Yahannochia se preparaba para la llegada anual del mercader de alfombras de cabellos. Era como un despertar para la ciudad, que seguiría yaciendo el resto del año como un muerto bajo el sol abrasador. Todo comenzaba con guirnaldas que aparecían aquí y allá bajo los tejados, y con escasos ramos de flores que intentaban esconder los manchados muros de las casas. Día a día más y más banderines multicolores se agitaban al viento que, como siempre, barría las colinas, y los olores que se escapaban de las ollas de las oscuras cocinas venían a arremolinarse pesadamente en los callejones estrechos. Había que estar preparado para la Gran Fiesta. Las mujeres peinaban durante horas sus cabellos y los de sus hijas maduras. Los hombres limpiaban por fin sus zapatos. Sonidos desafinados y atronadores de bandas de música ensayando se mezclaban con el omnipresente murmullo de voces excitadas. Los niños, que por lo general jugaban silenciosos y tristes en las callejas, corrían gritando por todos lados y llevaban puestas sus mejores ropas. Era una animación multicolor, una fiesta de los sentidos, una febril espera del Gran Día.
Y por fin llegó. Los jinetes que se habían enviado estaban de vuelta, trompeteando a toda prisa por los callejones y anunciando:
—¡Viene el mercader!
—¿Quién es? —gritaron miles de gargantas.
—Los carros traen los colores del mercader Moarkan —informaron los vigías, espolearon a sus animales y siguieron galopando. Y los miles de gargantas transportaron el nombre, y el nombre dio vueltas entre las casas y las chozas y cada persona tenía algo que añadir a ello. ¡Moarkan! Se desenterraron los recuerdos de cuando Moarkan estuvo por última vez en Yahannochia y de las mercancías de lejanas ciudades que había ofrecido. ¡Moarkan! Se elevaron suposiciones acerca del lugar del que provendría esta vez, de qué ciudades traería noticias o incluso cartas. ¡Viene Moarkan…!
Pero aún transcurrieron dos días completos antes de que la enorme caravana del mercader entrara en la ciudad.
Primero llegó la infantería que marchaba por delante del cortejo. De lejos había tenido el aspecto de una única y gigantesca oruga de púas brillantes que venía arrastrándose hacia Yahannochia a lo largo de la carretera. Al acercarse, pudieron reconocer hombres con armaduras de cuero que llevaban sus lanzas dirigidas hacia el cielo, de forma que la luz del sol caía cegadora sobre las puntas desnudas. Cansados, entraban con pesados pasos, los rostros cubiertos de sudor y de polvo, los ojos ciegos y desencajados por la fatiga. Todos traían a la espalda, como una marca de fuego, las insignias coloreadas del mercader.
A ellos les seguían los soldados montados del mercader. Sobre animales de montura que resoplaban y se dejaban guiar con esfuerzo, avanzaban por el camino, armados con espadas, porras, pesados látigos y cuchillos. Alguno portaba con orgullo una vieja y deteriorada pistola de rayos al cinto y todos miraban con arrogancia hacia los habitantes de la ciudad, que atiborraban la calle. ¡Cuidado, uno se acerca demasiado al cortejo! El látigo habló de inmediato. Chasqueando, los jinetes abrieron un ancho paso a través de los curiosos para dejar sitio a los carros que seguían.
Los carros iban tirados por grandes y rudos búfalos baraq, cuya lana estaba enredada y apestaba como sólo los búfalos baraq pueden apestar. Venían los carros chirriando, traqueteando y tropezando, con sus ruedas irregulares y guarnecidas de hierro, aplastando laboriosamente los surcos secos del camino. Todos sabían que esos carros iban cargados con preciados objetos de lejanas tierras, que estaban repletos de sacos de raras especias, con balas de finas telas, con barriles de exquisitas sustancias, cargamentos de maderas nobles, y con cofrecillos llenos hasta el borde de impagables piedras preciosas. Carreteros de mirada mohína iban sentados en los pescantes y tiraban de los búfalos que trotaban imperturbables para evitar que se detuvieran a causa de la desacostumbrada excitación a su alrededor.
