Más tarde no era capaz de acordarse de lo que le había despertado, si había sido el olor del humo o el crujido de las llamas o alguna otra cosa. Se alzó de la cama y gritó y su único pensamiento fue: ¡La alfombra!
Gritó, gritó tan fuerte como pudo, gritó en dirección al rabioso crepitar del fuego, llenó la casa entera con su voz.
—¡Fuego! ¡Fuego!
No veía más que las llamas ardientes, el reflejo burlón, tembloroso y rojo anaranjado en las paredes y las puertas, las fantasmales sombras y el humo que se acumulaba y retorcía bajo el techo. Con violencia, se liberaba de las manos que le sujetaban, no escuchaba las voces que decían su nombre. Sólo veía el fuego que destruía la obra de su vida.
—¡Borlón, no! ¡Ponte a salvo…!
Se lanzó hacia adelante, sin preocuparse por sus mujeres. El humo le cubría, le mordía, hacía llorar sus ojos y le quemaba en los pulmones. Le vino a las manos un pedazo de tela, se la arrancó de delante de su rostro. Una jarra de barro se destrozó contra el suelo, tropezó con los pedazos y siguió corriendo. La alfombra. Tenía que salvar la alfombra. Tenía que salvar la alfombra o morir.
El fuego ardía con increíble violencia por toda la casa, como una tormenta que aullaba, que buscaba rabiosa un contrincante de su misma talla y no lo encontraba. Borlón alcanzó medio sofocado el pie de la escalera que conducía a la tejeduría justo en el momento en que los peldaños de madera se vinieron abajo, negros como el carbón y lanzando ascuas. Sus ojos, que se salían de las órbitas, contemplaron cómo el salvaje ballet de las lenguas de fuego saltaba hacia la balaustrada donde estaba el bastidor de su telar y sus oídos escucharon el sonido con el que los pilares que sujetaban el balcón comenzaron a ceder lentamente, un sonido como el grito indeciso de un niño. Luego, algo tomó el control sobre él, algo que sabía que era demasiado tarde y le dejó emprender la retirada.
Cuando llegó a donde estaba su familia, que esperaba fuera, a una distancia segura, todo sucedió muy deprisa. Ellas le tomaron entre las dos, Karvita, su mujer, y su concubina Narana, y él las siguió con un rostro marmóreo y sin sentir nada cuando el fuego devoraba la antiquísima casa, cuando destrozaba los cristales de las ventanas y luego se dejaba escupir hacia fuera, como si quisiera saludarle burlonamente, cuando el tejado comenzaba de pronto a refulgir, iba volviéndose cada vez más transparente y por último se hundía, haciendo girar una ardiente nube de ascuas hacia el cielo. Como estrellas que bailaban suavemente, las ascuas colgaron allí en la oscuridad y se fueron apagando poco a poco, mientras el fuego de debajo iba perdiendo poco a poco alimento hasta que al final apenas quedó calor como para herir las tinieblas con un poco de luz.
¿Cómo podía haber sucedido esto?, quiso preguntar, pero no pudo, sólo pudo guardar silencio mientras miraba fijamente las carbonizadas paredes y su espíritu se negaba a aprehender por completo lo que había sucedido.
Hubiera seguido de pie sin moverse hasta que rompiera el día, sin saber qué hacer. Fue Karvita quien, después de buscar entre las ruinas, encontró los restos requemados de la caja del dinero y quien envolvió las ennegrecidas y fundidas monedas en su pañuelo, y fue también Karvita quien condujo a los tres a la ardua caminata a través de la noche helada hacia la casa de sus padres, en los arrabales de la ciudad.
—Yo soy culpable —dijo, sin mirar a nadie, la vista atormentada y dirigida hacia una lejanía indeterminada. Un dolor inconmensurable se removió en su pecho y algo dentro de él tuvo la esperanza de recibir el justo castigo más rápido y con menos dolor si se acusaba a sí mismo y se declaraba culpable.
—Tonterías —le espetó su mujer con seguridad—. Nadie sabe quién es el culpable. Y debieras comer algo por fin.
El sonido de su voz le hacía daño. La miró de refilón, intentó descubrir en ella a la orgullosa muchacha con el largo y maravilloso cabello negro de la que se había enamorado tiempo atrás. Ella era siempre tan fría, tan distante… y en todos aquellos años no había sido capaz de romper el hielo. Había sido su propio corazón el que había acabado por congelarse.
