Un repentino golpe de viento le revolvió el cabello, le lanzó los mechones sobre el rostro. Los retiró con un movimiento enojado de la mano y examinó de mal humor los cabellos blancos que se le habían quedado en los dedos. Le molestaba todo lo que le recordaba que iba envejeciendo inevitablemente. Cuando agitó sus manos era como si con ello quisiera también expulsar esos pensamientos.
Se había quedado demasiado tiempo en todas aquellas casas, demasiado a menudo había intentado convencer a padres reacios. La experiencia de una larga vida debería haberle enseñado que con ello no hacía más que perder el tiempo. Ahora los vientos de la tarde retorcían su desgastada capa y comenzaba a hacer frío. Los largos y solitarios caminos entre las casas perdidas de los tejedores de cabellos se le hacían cada año más pesados. Decidió que sólo realizaría una última visita y que luego volvería a su hogar. De todos modos, la casa de Ostvan le salía al paso.
Por lo menos la edad tenía un privilegio que le volvió por un momento algo más conciliador: le otorgaba ante los ojos de la gente una autoridad y una dignidad que nunca le habría dado la función tan poco apreciada de maestro. Cada vez le sucedía con menor frecuencia que tuviera que discutir el que los niños debían acudir a clase o el que un padre se negara a pagar el siguiente año escolar. Y cada vez más a menudo le bastaba una mirada severa para ahogar de raíz tales objeciones.
Pero todo esto, pensaba mientras subía jadeando el empinado sendero, no sería una razón suficiente para envejecer, si me fuera dado elegir. Había tomado la costumbre de adelantar el calendario y recaudar el dinero un poco antes de lo normal para poder hacer estas visitas en la estación fría. Sobre todo las visitas a los tejedores de cabellos, que vivían todos bastante lejos, en las afueras de la ciudad, y a los que había que acudir como demandaba su dignidad cuando se quería algo de ellos.
Ésos sí que eran días cansinos. Él no quería arriesgarse a dar más de estos paseos bajo el sol abrasador del fin de año.
Finalmente alcanzó la terraza que estaba delante de la casa. Se permitió unos minutos de respiro mientras contemplaba la casa de Ostvan. Era bastante vieja, como la mayoría de las viviendas de los tejedores de cabellos. El ojo agudo del maestro reconoció en la disposición de las piedras una técnica de construcción que había sido habitual en el siglo anterior. Algunas construcciones posteriores eran claramente más modernas, aunque tenían el mismo aspecto de viejo.
¿A quién le interesan tales cosas hoy día?, pensó él, malhumorado. Se trataba de un conocimiento que también se perdería con él. Llamó a la puerta y al mismo tiempo se echó un vistazo a sí mismo, comprobó que su toga de maestro tenía la caída debida. Era importante tener el aspecto correcto, sobre todo aquí.
Una anciana mujer le abrió. Él la reconoció. Era la madre de Ostvan.
—Garliad, yo te saludo —dijo él—. Vengo por el dinero para la escuela de tu nieta Taroa.
—Parnag —respondió ella simplemente—. Entra.
Él dejó su bastón afuera, apoyado en el muro, y entró, recogiéndose la toga. Ella le ofreció asiento y un vaso de agua, luego se fue hacia adentro para avisar a su hijo. A través de la puerta abierta pudo oír Parnag cómo subía la escalera hacia la tejeduría.
Bebió un trago. Le hacía bien el estar sentado. Examinó la habitación que ya conocía de anteriores visitas, los fríos muros blancos, la oxidada espada colgada de un gancho en la pared, la hilera de botellas de vino en una alta estantería. A través de la ranura de la puerta vio la imagen de una de las otras esposas del mercader de cabellos que, en la habitación de al lado, se ocupaba en doblar la ropa. Luego escuchó pasos de nuevo, esta vez pasos jóvenes y elásticos.
Un joven con un rostro pequeño y avinagrado entró por la puerta. Ostvan el joven. Se decía de él que hería y trataba con brutalidad a las personas y que en su presencia se tenía la sensación de que estaba constantemente intentando demostrar algo. Parnag le encontraba desagradable, pero sabía que Ostvan albergaba un profundo respeto por él. Seguramente sospecha que me debe su vida, pensó Parnag con amargura.
Se saludaron el uno al otro formalmente y Parnag le informó de los progresos que su hija Taroa había hecho el año anterior. Ostvan asintió a todo, pero no parecía estar interesado en demasía.
—¿La educáis en la obediencia y el amor por el Emperador, no es cierto? —quiso saber.
—Por supuesto —dijo Parnag.
—Bien —afirmó Ostvan, y sacó algunas monedas con las que pagó la deuda.
