CAPÍTULO XVI

Estoy perdiendo la cabeza, se dijo Lori para sus adentros. Al diablo con el cortés eufemismo del doctor Leverett sobre desórdenes de personalidad. Si no estaba perdiendo la cabeza, ¿cómo se explicaba entonces que hubiera perdido el anuario?

Ella y Russ lo habían visto dentro de la caja sobre la mesa de la cocina y a la noche siguiente Lori había vuelto a meterlo en la caja después de examinarlo a solas. Ayer, al regresar a casa del hospital, el libro seguía allí, pues ella había vuelto a mirarlo.

No, se equivocaba. Ella había intentado mirar, pero cambió de opinión al recibir la conferencia de Russ.

¿Había perdido la cabeza?

Negó con un gesto. Hablar con Russ la había inquietado: lo único que recordaba era que se había acostado después de hablar con él.

No sabía dónde había oído decir o dónde había leído que las píldoras para dormir podían ocasionar lapsos de memoria. Un momento, ¿se había tomado anoche una o dos antes de acostarse? No se acordaba.

Pues si no podía acordarse de esto, quizás hubiera olvidado otras cosas. Las píldoras podían haberle causado una pérdida temporal de la memoria y, durante ese período, haber llevado el anuario a otro lugar más seguro.

¿Dónde lo habría escondido? ¿En un armario de la cocina, en algún cajón, debajo del fregadero o en el fondo de los estantes de la despensa? Ninguno era un sitio lógico para esconderlo, pero la combinación de sedantes y el estrés de la noche anterior no dejaban lugar para la lógica. Lori se juró a sí misma que tiraría el resto de las pastillas por el desagüe del lavabo, pero esto no aliviaría su ansiedad.

De cualquier manera, se mantuvo serena mientras estuvo buscando entre el contenido de los estantes y armarios, si bien la búsqueda no dio resultado. Quizás el anuario estuviera oculto en el dormitorio, en el salón o en el cuarto de aseo de enfrente. Desmontaría toda la casa igual que ella se estaba desmontando ahora a fuerza de preocuparse por el libro y por Russ. ¿Por qué no la telefonearía ahora? Oír su voz la ayudaría mucho.

Por favor, te necesito. Lori empezó por el pasillo, mientras sus labios se movían de manera involuntaria en silenciosa plegaria. Y el silencio fue la única respuesta.

Entonces, cuando llegaba al dormitorio, en el salón se puso a sonar el teléfono. El poder de la oración…

A la cuarta llamada descolgó el auricular.

—¿Eres Russ?

—Aquí Ben Rupert.

Olvidémonos del poder de la oración. Al responder trató de disimular su decepción.

—Dígame, señor Rupert.

—Espero no haberla molestado.

—No, en absoluto.

Rupert vacilaba mientras se aclaraba la garganta.

—Disculpe esta llamada, pero es algo confidencial. ¿Está usted sola?

—Sí.

—Bien. —Volvió a aclararse la garganta—. Quería asegurarme de que gozábamos de intimidad. Tengo entendido que le interesa el anuario de 1968 del Bryant College.

Lori se sentó, aturdida, durante un momento. Luego habló con rapidez.

—¿Cómo sabe usted todo eso?

—A decir verdad, ahora mismo lo tengo aquí en mi escritorio.

—¿En su escritorio? —Lori elevó la voz—. No lo entiendo. Dígame qué ha sucedido…

—Eso pretendo. Pero es un poco complicado para hacerlo por teléfono. ¿No podría usted disponer de un poco de tiempo y venir a mi despacho?

—Desde luego. Es lo primero que haré mañana por la mañana, si le parece.

—El resto de esta semana voy a tener que estar en el juzgado. —Rupert volvió a aclararse la garganta—. Por eso la he llamado. ¿Podría usted venir esta misma noche?

—¿Esta noche? —Lori consultó su reloj—. Ya son las nueve.

—Por favor, señorita Holmes. No quisiera obligarla, pero creo que deberíamos hablar de esto lo antes posible.

—¿Tiene algo que ver con la herencia?

—Podría, a no ser que actuemos con prontitud. Cuando conozca usted los hechos decidiremos sobre lo que conviene hacer. Tengo algunas sugerencias que creo ayudarán a resolver la situación. Pero antes necesito su formal aquiescencia.

Lori inspiró aire hasta llenarse los pulmones.

—Voy ahora mismo —dijo.

—Gracias. Estaré esperando.

Ben Rupert se sentía aliviado, pero ella no. No sintió alivio en el coche, ni en la autovía. A su izquierda, al otro lado de la línea divisoria, los faros que venían de frente la apuntaban en una acusación constante. A la derecha, más luces la vigilaban desde lejos; estas estaban inmóviles, con una mirada estática e impersonal, y millares de ellas observaban desde las ventanas de nuevos Bancos y elevados edificios de la S&L, que se alineaban en el Ventura Boulevard, desde las marquesinas de los nuevos establecimientos que habían surgido en sustitución de lo que antaño fueran salas de cine, desde tiendas de inconveniente conveniencia, sublegales supermercados y minicalles peatonales sobredimensionadas.

