CAPÍTULO XLI

Lori penetró en el vestíbulo siguiendo el ojo luminoso de la linterna de Leverett que despejaba las tinieblas. Ambos continuaron por un pasillo desierto y sembrado de polvo a cuyos lados se alineaban varias puertas cubiertas de telarañas. El ojo de la linterna, sin el menor parpadeo, espiaba dentro de las habitaciones que iban dejando atrás, vacias y habitadas solo por las sombras.

—Esto debería de ser una clínica para pacientes externos —le explicó Leverett—. Estas habitaciones parecen oficinas y salas de consulta.

—¿Qué hay arriba?

—Más o menos como aquí, supongo.

—¿No lo ha visto?

—No había tiempo y tenía ganas de regresar. Además, considerando cómo se encuentra todo esto, las escaleras pueden no ofrecer seguridad.

—Correré el riesgo —dijo Lori volviendo hacia la escalera, seguida por el foco de la linterna de Leverett.

Las tablas del suelo crujían bajo el peso de sus pies y las envejecidas paredes se quejaban en protesta contra el viento nocturno.

Quejidos, crujidos. Y la voz de Leverett se alzaba por encima de ellos.

—¡Lori!

Ella se detuvo al pie de la escalera, volviéndose mientras el otro se le acercaba.

—Recuerde lo que me ha prometido —dijo él—. Solo quería usted tener la oportunidad de entrar un momento y verlo con sus propios ojos…

Dejó de hablar de repente, al ver que ella alargaba la mano para cogerle la linterna.

—Démela —dijo ella.

Lori se preguntó por un instante qué hubiera sucedido si él le hubiese tomado la palabra entregándole la linterna. ¿Habría subido sola arriba? Y en caso de subir, ¿habría permanecido allí sola?, ¿habría en aquellas profundas tinieblas algo vigilando o esperando?

Pero Leverett no quiso entregarle la luz. Lo que hizo fue cogerla del brazo y empezar a subir las escaleras con lentitud y cautela. El alfombrado de los peldaños estaba deshilachado y formaba dibujos parecidos a telarañas, mientras que las tablas se combaban bajo el peso de sus pies. Sin embargo, no se rompían.

El polvo pareció más recio a partir del segundo descansillo. La oscuridad parecía también más espesa, pero Lori no tenía miedo. Aunque no había visto nunca aquel largo corredor sin luz y a los lados se abrían como bocas negras las puertas de las habitaciones, ella no sentía temor.

Lo que la atenazaba ahora era otra cosa peor: la terrible sensación de familiaridad que notaba.

Su temor se iba haciendo más intenso a medida que seguían avanzando y deteniéndose momentáneamente cuando Leverett enfocaba con la linterna las habitaciones vacias de ambos lados.

—Lo más probable es que esta planta estuviera dedicada al personal residente —dijo él—. Viviendas…

—¡Escuche! —Lori se detuvo ante la puerta que había a su derecha—. He oído algo ahí dentro.

Leverett asintió, volviendo el ojo de su linterna hacia la tenebrosa habitación. Lori siguió con la vista el haz luminoso. Se oyó un chillido fino y el sonido de algo que corría. Una rata de ojos partidos sobre su hocico peludo y marrón se cruzó frente al haz luminoso de la linterna y se coló por un agujero abierto en el rodapié de un rincón.

Leverett apuntó con la linterna hacia las paredes y el suelo de la estancia.

—Todo claro —dijo.

Pero Lori pensó que no estaba claro para ella por qué se sentía atraída hacia aquella habitación vacia. Leverett adivinó sus dudas por la expresión de su mirada.

—Por el tamaño de esta habitación, probablemente era un dormitorio. —Mientras hablaba seguía explorando con el haz luminoso—. Ahí está la puerta del baño. Esto podría ser un cuarto de baño particular.

Familiaridad. De alguna manera, ella conocía esa habitación, y la habitación la conocía a ella, porque se oían unos susurros.

Leverett se volvió y la cogió de nuevo por el brazo, conduciéndola a lo largo del pasillo.

—Vamos, no hay nada más que ver.

No había nada más que ver, pero si algo que escuchar. Lori lo estaba oyendo ahora a medida que avanzaban por el pasillo y sus pisadas se hicieron más silenciosas.

—No se mueva —murmuró ella.

Leverett asintió.

—Más ratas… —dijo.

—No, ¡escuche! —El susurro parecía ahora más alto—. Es la voz de alguien…

Leverett permaneció en silencio durante un instante.

—Yo no oigo nada. —Cerró más fuerte la mano sobre su brazo y la condujo hacia la escalera—. Es hora de salir de aquí.

Salir de aquí. Eso era lo que susurraba la voz, eso era lo que la voz quería. ¿Y por qué él no lo oía, ahora que se alejaban hacia la escalera? Debía escucharla, pues la voz salía desde abajo desde algún lugar del otro lado del descansillo. Era una voz que se alzaba apremiante, resonante. Hay que salir de aquí, sacadme de aquí…

Lori soltó la mano que le apretaba el brazo y echó a correr por el pasillo hacia la voz que procedía del fondo, de detrás de la puerta oscura y cerrada con llave que había al otro extremo.

—Espere —la llamó Leverett.

Él echó a correr detrás pero ella no se detenía ni podía detenerse ahora que se encontraba ante la puerta. Se puso a tirar con frenesí del tirador mientras que la voz seguía chirriando. Pero no era la voz lo que chirriaba; era el sonido que emitía la puerta al abrirse hacia afuera de golpe, obligando a Lori a dar un salto hacia un lado para esquivarla. Desde detrás de ella, Leverett enfocó con la linterna y puso al descubierto las hileras de clavos que traspasaban el cuarterón arrancado; la puerta había sido entablada.

Pero el camino estaba libre ahora.

Al penetrar guiados por la luz de la linterna fueron recibidos por una oleada de olor a humedad. La habitación estaba vacia, excepto un objeto indefinido que se destacaba en el centro. Leverett alzó la mano y el haz luminoso recorrió la superficie desnuda de una losa de mármol instalada sobre el suelo. Lori reconoció su significado.

La voz se elevaba ahora con mucha fuerza y Lori tuvo que taparse los oídos para librarse de ella. Pero no podía eludir la visión de la mesa que tenía delante; era la misma mesa de operaciones donde ella había nacido. La mesa donde ella había muerto…

Cerró los ojos y la visión se desvaneció, pero todo se fue desvaneciendo, a medida que ella caía y caía en la oscuridad. En una oscuridad silente, helada.

Y allí es donde está ella ahora. Yaciendo en la oscuridad. El hedor se hace más intenso. El olor de la corrupción y la decadencia la envuelve, pero ella solo puede percibirlo. No puede ver porque sus ojos se los han llevado las criaturas que se arrastran en su festin. No puede sentir porque sus carnes hace tiempo que cayeron y solo persiste el delgado légamo que recubre sus frágiles huesos, la musgosa configuración de su calavera. Pero ella lo sabe ahora; sabe dónde está y lo que es.

Y lo más horrendo es tener conciencia de ello, saber durante toda la eternidad que ella está muerta y enterrada, pero que, sin embargo, continúa viva y que su voz, su propia voz, seguirá gritando desde alguna parte.