CAPÍTULO XX

La enfermera que ocupaba la mesa de recepción era de color, era probable que de origen jamaicano, según su sincopado acento inglés.

—¿Señorita Holmes? Permítame decirle al doctor que ya está usted aquí. —Descolgó el teléfono y envió el mensaje; luego levantó la mirada asintiendo—. Tenga la bondad de pasar.

—Gracias, señorita…

—Mika —completó la otra.

La blanca sonrisa de la enfermera revelaba que su visita del otro día al dentista no había exigido ninguna drástica cirugía oral.

Cuando se dirigía hacia el despacho privado del doctor, Lori empezó a acordarse de los protectores que había llevado de niña, del miedo a las ordalías dentales.

Oral. Ordalías. ¿Habría alguna relación entre las dos palabras? Si no la había habido, a partir de ahora la había. La ordalía oral la estaba esperando.

Pero cuando entró en el despacho particular desapareció su aprensión ante la cálida luz solar de la estancia y la acogida del doctor Leverett.

Vestía una americana de franela de color azul oscuro sobre una camisa azul suave y cuello abierto que realzaban su recién adquirida tonalidad bronceada sobre la piel. La distinción gris de antes se había esfumado.

—Me alegro de que haya vuelto —dijo—. Desde que lo leí el otro día en el periódico no he dejado de pensar en usted.

—¿Qué periódico? Yo no he visto nada en el Times.

—Puede que se reserven la noticia hasta que la Policía facilite más detalles.

Sobre el expediente que tenía encima de la mesa había dos recortes de Prensa. Leverett cogió el que estaba encima y se lo ofreció a Lori a través del escritorio.

Posible suicidio de un abogado de Los Ángeles. Este encabezamiento iba seguido de un solo párrafo. Lori pasó la vista con rapidez sobre su contenido. Benjamin W. Rupert, 58 años… en ejercicio desde hacía muchos años. Sí, aquí estaba… cuerpo encontrado por la cliente Lori Holmes…

Ella levantó la mirada con cara de extrañeza.

—¿Dónde ha sido publicado esto? —preguntó.

—En un periódico de Santa Bárbara. Viajé hasta allí después de nuestra sesión. He regresado esta noche.

Lori miró al otro recorte que había sobre la mesa, pero Leverett se apresuró a decir:

—No tiene que ver nada con usted.

—¿Puedo verlo? —preguntó ella con más extrañeza aún.

El doctor le hizo entrega de un artículo bastante extenso que llevaba un título más atrevido.

UN PSICONALISTA RECOMIENDA EL ESTUDIO DE RELATOS DE MISTERIO

Al dirigirse a los congregados en la reunión final de la conferencia de tres días sobre cuidados de la Salud Mental, celebrada en Baltimore, un psicoanalista de Los Ángeles recomendó a sus colegas la lectura de historias de detectives para mejorar sus técnicas profesionales. El doctor Anthony J. Leverett dijo: El psicoterapeuta debe seguir los pasos de Sherlock Holmes, a la búsqueda de pistas que revelen el misterio que se esconde tras los problemas del paciente.

Cuando Lori alzó la mirada, Leverett asintió.

—Como ya he dicho, esto no tiene que ver con usted.

—Es un artículo excelente. No debiera ser tan modesto.

—De hecho no lo soy —sonrió mientras recuperaba el recorte—. Le diré la verdad. Lo recorté para mi álbum de recuerdos. —Se inclinó hacia delante—. A propósito, esto me trae a la memoria que debo echar un vistazo al anuario del que usted me habló.

Lori lanzó un profundo suspiro.

—Ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Lo robó de mi casa Ben Rupert. Al menos eso es lo que creo. —Lori dudó—. Me llevaría mucho rato contarlo.

—Pues para eso estoy yo aquí.

Y ella se lo explicó.

No fue aquel encuentro una prueba tan dura como ella había sospechado, pues el doctor Leverett permaneció reclinado en su asiento, escuchando en silencio y sin hacer ninguna interrupción. La parte más difícil fue aquella en la que tuvo que describir la forma en que había encontrado colgado a Ben Rupert, pero continuó adelante hasta referir su entrevista con el teniente Metz.

Cuando terminó de hablar se sucedió un momento de silencio antes de que Leverett volviera a inclinarse hacia delante.

—No entiendo por qué no le contó a la Policía lo del anuario —dijo él—. Su amigo el teniente es muy duro de pelar.

—Metz no es amigo mío. Cree que no estoy en mis cabales.

—Creo haber dejado claro que este no es su caso.

—¿Ha hablado usted con él?

—Cuando he llegado al despacho esta mañana me estaba esperando. —Leverett asintió—. Es evidente que ha estado en contacto con el doctor Justin y se ha enterado de lo de su visita del otro día. Ha pensado que yo podía ayudarle si le daba mi opinión profesional sobre su estado mental. Estas han sido sus palabras.

—¿Y bien…?

—Yo le he dicho que había venido usted a visitarse a causa de su estado de ansiedad por la muerte de sus padres, pero que no había indicios de otros problemas.

—¿Cree que ha quedado satisfecho?

—No del todo. Deseaba conocer detalles acerca de lo que usted dijo durante nuestra sesión. Yo le he respondido que no había nada relacionado con sus investigaciones y he rehusado violar su derecho a la intimidad como paciente.

Aunque Lori tenía la garganta constreñida, las palabras le salieron a borbotones.

—Ese miserable bastardo…

—Cumplir con su obligación no le convierte en un bastardo. Pero coincido en que es un miserable. Me ha dado la impresión de que es un hombre agotado tratando de dominar una situación que ha escapado a su control. No culpo su motivación, pero sus métodos dejan mucho que desear.

