CAPÍTULO X

Lori dejó de lado sus pensamientos y se concentró en la conducción Su viaje a casa resultó fácil y sin acontecimientos ingratos ni eventualidades. El camino del infierno está pavimentado de buenas intenciones.

Su presente intención era beber algo en cuanto llegara a casa. Café instantáneo, por supuesto No tendría sentido el convertirse en otra Nadia Hope.

Pero mejor sería olvidarse también de ese pensamiento. Nadia Hope estaba muerta y se había ido para siempre.

Se había ido pero no estaba olvidada. Cuando Lori entró en la cocina, la caja metálica continuaba allí descansando sobre el tablero de la mesa en muda memoria.

Pasó de prisa ante ella, tratando de vaciar su mente mientras llenaba de agua un cazo y lo ponía sobre el fogón. Cuando estaba echando una cucharada de café soluble en un vaso, sonó el teléfono.

Seguramente era Russ pero, después de lo sucedido esa noche, no quería hablar con él. Lori hizo un esfuerzo para resistirse a contestar a aquella aguda e interminable convocatoria. Cuando dejó de sonar, el agua ya estaba caliente; llenó el vaso, removió su contenido con una cucharita y se fue con él a sentarse en la mesa de la cocina.

Una vez más se enfrentó a la caja metálica. ¿O era la caja quien se enfrentaba a ella?

Lori levantó la tapa y extrajo el libro. Sus páginas partidas se abrieron para revelar el rostro de Priscilla Fairmount.

¿Quién era aquella muchacha? ¿De dónde venía… y por qué? Llevaba más de veinte años inhumada en una caja metálica semejante a un pequeño ataúd. Los muertos no se levantan.

¿Estaría muerta?

Lori frunció el ceño mientras sorbía el café. Tal vez en la actualidad Priscilla Fairmount se encontraba viva y rebosante de salud; sería una mujer de poco más de cuarenta años. Esto significaba que podía estar inscrita en la guía telefónica.

Como si fuese una insinuación, el timbre del teléfono reanudaba sus llamadas. Lori apartó la silla y corrió hasta la mesa donde descansaba el aparato, pero no hizo ademanes de descolgar. Lo que hizo fue alargar la mano hasta la repisa que había debajo del tablero y coger la guía.

La abrió por la sección correspondiente y se puso a recordar en piadoso silencio la lista de abonados que empezaban por la letra F. Por fin, el aparato dejó de sonar.

Fairbanks, Fairbrook, Fairman… pero no había ningún Fairmount.

Lanzando un suspiro, Lori depositó en su sitio la guía. Qué necio por su parte esperar una solución tan fácil. Lo más probable era que ahora Priscilla Fairmount tuviese nombre de casada o viviera en otro sitio. Incluso aunque continuase soltera y tuviera teléfono registrado en aquella zona, seguramente correspondería a otro tomo de la guía. El gran Los Ángeles comprendía más de media docena de guías telefónicas y Lori disponía solo de las páginas blancas y amarillas de dos de ellas. Mañana se pasaría por las oficinas de la compañía a fin de extender su búsqueda a los demás. El llamar a información hubiera equivalido a pelearse con la operadora inútilmente, pues no podía aportar ningún otro dato sobre la dirección que buscaba. Y además, ahora estaba demasiado cansada. Estaba cansada de mirar, de pensar y de oír el maldito teléfono. Lo que necesitaba era un buen reposo nocturno.

Lori se disponía a descolgar el aparato; luego dudó. Si Russ volvía a llamar y recibía la señal de que comunicaba, a buen seguro que se presentaría allí en persona. Lo que menos deseaba ella era que viniera Russ a aporrear la puerta y a montar una escena.

Se le ocurrió otra manera de solucionar el problema. Colocaría el aparato sobre el sofá, cubierto por varios almohadones. Aquello amortiguaría el sonido; o al menos así lo esperaba ella. Si Russ quería estar llamando por la noche, que lo hiciera. Ella necesitaba dormir. Regresó a la cocina. El anuario seguía abierto sobre la mesa Se apresuró a cerrarlo y metió a Priscilla Fairmount de nuevo en su pequeño ataúd metálico. Buenas noches y felices sueños.

