CAPÍTULO XIV

Lori salió del aparcamiento a las siete y media. Era más tarde de la hora habitual de su cena y estaba hambrienta, pero no de comida. Lo que ahora necesitaba satisfacer eran otros deseos: sentía hambre de curiosidad, apetito de detalles. Comida para el pensamiento. Sírvase usted mismo. La memoria está servida.

La memoria se presentaba a pequeños trozos, a bocaditos, más fáciles de tragar y de digerir. Era curioso pero había cosas de las que no recordaba haberse dado cuenta en su momento. Buen ejemplo de ello era la libreta de notas del doctor. ¿En qué momento había empezado a usarla?

Probablemente desde que ella había empezado a contarle lo que ocurriera en el funeral. Sí, había sido en ese momento, y cuando empezaron las preguntas y las respuestas. Lori no era capaz de situar bien la escena pero eso no tenía importancia.

¿O acaso sí la tenía? Leverett parecía pensar que sí la tenía. Ella había iniciado la descripción de los sueños, pero inevitablemente existían connotaciones con los acontecimientos actuales que precisaban de alguna explicación. Algunas aparecían obvias: cuando Russ tocó el timbre de la puerta ello se habría traducido como el tañido de las campanas de la iglesia y de la capilla. El significado de la asfixia por el escape de gas constituía parte de la pesadilla donde ella era sofocada por el hedor de las flores marchitas. Y, por supuesto, sus sueños en el hospital, convirtiendo los cables y los tubos en serpientes, simbolizaban la cautividad.

Lo que la intrigaba era su miedo a la muerte, pero el doctor Leverett aportó la solución.

—Dadas las circunstancias, los sueños satisficieron sus sentimientos de culpa presentando la muerte como castigo —dijo.

—Esto tiene sentido.

—Solo en el contexto de su fantasía. Pero la realidad es que usted no es culpable de nada. Usted no ha cometido ningún acto criminal, ni engaña a nadie; es un ser humano cuidadoso y justo.

Lori meneó la cabeza.

—Un ser humano justo, no. De haberlo sido, habría visto lo mal que iban las cosas en casa y lo mucho que mis padres me necesitaban, sobre todo en los últimos meses. ¿Por qué no aplacé mi último semestre y traté de enfrentarme a los problemas junto a papá y mamá? Lo único que hice fue pensar en mí misma. Tenía que acabar primero los estudios, asistir a la ceremonia de graduación y desperdiciar el tiempo después charlando con mis amigos. Solo con que hubiera llegado yo a casa una hora antes, tal vez nada de esto habría sucedido.

—Eso no hay manera de saberlo, Lori. No puede usted culparse de un trágico accidente.

—Pues Russ está seguro de que no fue un accidente —dijo ella—. Y yo tuve la impresión de que Nadia tampoco pensaba que lo fuera.

—¿Nadia?

Así fue como dio comienzo el resto de la sesión, pues hasta entonces, y por buenas razones, Lori no había mencionado a Nadia. El hacerlo no tenía ningún sentido. Pero ahora, repasando los acontecimientos de aquella noche, parecía tener todavía menos que nunca.

—Pero le estoy diciendo la verdad —añadió Lori—. Al menos eso es lo que pienso. A no ser que padezca de alucinaciones.

—No me tiente —dijo el doctor Leverett—. Aunque debo admitir que no deja de ser atractiva esa teoría.

—¿Quiere decir que existe la posibilidad de que yo urdiera lo de la llamada telefónica de Nadia, el encuentro y la búsqueda sobre las ruinas?

—¿Cree usted en esa posibilidad?

—No estoy segura.

—Entonces descubrámoslo —dijo lentamente Leverett—. Para empezar, le diré que no hay testigos de su encuentro con esa mujer y que nadie las vio juntas. Usted podría haberse imaginado la llamada, usarla como excusa para ir a la casa y realizar una búsqueda por su cuenta. Todo lo que me ha dicho que hizo esa mujer podría haberlo hecho usted sola.

—¿Y qué me dice en cuanto al hallazgo del libro?

—Si usted fue capaz de inventar la presencia de Nadia, también podría serlo de inventar lo que siguió. Suponga que fue usted quien acudió a las ruinas, de la misma manera que dice haber hecho Nadia. Y que encontró el libro y se lo llevó a su casa.

—Pero no fue así como sucedió. Ya le dije que oí un ruido en la puerta. De no ser así no habría abierto.

—¿Sabe si alguien más oyó los ruidos? Por ejemplo, ¿algún vecino?

Lori titubeó.

—Supongo que pude imaginarlo. Pero lo cierto es que abrí la puerta y encontré el libro.

—También pudo usted haberlo dejado allí cuando llegó a su casa.

—No había motivos para ello.

—A no ser que estuviera usando a Nadia como víctima propiciatoria. Culpándole a ella en vez de culparse a usted misma por hacer estas cosas, se exculparía usted de cualquier responsabilidad.

—Pero ya le he dicho que yo soy responsable. Si no la hubiera dejado irse sola, ella seguiría viva.