Narana le alcanzó un plato con puches desde el otro lado de la mesa sin decir una palabra. Luego, casi asustada, como si hubiera sido demasiado atrevida, se encogió en su silla de nuevo. La tierna concubina rubia, que podría haber sido la hija de ambos, comió muda y silenciosa, inclinada sobre su plato, como si quisiera hacerse invisible.
Borlón sabía que Narana se sentía odiada por Karvita y seguramente era cierto. Siempre que estaban los tres en una misma habitación había tensión en el aire. Karvita, con su frialdad, no dejaba que se percibiera nada, pero Borlón estaba seguro de que estaba celosa de la joven concubina porque dormía con ella.
¿Tendría que haber renunciado a ello? Narana era la única mujer de cuya cama se había levantado él con el corazón aliviado. Era joven y tímida y vergonzosa y en principio la había tomado como esposa sólo por su precioso cabello rubio blanquecino, que ofrecía un contraste increíblemente efectivo con el cabello de Karvita. Y había vivido algunos años intacta en su casa antes de que él, a propuesta de Karvita, hubiera cohabitado con ella por vez primera.
Cuando estaban solos, ella podía mostrarse maravillosamente relajada, apasionada y llena de una agradecida ternura. Era la luz de su vida. Sin embargo, el corazón de Karvita se había vuelto desde entonces aún más inalcanzable, le parecía a él que para siempre, y se sentía culpable por ello.
Vio con el rabillo del ojo cómo Karvita se pasaba un dedo por el cabello y alargó su mano por pura costumbre para que le diera los cabellos que se cayeran. A mitad de dicho movimiento fue consciente de lo que hacía y se detuvo. No existía ya ninguna alfombra en la que pudiera seguir trabajando. Percibió el recuerdo en forma de un dolor ardiente en el pecho.
—No tiene ningún sentido que te hagas reproches ahora —dijo Karvita, que había visto su movimiento—. Con ello no vas a recuperar la alfombra, ni la casa tampoco. Puede haber sido cualquier cosa: una chispa del fogón, un ascua de las cenizas, cualquier cosa.
—Pero ¿qué es lo que puedo hacer ahora? —dijo Borlón con desespero.
—Primero debemos hacer que reconstruyan la casa. Y luego comenzarás una nueva alfombra.
Borlón alzó las manos y vio las yemas de sus dedos, que estaban quebradas por el trabajo de años con la lanzadera.
—¿Qué he hecho yo para que me suceda esto? Ya no soy tan joven como para poder terminar una alfombra que sume las medidas prescritas. Tengo dos mujeres con los más hermosos cabellos que jamás haya visto el Imperio y en vez de tejer con ellos una alfombra que alegre los ojos del Emperador, sólo podré finalizar una pequeña alfombrilla…
—Borlón, deja ya de quejarte. Podrías haber muerto entre las llamas, entonces sí que no hubieras aportado absolutamente nada con tu vida.
Ahora estaba verdaderamente enfadada. Con toda seguridad, ésta fue la causa de que añadiera:
—Además, en cualquier caso, todavía no tienes heredero, así que no importa tanto el tamaño de la alfombra.
Sí, pensó Borlón con amargura. Ni siquiera eso he conseguido. Un hombre con dos mujeres que no ha tenido hijos no puede reprocharle nada a nadie excepto a sí mismo.
Borlón creyó ver en los ojos de su suegra una pinta de menosprecio, incluso de odio, cuando la mujer pequeña y anciana dejó pasar al maestre del gremio de tejedores de cabellos.
—No te haces una idea de lo mucho que lo siento, Borlón —dijo el maestre—. Me sentí conmocionado cuando tu esposa me lo contó… ¡Desde que existe memoria no había ocurrido una desgracia así!
¿Quería humillarlo? ¿Darle en la nariz mostrando que Borlón era un fracasado? Contempló la flaca y espigada figura del maestre del gremio, sus cabellos entrecanos que el viejo tejedor llevaba tan desgreñados como nunca antes había visto.
Parecía sincero. El viejo, por lo general serio y siempre ceñido al tema, estaba de verdad profundamente conmovido y lleno de comprensión.