En cuanto a ella, la noche no había sido buena y la idea de que volvieran sus pesadillas no le resultaba agradable. Tal vez las pesadillas pudieran evitarse gracias al doctor Justin y a sus píldoras.

Las encontró en el armario del cuarto de baño y se tomó dos antes de desnudarse. Era otra vez una doble dosis, pero ahora la necesitaba. La noche anterior le había dado resultado.

Cuando terminó de quitarse el maquillaje y ponerse el pijama las píldoras empezaron a surtir efecto. Hizo el camino hacia la cama a trompicones y mientras se esforzaba por mantener los ojos abiertos se daba cuenta de que ya estaba casi dormida.

Una vez que la almohada la acogió dentro de su cálida oscuridad, sus ojos acabaron de cerrarse rendidos por completo. Era hora de descansar, de no seguir pensando; hora de detener el tiempo.

Pero el tiempo no se detenía, seguía corriendo. Y resultaba muy extraño, pues el tiempo corría hacia atrás.

Ella corría también, a lo largo del corredor, mientras continuaba sonando el timbre. ¿Sería el teléfono? No, aquí no había teléfono, solo un largo corredor alineado de taquillas.

Ahora reconoció las taquillas; eran como las que hay en los colegios Y el timbre también era igual que en los colegios anunciando que llegaba tarde a clase.

¿Pero qué clase? El corredor le resultaba curiosamente familiar, aunque no era de los que recordaba haber visto antes. Pero eso no importaba en realidad porque todos los corredores de los colegios se parecen mucho. No había necesidad de preocuparse por ello, no había necesidad de pensar. Lo único que necesitaba era descansar.

Solo que ella no podía descansar porque tenía que correr. Todavía no era demasiado tarde y, si se acordaba, podía llegar a clase.

Ahora, al ver la puerta, se acordó; la abrió y pasó por ella. Había llegado a tiempo, a su hora Los demás estudiantes ya estaban allí, afanándose por tomar asiento. Ella ocupó el suyo. Primera fila, la segunda por la izquierda.

Era el profesor quien llegaba tarde; si demoraba su tardanza unos minutos más, ella tendría ocasión de charlar.

Al parecer, el joven rechoncho de hombros cuadrados y pelo rojo oscuro tenía la misma idea, pues cuando ella empezó a volverse él se puso a su lado y dijo sonriendo:

—Hola, Prissy.

Ella arrugó el ceño.

—¿Cuántas veces te tengo dicho que no me llames así?

—Cientos —la sonrisa del joven se amplió.

Era curioso; también ella había visto aquella sonrisa cientos de veces y no podía recordar su nombre. ¡Recordar! Tienes que recordar. No me digas que has olvidado lo de anoche.

—Anoche —decía ella ahora—. Tenemos que hablar.

—No hay nada que hablar. Todo ha terminado.

La sonrisa se iba desvaneciendo. Y él también, igual que el resto de la clase.

¡No, no te vayas! No te vayas hasta que tomemos una decisión juiciosa, una especie de elección entre Escila y Caribdis. ¡No me dejes aquí colgando!

Ese era el lugar que ella temía.

En el lugar lejano sonaba la campana de la iglesia mientras ella estaba de pie sola en la capilla. Totalmente sola, contemplando el rostro del joven de pelo rojo oscuro.

Aunque parecía dormido, ella sabía que no lo estaba. Ella estaba durmiendo y él estaba muerto. Muerto, como ella había temido. Lo sabía porque antes había visto a otras personas muertas. O pensaba haberlas visto.

Pero no importaba. Él estaba muerto y ella se hallaba colgada, pendiendo sobre un ataúd abierto.

Había flores, cuyo olor mareaba hasta la muerte. Ella se inclinó para apartarlas a un lado y librarse de aquel olor que amenazaba con ahogarla.

Y fue entonces, al agacharse ella, cuando él abrió los ojos.

