CAPÍTULO XL

El nivel de decibelios iba en aumento. Pero Metz se hizo entonces el razonamiento de que siempre sucedía igual. Cada vez que llegaba un novato al departamento quería verse destinado a la brigada de homicidios o a la antivicio. Si ocurre así, en seguida verá que en ello hay más clamor que glamour o encanto. Sobre todo cuando hay cadáveres por medio. Metz no sabía exactamente cómo en antivicio manejaban los cuerpos vivos, pero las situaciones donde hay muertos implicados siguen por lo general un patrón común. Y cuando esto ocurre no faltan los ruidos. Las hienas aúllan, los buitres chirrían; lo que no se concibe es un policía silencioso.

El patrullero que llegó con el mensaje para Metz casi tuvo que gritar, y Metz se vio obligado a levantar mucho la voz para contestarle.

—¿Quién me llama?

—Harold Mills, con placa número…

Metz le detuvo con un gesto de impaciencia.

—No importa eso. Vuelva al coche y diga que le dé a usted mismo la información. Dígale que ahora estoy ocupado.

El patrullero cambió de postura pero no de terreno.

—Ha dicho que quiere hablar con usted directamente. Es algo referente a una chica.

—¿Lori Holmes?

—Algo así.

La mención del nombre de Lori hizo que Russ Carter se levantara.

—¿Qué sucede?

—Vigilancia. —Metz trató quitarle importancia al asunto, pero le resultaba difícil gritar con naturalidad—. Poco después de ponerle a Kestleman detrás de usted designé a Mills para que la siguiera a ella. Pura precaución de rutina.

La expresión que había en el rostro de Carter indicaba que no acababa de tragárselo. Metz hizo caso omiso y se volvió hacia el patrullero.

—¿Dónde ha aparcado su coche?

—Detrás, en la callejuela.

—Está bien —asintió Metz—. Vamos.

Russ Carter echó a andar detrás.

—Voy con usted.

Metz sacudió la cabeza. Eso le resultaba más útil que ponerse a gritar, pero Carter parecía no querer ahorrarle tal esfuerzo.

—Es la chica que sale conmigo, maldita sea, y tengo derecho a saber…

Derecho. Todo el mundo tenía derechos hoy en día. Los policías eran despojados de sus derechos y estos eran concedidos a los ladrones. Metz estaba a punto de sugerir al joven Carter lo que podía hacer con sus derechos, cuando se percató del alboroto que estaba empezando a producirse al otro lado de la habitación. El sargento Torrenos no hablaba pero sus gestos expresaban con toda claridad lo que estaba ocurriendo en la puerta principal. De nuevo, para el course. O para el cadaver[9]. Primero las hienas, luego los buitres y ahora los reporteros.

Por si Torrenos era incapaz de contenerlos, Metz estaba preparado para no correr este riesgo. Considerando que el departamento de Policía todavía conservaba algunos de sus pocos derechos, el teniente prefería facilitar una declaración oficial a la Prensa antes que permitirles que pusieran sus picos carroñeros sobre la persona de Russ Carter.

Miró al patrullero.

—Indíqueme el camino —le dijo. Y mirando a Carter, añadió—: Vamos.

Con el agente uniformado delante que les abría paso, cruzaron el pasillo, entraron en la cocina y salieron por una puerta trasera. En la callejuela había más silencio, pero ninguno de los tres dijo una sola palabra hasta que llegaron al coche patrulla y tomaron asiento.

—Aquí Metz. ¿Qué ocurre?

Mientras pronunciaba estas palabras se preguntó si no habría cometido una equivocación. Mills era un buen hombre, consciente y experimentado, pero con tendencias a ser algo prolijo, igual que otros veteranos, entre los que el propio Metz se incluía con inclinaciones a volverse impaciente.

Mills esa noche le sorprendió.

—Si no te importa, voy a omitir lo ocurrido hasta las seis cincuenta. A esta hora ha sido cuando ella ha salido de su apartamento y se ha dirigido a Beverly Hills. A las siete y diez entraba en el aparcamiento subterráneo del edificio Kiereck, en Bedford.

—La consulta de Leverett —dijo Russ.

—Ya lo sé —asintió Metz—. Cierre el pico y escuche.

Metz siguió su propio consejo y se puso a escuchar mientras Mills continuaba hablando. Mills había aparcado delante hasta que vio salir otra vez a Lori a las siete cincuenta y ocho, pero casi le había perdido el rastro porque ella había salido como pasajera en otro coche, un Cadillac azul del 87.

—He anotado la matrícula —añadió Mills.

—No era necesario. ¿Se trata de un hombre de cabello gris, de mediana edad y bien trajeado?

—Exacto.

—Anthony Leverett, doctor en medicina. ¿A dónde han ido?

—Aunque parezca raro, se han dirigido al cementerio de Hopeland.

Ahora Metz estaba interesado en escuchar los detalles. Hora de llegada, a las ocho cincuenta y cinco. Destino, sepulturas de la familia Fairmount. Como el cementerio disponía solo de una salida, Mills no había tenido necesidad de seguirlos una vez dentro. La información sobre el lugar de las tumbas se la había facilitado el portero después de que Mills dejara el coche aparcado en la calle. El Cadillac azul del modelo 87 había vuelto a salir a las nueve y veintiún minutos.

—¿Qué ha pasado después? —Metz miró su reloj mientras hablaba—. ¿Dónde estás tú ahora?

—Estoy hablando desde la esquina próxima a un edificio abandonado de South Allister. No he podido ver el número.

—¿Puede ser el 4-9-0?

—Está en la manzana cuatrocientos. Podría ser.

—¿Y han aparcado allí?

—En un principio, si.

—¿Qué significa eso de en un principio?

—Por eso llamo. Como ya he dicho, se trata de una casa abandonada. Por su aspecto, hace años que no vive nadie en ella. Sin embargo, ahora están los dos ahí dentro.