—¿Cuándo sucedió? ¿La noche pasada? —preguntó mientras se sentaba—. No se sabe todavía nada de ello en la ciudad…
—No quiero que se vaya contando por ahí… —dijo Borlón con torpeza.
—Pero ¿por qué no? Ahora necesitarás toda la ayuda posible…
—No quiero —se emperró Borlón.
El maestre del gremio le miró un momento inquisitivamente, luego afirmó comprensivo.
—Bueno, sí. Al menos me has participado de ello a mí. Y me pides consejo.
Borlón miraba fijamente su mano que yacía grande y pesada sobre la mesa de madera sin barnizar. Las venas en el dorso latían imperceptible pero interminablemente. Cuando comenzó a hablar tuvo la sensación de que no era él quien hablaba. Se escuchaba a sí mismo y pensaba que oía hablar a Karvita a través de su voz. Primero entrecortadamente, luego, cuando hubo empezado, repitió cada vez con mayor fluidez lo que ella le había inculcado.
—Se trata de mi casa, maestre. Tengo que reconstruirla, necesito un nuevo bastidor, nuevos aparatos. No tengo suficiente dinero para ello. Mi padre obtuvo un mal precio por su alfombra, en sus tiempos… —También mi padre era ya un fracasado, pensó. Había tejido una alfombra maravillosa y la había dado por una cantidad de dinero irrisoria. Pero por lo menos había terminado una alfombra. El hijo del fracasado, en cambio…
—Ya lo sé.
—¿Y?
—Piensas en un crédito a largo plazo…
—Sí.
El viejo tejedor extendió con lentitud las manos en un gesto de pesar.
—Borlón, por favor, no me pongas en un aprieto. Conoces los estatutos del gremio. Si no tienes un hijo no puedes recibir un crédito.
Borlón tuvo que luchar contra la sensación de hundirse en un agujero negro interminable y profundo.
—No tengo ningún hijo. Tengo dos mujeres y ninguna me ha dado un hijo…
—Entonces, con toda seguridad, no es culpa de las mujeres.
Oh, claro. Por supuesto que no.
Miró al maestre. Había algo que tenía que decir ahora, pero lo había olvidado. O quizás tampoco había nada que pudiera alegar.
—Mira, Borlón, ese crédito duraría ciento veinte o ciento sesenta años. Aún los hijos de tus hijos tendrían que pagarlo. Algo así no se decide a toda prisa. Y por supuesto, la caja del gremio precisa de una cierta seguridad. Si, como parece, no puedes engendrar un heredero, no podemos darte ningún crédito a largo plazo. Ése es el sentido de esta regla. Y aun así corremos un grave riesgo, porque, ¿quién sabe si tu hijo a su vez tendrá un hijo?
—¿Y un crédito a corto plazo? —rogó Borlón.
—¿Con qué lo ibas a pagar? —preguntó seco el maestre.
—Tejeré una nueva alfombra —aseguró Borlón precipitadamente—. Si no engendro un heredero, podré pagar con ello el crédito, y si por fin tengo un hijo, se podría transformar el crédito en uno a largo plazo…
El anciano suspiró.
—Lo siento, Borlón. Lo siento de verdad, pues te he apreciado siempre y me gustaba la alfombra que habías tejido. Pero me siento atado a mi cargo y en este momento veo las cosas, creo yo, de modo más realista que tú. En primer lugar, ya no eres joven, Borlón. ¿Cuán grande sería la alfombra que serías capaz de tejer incluso si trabajaras hasta quedarte ciego? Y una alfombra que no alcanza las medidas prescritas se tasa con un precio desproporcionadamente bajo, eso lo sabes tú también. Por lo general se puede estar ya contento con que un mercader acceda siquiera a llevársela. Segundo: sabes que tendrás que trabajar con un bastidor nuevo, uno cuya madera todavía habrá de asentarse y que durante décadas estará sujeto a tensiones. Es sabido y tú lo sabes también que con un bastidor nuevo no se puede alcanzar una calidad tal como con uno viejo. Quieres construir una casa, tienes que vivir: no sé cómo serías capaz de hacer todo eso.
Borlón escuchó incrédulo cómo el maestre, a quien en los buenos tiempos había llamado amigo y del que había esperado ayuda, le iba destruyendo golpe a golpe, sin piedad.
—Pero… entonces, ¿qué puedo hacer?