Parnag se fue, sumido en sus pensamientos. Cada visita le revolvía algo en su interior, recuerdos de una época muy anterior, cuando era joven y fuerte y había creído que podría medirse con todo el universo, cuando se había sentido lo suficientemente poderoso como para arrancarle al mundo sus secretos y verdades con sus propias fuerzas.
Parnag resopló con rabia. Hacía tiempo que todo ello se había esfumado. Ahora era un hombre viejo y extraño que padecía bajo un exceso de recuerdos, nada más. Y por cierto, el sol estaba ya nebulosamente rojizo sobre el horizonte y arrojaba largas sombras sobre la planicie con rayos que ya no eran suficientemente fuertes como para calentarle. Haría mejor en apresurarse si quería estar en casa antes de que llegara la oscuridad.
Una sombra que se movía atrajo la atención de Parnag. Cuando la siguió con los ojos, descubrió la silueta de un jinete en el horizonte. Encogida, como dormida, una enorme figura cabalgaba encima de una pobre y pequeña montura que ponía fatigosamente un pie detrás del otro.
Sin que pudiera decir por qué, esa imagen desató en él la sensación de una desgracia que se avecina. Parnag se quedó parado y entrecerró los ojos sin que por ello viera mejor. Un jinete durmiendo en la tarde, nada había de extraordinario en ello.
Cuando llegó a casa, comprobó para su disgusto que había olvidado cerrar la ventana de la clase. El incansable viento del norte había tenido todo el día para introducir y repartir por la habitación la fina arenilla que arrastraba desde el desierto. Enfadado, Parnag sacó la escoba de paja del armario en el que guardaba sus escasos y polvorientos útiles de enseñanza. Se vio obligado incluso a limpiar algo de arena del marco de la ventana antes de que pudiera cerrarla. Encendió la lámpara de aceite hecha de barro, y a su cálida y vacilante luz se puso a pasarles un trapo a las mesas y las sillas, a limpiar las estanterías y los destrozados libros que contenían y por último a recoger la arena del suelo.
Después se sentó en una silla, cansado, y miró al frente. La luz inquieta, aquella habitación por la noche: también esto removía los recuerdos que había despertado la visita a casa de Ostvan. Aquí habían estado sentados a menudo, se habían leído libros unos a otros en voz alta y habían discutido lo leído, frase por frase, llenos de pasión, y más de una vez les había amanecido en ello. Y luego había disuelto el pequeño grupo, de un día para el otro. Y después había evitado siempre el quedarse por la noche en aquella habitación.
Seguía poseyendo los libros. Se hallaban en un oscuro rincón del sobrado, atados dentro de un saco viejo y agujereado y escondidos debajo de los combustibles. Estaba totalmente decidido a no desempaquetarlos más en toda su vida y a dejar a su sucesor el descubrirlos o no.
Desgraciado será quien comience a dudar del Emperador.
Extraño. Se acordó de pronto de que esa frase ya había sido la que más le había ocupado de todas sus lecciones cuando era un niño. Seguramente era la duda una enfermedad con la que había venido ya al mundo y era la labor de su vida luchar contra ella. Aprender a confiar. ¡Confiar! Estaba bien lejos de confiar. En realidad, pensó con amargura, me conformo simplemente con mantenerme lejos del tema.
Desgraciado será quien comience a dudar del emperador. Y atraerá también la desgracia sobre todos los que le rodean.
Por entonces había considerado una victoria el poder hacerse con los libros. Había convencido a un amigo que emprendió un viaje a la ciudad portuaria para que se los consiguiera y un año después los recibió con un sentimiento de triunfo sin igual. Había pagado por ellos una increíble suma de dinero, pero le merecía la pena. Habría sido capaz de dar también su mano derecha por poseer aquellos libros, unos libros que provenían de otros planetas del Imperio.
Pero con ello, sin darse cuenta, había sembrado las semillas de sus dudas en tierra fértil.
Para su inconmensurable asombro encontró que en aquellos libros, que provenían de tres planetas distintos, se mencionaba a los tejedores de alfombras de cabellos. Hasta entonces había topado con palabras y expresiones cuyo significado no le estaba claro, pero la descripción de la casta más alta de todas los identificaba sin error posible: hombres que daban su vida entera para, a base de los cabellos de sus mujeres y sus hijas, hacer una alfombra destinada al palacio del Emperador.
Se acordaba aún del momento en que había detenido su lectura y con la frente arrugada había clavado la vista en la humeante llama de la lámpara de aceite, mientras en su interior se formulaban preguntas que desde entonces no le abandonarían nunca.
