la sombra. Allí le hizo beber botella y media de agua. Luego hubieron de esperar hasta que el rescatado despertara.

—Nargant, habla Nillian.

Nargant se levantó. Se había quedado dormido en el sillón del piloto.

—¿Sí?

El altavoz crepitó y crujió un poco. Luego, Nillian preguntó:

—¿Te dice algo la expresión «alfombras de cabellos»?

Nargant se rascó el pecho sin saber qué decir y reflexionó.

—No —dijo por fin—. Como mucho puedo llegar a imaginarme que se trata de una alfombra que está hecha de cabellos o, al menos, que lo parece. ¿Por qué lo preguntas?

—He estado hablando un poco con el hombre. Me ha contado que su profesión es la de tejedor de alfombras de cabellos. Profesión no es quizás la palabra correcta. Por lo que dijo, parece más bien una casta social. En cualquier caso me he asegurado de que él quiere decir de verdad que teje una alfombra de cabellos y además de cabellos humanos.

—¿De cabellos humanos?

Nargant todavía estaba intentando despertarse del todo. ¿Por qué le contaba Nillian todo esto?

—Debe de ser una tarea muy complicada. Si no le he entendido del todo mal, necesita una vida entera para tejer una sola de esas alfombras.

—Suena bastante extraño.

—Eso mismo le he dicho, y él estaba completamente desconcertado con mis palabras. Tejer esos tapices debe ser aquí algo como una actividad sagrada. Por cierto que del hecho de que yo no supiera lo que es una alfombra de cabellos ha deducido con mucha agudeza que vengo de otro planeta.

Nargant se apresuró a tomar aliento.

—¿Y qué has dicho tú?

—Lo he reconocido. ¿Por qué no? Me parece interesante que la gente de aquí sepa que hay otros mundos habitados. No me lo habría esperado, después de lo primitivo que se ve todo.

Para su propio asombro percibió Nargant que le temblaban las manos. Sólo ahora se daba cuenta de que se sentía verdaderamente mal, mal a causa del miedo. En su interior había una tensión que sólo cedería cuando esta aventura hubiera pasado y Nillian estuviera de nuevo a bordo, una tensión que contra toda razón intentaba proteger a ambos de las consecuencias de su insubordinación.

—¿Qué es lo que planeas? —preguntó, en la esperanza de que su voz no delatara nada de todo ello.

—Me interesan esas alfombras de cabellos —afirmó Nillian despreocupado—. Le he pedido que me muestre la alfombra en la que está trabajando pero dice que no puede. No tengo ni idea de por qué. Ha murmurado algo que no he entendido. Pero vamos a visitar a un colega suyo, otro tejedor de cabellos, y allí podré ver su alfombra.

Era una cuestión corporal. Su razón sabía que los rebeldes tenían otra concepción de la disciplina, pero su cuerpo no sabía nada de ello. Su cuerpo prefería antes morir que desobedecer una orden.

—¿Cuándo vais a ir allí?

—Le he dado un reconstituyente. Esperaré hasta que empiece a funcionar. Una hora, quizás. El hombre estaba verdaderamente destrozado. Pero no se deja sacar qué es lo que buscaba en el desierto. Una historia bastante misteriosa, toda ella.

—¿Llevas el traje indígena?

—Por supuesto. Por cierto que es terriblemente incómodo. Pica en sitios que ni siquiera sabía que existieran.

—¿Cuándo volverás a contactar?

—Inmediatamente después de la visita a casa del otro tejedor de cabellos. Tenemos una marcha a pie de dos o tres horas delante de nosotros. Por suerte el sol se halla ya bastante bajo y no hace tantísimo calor. Puede ser que nos inviten a pernoctar, lo que yo, por supuesto, no podré rechazar.

—¿Llevas la radio contigo por si acaso?

—Por supuesto. —Nillian se rio—. Eh, ¿te preocupas por mí?

Nargant sintió un pinchazo ante esas palabras. En realidad no, reconoció, y se sintió odioso y malvado. En realidad sólo se preocupaba por sí mismo, por lo que le podría pasar si le sucediera algo a Nillian. No se merecía el afecto que le profesaba el joven rebelde, pues era incapaz de corresponderlo. Todo lo que podía era envidiar su ligereza y su libertad interna y sentirse a su lado como un tullido.

—Estoy terriblemente cansado —explicó evasivo—. Voy a intentar dormir un poco. Mucha suerte. Corto.

—Gracias. Corto —respondió Nillian. Se escuchó un perceptible chasquido y la grabadora se desconectó de nuevo.