—Y usted puede seguir pensando que ha tenido alucinaciones —respondió Leverett—. Pero el hecho de que muriese prueba su real existencia. Usted no se inventó su nombre, usted no se inventó sus atributos físicos u ocupación basándose en una noticia periodística.

—Yo no escuché las noticias —agregó Lori—. Fue Russ quien me lo contó.

—Y usted le contó a Russ lo que hizo Nadia la noche anterior —dijo el doctor afirmando con la cabeza—. Por lo tanto, sabemos que usted no se estaba imaginando todo esto.

Lori frunció el rostro.

—Eso tampoco explica sus habilidades psíquicas, ni cómo ella alegaba estar oyendo voces. ¿Cree que era ella la que tenía alucinaciones?

El doctor Leverett se encogió de hombros.

—Volvamos las cosas del revés y consideremos los actos de ella de la misma manera que hemos considerado los de usted. Ella no se inventó el nombre de Lori, ni lo que sabía sobre usted. Pero eso apoya la teoría de que las voces fueran alucinatorias.

—Todo lo que dijeron esas voces resultó ser cierto.

—Todo lo que ella dijo resultó ser cierto —afirmó Leverett—. Oír voces es lo mismo que tener sueños; es otra manera de hablar consigo mismo.

—Pero el lenguaje de los sueños es simbólico —dijo Lori—. Y cuando Nadia soñaba conmigo o escuchaba las voces, obtenía información real. ¿Cómo podía ser esto posible?

—Criptomnesia, tal vez.

—¿Otra etiqueta para la amnesia?

—Otro fenómeno. La amnesia implica pérdida de memoria consciente, debido a estrés, trauma físico o enfermedad. La criptomnesia es también una cosa distinta. Desconocemos su causa o patología; lo único que conocemos es la diferencia. Para empezar, un criptomnésico sepulta los recuerdos que no fueron nunca percibidos a nivel consciente.

—Eso me suena un tanto forzado.

—Deténgase a pensar y verá cómo no. Normalmente la mayoría de nosotros lo ha experimentado de una forma suave; una palabra, un nombre, una frase parecen haberse colado de forma inesperada en nuestras mentes, cosas que no recordamos haber visto ni oído. Pero, en casos extremos, puede subir a la superficie, desde el inconsciente, una gran cantidad de ellas. Este tipo de información, en cierto modo, fue ignorada por nuestra conciencia al recibirla por primera vez. Puede asociarse a otros mecanismos que no sabemos explicar como ocurre con la memoria eidética, el recuerdo total. Y ello podría explicar lo que algunas personas llaman poderes psíquicos o percepciones extrasensoriales (ESP).

—¿Opina usted que Nadia Hope padecía criptomnesia?

—Ya dije que quizás. —El doctor Leverett se inclinó otra vez hacia delante—. Realmente valdría la pena ver si existe algún modo de verificar sus orígenes, pero eso es algo que debemos considerar más tarde. Lo más importante en estos momentos es el contenido de sus propios sueños.

En el camino de regreso a su casa, Lori estuvo reflexionando sobre el resto de la sesión y parte de lo que había hablado le pareció sumamente obvio. Por ejemplo, el simbolismo físico, es decir, la transformación de cables y tubos en serpientes. En cuanto a yo no soy Prissy, constituía una negación de represión sexual.

—Yo no me considero una reprimida —le había dicho Lori—. Sobre todo con Russ.

Pero si aquel joven de su sueño no simbolizaba a su amante, ¿quién era entonces?

—¿Y no recuerda a ninguno de las clases que fuera igual? —preguntó Leverett.

—Ni siquiera me acuerdo del colegio. Pero me parecía algo muy familiar.

—Tal vez lo fuera. ¿No cree posible que usted conociera de hecho a aquella persona, que fuera un hombre cuya muerte la hiciera sentirse tan culpable que usted misma le borró de su memoria consciente?

—Pero ahora estamos hablando de mi memoria. En el sueño yo era Priscilla.

El doctor Leverett frunció el ceño.

—Eso no lo ha dicho antes.

—Creía que lo había dicho.

—Prissy, pues, no era más que un sobrenombre. —El doctor asintió—. Esto empieza ahora a tener sentido. Usted pronunció otras frase: Escila y Caribdis, de la vieja leyenda griega. Con ella sus sentimientos sabían que no había camino de retorno, ni elección entre los peligros de uno y otro lado. ¿Pero no podría ser también Escila un eco de Priscilla? Este nombre podría provenir de algo tan simple como la lectura infantil The Courtship of Miles Standish y en concreto la frase que dice: Habla por ti misma, Priscilla. Eso es exactamente lo que está usted haciendo, hablar por usted misma en sus sueños.

—Sin embargo, hay una respuesta más simple —dijo Lori—. Creo que el nombre de Priscilla procede del anuario que Nadia Hope dejó en mi puerta.

—¿Anuario?

—Sí, el anuario de 1968 del Bryant College.

La voz del doctor Leverett sonó muy suave.

—¿Por qué no me ha dicho antes qué era eso?