Comenzó a calcular. La mayoría de sus pupilos no alcanzaban nunca capacidades dignas de mención en su manejo de cifras elevadas, pero incluso él, que consideraba el cálculo como su mejor facultad, se vio pronto sumido en dificultades. Solamente en Yahannochia vivían unos trescientos tejedores de cabellos. ¿Cuántas ciudades como ésta habría? Él no lo sabía, pero incluso haciendo suposiciones muy modestas, le salía una inimaginable cantidad de alfombras que todos los años llevaban los mercaderes a la ciudad portuaria para entregárselas a las naves del Emperador. Y una alfombra así no era precisamente pequeña: alta como un hombre, ancha como un hombre, ésa era la medida buscada.
¿Cómo decía la divisa de los tejedores de cabellos? Cada provincia del Imperio aporta su óbolo para adornar el palacio del Emperador y nuestro honor es el tejer las más preciadas alfombras del universo. ¿Cuán grande era ese palacio que no bastaba con la producción de un solo planeta para cubrirlo de alfombras?
Había tenido la sensación de estar soñando. Esos cálculos los podría haber hecho antes, pero jamás se le hubiera ocurrido. Hasta entonces tales juegos con las cifras le hubieran parecido puras blasfemias. Pero desde que poseía aquellos libros que hablaban de tejedores de cabellos en otros tres planetas… Y quién sabía cuántos más podría haber.
Ahora no le era ya fácil comprender por qué había actuado entonces de aquella forma: había formado un pequeño círculo que se encontraba con regularidad por las tardes. Algunos hombres de su edad que pensaban que era interesante aprender algo más. El curandero estaba entre ellos, algunos artesanos y uno de los ricos poseedores de rebaños.
Fue una tarea ardua y fatigosa. Intentaba crear los interlocutores que buscaba. Había tanto que tenían que aprender primero, antes de que tuviera sentido discutir con ellos sobre los problemas que le motivaban. Por ejemplo, tenían, como la mayoría de las personas, apenas unas vagas nociones de la naturaleza del mundo en que vivían. El Emperador vivía «en un palacio en las estrellas», era todo lo que sabían. Pero no sabían lo que esto significaba. Así que tuvo que enseñarles primero todo lo que él sabía sobre estrellas y planetas, que las estrellas en el cielo nocturno no eran otra cosa que soles muy lejanos, muchos de los cuales poseían planetas en los que a su vez vivían personas. Que todos esos planetas, por supuesto, pertenecían al Imperio y que había un planeta, increíblemente lejos en el corazón del Imperio, en el que estaba el gigantesco Palacio de las Estrellas. Tuvo que enseñarles primero cómo se calculaban superficies, tuvo que enseñarles a manejar cifras altas. Y sólo después pudo empezar cuidadosamente a hacerles partícipes de sus heréticas reflexiones.
Pero el que comienza a dudar del Emperador será desgraciado y atraerá la desgracia sobre todos los que le rodean. Comienza en un punto y se extiende luego como un fuego abrasador…
También al día siguiente, durante las clases, le persiguieron sus recuerdos. La pequeña habitación estaba como siempre ocupada hasta la última silla y el último lugar en el suelo y aquel día sólo a base de mucho esfuerzo era capaz de contener a la horda de inquietos niños. La clase leía a coro y Parnag seguía el texto en su propio libro con los pensamientos en otra parte, intentaba escuchar voces que leyeran mal o demasiado lento. Normalmente lo conseguía, pero hoy escuchaba voces de personas que no estaban allí.
—Un predicador va a hablar hoy en la plaza del mercado —dijo uno de los niños de más edad, el hijo de un mercader de telas—. Mi padre ha dicho que tengo que ir después de las lecciones.
—Podemos ir todos —respondió Parnag. En lo tocante a la religión tenía cuidado siempre de mostrarse muy diligente.
Esto había sido siempre así. En sus años jóvenes había sido más abierto, había compartido sus sentimientos sin pensarlo. Cuando no le iba bien, se disculpaba ante sus pupilos por ello y cuando le ocupaba un problema dejaba caer durante las lecciones una u otra observación. También entonces, cuando los libros le sumieron en la duda y la confusión, había intentado hablarles de ello a sus pupilos.
Había visto ojos de niños que le miraban sin comprender y había cambiado el tema. Sólo uno de sus alumnos, un joven despierto y extraordinariamente inteligente llamado Abron, reaccionó de otra manera.
Para su asombro, Parnag encontró en aquel joven pequeño y delgado el interlocutor que había buscado sin éxito entre los adultos. Abron sabía poco, pero lo que sabía era la base para reflexiones tremendamente originales. Podía mirarle a uno con sus ojos oscuros e insondables y, con su simple y directa inteligencia de niño, revisar conclusiones quebradizas y hacer preguntas que acertaban en el fondo del problema. Parnag estaba fascinado y sin pensárselo dos veces invitó al joven a participar en las veladas de su tertulia.
