CAPÍTULO XXXIII

Clara se acordaba de todo. ¿Cómo iba a olvidarse de la clínica después de lo que sucedió en ella?

Todo empezó con Priscilla, por supuesto. Al principio, le pareció un trabajo ideal; el sueldo era bueno y vivir allí le proporcionaba más tiempo libre, un tiempo que no necesitaba desperdiciar en la carretera yendo y volviendo a su casa. El doctor Fairmount disponía de una vivienda para invitados sobre el garaje de la parte posterior, pequeña, con dos habitaciones y amueblada. Era cuanto ella necesitaba. Y una vez terminado su horario de trabajo nadie la molestaba salvo en casos de emergencia. Tanto con el doctor Fairmount como con el doctor Chase trabajar resultaba fácil, ellos no se parecían en absoluto a los cirujanos que en general corren por los grandes hospitales. Ella se llevaba bien con el resto del personal de los demás turnos; entraban y salían, así que no tenía muchas oportunidades de llegar a conocerlos. Era la única enfermera colegiada, y siempre y cuando se siguieran las instrucciones de la casa, para ella era suficiente. Había cirugía para pacientes externos, sobre todo locales, así que no existían problemas de aprendices. La mayoría de los pacientes acudía para diagnosis y consulta y allí no había nada parecido ni con mucho a la maldita burocracia que en la actualidad imponía Medicare o las compañías privadas de seguros.

Entonces volvió Priscilla a casa para quedarse y se desataron todos los demonios del infierno.

Eso era en verdad Priscilla, un ser amante de las diabluras, una mocosa consentida que necesitaba un puntapié. Solo que no se le podía dar un puntapié porque estaba allí Roy para protegerla. Roy tenía un genio muy particular, que tal vez ella había heredado, pero cuando tenía que enfrentarse a su hija el doctor Fairmount era un pobre hombre.

Esta es la palabra que se emplea hoy. Pero cuando sucedieron todas aquellas cosas Clara empleó otras palabras, muchas palabras, tratando de que, por su propio bien, Roy Fairmount entrara en razón. Quizás había sido en eso en lo que ella se había equivocado. Durante una temporadita, después que ambos empezaran a llamarse por su nombre de pila, pareció como si pudiera establecerse entre ellos una relación amorosa, pero Priscilla echó a perder cualquier posibilidad sentimental.

No era que se pelearan a causa de Priscilla, sino simplemente que el doctor no atendía a razones. Ahí estaba su hija, su única hija, a punto de graduarse con honores, que había venido del colegio sin ofrecer ni una sola explicación. Lo menos que podía hacer él era insistir en que le contara los motivos.

Pero no lo hizo, ni siquiera cuando se le presentaba la ocasión de hablar con ella, lo cual sucedía muy pocas veces. Priscilla pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa corriendo en el pequeño, fantástico y carísimo Jaguar que su padre le había regalado en las últimas Navidades. Desde luego, Su Alteza la niña ni siquiera se molestaba en decirle a papá dónde iba, pero sucedió que Clara entró en una ocasión o dos en el despacho del doctor cuando Priscilla estaba hablando por teléfono. Por lo que oyó llegó a la conjetura de que la niña hacia viajes regulares al colegio. Su actual novio formal un tal Rick Corey, continuaba allí todavía, al menos durante los cinco primeros días que siguieron al regreso de ella a casa.

¿Cinco días? Resultaba difícil creer que fuera solo ese tiempo, pero ahora recordaba que así había sido. Priscilla se presentó un viernes, con todo el equipaje y sin ninguna explicación. El doctor Fairmount no tuvo arrestos suficientes para llamar al colegio y obtener alguna información de quien hubiera allí, y mucho menos siendo fin de semana. Así que el viernes, sábado y domingo ella permaneció libremente en casa. El lunes también, pues Roy debía tomar el avión para Scottdale a fin de testificar en cierto caso de seguros para uno de sus antiguos pacientes. Probablemente tenía intención de telefonear el martes a primera hora de la mañana, pero fue entonces cuando Priscilla recibió la mala noticia.