El gran carro, en el que vivía el mercader con su familia, venía lujosamente decorado y tirado por dieciséis búfalos. Todos estiraron el cuello, con la esperanza de poder echar un vistazo al propio Moarkan, pero el mercader no se dejó ver. Los cortinajes de las ventanas estaban echados y en el pescante sólo había dos malhumorados carreteros.
Y entonces por fin apareció el carro de las alfombras de cabellos. Un murmullo se extendió por la muchedumbre que estaba a los bordes de la calle. Contaron no menos de ochenta y un búfalos que tenían que tirar del coloso de acero. La caja blindada no mostraba ventana ni hueco alguno, sólo una estrecha puerta de la que únicamente el propio mercader tenía la llave. Crujiendo con violencia, las ocho anchas ruedas del pesado gigante se clavaban profundas en el camino y el carretero tenía que hacer constantemente que el látigo mordiera el pellejo de los búfalos para poder avanzar. El carro iba escoltado por jinetes que oteaban a su alrededor desconfiados, como si temieran que a cada momento fueran a ser atacados y robados por un número superior de enemigos. Todos sabían que en ese carro se transportaban las alfombras de cabellos que el mercader había comprado ya en su viaje y además el dinero para las alfombras de cabellos que todavía habría de comprar, una inconmensurable cantidad de dinero.
Le seguían varios carros: los carros en los que vivían los servidores principales del mercader, carros de provisiones para los soldados y carros que transportaban las tiendas y toda clase de objetos que una caravana de aquel tamaño precisaba. Y al final del cortejo corrían los niños de la ciudad, gritaban y silbaban y aullaban llenos de entusiasmo ante el excitante espectáculo.
El cortejo entró acompañado de los tañidos de la orquesta en la gran plaza del mercado. Banderas y estandartes se agitaban en altos mástiles y los artesanos de la ciudad daban los últimos toques a los puestos que habían dispuesto en un rincón de la gran plaza y en los que ofrecían sus mercancías con la esperanza de hacer un buen negocio con los compradores del comerciante. Apenas se detuvieron los carros de la caravana, comenzaron también los sirvientes del mercader a levantar sus puestos y tenderetes. La plaza resonó con el sonido de voces, de llamadas y risas, de los golpeteos de las herramientas y los varillajes. Los habitantes de Yahannochia se apretaron tímidos en los márgenes, pues los soldados montados del mercader movían sus orgullosos animales a través del barullo del comercio y ponían la mano amenazadoramente sobre el látigo del cinturón cuando alguno de los ciudadanos se mostraba demasiado curioso.
Aparecieron las autoridades de la ciudad, vestidas con sus lujosos mantos y escoltadas por soldados de la villa. La gente del cortejo del mercader les hizo sitio y les dejó un callejón libre por el que avanzaron hacia el carro de Moarkan. Allí esperaron con paciencia hasta que se abrió desde dentro una pequeña ventana, por la que el mercader miró. Cambió algunas palabras con los dignatarios y dio entonces una señal a uno de sus servidores.
Éste, el pregonero del mercader, trepó rápido como un lagarto hasta el tejado del carro del mercader, donde se apoyó con las piernas bien abiertas, extendió mucho los brazos y gritó:
—¡Yahannochia! ¡El mercado está abierto!
—Desde hace algún tiempo oímos extraños rumores acerca del Emperador —dijo uno de los dignatarios a Moarkan, mientras comenzaba a su alrededor el tumulto de la apertura del mercado—. ¿Sabéis vos algo más?
Los astutos ojos de Moarkan se estrecharon.
—¿De qué rumores habláis, señor?
—Corre el rumor de que el Emperador ha abdicado.
—¿El Emperador? ¿Acaso puede abdicar el Emperador? ¿Puede brillar el sol sin él? ¿No se apagarían sin él las estrellas en el cielo de la noche? —El mercader agitó su obesa cabeza—. ¿Y por qué me compran los navegantes imperiales las alfombras de cabellos como siempre han hecho? Yo también he oído esos rumores pero no sé nada de todo ello.