Abron vino y se sentó con los ojos bien abiertos, sin decir palabra.
Después su padre, Ostvan el viejo, un tejedor de cabellos, le prohibió seguir en la escuela.
El maestro le dijo a Abron que podía venir a su casa cuando quisiera y tan a menudo como quisiera y leer todos sus libros y hacerle todas las preguntas que le interesaran. Y Abron se convirtió en huésped habitual de la casa de Parnag. Una y otra vez se escapaba a la ciudad con cualquier pretexto y luego pasaba horas y horas y tardes completas con los libros del maestro, mientras éste le hacía té con sus mejores hierbas y respondía como podía a las preguntas del joven.
Esas horas, reconocía conmovido Parnag en retrospectiva, habían sido las más felices de su vida. Abron se convirtió en un hijo para él. Se esforzó con ternura casi paternal en saciar la incansable sed de conocimiento del niño.
De este modo, Abron estaba presente cuando Parnag recibió una inesperada visita de su amigo, que había vuelto de su segunda visita a la ciudad portuaria, trayendo con él un segundo paquete de libros y un rumor increíble.
—¿Estás seguro? —quiso asegurarse Parnag.
—Lo he oído de labios de diversos mercaderes extranjeros. Y no creo que se hayan puesto de acuerdo.
—¿Una rebelión?
—Sí. Una rebelión contra el Emperador.
—¿Es eso entonces posible?
—Dicen que el Emperador tendrá que abdicar.
Después de ello, Abron no regresó. Un día alguien le contó a Parnag bajo la promesa de guardar silencio que Abron estaba muerto. Al parecer había hecho en casa comentarios heréticos y blasfemos, y por ello su padre le había matado en beneficio de un recién nacido varón.
Parnag reconoció en aquel momento la amplitud de su crimen. Había permitido que sus dudas destruyeran una vida joven y prometedora. Había sembrado la desgracia. Sin ninguna explicación, disolvió su tertulia y se negó a volver a enunciar jamás las preguntas que se había hecho hasta entonces.
Mientras caminaba hacia la plaza del mercado rodeado de sus pupilos, le invadió un sentimiento de depresión. Era un día soleado y frío, pero le parecía como si atravesara un valle oscuro como la noche. Se hundió en sus recuerdos como si fueran arenas movedizas. En los límites de su conciencia se observaba a sí mismo realizar algunos intentos indecisos para mantener unido al grupo de niños, pero en esencia le daba igual, así que los dejó liberados a sí mismos.
El predicador estaba sentado en uno de los podios de piedra entre los que se erigía un escenario los días de fiesta. Una multitud de todas las edades y estamentos se había reunido y escuchaba atentamente sus palabras.
—En mis largas peregrinaciones me encuentro en cada ciudad a personas que me informan de que la vida les va mal y de que sufren, sea por el hambre, la pobreza o a causa del prójimo —gritaba en aquel momento en el tono salmodioso de los predicadores ambulantes, que llevaba a su voz hasta muy lejos—. Me hablan de ello porque esperan que les vaya a ayudar, quizás mediante un buen consejo, quizás mediante un milagro. Pero yo no puedo hacer milagros. Tampoco puedo daros ningún consejo, al menos ninguno que no os podríais dar vosotros mismos. Todo lo que hago es recordaros algo que quizá habéis olvidado, que no os pertenecéis a vosotros mismos, sino al Emperador, nuestro señor, y que sólo podéis vivir cuando vivís a través de él.
Alguien le trajo una fruta como ofrenda y él interrumpió su prédica con la sonrisa de sus labios delgados para aceptar el don y dejarla junto a las otras cosas que había ido amontonando.
—Y cuando sufrís —continuó implorante—, sufrís solamente por un motivo: porque habéis olvidado esto. Y entonces intentáis pensar por vosotros mismos y así comienza la desgracia. ¡Oh! —Su mano derecha se alzó en un gesto de amonestación—. Es tan fácil olvidar que sois del Emperador. Y es tan difícil recordároslo una y otra vez.
Su brazo se elevó, extrañamente delgado, saliendo de la manga de su desgastado hábito. Parnag observó la escena con una expresión de desagrado. El sentimiento de haber desperdiciado su vida no le abandonaba.