De hecho, había sucedido a altas horas de la noche del domingo, pero los padres de Rick Corey esperaron a llamar el día anterior al miércoles para decirle a ella que iban a celebrar el funeral entre los más íntimos de la familia.

Clara no llegó nunca a conocer los detalles; el padre de Rick era senador del Estado y debía tener muchas influencias porque ni la Prensa, ni la Radio, ni la Televisión dijeron nada. Según palabras de Priscilla, el muchacho había sido victima de los primeros francotiradores de la carretera. Difícil de creer, pero en aquellos días no había muchas formas de saberlo. Ni que decir tiene que no era de la incumbencia de Clara saber lo que el muchacho estaba haciendo en un bar chicano. Pero nadie podría culparla por pensar que quizá no estuviera solo y que otra persona con ruedas y un arma le estuviera aguardando a la salida.

Lo que finalmente averiguó la Policía jamás salió en los periódicos. Como tampoco se publicó el funeral.

Priscilla todavía lloraba el miércoles por la tarde cuando se fue con su coche en dirección al cementerio, pero al regresar, poco antes del anochecer, ya se le habían secado las lágrimas.

Clara no se acordaba bien de la hora que seria. Pero pensaba que podía ser después de las cinco porque ya se había marchado el último paciente. Ese día tuvieron bastante trabajo, con tres intervenciones quirúrgicas en la salita de arriba, y aquello a buen seguro que había resultado conveniente. Tanto Roy como el doctor Chase estaban muy tensos después de oír la noticia sobre el novio de Priscilla y de ver cómo había reaccionado ella; al menos, tuvieron otras cosas en que pensar mientras trabajaban.

Ahora no había nada que los distrajera. El doctor Chase ya había acabado y estaba lavándose y arreglándose para acudir a una especie de cena entre profesionales que se celebraba en Santa Mónica. El doctor Fairmount, en cambio, se encontraba esperando en la puerta principal cuando se presentó su hija. A partir de ese momento, Clara recordaba con todo detalle cuanto había sucedido. Con todo detalle.

Priscilla pasó ante su padre y con el rostro petrificado empezó a subir las escaleras. El semblante zaherido de él cambió sensiblemente cuando se volvió y echó a andar detrás de su hija. Mientras sucedía todo eso, Clara venía por el pasillo y vio cómo se abría la puerta principal. Se detuvo de manera instintiva al pie de la escalera, sin que nadie la viera.

Entonces notó que la expresión del rostro del doctor Fairmount, hasta entonces zaherida, se tornaba dura e iracunda, igual que la de Priscilla. Clara, al percatarse de la forma en que el doctor subía la escalera siguiendo a su hija, comprendió que iba a haber un altercado.

Los sonidos repercutían por el hueco de la escalera. Una puerta se cerró con gran estruendo. Unos puños golpearon contra la madera. Incluso ahora Clara recordaba la cólera que había en la voz de Roy. ¡Abre la puerta! ¿Me has oido? ¡Abre la puerta…!

No había manera de saber cuánto duró aquello. Clara se quedó paralizada al pie de la escalera y, a partir de entonces, también el tiempo daba la sensación de haberse paralizado.

Lo único que sabía era que Priscilla abrió por fin la puerta y que seguramente Roy volvió a cerrarla de golpe cuando estuvo dentro de la habitación. Clara no tenía entonces problemas de sordera, pero la puerta del dormitorio constituía una barrera contra los sonidos; tan solo le llegaban las voces pero no distinguía bien las palabras.

Tampoco las distinguía el doctor Chase. Clara recordaba lo sorprendida que se quedó al verlo en el vestíbulo, junto a ella trajeado y listo para acudir a la cena de reunión.

—¿Qué pasa ahí arriba? —preguntó él.

—No lo sé —contestó Clara.

Y era cierto que no lo sabía. No lo supo hasta más tarde. De haberlo sabido entonces habrían subido corriendo los dos en vez de quedarse allí parados como idiotas escuchando el sordo altercado verbal que estaba teniendo lugar tras la puerta cerrada del dormitorio.