—Debo haberlo olvidado —olvidado a propósito, se dijo Lori a sí misma. Pero fuera cual fuere su motivo, ella no podía detenerse ahora—. En ese libro hay una fotografía de una muchacha llamada Priscilla Fairmount que es exactamente igual que yo.

—¿Está usted hablando de una semejanza?

—De una identidad. Y no son imaginaciones mías porque Russ la ha visto también.

—¿Y es eso lo que la turbó?

—¿No lo estaría usted si viera su propia foto en un libro publicado antes de que usted naciera?

—Comprendo. Pero algunas coincidencias no resultan necesariamente tan inusuales. Los estudios somáticos demuestran que hay solo treinta y tantos tipos clasificados de fisonomías; treinta y siete, si recuerdo bien. Usted tiene que haberse hallado ante situaciones en las que confunde a un perfecto extraño con alguien a quien conoce. A todos nos sucede alguna vez.

—Pero esto fue de verdad fantástico. Me refiero a los últimos sueños que tuve en aquel extraño hospital. ¿De dónde saqué aquellos otros nombres y todas las cosas con las que soñé?

—El primer paso consiste en separar la fantasía de la realidad. —El doctor Leverett sonrió—. De hecho, usted no ha tenido jamás un encuentro con un cadáver reanimado en una capilla vacía ni la han tenido prisionera en ningún misterioso hospital. Obtener el material causante de ello no resulta fácil, pero no hay razones para creer que sea imposible. La explicación de por qué eligió aquellos otros nombres como personajes de sus sueños resultaría menos difícil si usted quisiera perseguirlos.

Perseguirlos. Lori consideró esa palabra. ¿Quería de veras perseguir eso? ¿Sería ella la perseguida en caso de no quererlo? Ahora solo había una cosa cierta. En cualquier caso, el doctor Leverett sería un grato aliado. Ahora se sentía inexplicablemente cómoda a su lado. En pocas horas, aquel extraño hombres gris se había convertido en un confidente. Este era su trabajo, desde luego, hacer que ella se sintiera así, y lo cierto era que lo realizaba bien. Sin embargo, ello no explicaba del todo la profundidad de su convicción. El sonido de la voz del doctor tenía un eco que casi parecía familiar; un sonido suave y tranquilizador. Eso era lo que ella necesitaba precisamente ahora, tranquilidad.

Lori se llenó de aire los pulmones.

—¿Me está sugiriendo otra sesión?

—Se lo estoy aconsejando. Y puedo prometerle que con una sola será suficiente.

Lori se quedó dudando.

—No estoy segura de encontrarme apta para el psicoanálisis.

—Ni yo tampoco. Pero sería una buena práctica si desea paz mental. —Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. ¿Por qué no se lo piensa bien antes de decidirse? Siempre está a tiempo de solicitar otro encuentro. Si lo hace, no sería mala idea que trajera el libro. Puede haber en él otras pistas que le hayan pasado por alto.

Lori consultó su reloj en aquel momento y vio la hora que era.

Después de aparcar su coche, volvió a mirar el reloj. Eran ya más de las ocho. No era de extrañar que su estómago estuviera alborotado. Había llegado el momento de ver qué tenía en el frigorífico.

Subió corriendo las escaleras y abrió la puerta. Con el fin de despejar el calor que se había acumulado en el salón, abrió las ventanas. Luego se desprendió de su bolso, acudió a la cocina y encendió las luces.

En la cocina hacía todavía más calor que en el salón, así que abrió la ventana y dejó que pasara el aire.

Abrir las ventanas. He aquí una buena terapia: abrir las ventanas de la mente para ventilar los problemas de una imaginación sobrecalentada.

Lori no tenía idea de cuánto cobraría por sus honorarios el doctor Leverett, pero estaba segura de que cuando enviara la nota de gastos iba a ser muy cara. ¿Podría permitirse el lujo de ulteriores sesiones?

Hasta ahora no tenía motivos de queja. Él la había ayudado a abrir algunas ventanas de su mente y cuanto decía era digno de consideración.

Dejó aparte la ventana y se puso a mirar la caja metálica que descansaba sobre la mesa de la cocina. En aquel instante recordó la observación hecha por el doctor Leverett acerca del libro del colegio. Tal vez tuviera razón; el hallazgo de la fotografía le había producido un choque tal, que ella no recordaba nada más de lo que pudo haber visto. Por lo que ella sabía, aquellos nombres podían haber estado mirándole a la cara desde la misma página, nombres que ella había almacenado en el subconsciente hasta que volvieran a salir a la superficie durante sus sueños. Tal como dijo el doctor Leverett, podían existir pistas que ella hubiera pasado por alto.

Pero se decidiese o no reanudar con él las sesiones de terapia, la busca y captura de aquellas pistas era un trabajo que ella podía hacer por su cuenta. Una vez que hubiera encontrado algo que comer y se sentara, peinaría el anuario concienzudamente, con un peine de púas muy finas, pero no solo la página de las fotografías, sino todo el libro. A lo mejor encontraba una respuesta.

Levantó la tapa de la caja, con intención de sacar el libro, y metió la mano a tientas. Estuvo palpando un ratito hasta que decidió mirar La caja estaba vacía.

Había volado el libro.