El maestre miró al suelo y dijo con voz queda:
—Más de una vez ha sucedido que termine la línea de un tejedor de cabellos. Uno muere joven, otro sin heredero, tales cosas han pasado en todas las épocas. En ese caso, el gremio busca a alguien que quiera tomar el puesto libre y que desee fundar una nueva línea, y se ocupa de su aprendizaje y demás…
—Y le concede un crédito.
—Si tiene un hijo, sí.
Borlón vaciló.
—Una de las mujeres… Narana… quizá está embarazada…
Era una mentira y ambos lo sabían.
—Si te pariera un hijo, no habría problema con el crédito, puedo asegurártelo —dijo el maestre, levantándose.
En la puerta se dio la vuelta una vez más.
—Hemos hablado mucho de dinero, Borlón, y poco del sentido de nuestro trabajo. Creo que tendrías que aprovechar este difícil momento para renovar tu fe. Hay un predicador en la ciudad, por lo que he oído. Quizás sería una buena idea buscarlo algún día.
Después de que el maestre del gremio se hubo ido, Borlón se quedó sentado e inmóvil, meditando ceñudo. No pasó mucho tiempo hasta que Karvita entró y le preguntó por los resultados de la entrevista. Él solamente agitó sin ganas la cabeza.
—No quieren prestarme nada porque no tengo un hijo —aclaró por fin cuando ella siguió insistiendo.
—Entonces déjanos intentarlo —dijo ella de inmediato—. No soy todavía tan vieja como para no poder tener hijos. —Vacilante, añadió después—: Y Narana mucho menos.
¿Por qué era todo así? ¿Por qué tenía que ser así todo? Pasar toda una vida con una sola alfombra…
—¿Y si pese a todo no saliera nada? Karvita, ¿por qué estamos ya tanto tiempo juntos y no tenemos hijos?
Le miró inquisitiva mientras sus manos jugueteaban con un mechón de sus cabellos negros azulados.
—Tu hijo —dijo ella entonces, pensativa— solamente tiene que nacer de una de tus mujeres. ¡Pero no es necesario que… tú mismo lo engendres!
¿Qué le había hecho atreverse a proponérselo? ¿Sin medios y azotado por el destino, tenía él ahora que dejarse deshonrar?
—Por supuesto tendría que hacerse con mucha discreción… —continuó la mujer su razonamiento.
—¡Karvita!
Miró a sus ojos y se detuvo asustada.
—Perdona, sólo era una idea. Nada más.
—¿Tienes más de esas ideas?
Ella guardó silencio. Después de un rato y tras haberle dirigido una precavida mirada, la mujer habló:
—Si el gremio no te ayuda, puede que tengas amigos que te presten algo. Podemos preguntar a alguno de los tejedores más ricos. A Benegoran, por ejemplo, puesto que tiene más dinero del que él o su familia puedan jamás gastar.
—Benegoran no da nada. Por eso es tan rico, porque no da nada.
—Yo conozco bien a una de sus mujeres. Podría preguntar discretamente por medio de ella.
Borlón la vio de pie ante la puerta y de repente pudo percibir de nuevo en ella a aquella muchacha joven, y se acordó de aquella otra tarde hacía muchos años cuando había estado de pie justamente ante aquella misma puerta. El recuerdo le produjo un pinchazo en el corazón. Había sido siempre una buena compañera y él se odió a sí mismo por todos los momentos en los que había obrado injustamente con ella o la había tratado mal.
Se levantó, en realidad para apretarla entre sus brazos, pero luego cambió de dirección y se acercó a la ventana.
—Sí —dijo—. Pero no quiero que toda la ciudad se entere.
—Antes o después nos será imposible mantenerlo oculto.
Borlón pensó en las solitarias posesiones de los tejedores en las gargantas y los valles de las montañas que rodeaban a la ciudad. Seguramente no había en todas ellas ningún punto desde el que se pudieran ver al mismo tiempo dos de esas posesiones. Si cayeran todas bajo las llamas pasaría bastante tiempo hasta que lo notaran en la ciudad.
Seguramente sería una de las buhoneras la que llegara a las carbonizadas ruinas y difundiera la noticia.
—Entonces mejor después. Cuando sepamos qué es lo que va a pasar con nosotros.