Luego se abrió de repente. Se abrió de par en par, pues pudo oírse el golpe que dio el tirador contra la pared. También podían oírse los gritos que se daban entre si. Lo hacían a todo pulmón y de manera tan rápida que se confundían las voces de uno con las del otro.

—¿A dónde crees que vas, jovencita?

—No pienso decírtelo.

—Claro que me lo vas a decir.

—Apártate de mi camino.

—No saldrás de esta habitación hasta que no me des una explicación.

—Déjame salir, maldita sea.

—Vuelve aquí…

Pero Priscilla no obedeció, pues pudo verla en el rellano superior dirigiéndose hacia las escaleras. Pudo verla con el bolso colgado al hombro y la bolsa de viaje golpeándole la pierna derecha a medida que avanzaba.

Roy la detuvo cuando llegaba al final de la escalera. Ahora podía recordarlo bien. ¿Cómo iba a olvidarlo?

—No te dejaré marchar, ¿oyes?

—Apártate de mi camino.

—No, hasta que me digas la verdad.

—No me toques.

—Soy tu padre y tengo derecho a saberlo.

—Aparta tus manos de mi, bastardo, aparta tus manos de mí…

Clara vio cómo ocurría. Vio cómo ella forcejeaba para liberarse, vio cómo se caía de bruces escalera abajo, en una caída incesante. Jamás olvidaría cómo fue descendiendo por la escalera en una caída interminable.

Qué extraño, tan clara esta parte y tan borrosa el resto. Lo que ocurría era que estaba conmovida por la impresión. Automáticamente se había puesto a recoger las cosas que habían saltado fuera de la bolsa de viaje a causa del golpe. Pero el doctor Chase fue quien levantó a Priscilla y se la llevó en brazos. Hasta entonces Clara no comprendió del todo lo que había sucedido al ver la cabeza de la muchacha retorcida sobre su hombro derecho.

Todo estaba borroso. El doctor Fairmount decía jadeante: ¡Oh, Dios mío! Y el doctor Chase llamaba a Clara diciendo que la necesitaban arriba porque tenían que preparar sin pérdida de tiempo el instrumental quirúrgico.

Todo estaba borroso, muy borroso, hasta que sintió el aguijón del dolor en su mejilla izquierda y supo que el doctor Chase acababa de abofetearle el rostro.

Pero funcionó, y ella funcionó, y todos funcionaron.

Roy estaba frenético.

—Tenemos que salvarla —decía una y otra vez.

Lo estuvo diciendo toda la noche. El doctor Chase fue quien realmente se hizo cargo del caso y daba unas órdenes que ella y Roy ejecutaban. Y a la mañana siguiente parecía que la habían salvado, pese al estado en que había quedado.

La parálisis se debía a la rotura de cuello y este era un factor que no podía corregirse con una intervención quirúrgica. Priscilla había sufrido un paro cardiaco y, aunque sus constantes vitales pudieron estabilizarse, estaba sumida en coma. El cerebro había dejado de funcionar y su vida dependía de la asistencia mecánica para que continuaran funcionando el músculo cardiaco y la respiración.

Ahora estaba todo más borroso; seguramente a causa de la fatiga. Una mirada retrospectiva hizo comprender a Clara que ninguno de los tres había descansado probablemente durante treinta y seis horas, porque ese era el tiempo que necesitaba para establecer un diagnóstico exacto sobre el estado de Priscilla. Por supuesto, mientras tanto fueron cancelados todos los compromisos, y solo se aceptaban los pacientes que llegaban por herida de bala o medicación, emergencias estas que podían ser perfectamente atendidas por los estudiantes y aprendices.

Treinta y seis horas sin descansar. ¿Se habrían detenido siquiera a comer un bocado? Seguramente si, pero ella no podía recordarlo. Cuando llegó la noche del viernes y la clínica pudo cerrar justificadamente sus puertas por ser fin de semana, ella se hallaba por completo extenuada. Su agotamiento era tal que le costó un rato comprender lo que el doctor Chase le estaba diciendo a Roy.

—Embarazada.