—Déjeme pensar —dijo Lori—. ¿Ha tratado de mirarle a usted con insolencia?

—Exacto. Y cuando esto no le ha dado resultado, se ha puesto a jugar a policías y ladrones. ¿Conocía yo a Ben Rupert? ¿Dónde estaba en el momento de su muerte…?

—¡No puedo creerlo!

—Él tampoco lo creía. Al menos, no parecía creerlo incluso después de haberle enseñado el recorte sobre mi intervención en la conferencia. Le he sugerido que llamara a Santa Bárbara y verificara mi presencia en el hotel la noche en cuestión.

—¿Y ha telefoneado?

—Supongo que lo habrá hecho al llegar a su oficina. Así lo espero. Como usted ha dicho antes, encontrarse implicado en un caso criminal no es exactamente una experiencia muy grata.

Lori asintió.

—Parece que estamos los dos en el mismo barco.

—Por el momento, eso parece. El teniente Metz puede no ser un dechado de sofisticación en los procedimientos policíacos, pero no es en absoluto tonto. Pienso que no tardará mucho tiempo en encontrar alguna pista.

—¿Cree usted que he hecho bien en no contarle lo del anuario?

—Puedo comprender por qué no lo ha hecho. Pero que lo comprenda no significa necesariamente que lo apruebe. Existen otras consideraciones.

—¿Como la ocultación de pruebas?

—Hablemos de eso. —Leverett se echó hacia atrás—. ¿Se le puede llamar a eso ocultación de pruebas? Técnicamente, su única prueba sería el anuario, y usted no lo tiene. Lo único que ha hecho usted es ocultar un testimonio, pues no hay pruebas de lo que ha dicho.

—Pero Russ lo sabe.

—Y no se encuentra aquí para defenderla. Él puede decir que vio el anuario. Pero esto no explica dónde y cómo lo consiguió usted, qué ha sido del libro y por qué cree usted que es tan importante.

—Tanto mejor para que yo tuviera mi boca cerrada.

—Quizá. —Leverett hablaba con parsimonia—. Pero supongamos que usted le dijera al teniente Metz lo mismo que me dijo a mí. Y que, a modo de argumento, pensara que está usted mentalmente perturbada.

—¿A modo de argumento? Usted y yo sabemos que el teniente Metz me consideraría una loca delirante.

—Esa sería su primera reacción. Pero lo que importa es saber qué seguiría pensando después. Considere la posibilidad de averiguar si Nadia Hope estuvo de verdad con usted aquella noche antes de que sufriera el accidente y de comprobar si es cierto el parecido que usted dice tener con la muchacha del anuario. ¿No se sentiría más aliviado si supiera que la Policía está averiguando todo esto?

Lori negó con la cabeza.

—Aunque me creyeran, yo tendría que esperar mucho tiempo hasta que terminaran de aclararlo. Lo único que el teniente Metz tiene en la cabeza en estos momentos es el caso de asesinato.

Leverett se encogió de hombros.

—Puede que tenga usted razón. Pero abrigo el presentimiento de que antes o después tendrá usted que contárselo al teniente Metz para obtener su ayuda.

—Entonces dejémoslo para después —dijo Lori—. Necesito reunir pruebas que respalden mi historia, en vez de permitir que me pongan la etiqueta de chiflada mientras la Policía se decide a dar un paso para averiguarlo. Quiero poder decirles quién es Priscilla Fairmount y si hay alguna relación o no entre ella y Rupert, y también qué tiene que ver conmigo todo esto.

—¿Me está diciendo que no se sentirá satisfecha hasta haber facilitado a la Policía pruebas tangibles?

—Eso es.

—En cambio, lo que yo colijo de sus palabras es que necesita conocer esas pruebas en aras de su propia paz mental.

—Eso es cierto. Y pretendo conseguirlas.

—Eso parece una tarea muy ardua. ¿Ha pensado en contratar a algún investigador privado?

—No conozco a ninguno. ¿Y usted?

—No, así de repente, no.

—Da igual, no pienso abrir las páginas amarillas para buscarlo —agregó ella—. Si no estoy dispuesta a confiar en la Policía, tampoco voy a querer fiarme de un extraño.

—Miércoles —murmuró el doctor.

—¿Qué?

—Hoy es miércoles. —Estaba consultando una agenda—. Dos entrevistas más para esta tarde, tres mañana. Pero pasado mañana no tengo ninguna.

—No le entiendo.

—Lo entenderá si encuentro lo que busco. Permítame hacer algunas llamadas, a ver qué sucede.

Lori le miró algo extrañada.

—¿Va usted a hacer de Sherlock Holmes?

El doctor Leverett dio unos golpecitos sobre el recorte de prensa que tenía encima de la mesa.

—Es hora de predicar con el ejemplo, ¿no cree?

—Supongo que ello no hará ningún daño. ¿Pero por qué?

—Porque el daño lo está sufriendo usted. Y su bienestar es de mi incumbencia. —Leverett sonrió—. Y para ser del todo sincero, le diré que todo esto es fascinante, un desafío para la imaginación.

—En otras palabras: quiere averiguar si estoy diciendo la verdad.

La sonrisa del doctor desapareció.

—Sé que no miente. Lo importante ahora es convencerla a usted. Permítame averiguar si hay alguna prueba tangible.

—¿Cómo puedo ayudarle?

—Para empezar, ya me ha facilitado información suficiente. ¿Por qué no me llama mañana por la tarde, digamos a eso de las cinco? Veremos qué he podido conseguir hasta entonces.

—Pero yo también deseo hacer algo…

—Ya lo hará —dijo el doctor Leverett levantándose de su sillón—. Considerando cómo están las cosas, le sugiero que mañana emplee el día en buscarse un abogado. Pero, si es posible, no en las páginas amarillas.