Mientras tanto, sobre un escenario grande y adornado se estaban llevando a cabo los últimos preparativos para el ritual que era el auténtico motivo para la venida del mercader: la entrega de las alfombras de cabellos.
—¡Ciudadanos de Yahannochia, venid y ved! —gritó el maestro de ceremonias, un ogro de barba blanca, vestido de marrón, negro, rojo y oro, los colores del gremio de los tejedores de alfombras de cabellos. Y las gentes se detuvieron, desviaron su mirada hacia el escenario y se fueron acercando poco a poco.
Trece tejedores de cabellos habían terminado sus alfombras en aquel año y estaban preparados ahora para regalárselas a sus hijos. Las alfombras estaban puestas en grandes caballetes y cubiertas con paños grises. Doce de los tejedores de cabellos estaban presentes, viejos y encorvados hombres que se mantenían con esfuerzo sobre sus piernas y que con ojos semiciegos bizqueaban a su alrededor. Sólo uno de los tejedores había muerto ya y era representado por un miembro más joven del gremio. Al otro lado del escenario estaban de pie trece jóvenes, los hijos de los viejos tejedores de alfombras de cabellos.
—¡Ciudadanos de Yahannochia, arrojad vuestra mirada sobre las alfombras que habrán de adornar el palacio del Emperador! —Como cada año, un respetuoso susurro surgió de la multitud mientras los tejedores de cabellos descubrían sus alfombras, la obra de sus vidas.
Pero esta vez se mezcló un subtono de duda en el acorde de las voces.
—¿No han oído que el Emperador ha abdicado? —preguntó alguien.
El fotógrafo que viajaba con el cortejo del mercader subió al escenario y ofreció sus servicios. Como era tradición, se fotografió cada alfombra aislada y, con los dedos temblorosos, cada tejedor aferró la imagen que el fotógrafo había tomado con su antiguo y arañado aparato.
Luego, el maestro de ceremonias extendió los brazos en un gesto amplio que requería silencio, cerró los ojos y esperó hasta que se hizo el silencio en la gran plaza, en la que todo el mundo se había ahora detenido y seguía fascinado los acontecimientos que se desarrollaban sobre el escenario. Todas las conversaciones enmudecieron, los artesanos en sus puestos dejaron caer las herramientas y los aperos, todo el mundo se quedó quieto donde estaba, y se produjo un silencio en el que se podía oír cada crujido de las ropas y el viento que se lamentaba quejumbroso en las vigas de las casas más grandes.
—Agradecemos al Emperador con todo lo que tenemos y con todo lo que somos —habló ahora en la forma que era tradicional del festejo—. Traemos la obra de nuestras vidas en agradecimiento a aquél por el que vivimos y sin el que nosotros nada seríamos. Y como cada mundo del imperio que contribuye con lo suyo, así nos felicitamos nosotros de poder alegrar los ojos del Emperador con nuestro arte. Él, que ha creado las más luminosas estrellas en el firmamento y la oscuridad que hay entre ellas, nos concede el don de pisar con su pie la obra de nuestras manos. Alabado sea, ahora y en todos los tiempos.
—Alabado sea —murmuró la multitud en la gran plaza, y las cabezas asintieron.
El maestro de ceremonias dio una señal y alguien golpeó un gong.
—Ésta es la hora —gritó, vuelto hacia los jóvenes— en la que el lazo eterno de los tejedores de cabellos se renueva. Cada generación es deudora de la anterior y traspasa la deuda a sus propios hijos. ¿Es vuestra voluntad el mantener ese lazo?
—Es nuestra voluntad —le respondieron los hijos a coro.
—Entonces, podéis recibir la obra de vuestros padres y quedar deudores de ellos —concluyó el maestro de ceremonias, y dio la señal para un segundo toque de gong.