—No… —la voz de Roy era estridente.

—De poco más de tres meses, días más, días menos. Es un verdadero milagro que no haya abortado con la caída. Pero el feto está vivo…, parece no haber sido dañado, normal. Tendremos que conseguir una persona cualificada para que establezca el plan preciso.

—¡No! —Esta vez la respuesta fue firme—. ¿De qué serviría eso? Debemos hacer frente a la realidad. El daño cerebral es irreversible; eso significa que es solo cuestión de tiempo. Dentro de pocos días o semanas morirá. ¿Por qué prolongar las cosas? No quiero quedarme aquí sentado esperando ese momento. Lo mejor que se puede hacer es desconectar los cables ahora mismo. Legalmente, ya está muerta.

—Pero el feto continúa con vida.

—Eso a mi no me importa.

—Claro que le importa. Según la ley, si desconecta usted esos cables ahora, podría ser acusado de asesinato.

Con la perspectiva del tiempo, Clara se daba cuenta de que el doctor Chase tenía razón. Veinte años atrás estaban las leyes de otra forma y ella conocía casos en los que los médicos tenían que hacer frente a acusaciones y procesamientos.

—En este momento desearía que no hubiera usted dado parte del accidente —dijo Roy.

—No he dado parte de él.

Este detalle era nuevo para Clara y también para el doctor Fairmount.

—Pero si recuerdo muy bien haberle dicho que lo comunicara…

—Decidí no hacerlo —le contestó el doctor Chase.

—¿Usted lo decidió?

—En aquellos momentos ni usted ni yo estábamos en condiciones de ver las cosas con claridad. Si yo hubiera dado parte, ahora estaríamos mezclados en una investigación policial. En vez de atender a Priscilla nos hubieran tenido a los dos en la jefatura de policía prestando declaración.

—¡Pero los dos sabemos muy bien que aquello fue un accidente!

—Entonces, mientras nuestras conciencias estén limpias, ¿por qué tiene que saberlo nadie más?

Fue entonces cuando debería haber hablado Clara; ahora se daba cuenta, aunque demasiado tarde. Además, el doctor Chase no le dio tiempo para pensar.

—Nadie sabe lo que ha sucedido, excepto usted, Clara y yo. Dejemos las cosas como están, al menos unos días. Mientras tanto, sugiero que guardemos absoluto silencio al respecto. Nadie sabe que está aquí Priscilla ni hay razón para que se sepa. Por lo que concierne al resto del personal, diremos que ha sido una emergencia particular por un accidente ocurrido el fin de semana. Si preguntan por Priscilla hay que decir que ha dejado el colegio por motivos de salud y que está lejos, de vacaciones… Algo por el estilo.

Entonces el doctor Chase le dijo a Clara que saliera de la habitación y ella obedeció, porque una buena enfermera sigue las órdenes del doctor. Pero no hay nada que prohíba a una buena enfermera quedarse en el pasillo escuchando lo que ocurre detrás de una puerta cerrada. O al menos tratando de escuchar.

Ahora, después de conocer los hechos, podía reunir de manera exacta, pieza por pieza, todo lo que se dijo entonces. Pero en aquellos momentos lo único que cogió fueron retazos de la conversación.

—¿No lo comprende?… piense que existe una buena posibilidad… mantenerla viva y salvar al niño…

—… piénselo bien… al menos una posibilidad si lo intentamos… o eso o llamamos a la Policía… suya es la elección…

No había dudas en cuanto a lo que Roy había elegido; no había dudas ni tampoco hubo momentos de descanso en los días que siguieron. De un modo u otro, no se cuestionó el plan de cuidados permanentes establecido. Si acaso, se vio reforzado por la ayuda del sofisticado equipo que mandó traer el doctor Chase. Debió costar una pequeña fortuna, pero Roy no puso ninguna objeción ni objetó nada cuando la actividad de la clínica empezó a descender porque él y Chase se pasaban la vida arriba, en la habitación cerrada con llave.

