De niño, Orion Metz tenía dos ambiciones: quería ser lo bastante mayor para acostarse muy tarde y lo bastante alto para poder orinar en el sumidero.
Al convertirse en un adulto sufrió una decepción cuando se dio cuenta de que para alcanzar su segunda meta necesitaba subirse encima de un cajón. A decir verdad, casi tuvo que hacerlo para dar la talla exigida en la Academia de Policía. Pero una vez dentro de esta, colmar sus primeras aspiraciones de adulto fue tarea fácil. Las horas tardías formaban siempre parte del juego.
La semana pasada había ofrecido un buen ejemplo de ello (o, para ser más exactos, un mal ejemplo). Precisamente ahora eran más de las ocho y todavía se encontraba ante su mesa escritorio intentando reunir las piezas sueltas. El problema era que había demasiadas piezas y muy pocas conclusiones.
No era de extrañar que los detectives cinematográficos y de ficción hicieran sus reflexiones fuera de la pantalla, fuera de las páginas o fuera de las paredes. Carecía de impacto escénico contemplar o leer sobre un tipo agotado que revolvía notas e informes sin ningún sentido. El clásico cazador de criminales no parecía nunca tomar notas, garabatear apuntes en un pedazo de papel que le sirviera de recordatorio, leer, informes, memorias o borrosas impresiones. En las palabras inmortales de Claude Rains, resultaría mucho más simple acorralar a los usuales sospechosos. Una vez reunidos en el mismo escenario o en la misma página, resultaba fácil para cualquier sabueso formar un cálido ambiente con todos ellos. Alguien como Hercules Poirot podía emplear diez minutos o diez páginas acusando sucesivamente a todos los reunidos, con el resultado final de ir derecho hacia el culpable.
Un difícil acto a seguir que resultaba evidente que no iba a ayudarle a resolver aquel caso: mejor dicho, los casos. Había tres, ligados desde el punto de vista cronológico pero no desde el punto de vista lógico: la muerte por incendio de los Holmes, el atentado contra la vida de Lori y el asesinato de Ben Rupert. Lo más cómodo habría sido esgrimir el desfalco como móvil evidente, pero aquello no explicaba dónde estaba ahora el dinero ni por qué Rupert había decidido golpear y desaparecer; aparte de que todo ello en modo alguno proporcionaba ninguna respuesta en cuanto a quién le había asesinado.
Acorralar a los usuales sospechosos. ¿Pero quiénes eran los sospechosos? La muchacha no había dado muerte a su abogado; ella era en realidad su deseada victima. Russ Carter estaba en el soleado México y Anthony Leverett se encontraba en la brumosa Santa Bárbara. Por tanto, ¿qué objeto tendría reunirlos en una habitación y someterlos a una sesión de preguntas y respuestas? Con el único que quería hablar en esos momentos era con el antiguo socio legal de Rupert y en la actualidad un loco fugitivo de la justicia.
Las manos de Metz dieron comienzo a la caza de un papel sobre el tablero de su mesa. Entre aquel montón de papeles debía tener un telefacsimil relativo a Ross Barry. Y también un número de teléfono que Slesovitch había dejado sobre aquel doctor Selkirk, Sedane o como fuera que se llamase. Después de intentarlo tres veces e identificarse como oficial de Policía ante el servicio de contestación, era de suponer que tendría la vergüenza o al menos la morbosa curiosidad de responder al teléfono.
Por si no sabía que estaba hambriento, el estómago de Metz se puso a hacer ruidos para recordárselo. Pero ahora no podía irse sin haber localizado el dichoso papel. Si continuaba sin tener respuesta del doctor, pondría una conferencia de larga distancia con cargo al departamento hasta que consiguiera hablar con él. Tal y como se estaban poniendo las cosas, iba a resultar una noche tardía para adultos.
Revolviendo el montón de papeles que tenía a su derecha, Metz encontró un trozo de hoja amarilla rayada de azul arrancada de una libreta de tamaño oficial; en ella aparecía el número telefónico de Oregón que con tanto esmero había dejado metido en la mitad del cúmulo de papeles, después de realizar su última llamada varias horas atrás. Ya solo le faltaba encontrar dicho facsimil.
Cuando empezaba a desplegar sus dedos en otra expedición de búsqueda llegó una llamada. Pero no procedía de Oregón.
Automáticamente cogió el bloc de notas y fue garabateando lo que escuchaba; para asegurarse más, lo iba pronunciando mientras escribía.
—Cinco-dos-ocho South Coburg. ¿Clara Hopkins? Ya lo tengo.
Lo tenía, pero no del todo. Solo le resultaba familiar el nombre de pila. Luego recordó dónde había oído aquel nombre.
—¿No es una enfermera, o lo fue en otro tiempo? —preguntó Metz.
—Lo fue. Está muerta.
Metz se encorvó hacia delante.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Teniente, ¿no reconoce mi voz? Soy Russ Carter.