Los viejos tejedores de cabellos levantaron sus cuchillos y cortaron cuidadosamente los hilos que fijaban sus alfombras a los caballetes: el acto simbólico de terminar la obra de su vida. Uno tras otro se acercaron los hijos a los padres, quienes enrollaban con cuidado las alfombras y se las ponían en los brazos, más de uno con lágrimas en los ojos.
Cuando se entregó la última alfombra, estallaron los aplausos, la música comenzó a tocar y, como si se hubiera roto un dique, la sonora actividad del mercado comenzó de nuevo, ahora convertida en fiesta.
Dirilja, la hermosa hija del mercader, había seguido el ritual de la entrega desde su ventana y cuando la música comenzó a sonar, había también lágrimas en sus ojos, pero eran lágrimas de dolor. Llorando, dejó reposar su cabeza contra el vidrio e introdujo las manos en su cabello largo y de un rubio rojizo.
Moarkan, que estaba delante del espejo y se ocupaba de otorgar a su lujosa capa brillante la caída adecuada, resopló furioso.
—¡Hace ya más de tres años, Dirilja! Él debe de haber encontrado a otra y todas las lágrimas del mundo no cambiarán nada.
—¡Pero él me prometió que me esperaría! —sollozó la muchacha.
—Buf, eso se dice fácilmente cuando se está enamorado —le repuso el mercader—. Y se olvida fácilmente de nuevo. Un hombre joven, de sangre caliente, le promete sin problemas lo mismo a una mujer distinta cada tres días.
—Eso no es cierto. Eso no lo creeré nunca. Nos juramos el uno al otro amor eterno, hasta la muerte, y era un juramento tan sagrado como el juramento del gremio.
Moarkan contempló a su hija en silencio durante un instante y luego agitó la cabeza y suspiró.
—Apenas lo conocías, Dirilja. Y créeme, algún día te alegrarás de que haya resultado así. ¿Qué vida tendrías como mujer de un tejedor de cabellos? No puedes ni siquiera peinarte sin que él venga detrás de ti y recoja cada cabello que quede en tu cepillo. Tienes que compartirlo con dos o tres mujeres o incluso más. Y cuando des a luz un hijo habrás de contar con que te lo quitarán. Con Buarati, por el contrario…
—¡Yo no quiero ser la mujer de un mercader gordo y seboso, ni aunque me envuelva en alfombras de cabellos! —gritó Dirilja con rabia.
—Como quieras —contestó Moarkan. Se volvió de nuevo hacia el espejo y se puso la pesada cadena de plata, símbolo de su posición—. Ahora tengo que irme. —Abrió la puerta y el ruido del mercado se introdujo en un estallido. Ciertamente, pensó mientras salía, parece que el destino está de mi lado, ¡alabado sea el Emperador!
Acompañado del maestre del gremio de tejedores de cabellos, el mercader subió al escenario para valorar y comprar las alfombras. Lleno de dignidad, Moarkan se acercó al primer heredero y dejó que éste le mostrara su alfombra, probó con sus dedos carnosos la densidad de los nudos y contempló exhaustivamente el diseño antes de que por fin dijera el precio. La música seguía sonando impasible. Los eventuales mirones sólo podían observar los gestos del mercader y la reacción de los tejedores de cabellos cuando aquél hacía su oferta. Lo que se dijo se perdió sin remedio en el tumulto del mercado.
Por lo general, los jóvenes se limitaban a afirmar con una simple expresión en sus pálidos pero serenos rostros. Luego el mercader hacía una seña a un servidor que esperaba a una distancia de algunos pasos y le daba unas cortas instrucciones. Éste, a su vez, solucionaba con ayuda de algunos soldados el resto del proceso —el sacar y pagar el dinero, el transporte de la alfombra al carro acorazado— mientras el mercader continuaba con la siguiente alfombra.
El maestre del gremio intervenía cuando el precio que el mercader decía le parecía injustamente bajo. A veces esto causaba excitadas discusiones en las que, de todos modos, el mercader llevaba las de ganar. Los tejedores de cabellos sólo podían elegir entre venderle a él las alfombras o esperar un año confiando en que el próximo mercader les haría un mejor precio.
