CAPÍTULO XXIII

Metz acudía con retraso al trabajo. Era uno de esos días en que todos los semáforos están rojos.

Cuando llegó a su oficina, el panorama había cambiado. Slesovitch se había ido, dejando una nota sobre la mesa.

Una llamada a Santa Bárbara confirmaba que aparecía registrado allí Anthony Leverett, doctor en medicina, la noche de la muerte de Rupert. El hotel enviaría una xerocopia de la hoja con el registro del doctor.

Metz, mientras leía, se encogió de hombros. No constituía ninguna sorpresa. Leverett no iba a enviar a un impostor para hablar ante una audiencia de colegas suyos. No había más remedio que coger la lista de sospechosos y borrar al buen doctor.

El problema era que Metz no quería borrarle. Prefería tener un sospechoso a un competidor. No era de su agrado que se hubiera dirigido a una audiencia de psiquiatras exhortándolos a que jugaran a detectives. Y cuando el día anterior habían estado hablando los dos, Leverett había formulado más preguntas que el propio Metz. Lo único que deseaba era que el doctor no empezara a husmear por su cuenta, pues los aficionados ocasionan problemas.

También los ocasionan los profesionales. Esa mañana tenía también sobre la mesa el informe del sargento Bronstein. Este había visto el material de los investigadores contra incendios y lo que quedaba de la ebullición —mejor dicho, de la calcinación— era que la casa de los Holmes había sido dolosamente incendiada. Todavía estaban siendo analizados los vestigios de líquido inflamable encontrados en las fibras de las ropas y en los fragmentos de las maderas. Cuando los semáforos están rojos se avanza con lentitud.

Metz dejó los papeles y levantó el teléfono. Había llegado el momento de que dejaran de hilar sus ruedas, de intentar desviarse y de encontrar un atajo.

Sin embargo, ello no le era tan corto en la carrera, pues, una vez iniciado se convirtió en un largo camino. Una cosa le condujo a otra y no pudo regresar a su despacho hasta mucho después de la hora de la cena.

Se vació los bolsillos y esparció sobre la mesa un montón de notas; las suyas propias y las de los dos hombres que tenía destinados al servicio de aquel día. Después de examinarlas fue colocándolas por orden cronológico a modo de borrador, a fin de transcribir luego un informe en regla. Completar esto le llevaría una hora con el estómago vacío. Que esperase todo lo demás; necesitaba celebrar otra reunión con Slesovitch y Bronstein, examinar aquel material y ver si ellos tenían alguna otra sugerencia. Pensándolo bien, al cabo de un par de horas volvería a estar de servicio esa noche Slesovitch. Tal vez no fuera mala idea seguir por allí.

O tal vez sí. Su estómago refunfuñaba en señal de advertencia. Bueno está lo bueno. Después de lo que había pasado hoy, se merecía de sobra una comida decente.

El viaje hacia la marisquería le resultó fácil, pues todos los semáforos estaban verdes. Había que tomarlo como un buen augurio; su suerte había cambiado ahora que tenía algo tangible que manejar. Cierto que las pruebas circunstanciales no son lo mismo que la confesión en juicio del criminal. Pero las pruebas hablan por sí solas cuando hay suficientes que apuntan en la misma dirección.

Así lo esperaba Metz, porque si estaba en lo cierto no habría confesión ante el tribunal. Al menos, no confesaría un criminal muerto; tan muerto como la langosta que en seguida le pondrían delante en un plato oval.

La langosta estaba muerta por haber hervido en agua caliente. Ben Rupert también había estado en agua caliente, y cuando entró en ebullición…

—No, gracias.

Metz rechazó con un movimiento de mano la servilleta-babero que le ofrecía el mozo del restaurante, y se dispuso a trabajar armado con cuchillo y tenedor. Con cuidado y atención fue despiezando la langosta, con el mismo cuidado y la misma atención con que lo hacía con las notas del día. Sus hombres, siguiendo órdenes, habían realizado un buen trabajo; después habría nuevas ampliaciones, pero incluso sin reunir nuevos datos el caso estaba claro.

Los casos sería más correcto. Eso era lo que convertía el hecho en un lío la forma en que el desfalco se mezclaba con el homicidio.

El desfalco no ofrecía dudas: Rupert había estado estafando a Ed Holmes durante años. La investigación de los del IRS aportaría detalles exactos, pero lo que a Metz le interesaba más aún eran los hechos y las cifras que su equipo estaba recopilando en el sector comercial.