Clara también estaba muy ocupada, y esto le convenía; al menos sus obligaciones la mantenían alejada del resto del personal y la ayudaban a eludir las preguntas. Solo dormía cinco o seis horas diarias y, aparte de los breves momentos de descanso para las comidas, se pasaba el tiempo encerrada con llave en aquella habitación.

Pero la noche en que Roy sufrió su fatal ataque cardiaco, se hallaba durmiendo profundamente en su propia habitación.

Hasta hoy no había sabido exactamente lo que ocurrió, pero no había dejado de hacer conjeturas. El hecho de ver en coma a Priscilla, cuya vida dependía de aquella máquina, resultó una prueba demasiado dura de soportar a los ojos de su padre. Por tanto, hubo otra disputa entre ambos doctores y Clara se imaginaba lo que Nigel Chase le habría dicho a Roy.

El motivo que la obligaba a estar tan segura era que Chase empleó luego la misma táctica con ella, cuando anunció que estaba manteniendo viva a Priscilla artificialmente.

Su argumento de que tenía en sus manos la oportunidad de marcar un hito en la historia de la medicina era cierto, pero, al parecer, no convenció a Roy, ni tampoco la persuadió a ella ahora que Roy se había ido: ahora que estaba muerto y enterrado tras un rápido y silencioso funeral, completado con un certificado de defunción que llevaba la firma de Nigel Chase, doctor en medicina. Chase había manejado muy bien a las autoridades y los preparativos del funeral, pero lo que menos se imaginaba era que fuera a tener dificultades para manipular a Clara.

—Me tiene sin cuidado la historia de la medicina —le dijo ella—. Y no pienso seguir tomando parte en todo esto.

—¿Quiere decir con ello que dará parte a la Policía?

—No. Lo único que quiero es marcharme. Ya le di mi palabra de que no diría nada.

—Pero se lo diría yo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que si se marcha contra mi voluntad, iré yo mismo a la Policía. Pienso decirles que lo que le pasa a Priscilla no es el resultado de un accidente; que fui testigo de la pelea habida entre usted y ella y que terminó empujándola escaleras abajo.

De esta misma forma habría coaccionado al doctor Roy Fairmount, desencadenando con ello su ataque al corazón. No podía probarlo, pero estaba convencida de que había sido así.

—No crea usted que me asusta —dijo ella.

Pero la había asustado y él lo sabía, pues a partir de entonces ya no volvió a intimidarla.

—No existen motivos para asustarse —dijo Chase—. Ambos estamos a bordo del mismo barco. Lo único que pido es su cooperación.

Cooperase o no, ella conocía sus intenciones. Si el doctor Chase cumplía sus amenazas, los dos sabían cuál seria el resultado; la palabra de él contra la de ella.

Palabras. Una de las cosas que continuaba viva en la memoria de Clara era la forma en que Chase dirigía la palabra a la muchacha mientras estuvo en coma, exactamente igual que si se tratara de una madre normal expectante. Eso era precisamente lo que intentaba hacer, decía él, tratar el feto de acuerdo con los procedimientos normales. Y cuando el doctor Chase no estaba presente, ponía en funcionamiento altavoces estereofónicos que emitían música suave. Uno de los principales cometidos de Clara consistía en facilitar la dieta especial compuesta de hormonas enriquecidas que aportaran el azúcar, proteínas y grasas correspondientes por vía intravenosa. El doctor Chase estaba muy obsesionado con las hormonas porque el daño cerebral había afectado a la pituitaria.

La respiración de Priscilla estaba controlada durante las veinticuatro horas del día, a fin de suministrar el oxigeno necesario para la sangre del bebé. Porque ya era un bebé con vida que se movía dentro del abdomen, acariciado por Chase mientras profería palabras tiernas y susurrantes. En la pantalla del monitor podía verse la aceleración de los latidos cardiacos en respuesta a los sonidos externos.