Uno de los viejos tejedores de cabellos se derrumbó cuando Moarkan dijo el precio de su alfombra y murió pocos instantes después. El mercader esperó hasta que le sacaron del escenario y continuó inmutable. La multitud apenas se había percatado del hecho. Lo mismo sucedía casi cada año y entre los tejedores de cabellos una muerte así era tenida por especialmente honorable. La música ni siquiera había dejado de sonar.
Dirilja abrió una de las ventanas del lado del carro que estaba hacia el escenario y sacó la cabeza. Su largo y hermoso cabello llamaba la atención y cuando ella descubría a alguien que miraba en su dirección, siempre le hacía una seña y le preguntaba:
—¿Conocéis a un tal Abron?
La mayoría no sabía nada acerca de ese nombre, pero algunos le conocían.
—¿Abron? El hijo de un tejedor de cabellos, ¿no es verdad?
—Sí, ¿le conocéis?
—Hubo un tiempo en que venía a menudo a la escuela, pero su padre estaba en contra, por lo que decían.
—¿Y ahora? ¿Qué es lo que hace ahora?
—No sé. No se le ha visto desde hace mucho, muchísimo…
A Dirilja se le encogió el corazón, pero cuando encontró a una vieja mujer que conocía a Abron, se sobrepuso y preguntó:
—¿Se ha oído que se haya casado?
—¿Casarse? ¿Abron? No… —dijo la vieja—. Esto tendría que haber sido el año pasado o el antepasado, en la fiesta, y yo me habría enterado, pues habréis de saber que yo vivo aquí, justo en la plaza, en una pequeña habitación bajo el tejado de aquella casa, al otro lado…
Entretanto habían comenzado las preparaciones para el baile de pretendientes. Mientras se vendían los últimos tapices, los padres traían a sus hijas en edad de merecer hasta el borde del escenario y cuando el mercader de alfombras dejó el escenario junto con el maestre del gremio, la orquesta comenzó con unas alegres melodías de baile. Las muchachas, bailando lentamente, comenzaron a acercarse a los jóvenes tejedores de cabellos realizando seductores movimientos. Los jóvenes, que estaban de pie en el centro con sus cofrecillos de dinero, contemplaban algo avergonzados el espectáculo que se les ofrecía.
Ahora la gente se iba apelotonando alrededor del escenario y aplaudía enfervorizada. Las muchachas hacían ondear sus faldas y giraban las cabezas de modo que sus largos cabellos volaban por el aire y, a la luz del sol poniente, semejaban brillantes llamas. De este modo, les bailaron a los jóvenes que les gustaban mientras les tocaban brevemente el pecho o la mejilla y se volvían atrás, seduciéndolos y provocándolos, reían y pestañeaban, levantaban por un instante la falda por encima de las rodillas o moldeaban veloces con las manos la forma de sus cuerpos.
La multitud lanzó gritos de júbilo cuando el primero de los jóvenes entró y siguió a una de las muchachas. Ella le echó una mirada significativa mientras aparentaba retroceder con vergüenza y dejó que la punta de la lengua repasara los labios entreabiertos con lentitud para expulsar a las otras que probaban también suerte con él y le condujo hasta su padre, para que pudiera pedir su mano en la forma tradicional. Como era costumbre, el padre se mostró deseoso de echar un vistazo al cofrecillo del tejedor de cabellos y juntos atravesaron el salvaje movimiento hasta el círculo a mitad del escenario del que ahora se iban alejando los otros jóvenes para ir eligiendo su primera esposa. Allí, el joven tejedor de cabellos abrió la tapadera de su arquilla y cuando el padre estuvo satisfecho con lo que veía dentro, dio su consentimiento. Ahora era el maestre del gremio el que tenía que examinar el cabello de la mujer y, si no tenía ninguna objeción, realizar el matrimonio y apuntarlo en el libro del gremio.
