CAPÍTULO XXXVII

Metz aparcó en doble fila frente al número 528 de South Coburg. No tenía otro sitio donde elegir, porque a lo largo de la acera aparecían alineados tres coches patrulla, otros tres sin distintivos policiales y la ambulancia de los camilleros. En cuanto se apeó del coche reconoció a uno de los otros tres que había sin divisas policiales como perteneciente al sargento Torrenos; era un Datsun último modelo.

Realmente, en aquel momento era el propio Torrenos quien salía de la casa. Grupos de vecinos residentes, mantenidos a raya por los agentes patrulleros de uniforme, miraban con atención hacia el sargento desde los céspedes adyacentes a ambos lados de la propiedad Hopkins. Torrenos, consciente de aquella expectación, localizó a Metz, que venía avanzando hacia él. El sargento parecía más feliz que un niño vestido de Santa Claus.

—Es todo suyo, teniente —dijo Torrenos.

—¿Carter?

Torrenos asintió al tiempo que se daba la vuelta y echaba a andar con Metz hacia la puerta de entrada.

—Estaba dentro cuando hemos llegado.

—¿A qué hora?

—A las ocho veinticuatro. La División ha destacado otras dos unidades. Habrán llegado quizás un minuto o dos después que yo, pero ya no las necesitamos. Que conste que el sospechoso no ha ofrecido resistencia cuando hemos entrado Henning y yo y hemos procedido a su arresto.

—¿Es un arresto formal?

Torrenos negó con la cabeza mientras abría la puerta.

—Los de la ambulancia han irrumpido a tiempo de agitar a todo el vecindario con sus malditas sirenas. Los bastardos escandalosos quieren tomarnos la delantera y lo único que hacen es ponernos las cosas más difíciles…

—¿Alguna conclusión de momento?

—Homicidio. Parece estrangulación manual. Véalo usted mismo.

Metz aceptó la invitación y entró en el salón. Aquella era la parte que más aborrecía siempre, verse frente a frente con la victima. A veces, el estado de los cuerpos resultaba duro de soportar, pero lo peor de todo eran siempre sus rostros. En particular, cuando tenían los ojos abiertos.

Clara Hopkins, además de los ojos, también tenía abierta la boca. El cuerpo desgarbadamente extendido en el suelo junto a las muletas derribadas, mostraba alrededor de su garganta las huellas moteadas que habían dejado impresas los dedos de su asesino, como si fuera un collar de púrpura.

Metz ignoró a los camilleros que había inclinados a los lados de la interfecta e ignoró a los policías de uniforme que montaban guardia en la entrada y en la puerta que vio en la cocina, más allá del pasillo. Pero lo que no pudo ignorar fue el murmullo de voces que se alzaba cuando se disponía a cruzar la habitación hasta el rincón donde estaba sentado Russ Carter. Junto a la silla de este permanecía de pie un agente de los coches patrulla. Era obvio que se le había asignado la vigilancia del sospechoso, pero en aquel momento estaba ocupado en intercambiar ruidosas palabras con un policía de paisano al que Metz reconoció.

—Teniente…

La voz de Russ Carter se elevó por encima del murmullo que los rodeaba pero, cuando intentó levantarse de su asiento el sargento Torrenos se lo impidió.

—Quieto ahí —dijo.

Realizó un elocuente gesto con la mano cuando la movió hacia la cadera. Carter se dejó caer sobre su silla, a la vez que el policía de uniforme volvía la cabeza para encontrarse con el rostro ceñudo del sargento.

—Escuche, pasmarote, este individuo está bajo su custodia. ¿Para qué diablos cree que está usted aquí?

—Lo siento, señor. Este hombre quería decirme algo sobre el detenido.

—No está detenido —dijo Metz—. Por lo menos, de momento. —Asintió en dirección al policía de paisano que había al lado—. Está bien, Kestleman, ¿de qué se trata?

—Yo no estaba seguro de si iba usted a aparecer por aquí. Así que he pensado que lo mejor seria dejar las cosas claras antes de que alguien cometiera un error. Eso era lo que le estaba diciendo al agente. Cuando ha entrado el sargento he intentado hablar con él, pero no tenía ninguna…

—Se ha acercado a mi cuando ya estaba echando un vistazo al cuerpo. —El ceño de Torrenos se hizo más profundo—. Le he dicho que se calmara, que ya hablaríamos después.

—Puede que ya no sea necesario —dijo Metz al tiempo que bajaba la vista hacia Russ Carter—. Suponga que es usted quien habla.

—¿Qué quiere saber?

—Para empezar, cómo ha llegado hasta aquí. Cuando usted y yo hemos hablado esta mañana ha hecho mención de una tal Clara, pero usted no sabía su apellido. ¿Dónde lo ha conseguido?