Clara casi se imaginaba cómo era posible que el doctor Chase pudiera salir adelante. Bastaba con ver cuán obsesionado estaba. A buen seguro había gastado buena parte de su inversión en la clínica, puesto que no le importaba ver que la actividad de la casa iba disminuyendo a medida que transcurrían las semanas. De hecho, había traspasado a otros médicos los nuevos pacientes que llegaban y los habituales. El fin de semana coincidente con el Memorial Day, o fiesta conmemorativa de los soldados caídos en todas las guerras, al doctor Chase le pareció perfectamente lógico despedir a todo el personal de la clínica, con el pago correspondiente y unas vagas palabras sobre la formación de una nueva sociedad y una reapertura en otoño.

Clara debía irse como los demás, aunque ello implicara un riesgo ante la Policía. Pero si Chase cumplía su amenaza y echaba las culpas a Clara, tampoco él se salvaría. A estas alturas todo el mundo reconocía, al igual que ella, que el doctor estaba atenazado por una obligación que le había sacado de sus casillas. Por aquel entonces había metido un catre en la habitación de Priscilla, dormía allí por las noches y se pasaba casi todos sus ratos de vigilia pendiente del monitor.

Mientras estuviera encerrado allí dentro, a Clara no le preocupaba realmente lo que hiciera, ya que durante las ausencias del doctor era ella quien tenía que ocupar su sitio, vigilando a una mujer que estaba clínicamente muerta.

Así era como Clara recordaba a Priscilla, como un cadáver. Incluso ahora había veces que se sentía obsesionada por aquellos recuerdos. El peor de todos era el modo en que el doctor Chase insistía en que aplicara cada día maquillaje fresco sobre el rostro de cera de Priscilla y peinara su cabello. Era como peinar el cabello de un cadáver, de una mujer muerta en cuyo cuerpo se encerraba un ser con vida.

Aquello parecía que iba a eternizarse, mas fue una eternidad que solo duró once semanas. Al cabo de setenta y siete días la exploración ultrasónica confirmó que el crecimiento del bebé se había estabilizado hasta tal extremo, que no podía demorarse lo inevitable.

Dos meses antes de la gestación normal fue extraída mediante cesárea una niña pequeñita que apenas llegaba al kilo y medio de peso. El doctor Chase la sometió a respiración asistida y logró sobrevivir.

Pero la respiración asistida no pudo salvar la vida de Priscilla, que había muerto antes del parto.

Y el gato estaba arañando la puerta.

El sonido que producía era muy leve pero ahogaba las voces del pasado. Clara parpadeó y sus ojos escudriñaron el presente. ¿Cuánto tiempo había tardado en recordar? Tal vez solo unos segundos. ¿No es eso lo que dicen cuando uno se ahoga? ¿No se dice que pasa por delante toda tu vida como si de una película se tratara?

Probablemente eso no sean más que desatinos. Cuando alguien se ahoga se muere y no regresa para contar lo que le sucedió en los instantes finales. Lo único que ella sabía era que Priscilla estaba muerta pero que los recuerdos continuaban vivos.

Y de la misma manera continuaba Russ Carter. Cuando se le aclaró la visión distinguió a Carter sentado en posición rígida sobre el sofá y mirando fijamente hacia la puerta.

—¿Qué ruido es ese? —preguntó él.

—El gato que quiere entrar.

Clara cogió las muletas mientras decía esto, pero su visitante ya se había puesto de pie.

—Yo lo traeré.

Carter echó a andar hacia la puerta y un momento después regresó con el gato en brazos. Se volvió a sentar y se puso a acariciar la cabeza del gato con la mano izquierda.

—Qué hermosa gatita —dijo—. ¿Cómo se llama?

—Es un gato y todavía no tiene nombre.

—Tal vez podría ponerle Roy. O Nigel.

Ella trató de hablar en voz baja.

—¿De qué está usted hablando?

—De algunas cosas que dice usted que no recuerda. —Resultaba difícil oírle porque sus palabras se mezclaban con el ronroneo del gato puesto en su regazo—. Clara, no tiene usted que hablar de ello. Creo que ya sé suficiente.

Los dedos de Russ no cesaban de acariciar al gato y el animal no dejaba de ronronear; era el mismo gato que él había traído de la puerta y el que ella había sacado de la talega. Carter sabía que ella lo sabía, lo que significaba que el juego del ratón y el gato había concluido. O que casi había concluido.