—¿Por qué creéis entonces que en todo este mundo no nos afanamos en otra cosa que en tejer alfombras de cabellos? ¿Lo hacemos sólo para que nuestro Emperador no apoye el pie sobre la piedra desnuda? Para eso habría seguramente métodos mejores y más sencillos. No, todo esto, todos los rituales, no son otra cosa que piadosos dones que nos da nuestro Emperador, los recursos con los que él intenta evitar que le perdamos y nos encaminemos a nuestra perdición. No otro es el sentido de esto. Con cada cabello que el tejedor toma y anuda, piensa: pertenezco al emperador. Y vosotros, los demás, pastores de ganado y labradores y artesanos, vosotros sois los que hacéis posible la vida del tejedor de cabellos. Vosotros tenéis exactamente el mismo derecho a repetir con cada uno de los movimientos de vuestra mano: pertenezco al emperador. Hago esto por el emperador. Y yo mismo —continuó, al tiempo que unía las manos sobre el pecho en un gesto de humildad— soy solamente otra modesta herramienta de su voluntad, que viaja de acá para allá y grita a todo el que se encuentra: ¡acuérdate!
Parnag se sintió incómodo. Pensó en la larga lista de casas que todavía tenía que visitar para recaudar el pago de la escuela y le pareció que estar allí de pie era perder el tiempo. Pero no se podía ir sin más.
El predicador miró a su alrededor con unos apasionados ojos que lanzaban chispas.
—Y por eso tengo que hablar también de los incrédulos, de los escépticos y herejes, y tengo que alertaros contra ellos, a vosotros, cuya fe es la verdadera. El incrédulo es como alguien que tiene una enfermedad contagiosa. No es como vosotros, que alguna vez olvidáis la verdad, eso es humano y basta con que se os lo recuerde para que renovéis vuestra fe. El incrédulo no es que haya simplemente olvidado la verdad, sino que la conoce bien y la desprecia conscientemente.
Parnag comenzó a ponerse nervioso. Tuvo que hacer esfuerzos para mantener una expresión lo más impasible que le era posible. Le pareció como si de pronto el demacrado hombre de la barba le hablara solo a él.
—Hace esto porque se promete obtener ventaja de ello y, para disculparse, inventa toda clase de astutos argumentos. Y estas dudas son como veneno para el corazón de un hombre sencillo que, a causa de ello, puede perderse, y al que el incrédulo le siembra la semilla de la incredulidad y con ella de la perdición. Yo os digo que si toleráis un incrédulo en vuestra comunidad actuáis entonces como alguien cuya casa está en llamas y que se queda sentado tranquilo junto al fuego.
Parnag tuvo la sensación de que algunos de los vecinos le miraban, le examinaban con desconfianza. Sus rebeldes preguntas no habían sido olvidadas, ni siquiera después de veinte años. Seguramente algunos se acordaban de ellas y se preguntaban…
Y tenían razón. Las dudas estaban todavía dentro de él, como una semilla que traía la perdición y que él era incapaz de arrancar. Había visto cómo había atraído la desgracia sobre otros y él mismo quedó encerrado en una vida que se componía de días imprecisos y grises que se sucedían el uno al otro. Una vez que las dudas nacían, era imposible hacer que volvieran a desaparecer. Él no era ya capaz de decir con cada uno de sus movimientos: hago esto por el Emperador. Él sólo podía pensar: ¿existe de verdad el Emperador? ¿Quién había visto nunca al Emperador? Ni siquiera sabían dónde vivía, sólo que debía de ser en un planeta muy lejano. Por supuesto, estaban las fotografías y la imagen del Emperador le era a cada ser humano más cercana que la de sus padres, pero por lo que sabía Parnag, el Emperador no había puesto jamás el pie en aquel planeta. Se decía que el Emperador era inmortal, que vivía desde el principio de los tiempos y que gobernaba a todos los seres humanos… se decía tanto y no se sabía nada. Una vez que comenzaban las dudas, el tener más se iba convirtiendo en una perversa necesidad interior.
—Poneos en guardia contra las voces que proclaman duda e incredulidad. Poneos en guardia y no prestéis oídos a palabras heréticas. Poneos en guardia sobre todo contra el que os convenza de que debéis buscar vosotros mismos la verdad. ¡Nada puede ser más falso! ¡La verdad es demasiado grande para poder ser comprendida por un único ser humano, mortal y débil! No, sólo en el amor y la obediencia al Emperador podemos tomar parte en la verdad y ser guiados con seguridad…
El predicador se detuvo y miró a Parnag para probar el efecto. Parnag le devolvió la mirada y como un golpe repentino le atravesó la convicción de que él conocía aquel rostro. Había conocido al predicador en algún lugar y un tiempo tan lejanos que por el momento no se le ocurría dónde. Y el repentino reconocimiento era mutuo: Parnag percibió que también el otro le había reconocido a él. Parnag vio brillar algo como pánico en sus oscuros ojos, pero sólo por un segundo, luego se encendieron de nuevo con un odio fanático y sediento de venganza.
