¿Dónde se encontraban ahora? En cualquier parte de Culver City, juzgó Lori; acababan de cruzar el Venice Boulevard. Los nombres de las calles de aquella parte de la ciudad eran desconocidos para ella, pero eso no importaba. Lo importante era que llegasen allí lo antes posible. El día de su muerte se había convertido en la noche de su muerte, y no le quedaba mucho tiempo. ¿No era él capaz de entender todo aquello?
—Comprendo que no quiera usted implicar a la Policía —decía él—. De hecho, no hay motivos para llamarlos, a no ser que me quiera denunciar por allanamiento de morada. —Dejó de hablar durante un rato, atento a la maniobra de giro a la izquierda que iba a hacer para introducirse en una oscura callejuela lateral—. Por otra parte, estoy seguro de que deberíamos traer a un inspector de edificios con nosotros. Tal vez no lo consiguiéramos mañana mismo, pero sí muy pronto.
Lori sacudió la cabeza.
—Él no sabría dónde buscar.
—¿Y usted si?
—No exactamente. Pero allí hay algo que debo descubrir…
—Esperemos a hacer el registro mañana a la luz del día. Un edificio que lleva años declarado ruinoso no ofrece seguridad para meterse en él a oscuras sin más luz que una linterna. —Su voz era apremiante—. Por favor, Lori. Espere hasta mañana.
—No existe el mañana. —La voz de ella también era apremiante—. Hoy es el día de mi muerte.
Día de la muerte. Y la noche de la muerte terminaría en seguida. El coche era una carroza, la casa un palacio y cuando el reloj marcara las doce la Cenicienta perdería algo más que un zapato. ¿Era él incapaz de comprender eso? Salvo que ella llegara allí a tiempo, todo estaría perdido. Debía ganar tiempo y espacio en los oscuros dominios; ni el tiempo ni el espacio regían y solo reinaba la muerte…
—¡Lori!
La voz de él la sobresaltó y le hizo cobrar súbita conciencia de que temblaba todo su cuerpo.
—No es nada —dijo ella.
Más bien intentó decirlo, porque sus palabras apenas eran algo más que un murmullo.
—Por hoy ya ha sufrido bastantes tensiones —dijo él con voz firme—. Voy a llevarla a su casa y no quiero oír la menor resistencia…
—¡No! —Ya no era cuestión de susurros ni de resistencias; ella estaba luchando para defender su vida, o lo que quedaba de su vida, antes de que llegara la medianoche—. No podemos detenernos ahora. Cuando les conté lo de mis sueños nadie me creía; usted fue el único que reconoció que no me estaba volviendo loca. Yo misma llegué a creerlo hasta que usted me ayudó a encontrar la verdad. Y los dos sabemos que aquellos sueños son ciertos.
—No del todo —dijo el doctor Leverett negando con la cabeza—. Recuerde lo que le he dicho en el cementerio. Parte de las cosas que soñó eran simbólicas y parte, meras pesadillas…
—Pero otras eran reales. De no ser por los sueños, yo no habría sabido nunca nada sobre la clínica. Ni siquiera hubiera conocido mi verdadera identidad.
—Tiene razón y estoy de acuerdo en que ello ha sido un importante descubrimiento. Pero si quedan más cosas por descubrir, le prometo que llegaremos hasta ellas… A su debido tiempo.
—¡Ya no queda tiempo! —dijo Lori—. ¡Es preciso que me ayude ahora mismo!
Los ojos de la muchacha le miraban suplicantes. Durante un momento, él aguantó su mirada, pero luego apartó la vista a toda prisa y se puso a escudriñar en la oscuridad que tenía al frente.
—No sé, no sé —dijo.