Dirilja miró hacia el escenario sin ver en realidad lo que se estaba llevando a cabo allí. El baile de los tejedores de cabellos le parecía más absurdo e insignificante que cualquier juego de niños. Una vez más recordó las horas en las que había estado junto con Abron, entonces, hacía tres años, cuando el cortejo de mercadeo de su padre había hecho escala por última vez en Yahannochia. Ella vio su rostro delante de ella, sintió de nuevo los besos que se habían intercambiado, percibió sus delicadas manos sobre su cuerpo y el miedo a ser hallados juntos, en aquella relación que había ya dejado atrás todas las fronteras establecidas para jóvenes que no estaban casados. Escuchó su voz y tuvo una vez más la convicción de entonces de que se trataba de algo verdadero.
De pronto supo que no podría seguir viviendo sin conocer la suerte de Abron. Podría intentar olvidar a Abron, pero el precio que tendría que pagar sería la pérdida de su propia certeza. Jamás podría saber si podía confiar en sí misma. No se trataba de un problema de honor herido o de celos enfermizos. Si el mundo estaba construido de forma que una convicción como la que ella había tenido podía engañar, entonces no tenía valor seguir viviendo.
Miró a través de todas las ventanas del carro y no pudo descubrir a su padre por ningún lado. Seguramente estaba con los magnates de la ciudad para intercambiar novedades y tramar sus negocios secretos. En el mercado se estaban encendiendo las primeras antorchas cuando Dirilja comenzó a guardar vestidos y otros haberes en un pequeño bolso de bandolera.
La música había terminado de sonar. Ya se habían desmontado algunos puestos, las mercancías estaban de nuevo cargadas en los carros y se había contado el dinero. Muchos de los habitantes de la ciudad habían vuelto ya a casa.
Después de los desposorios de los jóvenes tejedores de cabellos con sus primeras esposas, el escenario se habían convertido en el lugar para el mercado de concubinas. El podio se hallaba bajo la nerviosa luz de las antorchas. Había hombres esperando allí con sus hijas jóvenes o no muy jóvenes ya. Algunos tejedores de cabellos de más edad, la mayoría acompañados por sus mujeres, pasaban miradas verificadoras de una a otra, sopesaban la perfección del cabello de las muchachas entre sus dedos expertos y comenzaban aquí y allá conversaciones de mayor calado. El tomar una concubina no precisaba de ninguna ceremonia especial; bastaba con que el padre dejara libre a su hija y que ésta siguiera al tejedor de cabellos.
A la mañana siguiente se retrasó la partida de la caravana. Los carros estaban listos para viajar, los búfalos resoplaban intranquilos y golpeaban con las pezuñas, y los soldados de infantería estaban esperando en un gran círculo alrededor del cortejo. El sol subía cada vez más sin que se diera el toque de trompeta para la partida. Los rumores decían que Dirilja, la hija del mercader de alfombras de cabellos, había desaparecido. Pero, naturalmente, nadie se atrevía a preguntar.
Finalmente se escuchó el sonido de jinetes que cabalgaban a toda velocidad por los callejones de la ciudad. Un servidor de confianza del mercader se apresuró a acercarse al carro de éste y llamó a los cristales. Moarkan abrió la puerta y salió, vestido con su lujosa capa y portando todas las insignias de su cargo. Con un rostro pétreo, esperó el informe de sus exploradores.
—Hemos buscado por todos lados, en la ciudad y en los caminos que van a las fortalezas —declaró el caudillo de los soldados de a caballo—, pero no hemos encontrado por ningún lado huellas de vuestra hija.
—Ella ya no es mi hija —dijo Moarkan sombrío, y ordenó—: ¡Da la señal de partida! Y marca en el mapa que nunca más hemos de volver a Yahannochia.
La comitiva del mercader se puso en movimiento despacio pero imparable como un alud de piedras. Esta vez, al salir de la ciudad, sólo unos pocos niños se arremolinaron al borde del camino. El monstruoso cortejo de carros, animales y personas avanzó envuelto en una nube de polvo, dejando una profunda huella de ruedas y pisadas de pezuñas que sólo desaparecería después de muchas semanas.