El sol estaba de nuevo bajo en el horizonte. Borlón podía ver la puerta de la ciudad y a un par de ancianas que charlaban al lado. Un anciano caminaba a toda prisa hacia la ciudad. Le pareció conocido, pero en ese momento no supo situarlo. Sólo cuando no pudo verlo más se dio cuenta de que era el maestro. Antes había venido de vez en cuando para preguntar si había niños, pero hacía ya muchos años que no lo veía y Borlón mientras tanto había olvidado hasta su nombre.
Ya no conozco a la gente en esta ciudad, pensó. Ya había alcanzado el estado en el que un tejedor de cabellos no abandona más su casa. Entre todos los sentimientos que en aquel momento le afectaban había también una fuerte decepción: la decepción sin medida de un hombre que ha acometido una empresa arriesgada, grande, esforzada, y que fracasa poco antes de llevarla a término.
Sintió ahora los esfuerzos del día en su cuerpo: la larga marcha a través de la noche y las cortas horas del sueño intranquilo del que se había despertado una y otra vez; la mañana, en la que todos ellos de nuevo habían caminado hasta el esqueleto calcinado de la casa para revisarlo, salvar un par de objetos domésticos de las cenizas y medir las pérdidas. Borlón tomó una botella de vino y dos vasos. De pronto tuvo de nuevo el mordiente olor de las cenizas en la nariz y pensó que podía percibir el sabor del humo en su lengua.
Le puso un vaso a Karvita y otro a sí mismo. Luego abrió la botella.
—Ven —dijo—. Bebe conmigo.
A la mañana siguiente se levantó temprano y se vio impulsado hacia las calles de la ciudad. Por primera vez en su vida había yacido con sus dos mujeres en la misma noche y también por primera vez en su vida había sido incapaz de alcanzar el clímax, ninguna de las dos veces.
Mi vida se me hunde, pensó. Pieza a pieza va desapareciendo, el fracaso gira y gira y al final me hundiré yo mismo.
Nadie le percibía, y eso le satisfacía. Ser invisible era un sentimiento agradable, no ser visto, no dejar huella. Había tenido miedo de que se hubiera corrido ya la voz y de que le miraran fijamente y susurraran a sus espaldas. Pero había otros temas que ocupaban a los ciudadanos: por lo que pudo captar de las conversaciones a su alrededor, la tarde anterior había sido lapidado un hereje, por orden de un predicador sagrado que llevaba dos días en la ciudad.
Borlón se acordó del consejo del maestre del gremio y dirigió sus pasos hacia la plaza del mercado. Quizás se trataba realmente de un problema de fe. Hacía ya mucho que no había pensado en el Emperador, sólo se había ocupado de su alfombra y sus pequeñas preocupaciones propias. Había perdido la perspectiva de lo grande, del todo, y quizás hubiera seguido así hasta el final de su vida si no hubiera pasado nada.
Quizás fuera el incendio el castigo por ello. No quiero tu alfombra si no la tejes con tu corazón y tu amor a mí, parecía decirle el Emperador.
Extrañamente, esos pensamientos le tranquilizaron. Ahora todo parecía explicable, por lo menos. Había faltado y en consecuencia merecía un castigo. No era quién para juzgar. Lo que había pasado, había pasado con razón, y tenía que aceptarlo sin queja.
La plaza del mercado estaba casi vacía. Tres mujeres estaban sentadas al margen y ofrecían algunas verduras y como casi nadie quería comprar, entretenían el tiempo charlando. Borlón se acercó a una de ellas y en su mirada vio que no le había reconocido. Le preguntó por el vagabundo sagrado.
—¿El predicador? Se fue hoy por la mañana temprano —respondió ella.
—Sus palabras fueron tan conmovedoras —se entrometió otra, una mujer gorda a la que le faltaban los incisivos inferiores—. Una pena que sólo se quedara un día.
—Muy raro, ¿no es cierto? —opinó una tercera con una voz desagradable y ronca—. Quiero decir que normalmente no hay quien eche a la gente sagrada ésa. Me parece raro que se haya ido otra vez.
—Sí, es verdad —afirmó la mujer gorda de la dentadura agujereada—. Yo escuché ayer por la mañana su prédica y contó con todos pormenores los temas de los que quería hablarnos.