Se sintió mal. ¿De qué podría conocer él al clérigo andrajoso? Sintió cómo su corazón se aceleraba, escuchó el latido de la sangre en sus oídos. Se daba cuenta difusamente de que el predicador seguía hablando. ¿Estaba exigiendo a la multitud que le lapidara? No podía entender nada.
Había dudado del Emperador y había atraído la desgracia sobre otros. ¿Le tocaba a él ahora? ¿Le alcanzaba ahora su destino pese a todos sus remordimientos y penitencias?
Parnag maldijo. Se escuchó a sí mismo decirle algo a su alumno favorito, seguramente que cuidara de que todos los niños volvieran a casa, y luego se fue. Percibió el crepitar de las piedras bajo sus pies y escuchó el sonido de sus pasos, cada vez más rápidos, más rápidos, rebotando en los muros de las casas. La primera esquina fue como si le salvara la vida. ¡Desaparecer, escapar de la vista!
Pero entonces recordó de pronto de qué conocía al hombre. Se quedó parado abruptamente, exhalando un inarticulado sonido de sorpresa. ¿Era posible? ¿Aquel hombre que él había conocido convertido en predicador? Aunque en su interior sabía que tenía razón, no podía hacer otra cosa que girarse y volver para asegurarse. Al otro lado de la esquina que le acababa de servir de refugio, se quedó de pie y miró hacia la plaza.
No había duda alguna. Aquel hombre que estaba sentado en el círculo de una multitud que le escuchaba piadosamente, vestido con la capa gris del vagabundo sagrado, no era otro que el que junto con él, en sus años jóvenes, había dirigido la escuela en Kerkeema. Le reconoció por la forma de moverse y ahora reconocía los rasgos del rostro. Brakart. Éste había sido su nombre.
Parnag suspiró, más tranquilo, y sólo ahora se dio cuenta de que un miedo mortal le había atenazado el pecho como una banda de hierro. Había tenido miedo de que el otro le reconociera como incrédulo, como ateo. Había salido corriendo porque había tenido miedo de ser lapidado como herético. Pero no tenía nada que temer. El otro le había reconocido y supo que había encontrado a alguien que conocía su secreto. Su sucio secreto.
Hacía casi cuarenta años: Kerkeema, la ciudad al borde del volcán apagado. La extensa perspectiva de la llanura y las extrañas sombras que arrojaba cada puesta de sol. Llevaban la escuela de la ciudad, juntos, dos jóvenes maestros, y mientras se consideraba a Parnag simpático y afable, Brakart se ganó pronto la fama de una severidad rigurosa. Apenas transcurría una tarde en la que no obligara a algún estudiante a quedarse después de clase, y solían ser muchachas, de las que él decía que estaban menos atentas a las lecciones que los chicos.
Pasaron los años hasta que un día una enfermedad, muchas lágrimas y una confesión trajeron a la luz que Brakart se había servido de sus alumnas en forma obscena y que ése era el verdadero motivo de su severa disciplina. Brakart huyó a toda prisa en mitad de la noche, antes de que le pudieran hacer nada los encolerizados vecinos, y Parnag había tenido que soportar tantos interrogatorios tan desagradables que al final también había dejado Kerkeema. Así es como había llegado hasta Yahannochia.
Y ahora se habían encontrado de nuevo. Parnag se sintió desgraciado de pronto. Una parte de él saltaba de júbilo, convencida de que estaba seguro, de que tenía al otro en un puño, pero otra lo encontraba deprimente: ¿iba a escapar con tanta facilidad? Había dudado y a causa de ello había matado a un joven. Se había rendido a las dudas sin salvación posible, y a aquél que podría haber tomado venganza por la verdad, lo tenía completamente a su merced: era una victoria demasiado fácil, indigna. No, no una victoria, sino un librarse por los pelos. Había salvado el pellejo, pero perdido su honor.
Aquella tarde se quedó en casa. Los avaros tejedores de cabellos no estarían tristes de poder guardar su dinero un día más. Anduvo de acá para allá en su casa, limpió con desgana uno u otro objeto, sumido siempre en sus pensamientos. Todo era gris y triste.
Estuvo largo tiempo de pie delante de la bolsa de cuero que estaba colgada de un gancho en el pasillo, mirándola completamente absorto. La bolsa había pertenecido a Abron. El joven la había colgado en su última visita y luego la había olvidado al irse, y desde entonces estaba allí.
Después le sobrevino el impulso de cantar. Con una voz quebradiza y poco ejercitada, intentó entonar una canción que le había causado impresión cuando era un niño y que comenzaba con las palabras: «Me entrego totalmente a ti, mi Emperador…». Pero no pudo acordarse del resto de la letra y al final desistió.