El valle había cambiado desde la niñez de Lori. Ella había crecido en los años antes de Cristo; antes de los ordenadores, antes de las grabadoras, antes de la cocaína. Fue durante su época de chica del valle en el instituto cuando la simple existencia comenzó a volverse compleja. El solo hecho de salir a comprar leche implicaba luchar con el tráfico, buscar con denuedo un sitio para aparcar, formar cola ante la caja de pago. Habían subido los precios, pero lo mismo ocurriría con el coste del tiempo y de la paciencia, con el gasto emocional.

Aquello es una jungla. Eso solía decirse en tono jocoso. La presencia simiesca merodeaba por el pavimento. Arrancaban bolsos de un tirón hurtaban equipos de música o robaban a los desprevenidos en los aparcamientos; invadían hogares para robar y violar. Pandillas errantes disparaban y remataban a sus víctimas en la calle. Y en los últimos tiempos antropoides armados habían empezado a matar en las autopistas, disparando a placer, o a desplacer, sobre otros conductores. La jungla había cambiado también; ya no estaba Tarzán; solo los monos.

En ese preciso instante la autovía se hallaba relativamente alumbrada y Lori podía dedicar su atención a pensar en otros problemas, aunque no lo hizo hasta encontrarse segura fuera de la rampa tras llegar, a lo largo de una arteria circulatoria, al aparcamiento subterráneo del edificio comercial.

La iluminación allí era buena, pero ella miró con precaución a su alrededor antes de abrir la puerta y salir del coche De haber visto a algún guardia de seguridad se hubiera sentido mejor, pero aquello parecía desierto. Solo había unos cuantos vehículos en la planta inferior, demasiado pocos para ofrecer escondite para cualquiera que pretendiese agazaparse detrás y no ser visto.

Lori salió al aire viciado del garaje y se dirigió con paso apresurado hacia el ascensor, perseguida tan solo por los efluvios contaminantes de los tubos de escape.

El ascensor estaba vacío. Sin embargo no se sintió relajada hasta oprimir el botón y ver las puertas cerradas. Más bien podría decirse que se relajó en parte, pues ahora no podía zafarse del problema. Tal vez su preocupación por los peligros imaginarios habría cumplido un propósito manteniéndola alejada de pensar en los peligros verdaderos.

Al elevarse el ascensor se elevaban también los interrogantes. ¿Cómo era posible que Ben Rupert tuviera el anuario en su poder? ¿Qué tendría que ver el libro con la herencia? ¿Por qué estaba él tan interesado en verla cuanto antes? ¿Qué había querido decir con aquello de tomar medidas para solucionar la situación?

Lori sacudió la cabeza. Ahora no tenía ningún sentido preocuparse ni jugar a los acertijos. Rupert tenía las respuestas y dentro de un momento las tendría ella también.

Cuando se detuvo el ascensor y se deslizaron sus puertas correderas, Lori salió al pasillo con paso firme y resuelto. El pequeño abogado se había mostrado por teléfono ambiguo y evasivo, pero ahora tenía un compromiso con ella y estaba decidida a no dejarle eludir la verdad.

Rupert podía ser un pájaro viejo y astuto, pero ella ya estaba harta de hacer de paloma inocente. Había llegado el momento de enfrentarse a la verdad. El momento de agarrar la manilla de la puerta y penetrar en el área de recepción. Las luces fluorescentes inundaban la desierta habitación que tuvo que cruzar Lori hasta la puerta del despacho interior.

—Señor Rupert…

Se detuvo en espera de la contestación, pero no recibió ninguna. Giró el tirador de la puerta y esta se abrió.

Durante un rato se quedó inmóvil en el umbral, escudriñando a la luz de la lámpara que había tras el escritorio de Rupert. Varios papeles se amontonaban sobre la mesa pero el sillón estaba vacío; la lechuza había dejado su nido.

Un tanto sorprendida, Lori siguió avanzando.

El nido de la lechuza estaba revuelto. Una rápida ojeada le permitió ver que los cajones del escritorio estaban abiertos así como los archivadores que había detrás; la alfombra estaba sembrada de confeti en torno a la papelera rebosante que había junto a la máquina trituradora.

Lori frunció el entrecejo, volviéndose hacia la puerta del despacho y hacia el armario que había junto a ella. ¿Qué había sucedido allí?

Solo Ben Rupert podría explicarlo. Pero ni una sola palabra podía proferir la lengua inflamada color púrpura y la boca retorcida de su cadáver que pendía bajo el montante de la puerta abierta del armario.