Hechos. Después de salir de la caja que tenía en la cámara del Banco, Ben Rupert se había detenido en varios sitios de las inmediaciones, exactamente como Metz había sospechado. Los empleados reconocieron su fotografía y facilitaron los datos que obraban en el ordenador referentes a las transacciones que había llevado a cabo aquella tarde; una en una sucursal de American Express y al menos en tres oficinas de préstamos y ahorros situadas en una extensión de dos manzanas. Metz había enviado a un hombre a hacer averiguaciones en Bancos y oficinas de préstamos y ahorros, llevado por la corazonada de que Ben Rupert pudiera haber tenido cuentas en otros puntos y hubiera retirado fondos en ulteriores ocasiones. Esta última posibilidad no se habría producido, pero, en cambio, el resultado de las averiguaciones fue positivo en cuanto al dinero.

En cada sitio, Ben Rupert había adquirido cheques de viaje al portador que podría hacer efectivos en su propio Banco tan solo con presentarse ante el mostrador. Esta era una buena medida para seguir sus pasos, pues quien compra tantos cheques con tal cantidad de dinero se expone a ser recordado, aunque lo haga en cuatro establecimientos distintos.

Cifras. El montante total ascendía a 392.000 dólares, exactamente a 98.000 dólares por cada compra. ¿Había evitado de forma deliberada Ben Rupert sobrepasar la suma de 100.000 dólares en cada compra para eludir cualquier tipo de factor especial en las ventas de seis cifras? ¿O era este el montante total de su liquidez? En cualquier caso, representaba mucho dinero para dejarlo inactivo en la caja de depósito del Banco en lugar de devengar intereses. Pero el devengo de intereses habría atraído la atención, y unas cifras tan altas sustentaban las sospechas. Así, pues, otro, factor apuntaba hacia el desfalco.

Metz untó un pedazo de langosta en mantequilla; tenía un sabor delicioso, pero no ignoraba que al día siguiente pagaría un precio muy alto por este placer.

Mañana. Esa había sido una palabra importante en el vocabulario de Ben Rupert. Sus esfuerzos en tan lucrativa contabilidad durante tantos años constituían un motivo constante de suspense, lo bastante fuerte como para conducir a cualquiera a la bebida. Era la promesa del mañana lo que le había impulsado a seguir adelante, o lo que le había mantenido allí hasta haber terminado con el capital de Ed Holmes.

Por lo que había dicho la secretaria de Rupert, este planeaba ya su jubilación. Tal vez tuviera intención de abandonar el país cuando llegase ese momento, pero bajo circunstancias normales no hubiera tenido sentido suscitar sospechas desapareciendo con tanta rapidez.

Era obvio que las circunstancias habían cambiado lo suficiente como para desencadenar el incendio con el fin de encubrir el asesinato.

Actúa con prudencia, se dijo Metz. Pero continuó escarbando y picoteando su idea, igual que escarbaba y picoteaba una pinza de la langosta.

La prueba de que el incendio había sido dolosamente provocado ya estaba establecida; el siguiente paso consistía en encontrar la manera de inculpar a Rupert. Si los análisis del laboratorio podían encontrar identidad entre las fibras textiles halladas entre las ruinas y las de alguna prenda del vestuario de Rupert, ello arrojaría la evidencia de que había estado en la escena del crimen. Si existía tal identidad, lo más probable era que se tratara de algún pedazo de ropa arrancado por Ed o Frances Holmes. De ahí que constituyera una buena medida el hecho de que Metz hubiera empezado a picotear por su cuenta. Había sido lo bastante buena como para saber que Ben Rupert no había estado en su oficina la tarde de la fecha en que tuvo lugar el incendio.

Desde luego, eso no demostraba que se hubiera presentado por sorpresa en casa de los Holmes provisto de algún arma de fuego; lo más probable era que se tratara de un objeto contundente, pues en lo que quedaba de sus cuerpos no se habían hallado heridas de bala ni las habituales incisiones de un arma blanca. Metz apostaba a que el arma había sido arrojada a alguna parte donde no fuera fácil encontrarla.

Pero escarbar daría sus resultados. Pedacitos de langosta, pedacitos de evidencia.

Uno de los objetos que Rupert no había metido en la trituradora era un recibo fechado el día siguiente al del incendio. Había comprado cuatro neumáticos nuevos. En el recibo no constaba que hubiese entregado los viejos al vendedor, lo cual quería decir que los tenía en su poder y luego se había desprendido de ellos para evitar que alguien cotejara las marcas de esas ruedas con las dejadas donde había aparcado el día anterior.

A buen seguro que lo habría aparcado en alguna callejuela, a varias manzanas de distancia, y que no le habría sido difícil hacer el recorrido sin ser visto, en especial bajo la lluvia. Y más fácil le sería aún entrar en casa de los Holmes por una puerta falsa y con un duplicado de la llave.

