CAPÍTULO XXVII

—Lo siento, el doctor Leverett no está. —Por teléfono se notaba más su acento jamaicano.

—¿Cuándo cree que estará?

—Esta tarde. ¿Quiere dejar algún recado?

Lori se quedó dudando un instante.

—Puede decirle que ha llamado la señorita Holmes. Trataré de ponerme en contacto con él más tarde. Gracias.

Con gracias o sin ellas, Lori lamentó haber dado su nombre e incluso haber llamado. La cena de la noche anterior fue un grato recuerdo y a él pareció gustarle también. Pero el hecho de contarle lo de su pesadilla no haría más que devolverles una relación entre médico y paciente.

Sin embargo, tenía que contárselo. Él era el doctor, ella era la paciente y la pesadilla no podía ser omitida. Aquella voz tal vez estuviera refiriéndose de nuevo a Alicia en el País de las Maravillas pero lo que decía no tenía nada que ver con Lewis Carroll. Y si, como opinaba el doctor Leverett, ella se estaba hablando a sí misma, no cabía esperar de aquellas palabras otro mensaje más claro: necesitas ayuda. Ahí era donde encajaba el doctor Leverett, solo que no había encajado y ahora era ella misma la que tenía que ayudarse y hacer algo para desembarazarse de un sueño que la despertó empapada de sudor frío.

Dúchate, vístete. Prepara el desayuno, haz algo. Ponte maquillaje nuevo en el cuarto de baño; y mientras haces eso lava los tres pares de leotardos y tiéndelos en la barra de la ducha. Mantente ocupada, ten la mente distraída con alguna cosa. ¿Y si acusara recibo de las tarjetas de condolencia? No, no era buena idea; lo que ella necesitaba ahora era no acordarse del pasado. Lo que sí podía hacer ahora era preparar las ropas de la lavandería.

Lori deshizo la cama, formó un bulto con los camisones y blusas, lo lió todo con las sábanas y se fue a la lavandería automática con ello.

Cuando terminó ya era hora de dar un corto paseo por el supermercado y de comprar algunos artículos para el frigorífico. A ver: servilletas, pañuelos, toallas de papel… Mientras se lo pensaba, se le ocurrió preguntarse si no le iría bien adquirir algún abrillantador de muebles.

Sacar brillo, limpiar con la aspiradora, quitar el polvo. Limpiar sábanas. Si pudiera limpiar también sus recuerdos… Mientras se pudo distraer haciendo algo, todo fue bien; pero ahora que había terminado la labor doméstica y las ventanas que daban al este se iban oscureciendo, las buenas sensaciones se esfumaban con el sol. Lori consultó su reloj. ¿Eran realmente las cuatro y diez? La hora de telefonear al doctor Leverett. Se sentó y marcó el número.

—Despacho del doctor.

Era una voz sin acento y desconocida. Todos los operadores del servicio de contestación sonaban igual.

—Por favor, ¿podría hablar con el doctor Leverett?

—Lo siento. El doctor no contesta en estos momentos. Si desea usted dejar su nombre y número…

Lori colgó. Un poco ruda su actitud, pero era la única válvula de escape para el resentimiento que experimentaba cuando el teléfono dejaba de ser un medio de comunicación y se convertía en una barrera. Los servicios de contestación siempre decían que lo sentían, igual que les pasaba a los contestadores automáticos. Lo siento, no atendemos a esta hora, pero cuando oiga la señal…

Telefonear a una gran empresa era todavía peor. Ello podía implicar tenerle a uno a la escucha a través de media docena o más de ocupadísimas señales hasta llegar a una grabadora que ni siquiera se molestaba en decir lo siento, y que se limitaba a recomendar que uno retuviera la línea porque todos los operadores estaban ocupados en aquel momento. Acto seguido se sucedía un ligero repiqueteo o un mortal silencio. NO era de extrañar que uno acabara hablando consigo mismo.

Esto era precisamente lo que estaba haciendo ahora Lori, quejándose de las cosas pequeñas para aislarse de su gran problema.

Y su gran problema era el temor. Hablar consigo misma no la ayudaba; por eso necesitaba al doctor Leverett, a Anthony Leverett, doctor en medicina. ¿Le llamarían Tony sus amigos? ¿Tendría amigos, personas a las que dirigirse en momentos como ese? Ahora eran las cuatro y veinte. Seguramente se había ido pronto de la consulta, a no ser que estuviera todavía allí con alguna visita. Pero lo que menos importaba era dónde se encontraba. Lo importante era que ella necesitaba hablar con él.

Lori miró fijamente las sombras que se iban acumulando en el fondo de la habitación. Entonces encendió la luz para dispersarlas. No había apartado aún la mano del interruptor eléctrico cuando sonó el teléfono.