—¿Queréis comprar algo, señor? —preguntó a Borlón la primera mujer—. Tengo karaqui muy frescos… o un hato de hierbas, muy barato…
—No. —Borlón negó con la cabeza—. Gracias. Sólo quería preguntar… por el predicador…
Todo era oscuro y sombrío. El tribunal se reunía en torno a él y no se le permitía que escapara a su responsabilidad.
Las aberturas oscuras de las ventanas de las casas en la plaza del mercado le miraban como ojos negros y curiosos. Estuvo de pie, inmóvil, durante un rato y percibió aquella sensación en su interior, la sensación de caer y no alcanzar nunca el suelo, maldito por ello a caer eternamente sin estrellarse jamás y ser liberado. Se volvió con violencia y emprendió el camino de regreso.
Cuando llegó delante de la casa se encontró al padre de Karvita, un pequeño y viejo hombre que tenía el oficio de hacedor de telas y que como todos ellos tenía un respeto sagrado por los tejedores de cabellos. Siempre había actuado respecto a su yerno casi como un inferior. Pero ahora también descubrió Borlón en su mirada una pizca de desprecio.
Se saludaron con un ademán. Borlón entró en la casa a toda prisa, subió la escalera hacia la habitación de Narana. Estaba sentada en una silla junto a la ventana y cosía, silenciosa y tímida como siempre y con un aspecto más pequeño y juvenil de lo que en realidad era. Él le quitó los utensilios de coser de las manos y la llevó a la cama; sin decir palabra le levantó la falda, se desabrochó los pantalones y entró de inmediato en ella, con golpes duros y rápidos llenos de desesperación. Luego cayó junto a ella en la cama y, jadeando, fijó la vista en el techo.
Ella dejó la falda subida pero puso ambas manos entre las piernas.
—Me has hecho daño —dijo con voz bajita.
—Lo siento.
—Nunca me habías hecho daño, Borlón —lo decía casi asombrada—. Ni siquiera sabía que se podía hacer daño a una ahí.
Él no dijo nada, sólo yació allí con la mirada fija. Después de un rato ella se volvió hacia él, lo estudió con ojos grandes y pensativos y comenzó a acariciarlo delicadamente. Él sabía que no se lo merecía pero dejó que sucediera, mientras lleno de duda intentaba encontrar qué es lo que había ido mal.
—Estás tan terriblemente preocupado, Borlón —susurró ella—. Y sin embargo, fíjate, antes de que la casa se quemara teníamos dinero suficiente para el resto de nuestras vidas. Ahora no tenemos casa pero seguimos teniendo el dinero. ¿Qué es entonces lo que puede pasarnos?
Él cerró los ojos y sintió como latía su corazón. No era tan fácil.
—La alfombra —murmuró—. Ya no tengo alfombra.
Ella no dejó de hacerle caricias.
—Borlón… Quizás no tengas nunca un hijo. ¿Para qué necesitas entonces una alfombra? Si mueres sin heredero, el dinero de tu alfombra irá a parar a la caja del gremio. Ese gremio que ahora no quiere ayudarte.
—Pero el Emperador…
—El Emperador tiene tantas alfombras que seguro que apenas sabe qué hacer con ellas. Seguramente una más o una menos no importará.
Él se incorporó violentamente.
—No lo entiendes. Si muero sin haber terminado una alfombra, mi vida no habrá tenido sentido.
Se levantó, arregló su ropa y fue hacia la puerta. Narana seguía tumbada en la cama con una mano entre sus piernas desnudas y sus ojos tenían la mirada de un animal herido. Él quería decir algo, quería decir cuánto lo sentía, que se avergonzaba, quería hablar del dolor que le retorcía el corazón, pero no encontró palabras para ello.
—Lo siento —dijo, y se fue.
Si solamente supiera qué era lo que había ido mal. No parecía haber salida alguna de toda aquella culpa que giraba y giraba alrededor de él. Con cada uno de los pesados y mal dirigidos pasos con los que bajaba la escalera esperaba caer y romperse como una vasija de barro.
No había nadie en la cocina. Allí estaba la botella de vino y junto a ella los vasos de la tarde anterior. Se sirvió sin hacer el esfuerzo de fregar el vaso y comenzó a beber.
—He hablado con Benegoran —le comunicó Karvita—. Te va a prestar el dinero para una casa nueva y un nuevo bastidor.