En algún momento sonaron unos impetuosos golpes en la puerta. Se acercó a abrirla. Era Garubad, un ganadero, hombre robusto de cabellos grises vestido con unas desgastadas ropas de cuero. Entonces, hacía veinte años, Garubad había sido también miembro de su tertulia.
—Garubad…
—¡Parnag, yo te saludo!
El fornido ganadero parecía de buen humor, casi exageradamente.
—Ya sé que hace muchísimo que no hablamos, pero tengo que contarte algo a toda costa. ¿Puedo entrar?
—Por supuesto.
Parnag se echó a un lado y le dejó pasar. Le producía una extraña sensación que el otro apareciera justamente ahora. No se habían relacionado desde hacía años, en realidad, desde que la hija del ganadero había terminado la escuela.
—No eres capaz de adivinar lo que me ha pasado —gritó Garubad inmediatamente—. Tenía que venir a contártelo. Te acuerdas de aquellas tertulias de entonces, aquí, en tu casa, ¿no?, y de todas las cosas de las que hablábamos, ¿verdad? Yo me acuerdo bien, tú nos enseñaste todo sobre los planetas y las lunas y que las estrellas son soles lejanos…
¿Qué es lo que sucede?, pensó Parnag. ¿Por qué me rodea hoy todo lo que tiene que ver con aquellos tiempos?
—En fin, primero habrás de saber que yo, tal y como estoy aquí, vengo de un largo viaje con mi rebaño. Alguien, creo que fue una de las buhoneras, me contó que el antiguo lecho del río traía algo de agua desde hacía un par de semanas. Como, de momento, en los alrededores de la ciudad la cosa no está demasiado bien, me llevé allá mis ovejas keppo, marqué unos pastos y demás, sabes cómo se hace. Bueno, tres días de viaje cuando se tiene que llevar a las ovejas y un día para volver solo.
Parnag se armó de paciencia. A Garubad le gustaba oírse hablar y pocas veces iba al grano del asunto sin antes darle muchas vueltas.
—Y ahora viene: en el camino de vuelta, ya que de todos modos estaba cerca, me desvié hacia el roquedal de Schabrat para ver si podía traerme un par de esos cristales que se encuentran de vez en cuando por allí. Y apenas acabo de empezar a buscar, sale él de una cueva.
—¿Quién? —preguntó, irritado, Parnag.
—No lo sé. Un forastero. Llevaba unas ropas muy raras, ¡y vaya una forma de hablar! No sé de dónde vendrá, pero debe de ser bastante lejos de aquí. En cualquier caso, se me acerca y me pregunta quién soy yo y qué hago y dónde está la ciudad más cercana y otras cosas así. Y luego me cuenta un montón de las cosas más extrañas que te puedas imaginar y me declara por último que es un rebelde.
A Parnag le embargó la precisa sensación de que su corazón había dejado de latir por un instante.
—¿Un rebelde?
—No me preguntes qué es lo que quería decir con ello. Dijo algo de que era un rebelde y de que habían derrocado al Emperador. —Garubad se rio—. Imagínate que lo decía en serio. Bueno, entonces no tuve más remedio que pensar en tu amigo, sabes, que vino aquella tarde y habló de unos rumores en la ciudad portuaria…
—¿A quién se lo has contado, aparte de a mí? —preguntó Parnag con una voz que él apenas reconoció como suya.
—A nadie hasta ahora. Simplemente pensé que te interesaría. Acabo de llegar ahora mismo a la ciudad… —Ya se sentía impaciente. Había soltado su historia y quería volver a irse—. Por cierto, ¿qué es lo que está pasando aquí? Toda la ciudad parece estar de cabeza, revuelta…
—Seguramente se debe al predicador que desde ayer por la tarde está en la ciudad —respondió Parnag.
Se sintió cansado, confuso, superado por el peso del mundo. En un impulso repentino le comentó a Garubad que conocía al predicador y de dónde.
—Seguramente va de acá para allá como vagabundo sagrado para liberarse de sus pecados.
Cuando vio el rostro de Garubad se dio cuenta de que debería habérselo guardado para él. Por lo visto había tocado un punto sensible del ganadero, pues su jovialidad se transformó sin solución de continuidad en formalidad helada.
—No quiero decir nada contra tu capacidad de memoria, Parnag —dijo seco—, pero pienso que mejor debieras mirar una vez más. Estoy casi totalmente seguro de que te equivocas.
—Oh, puede ser —concedió el maestro prudentemente.
Después de que se fuera Garubad, Parnag estuvo largo tiempo de pie en el pasillo mirando al frente. Se sentía como si alguien le hubiera golpeado con un gran gancho de hierro para sacarle todo, una gruesa capa de sentimientos y recuerdos que creía haber olvidado, un increíble torrente de imágenes. Las palabras del ganadero resonaban en su interior como sonido de pasos en una enorme cueva.