—Será solo un minuto —dijo él—. Quedan algunos detalles que podría usted facilitarme.

Ella negó en seguida con la cabeza.

—No queda nada que contar.

—Entonces suponga que se lo cuento yo. Solo le pido que mueva la cabeza para decir si o no. —Sus manos se detuvieron, acurrucando con ademán cariñoso la cabeza del gato mientras esperaba la respuesta.

—No, no lo haré…

—No alce la voz, Clara. —Sus dedos se fueron deslizando hacia el cuello del animal—. Porque si lo hace, algo le puede suceder a esta gatita que tengo aquí. Algo que a usted no le gustaría.

Clara adelantó su cuerpo.

—Por favor, usted no haría eso…

—No intente averiguarlo. —Era tan frágil el cuello del gato y tan fuerte la mano de Carter—. Recuerde lo que le he dicho, si o no.

Ella cerró los ojos, pero esto no acalló la voz de él.

—No fue inscrito el nacimiento de la niña, ¿verdad?

Clara continuaba inmóvil. Pero en aquel momento comenzaron a moverse los dedos de Carter en torno al cuello del gato y acabó por asentir.

Ella abrió los ojos, percibiendo vagamente que la luz de la calle llegaba hasta el rincón, pese a que el distante resplandor apenas se filtraba entre las cerradas tablillas de sus persianas. Pero le bastaba la luz de la habitación para distinguir con toda claridad la mano de Carter y el cuello del gato. El animal ya no ronroneaba y ella podía oír ahora perfectamente.

—Mientras la niña estuvo en la incubadora, usted y Chase permanecieron en la clínica, ¿verdad?

Volvió a asentir.

—¿Cuánto tiempo? Dos o tres meses, hasta que alcanzara el peso y el desarrollo adecuados, ¿verdad?

Clara asintió otra vez.

—Y entonces Chase hizo los preparativos para la adopción.

Esta vez no asintió Clara. Se quedó sentada observando cómo los dedos apretaban y la otra mano atenazaba las pequeñas ancas para impedir cualquier movimiento.

Pero ella podía moverse. Asintió una vez más.

—¿Usted entonces conocía lo de la adopción? —Aguardó un instante, hasta recibir el asentimiento de cabeza y cuando lo recibió su respuesta fue rápida—. Pero no se lo dijo a nadie, ¿verdad? Probablemente Chase la amenazó con acusarla de cómplice. Esto debió ser poco antes de que él se marchara y usted se fuera a trabajar a Riverside durante un año, ¿no es cierto?

Asintió dos veces, pero procurando no darle a entender que estaba temblando por dentro porque aquello, a partir de ahora, iba a dejar de ser un secreto cuando un reportero diseminara la historia por todos los quioscos.

—No tenga miedo. —¿Sabría también él leer en su mente?—. No hay problema porque no queda nadie que pueda testificar contra usted. Todos están muertos…

Ahora le temblaba de miedo la voz, pero tenía que hablar.

—¿Y qué me dice del doctor Chase? Dejó la ciudad al mismo tiempo que yo, pero nunca me dijo a dónde iba. ¿Cómo me asegura usted que está muerto?

—Lea mi historia cuando se publique. —Carter se levantó; su mano izquierda continuaba sujetando el trasero del gato, mientras que la derecha atenazaba su cuello. Al ver que la cola le flagelaba inquieta el pecho, Carter afianzó su presa.

—¡Se lo ruego! —exclamó Clara bizqueando al mirar la silueta de su visitante recortada contra la luz de la lámpara—. No le haga ningún daño. Me lo prometió si respondía a sus preguntas…

—Y ha cumplido usted, Clara. —Su cabeza sombría asintió desde un plano más elevado que ella.

—Entonces déjele marchar.

Cuando aquellos dedos sombríos aflojaron la presa de su cuello y patas traseras, el gato saltó libremente.

Pero aquellos mismos dedos agarraron otra presa distinta: esta vez se trataba de la garganta de Clara.