Borlón, que había estado sentado toda la tarde junto a la ventana de la cocina y había seguido mudo los movimientos de las sombras hasta que al final el sol se había puesto, no se inmutó. Las palabras apenas se abrieron paso hacia él, alcanzaron su conciencia como ruidos lejanos y faltos de significado.
—Pero pone una condición.
Por fin consiguió girar la cabeza y mirarla.
—¿Una condición?
—Quiere a Narana a cambio —dijo Karvita.
Percibió cómo subía por su abdomen el borboteante principio de una risa y cómo se quedaba atrancada en algún lugar entre el corazón y la garganta.
—No.
Vio cómo ella apretaba los puños y se golpeaba con ellos en los muslos en un gesto de desesperación.
—No sé por qué hago todo esto —salió de ella—. Me paso todo el día andando, me humillo, mendigo y suplico, me trago el polvo del desierto y tú destrozas todo con una palabra.
Tomó la botella de vino y miró dentro.
—Y todo lo que has hecho es emborracharte y apiadarte de ti mismo. ¿Crees que ésa es una solución?
Él comprendió turbiamente que ella quería una respuesta, por el modo en que estaba allí y le miraba.
—No —dijo.
—Y en tu opinión, ¿qué aspecto ha de tener una solución?
Él simplemente encogió los hombros.
—Borlón, sé que necesitas a Narana, probablemente más que a mí —dijo amarga—. Pero te pido que por lo menos pienses en ello. Al menos es una posibilidad. Y no tenemos muchas posibilidades.
Había tanto que había querido decir siempre y había tanto que quería decir ahora que no sabía cómo empezar. Sobre todo quería dejarle claro que la amaba, que albergaba un lugar para ella en su corazón y que le hacía daño que ella no quisiera aceptar ese lugar. Y que todo ello no tenía nada que ver con Narana…
—Al menos podrías hablar una vez con Benegoran —continuó ella.
No tenía sentido. Sabía que no tenía sentido. Nada tenía sentido.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó ella.
Eso tampoco lo sabía. Guardar silencio. Guardaba silencio y esperaba la sentencia del tribunal. Guardaba silencio y esperaba que la torre de culpa que le rodeaba se hundiera y le enterrara bajo ella.
—¿Borlón? ¿Qué te pasa?
Las palabras perdieron de nuevo su significado, se convirtieron en parte del decorado de los ruidos nocturnos. Se volvió de nuevo hacia la ventana y miró hacia el cielo de la noche. Allí estaba la luna pequeña, se podía ver cómo se elevaba deprisa en el firmamento, en dirección a la luna mayor que se le acercaba lentamente. Hoy por la noche la luna pequeña estaría en medio del disco luminoso de la luna mayor.
Oía hablar a alguien pero no entendía nada y tampoco era importante entenderlo. Sólo las lunas eran importantes. Tenía que quedarse aquí de pie y esperar hasta que ambas se encontraran y se tocaran. Un chasquido, como de un portazo, pero tampoco eso tenía sentido.
Estuvo de pie en silencio mientras la luna pequeña se movía. Mientras se estaba así, esperando, podía verse cómo las estrellas en el camino de la luna pequeña iban acercando sus pequeñas láminas ovaladas de luz hasta que, por último, desaparecían al ser absorbidas por su destello. Y así flotaron ambas lunas en el cielo acercándose la una a la otra, estrella a estrella hasta que por fin se fundieron en una única lámina de luz mientras él estaba allí de pie y miraba.
Estaba cansado. Le quemaban los ojos. Cuando por fin se retiró de la ventana ya se había apagado la lámpara de aceite. Ninguna llama más, ningún fuego. Estaba bien así. Él no sabía bien por qué, pero estaba bien así.
Podía irse tranquilo. Ya era hora. Al zaguán, a coger su capa de la percha, no porque la fuera a necesitar sino para limpiar, para no dejar atrás ninguna huella indeseada. No debía molestar a nadie con los restos de una vida fallida, no tener también esa culpa.
Y luego abrir la puerta y cerrarla en silencio tras de sí. Y dejarse llevar por las piernas, que le transportan a uno por el callejón en dirección a la puerta de la ciudad y más allá, fuera de la ciudad, siempre más lejos y más lejos y más lejos, hacia las dos lunas, para fundirse con ellas…