Dirilja esperó en su escondite al borde de la ciudad hasta que la caravana del mercader desapareció tras el horizonte y luego un día más hasta que se atrevió a salir. La mayoría de las personas que encontró no la reconocieron, y las que lo hicieron se conformaron con miradas de rechazo.
Consiguió enterarse del camino hacia la casa de Ostvan, el tejedor de cabellos, sin que nadie sospechara nada. Armada con algunas provisiones, una botella de agua y un pañuelo gris para protegerse del sol y del polvo, se puso en camino.
Sin montura, el camino era largo y pesado. Contempló con envidia a una buhonera que venía en dirección contraria, una mujer pequeña y vieja que cabalgaba sobre un asno yuk y que llevaba del ramal detrás de ella a otros dos, muy cargados con hatos de telas, cestas y bolsas de cuero. Aunque Dirilja poseía suficiente dinero para comprar el animal que quisiera, nadie le hubiera vendido siquiera un asno yuk cojo a ella, una mujer joven que viajaba sola.
Cuando el sendero pedregoso comenzó a subir, tuvo que pararse cada vez más a menudo, y cuando el sol se elevó bien alto en el cielo, se encogió a la sombra de una roca que colgaba y descansó hasta que le volvieron las fuerzas. Debido a ello, necesitó casi el día entero para alcanzar su objetivo.
La casa estaba allá, agazapada, descolorida y desmoronada como una calavera añeja en el esqueleto de un animal. Las cavernas oscuras de las ventanas parecían mirar inquisitivamente a la joven mujer que, agotada, estaba de pie sobre la limpia explanada y miraba a su alrededor indecisa.
De repente se abrió una puerta y un niño pequeño salió tambaleándose con pasos inseguros, seguido por una delgada mujer de cabellos rizados y largos.
El corazón de Dirilja se encogió cuando se dio cuenta de que el pequeño era un niño y no una niña.
—Disculpad, ¿es ésta la casa de Ostvan? —preguntó con esfuerzo.
—Sí —dijo la mujer al tiempo que la contemplaba curiosa de la cabeza los pies—. ¿Y quién sois vos?
—Me llamo Dirilja. Estoy buscando a Abron.
Una sombra oscureció el rostro de la mujer.
—¿Por qué lo buscas?
—Él era… Quiero decir que teníamos… Soy la hija de Moarkan, el mercader de alfombras de cabellos. Abron y yo nos habíamos prometido… pero él no vino y… —Ella se quedó paralizada cuando la mujer, al oír aquellas palabras, se le acercó y la abrazó.
—Me llamo Garliad —dijo—. Dirilja, Abron está muerto.
La condujeron hacia dentro, Garliad y Mera, la primera mujer de Ostvan. La sentaron en una silla y le dieron un vaso de agua. Dirilja les contó su historia y Mera, la madre de Abron, le contó la suya.
Y cuando todo quedó dicho, guardaron silencio.
—¿Qué puedo hacer ahora? —dijo en voz baja Dirilja—. He abandonado a mi padre sin su consentimiento, él tiene que repudiarme y en caso de que alguna vez nos encontremos habrá de matarme. No puedo volver.
Garliad le tomó la mano.
—Puedes quedarte aquí. Ostvan te tomará como concubina cuando hablemos con él y le expliquemos todo.
—Aquí, al menos, estás segura —dijo Mera, y añadió—: Ostvan es viejo. No podrá cohabitar ya contigo, Dirilja.
Dirilja asintió lentamente. Su mirada cayó sobre el niño que estaba sentado en el suelo y jugaba con un pequeño telar de madera, luego miró a la puerta, que estaba completamente abierta, y hacia afuera, hacia la lejanía, hacia las incontables crestas de piedra y los valles, el desierto polvoriento y yermo que sólo conocía un viento eterno y un sol sin piedad. Luego abrió su bolso y comenzó a desempaquetar sus cosas.