Nargant se quedó sentado, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Se sentía como si le vibraran los glóbulos oculares. Con toda seguridad no iba a ser capaz de dormir, pensó. Pero se quedó dormido antes de que pudiera abrir siquiera una vez más los ojos y cayó en un sueño intranquilo.

Cuando se despertó de nuevo, necesitó un buen rato para darse cuenta de dónde estaba y de lo que estaba pasando. Con el cerebro embotado, miró fijamente las cifras del reloj de a bordo e intentó averiguar sin éxito cuánto tiempo había dormido. En cualquier caso, el contador de la grabadora no se había movido y esto significaba que Nillian no había vuelto a contactar.

Se acercó a una escotilla y miró hacia afuera, a la tremenda esfera del planeta. Una interminable zona de día que alcanzaba de polo a polo discurría a través de la superficie de color pardo sucio. Recibió una fuerte impresión cuando se dio cuenta de inmediato de que en la región donde se hallaba Nillian era ya temprano por la mañana. Había dormido toda la noche.

Y Nillian no había contactado.

Tomó el micrófono y activó la emisora con un movimiento excesivo.

—¿Nillian?

Esperó, pero todo estaba en silencio. Adoptó un tono más formal:

—¡Kalyt 9 llamando a Nillian Jegetar Cuain, por favor, informa!

Tampoco sucedió nada.

Transcurrió el tiempo y Nillian no contactó. Nargant se sentó en su sillón de piloto y dijo una y otra vez el nombre de Nillian en la radio, durante horas. Hizo retroceder la grabadora y escuchó lo grabado, pero no había nada, ninguna llamada de Nillian. No fue consciente de que se mordía sin pausa el labio inferior y de que éste había comenzado a sangrar.

Se sentía por así decirlo desgarrado por dos impulsos que tiraban de él como dos fuerzas de la naturaleza. Por un lado estaba la orden clara, precisa e irrebatible de que no aterrizaran en el planeta observado, y la obediencia, de la que él había estado tan orgulloso. Desde el principio había sabido que esta historia saldría mal, desde el mismo principio. Una única persona, sola en un planeta desconocido, en una cultura desconocida, con la que el Imperio no había tenido contacto desde hacía decenas de miles de años. ¿Qué otra cosa podría hacer un solo hombre que no fuera correr hacia su propia muerte?

Por el otro lado estaba aquel nuevo sentimiento de la amistad, de saber que en algún lugar allá abajo había un hombre que quizás estaba en una situación peligrosa y ponía todas sus esperanzas en él, un hombre que creía en él y que se había esforzado en ganar su amistad pese a que sabía que al antiguo soldado imperial le resultaban difíciles esas cosas. Quizás ahora, en aquel preciso instante, dirigía Nillian sus ojos al oscuro cielo sobre el cual sabía que había una nave espacial pequeña y frágil y esperaba de ella la salvación.

Nargant respiró profundamente y se tensó. Había llegado a una conclusión y la decisión le daba nuevas fuerzas. Con movimientos bien ejercitados preparó todo para una transmisión múltiple.

—Al habla Nargant, piloto de la nave expedicionaria Kalyt 9. Llamo al acorazado Trikood, bajo mando del comandante Jerom Karswant. ¡Atención, esto es una emergencia!

Pausa. Sin percibir lo que hacía, Nargant se limpió las gotas de sudor de la frente. Se sentía como si no sólo se tratara de una emisión de radio sino que también tuviera que efectuar lo que tenía que decir y lo que tenía que hacer con todo su cuerpo, con el uso de todas sus fuerzas. Sabía que no tenía que pensar demasiado, si no al final no enviaría el mensaje. Simplemente hablar y enviar en el acto y que luego venga lo que tenga que venir. Desconectó el botón de pausa.

—Desobedeciendo nuestras órdenes, mi compañero Nillian Jegetar Cuain ha bajado hace más de tres días de tiempo estándar a la superficie del planeta G-101/2. Su intención era realizar más investigaciones entre sus habitantes. Su último contacto se produjo hace más de ocho horas. Los siguientes hechos son de interés…

Hizo un informe escueto, completo y sin hacer caso a los temblores de sus piernas.

—Pido se me envíen órdenes. Nargant, a bordo de la Kalyt 9. Tiempo estándar 18-3-178002, última medición 4-2. Posición de cuadrícula 2014-BQA-57, en órbita alrededor del segundo planeta del sol G-101, corto.