¿Un rebelde? ¿Qué quería decir eso? ¿Era posible entonces derrocar al Emperador? Entendía las palabras, pero la idea le parecía a Parnag absurda, como un contrasentido.
Pero luego estaban esos libros que había escondido entre montones de madera seca y estiércol de baraq. Los otros planetas en los que se tejían tapices de cabellos. Ese rumor que le había llegado desde la ciudad portuaria veinte años atrás…
Ahora dependía de él hacer lo correcto. Algo que exigía valor. Que daba miedo porque detrás acechaba lo desconocido.
Sintió de pronto sus manos en tensión y cómo los dedos presionaban dolorosamente en las palmas de las manos. No tenía mucho tiempo para reflexionar. Nadie sabía cuánto tiempo se iba a quedar el forastero en el roquedal de Schabrat. Si se iba, él tendría que terminar su vida con todas aquellas preguntas sin responder.
No se encontró a nadie al salir de la ciudad, con la excepción de un par de ancianas que no se dignaron ni mirarle. Cuando tuvo tras de sí las puertas de la ciudad percibió que la inquietud de los últimos días había desaparecido. Se sintió lleno de una apacible claridad.
Cuando llegó a su objetivo, el horizonte se había transformado en una banda de rojo fuego y en el cielo de un negro azulado brillaban las primeras estrellas. Contra el crepúsculo, como siniestras catedrales, se recortaban las negras cuevas de piedra. No se veía a nadie.
—¡Eh! —dijo Parnag, por fin, primero vacilante y bajo, luego, cuando no recibió respuesta, más alto—. ¡Eh!
—El forastero ya no está aquí —tronó de pronto una voz afilada y aguda.
Parnag miró alrededor. El predicador apareció allí como por encanto. Brakart, el predicador. Brakart, el vagabundo sagrado. Brakart, que había violado a muchachas. Y ahora salían más hombres de detrás de las rocas donde se habían mantenido escondidos.
Parnag vio que todos llevaban piedras en las manos. Una ola cálida surgió de su estómago y atravesó hasta su cabeza. Sabía que le iban a matar.
—¿Qué quieres de mí, Brakart? —preguntó con una indignación que ya había sido gastada.
Los ojos del predicador ardieron con odio.
—¡No me nombres con nombre alguno! Soy un vagabundo sagrado y no tengo nombre.
Parnag guardó silencio.
—Me han informado, Parnag —comenzó el predicador con lentitud—, que hace muchos años mantuviste conversaciones heréticas y que incluso intentaste conducir a la incredulidad a tus conciudadanos.
En aquel momento, Parnag descubrió a Garubad entre los hombres que habían formado un amplio círculo en torno a él.
—¿Tú?
El ganadero alzó las manos en un gesto de rechazo. Era el único que no portaba piedras.
—No le he dicho otra cosa que lo que te dije a ti, Parnag.
—Cuando Garubad me habló hoy de su encuentro y de que tú eras el primero que lo supo, decidí que éste era el momento para probar tu sinceridad —continuó el vagabundo sagrado. Con una expresión de puro triunfo en sus ojos, añadió—: ¡Y tú no has superado la prueba!
Parnag no dijo nada. No había nada más que decir. Su culpa le había alcanzado.
—No sé a quién o qué se ha encontrado Garubad. Quizás alguien se ha permitido gastarle una pésima broma. Quizás se ha encontrado a un loco. Quizás simplemente se lo haya inventado, no tiene importancia. Lo único que importa es que tú has venido. Esto demuestra que piensas que es posible el que haya rebeldes contra el Emperador. Seguramente crees que es posible, aunque debo concederte que tal idea supera la capacidad de mi imaginación, que alguien pudiera derrocar al Emperador. Sea como sea, tu mera presencia aquí refuta el que seas un hombre creyente y temeroso de Dios. Prueba lo contrario. Eres un incrédulo, y seguramente lo has sido toda tu vida. ¿Y quién sabe cuánta desgracia habrás atraído sobre tus conciudadanos?
—¡Hereje! —gritó uno de los hombres.
La primera piedra le dio a Parnag en el cráneo y le arrojó al suelo. Contempló el cielo, el ancho y vacío cielo. Me entrego a ti, mi Emperador, pensó. Las piedras le llovían ahora. Sí, lo confieso. He dudado de ti. Lo confieso. Acogí en mi interior la duda y no me he apartado de ella. Lo confieso. En tu justicia, mi Emperador, tú me destruyes ahora y estaré perdido. Lo confieso y me entrego a tu justicia…