Esa llave continuaba sin aparecer, lo que significaba que Rupert se había desprendido de ella igual que había hecho con los demás objetos. Pero Metz estaba persuadido de que tenía un duplicado, pues este había sido su modus operandi para entrar en el apartamento de Lori Holmes.

No quedaban más pruebas, ni más carne de langosta. Metz dejó el tenedor y se apoyó sobre el respaldo de su asiento. ¿Modus operandi? Harry el Sucio nunca hablaba así. Pero Orion Metz y Clint Eastwood eran dos personas distintas y Ben Rupert no resultaba comparable a un delincuente callejero. Era hombre que operaba de acuerdo con un plan y fueron solo las cambiantes circunstancias lo que le hicieron pasar del desfalco al asesinato y del asesinato al incendio como factor de encubrimiento.

De vuelta otra vez al incendio, Metz continuaba delante del café afanándose en sus especulaciones. ¿Por qué habían cambiado las circunstancias de Rupert? ¿Se debería a la amenaza de investigación por parte del IRS? ¿Tendría miedo de que una vez descubiertas las pérdidas Ed Holmes se decidiera a presentar denuncia?

Estas eran unas respuestas un tanto simples. Demasiado simples para explicar las actividades de un hombre tan complicado como el difunto Ben Rupert. Resultaba obvio que tendría prevista la posibilidad de auditorías superficiales a lo largo de los años y que habría escamoteado determinadas cuentas. Incluso después de que Ed y Frances Holmes hubieran muerto, Rupert no había hecho nada por huir. Esto significaba que estaba convencido de que no existían muchas posibilidades de que fueran descubiertos sus desfalcos. Eso es lo que he dicho Harry, desfalcos. Restitúyelos y dame un día de felicidad.

Metz se tomó otra taza de café con pastel de merengue de limón. Y nuevos pensamientos.

Tenía que haber otros motivos para querer desembarazarse de la familia Holmes, incluyendo a la hija, a la que Ben Rupert había intentado matar. El hecho de invitarla a que fuera a su despacho y que él escribiera aquella falsa nota indicaba que tenía intención de intentarlo otra vez. Pero ahora estaba preparado para huir. La TWA hasta Londres y luego el cambio a la Aer Lingus para el vuelo a Dublín. La escala en Londres constituía un riesgo que Ben Rupert hubiera querido evitar a toda costa, de haber podido. Es evidente que no había encontrado disponible ningún otro pasaje en tan corto espacio de tiempo. Pero ¿a qué venían unas prisas tan repentinas? ¿Otro cambio de circunstancias?

Metz dejó la pregunta en el aire el tiempo suficiente para declinar la copa posbanquete que le había sugerido la camarera; en cierto modo, dudaba de que allí fueran a servirle un Alka-Seltzer.

Pero mientras entre él y la camarera se desarrollaba el clásico pas de deux con la nota de ella y la tarjeta de crédito de él hubo tiempo suficiente para ulteriores reflexiones. Un tiempo suficiente para admitir que había estado eludiendo la cuestión.

Las circunstancias alteran los casos y no cabía duda de que también habían alterado el caso presente. Se presumía que este caso de homicidio representaba su objetivo primario; el hurgar en los motivos y movimientos de Rupert era malgastar esfuerzos a menos que ello le condujera a la solución del caso. Y, hasta ahora, solo le había conducido a un punto muerto. A un punto muerto y a un hombre muerto. La cuestión principal no era saber por qué Rupert estaba asustado, sino por qué había muerto. Y quién le había matado.

Cuando el empleado del aparcamiento le trajo el coche y Metz se acomodó frente al volante, sintió una oleada de cansancio. Por encima del ruido del motor oía el rumor rebelde de su estómago que protestaba. Entre la gran langosta y la gran interrogante, le aguardaba una noche de vigilia.

¿Por qué se encontraba en un atolladero? ¿Por qué no se le habría ocurrido ya encontrar una buena pista? A estas alturas, Angela Lansbury tendría reunido ya a un montón de sospechosos y habría dado comienzo al último acto explicando exactamente lo que había sucedido e identificado al culpable. Lástima que no tuviera tan buen olfato como ella para dar tan pronto con las soluciones del caso. Cada semana un nuevo asesinato y una nueva solución, todo ello en un reducido espacio de tiempo; menos de una hora, si se descontaban los espacios de la publicidad.

Cuando circulaba ya por la calle, Metz miró a los números fosforescentes del tablero de instrumentos. Las nueve treinta. Dentro de media hora estaría de nuevo de servicio Slesovitch. A lo mejor hablando los dos sobre el caso se aclaraban sus pensamientos. Tal vez entre los dos llegaran a ver algo que antes habían pasado por alto. Valía la pena intentarlo.

Además, en la oficina tenía un bote de Alka-Seltzer.