Estaba mojado de sudor cuando emitió la grabación. Ahora todo llevaba su camino. El mensaje volaba a toda prisa, dividido en partículas de información, a través de una dimensión incomprensible, hacia su objetivo, y nadie podía hacerlo retroceder. Nargant dejó caer el micrófono y se preparó para esperar largo tiempo. Estaba cansado, pero sabía que no podría dormir.

En las horas que siguieron, pronunció una y otra vez el nombre de Nillian a través del aparato de radio electromagnético. Sus nervios estaban como ardiendo y el presentimiento de una desgracia le atormentaba.

De repente se encendió el anaranjado piloto de entrada de la emisora y la grabadora se puso en marcha automáticamente. Nargant se despertó de un intranquilo sueño matutino. ¡La nave comandante de la flota de Gheera contactaba!

—Aquí habla el acorazado Trikood. Kalyt 9, confirmamos la recepción de su mensaje de tiempo estándar 18-3-178002. La dirección de la expedición le imparte la orden de interrumpir sus exploraciones y regresar lo más rápidamente posible. Corto.

Parecía que el tiempo se había detenido. Nargant ya no escuchaba más que el salvaje latir de su corazón y el zumbido de la sangre que le bullía en los oídos. ¡Error! ¡Error! ¡Error!, creía oír, gritaba interminablemente el ritmo de su pulso. Había cometido un error. Había permitido que se cometiera un fallo. Había desobedecido y ahora sería castigado rigurosamente. Todo lo que aún podía hacer por su honor era volver tan rápido y sumiso como pudiera para recibir su castigo.

Las manos de Nargant volaron sobre los mandos.

El susurro y el murmullo de los instrumentos del cuadro de mandos se apagó cuando se despertaron los colosales motores en las entrañas de la nave e hicieron vibrar el casco. El miedo había borrado todos los pensamientos, incluso el recuerdo de Nillian. Una aguja pasó de la zona roja a la verde mientras macizos grupos bombeaban rabiosamente energía en el motor, y entonces Nargant aceleró e hizo que la pequeña nave se lanzara contra la oscura cúpula de estrellas. Cada uno de sus movimientos atestiguaba la rutina de toda una vida. Incluso medio muerto hubiera podido hacer volar la nave. Sin un solo movimiento de más, preparó la fase de vuelo más rápido que la luz y poco después hizo entrar a la Kalyt 9 en una dimensión en la que rigen otras leyes. En esta dimensión no hay límites para la velocidad pero se está completamente solo. Ninguna señal de radio puede alcanzar una nave que esté viajando por ese incomprensible ultraespacio.

Así sucedió que Nargant, por sólo unos minutos, no pudo recibir la verdadera respuesta a su llamada de emergencia.

Kalyt 9, al habla el comandante Jerom Karswant, a bordo de la Trikood. Atención, anulo la última orden que ha recibido. Esa orden es un mandato estándar dirigido a todas las naves expedicionarias. Nargant, quédense en órbita sobre G-101/2 e intente contactar por radio de nuevo con Nillian. Le envío el acorazado ligero Salkantar. Por favor, mida el siguiente punto de salida para una nave de ese tamaño y envíe las coordenadas exactas para que el Salkantar pueda alcanzarle lo más deprisa posible. Repito: no vuelva a la base, mantenga su posición y ayude al Salkantar a llegar allí. La ayuda va de camino.

Sólo mucho más tarde, después de que la nave expedicionaria Kalyt 9 hubiera llegado a la base de la expedición de Gheera y después de múltiples conversaciones con el Salkantar, que había intentado encontrar sin éxito la estrella G-101 sobre la base de cartas estelares imprecisas y llenas de fallos, comprendió Nargant que a causa del pánico no se había dado cuenta de que el mensaje que había tomado por la respuesta a su llamada de emergencia había llegado mucho antes de lo que, según las leyes de la física, debiera haberlo hecho, y de que en realidad se trataba de un mandato de rutina dirigido a todas las naves. Además se dio cuenta de que con su apresurado regreso había dejado a su camarada Nillian en la estacada y de que seguramente era responsable de su muerte.

Mantuvo una desagradable entrevista con el fornido comandante de la flota expedicionaria, pero el antiguo general rebelde no le castigó. Y ésa era quizás la pena más dura.

A partir de entonces, Nargant se decía cada mañana, cuando estaba delante del espejo en voz alta: «Ya no hay Emperador». Y cada vez, cuando pronunciaba estas palabras, sentía un hondo miedo en su interior, que le hacía doblarse y le recordaba al hombre que le había regalado su confianza y su amistad. Le hubiera gustado tanto haber podido corresponder a ambas. Pero no había sido capaz.