Sintió deseos de decir ¡Gracias a Dios!, pero esa no era la manera de hablar con su propio psiquiatra. Así que se limitó a decir:

—Hola.

—Hola igualmente. ¿Cómo está usted?

—¡Russ!

—Me alegra que todavía reconozcas mi voz. Buena señal.

—¿Dónde estás?

—En Gelson’s, en el valle. Acabo de pillar un par de filetes. Así que ya puedes ir calentando la parrilla.

—Pero Russ…

—Te veré dentro de media hora.

Cuando Lori se encontró cambiada de ropa, con el maquillaje renovado, con el cabello retocado y con la parrilla encendida, comprendió que estaba bastante estimulada. ¿Sería debido a Russ o tan solo la sorpresa de la anticipación?

Cuando Russ tocó el timbre y se encontraron en la puerta, Lori pensó que tenía ya la respuesta a su pregunta. Le gustaba verle, oír el sonido prolongado de su voz, sentir las reverberaciones que producía en su pecho cuando la tenía abrazada. Pero Lori no se sintió plenamente hasta que ambos llegaron a la cocina y Russ dejó sus paquetes sobre el mostrador. La reacción de él era inequívoca, y fue ella la que por fin rompió el abrazo.

—¿Hambriento?

Él afirmó con la cabeza.

—¿No lo notas en mis ojos?

—Hablaba de comida, bobo.

Pero esto no le desagradó. Mientras desenvolvía los paquetes que había traído para ella, Lori le miró sorprendida por el descubrimiento.

—¡Champaña!

—¿Y por qué no?

—Pero dos botellas…

—Celebremos el retorno al hogar. —De nuevo hizo el guiño de siempre—. Por lo menos, espero que sea una celebración.

Lori no poseía cubitera para mantener frío el champaña, pero en el estante superior del frigorífico quedaba sitio suficiente para colocar juntas las dos botellas. Distaba mucho de ser una experta en el arte culinario, papá solía decir que sabía más de lingüística que de linguini. Pero preparar un par de filetes no le supuso ningún problema. Tampoco lo fue la ensalada, que Russ se puso a remover combinando el entrenamiento culinario que había traído con pequeñas muestras de las especias que Lori guardaba en el armario de la cocina. Más que armario era un estante de especias, pues desde que se había instalado en aquel apartamento no había tenido ocasión de comprar ni de poner un verdadero armario. Pero esto no constituía ningún problema, ahora que Russ estaba de regreso.

En efecto, después que Russ abriera la primera botella de champaña con el sacacorchos de su navaja del Ejército suizo, no parecía que fuera a haber ya más problemas.

Los filetes salieron en su punto, poco hecho para él y a medio hacer para ella. Russ no comió apenas patatas cocidas y Lori estaba vigilando su peso. La ensalada fue espectacular y si a Russ se le fue la mano con el ajo, eso no importó en realidad porque los dos lo toleraban.

Una vez hubieron apurado la primera botella de champaña —Santo Dios, ¿ya la habían vaciado?—, las cosas se volvieron algo confusas. Quizá les iría bien un poco de café; había tanto de que hablar… y recuperar el tiempo perdido. Sobre todo, Lori quería saber cosas del viaje, pero, en cierta forma, las frases apenas habían empezado cuando ya eran interrumpidas por nuevas preguntas.

La segunda botella fue mejor que la primera. Tal vez era porque había tenido más tiempo de enfriarse. Pero fuera cual fuese el motivo, Lori llegó a la conclusión de que el contenido de su copa seguía mejorando. A lo largo de la velada llegó a otra serie de conclusiones: después de todo, no iba a hacerle café, Russ podía colmar su curiosidad sobre su misión mexicana en cualquier otro momento y, por lo que a su propia experiencia concernía, no era esta la mejor ocasión para relatársela. Acostarle ya era otra cuestión.

Así que, de forma inevitable, la conclusión final fue irse a la cama. ¿Que cómo llegó Lori hasta la cama? ¿La había de verdad transportado Russ en brazos desde la cocina sin golpearle la cabeza contra las puertas? Pues no le dolía la cabeza; se sentía bien. Toda ella bien. Y Russ también lo estaba. ¿Se habían bebido de verdad toda la segunda botella? ¿Habría pisado alguno de los dos la falda después que esta hubiera caído al suelo? No importaba. Este momento era el que importaba, y seguiría importando hasta su propia e inevitable conclusión.

Fue en aquel momento cuando Lori abrió demasiado los ojos, a la luz difusa de la lámpara, para contemplar el rostro que estaba suspendido sobre ella; era el rostro del doctor Anthony Leverett.