—En un registro antiguo de enfermeras. He tenido una corazonada y he ido a ver si lograba sacar algo a partir del nombre de pila. Solo había dos que se llamaran Clara, pero la otra tenía su dirección en Duarte. Así que he decidido probar primero con esta.

—¿Y qué más?

—Al llegar aquí he tocado el timbre, pero no ha contestado nadie. He visto luz dentro y he seguido llamando, por si se habían quedado dormidos y no oían el timbre. Entonces se ha puesto a maullar el gato.

—Yo no veo por aquí a ningún gato.

—Se ha escapado cuando he abierto la puerta. —Carter levantó la vista—. Al oír el alboroto que estaba haciendo el gato, he pensado que algo podía suceder dentro y por eso he intentado abrir la puerta. Ha resultado que no estaba cerrada con llave.

Metz miró fijamente al hombre que tenía sentado ante él.

—¿Y qué ha sucedido después?

En vez de aguantar la mirada del teniente, Carter dirigió la vista hacia el otro lado de la estancia, elevando su voz por encima del creciente murmullo que venía del otro extremo.

—Lo mismo que le he dicho por teléfono —contesto—. Me he encontrado con ella caída igual que está ahora.

—¿Qué ha hecho entonces?

—Nada, solo mirar durante un rato para convencerme de lo que estaba viendo.

—¿No ha tocado nada ni ha intentado registrar la casa?

—Exacto. —Carter afirmó con la cabeza—. Por supuesto, he mirado a ver si había algún teléfono. Al no encontrar ninguno he salido de la casa y he echado a andar hasta la esquina de Sumter Street. Y desde una cabina pública que hay junto a la gasolinera le he llamado a usted.

—¿A qué hora ha llegado usted por vez primera a esta casa?

—Hacia las ocho y cuarto.

Metz miró al policía de paisano llamado Kestleman.

—¿Confirmado?

Kestleman asintió.

—A las ocho trece exactamente. Era las ocho quince cuando ha salido y las ocho dieciocho cuando ha llegado a la cabina y ha hecho la llamada. Ha vuelto de nuevo a la casa a las ocho y veintidós, un par de minutos antes de que apareciera el sargento.

Russ Carter miró ceñudo a Metz.

—¿Es que me estaba siguiendo?

—Desde que ha salido usted esta mañana de mi oficina —dijo Metz asintiendo—. Y ha sido una suerte para usted que lo hiciera. De lo contrario, no habría nadie para confirmar su historia de que ha ido al registro de enfermeras para averiguar el nombre y dirección de la victima, ni que nos facilitara sus pasos cuando ha llegado aquí. —Metz miró a Torrenos—. ¿Satisfecho?

El sargento cambió su rostro ceñudo por un encogimiento de hombros.

—Con lo único que cuenta usted es con un horario. Él ha venido y ha salido solo. ¿Quién le asegura que no la ha matado la primera vez que ha entrado en la casa?

—El horario —dijo Metz—. Me imagino, sargento, que no ha estrangulado usted a nadie, pero el sentido común debería decirle que no es un trabajo ordinario que se haga en dos minutos. Y aunque fuera capaz de consumarlo en tan poco tiempo, dudo de que corriera hasta el teléfono más próximo, informara de ello a la Policía y regresara al escenario del crimen.

Si el sargento tenía intención de responder, su oportunidad fue truncada por la interrupción de Russ Carter.

—¿Entonces estoy libre de sospechas?

—No del todo. Habremos de comprobar si hay algún vecino o viandante que declare haber visto entrar o salir a alguien más. Hasta ahora desconocemos la causa oficial de la muerte. Puede que haya sufrido un ataque al corazón antes o durante el estrangulamiento. En cualquier caso, usted es un testigo material.

Metz se detuvo un momento a reflexionar por qué había cambiado de opinión con respecto a Carter. Esa misma mañana, cuando estuvo en su despacho, el joven Carter le había parecido un adversario, un posible sospechoso; lo bastante sospechoso como para vigilar sus movimientos. Esa noche, Russ Carter se había convertido en su aliado, aunque esto continuara sin explicar del todo sus motivaciones.

—Suponiendo que al llegar aquí hubiera encontrado a Clara Hopkins con vida —le dijo—, ¿qué le habría preguntado usted?

—Me parece que ya sabe la respuesta, teniente. Pensaba que ella podría darme alguna información sobre Priscilla Fairmount.

—¿Algún otro motivo?

Si lo había o no, Metz no llegó a escucharle. En aquel mismo momento le llegó el aviso de que le querían mandar un mensaje por radio.