Sus párpados se replegaron hacia arriba y sus pupilas se proyectaron hacia delante en una mirada fija y ciega. No, no era cierto, él estaba consciente y la veía a ella. Las hundidas mejillas se ondularon y se abrieron los labios purpúreos. Al separarse aquellas fauces, ella fue rociada por el hedor que salía de la boca abierta; un hedor de podredumbre y corrupción. Luego saldrían las palabras a manera de susurro.

—Olvídalo. —La voz era un murmullo mecánico, plano, apagado, muerto—. Olvídate de anoche. Nunca sucedió.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Cómo puedes decir eso? Tenemos un problema.

—Ese problema es tuyo ahora, Prissy.

—Cuantas veces te he dicho que no me llames Prissy…

¿No le había ella dicho lo mismo en la clase? ¿O estaba todavía en la clase y no hacía más que repetirlo? Él le había sonreído entonces y también le sonreía ahora.

Pero aquella sonrisa era diferente. Risus sardonicus, la mueca de la muerte. Y aquella sonrisa se hizo mayor a medida que salía la hediondez de la muerte, mezclándose con el aroma de las flores marchitas.

En efecto, las flores se habían marchitado, las hojas se habían oscurecido y los pétalos se arrugaban y caían.

Lo que yacía dentro del ataúd también se estaba transformando Los ojos continuaban abiertos, la boca permanecía ofreciendo una mueca triste e inmutable, pero la palidez cerúlea del rostro estaba moteada y se iba ennegreciendo. Sobre las onduladas mejillas se alzaba y entrecruzaba una red de venas fileteadas de azul. Y entonces reventaron, pero no brotó sangre; lo que saltó de ellas fueron chorros de limón amarillo. Pequeñas partículas de carne empezaron a desprenderse, arrugándose y cayendo igual que los pétalos de las flores marchitas Y, al hacerlo, dejaban al descubierto los huesos pelados.

Ella retrocedió en busca de aire para respirar. Pero el vaho seguía ascendiendo. Y también él.

Se fue incorporando a pequeños tirones hasta quedar en posición sedente y su espasmódico esfuerzo le hizo desprenderse de más partículas de carne de su contorsionado rostro. Matojos de cabello retorcido empezaban a soltarse de la cabeza, dejando al descubierto la superficie verdosa del cráneo que aparecía salpicada de diminutas pecas blancas removiéndose y agitándose sin cesar. Luego extendió los brazos.

Ella se puso a gritar, corriendo en dirección a la puerta de la capilla. Pero la capilla era muy larga y angosta y la puerta aparecía a lo lejos. Al otro lado, las campanas de la iglesia tañían de nuevo, haciéndolo a un ritmo creciente que se mofaba de si pasos. Y en torno a ella se arremolinaba el hedor inundándole la garganta y los pulmones hasta obligarla a detenerse, jadeante, para recuperar el aliento.

Mientras corría, se volvió a mirar solo un instante, pero se hallaba ya demasiado lejos para ver que el ataúd estaba vacío.

Y estaba vacío porque su ocupante había salido de él y se inclinaba para recoger un puñado de flores marchitas y formar con ellas un ramo putrefacto. Aquella criatura entonces se volvió y echó a correr hacia ella, haciendo una mueca y sosteniendo en alto su oferta de amor. Ella continuaba su carrera, gritando, pero la puerta aún se encontraba muy lejos y su perseguidor se le iba acercando. Aquella criatura avanzaba con lentitud y rigidez, de forma espasmódica. No había manera de cortar su avance, por mucho que ella corriera. Fue ella en cambio la que se detuvo, boqueando, anulando su esfuerzo por el olor que la envolvía. Al mismo tiempo, se le enredaban los pies.

Ofuscada, bajó la vista hacia un remolino de flores marchitas. Alrededor de sus pies yacían montones de ellas y otras muchas continuaban cayendo. Trató de apartarlas con el pie, pero en seguida fueron remplazadas por otras, notando los ligeros impactos que le causaban en la espalda, en los muslos y en las piernas que tanto le temblaban. Al mirar hacia atrás vio de dónde procedían.

Era su perseguidor que la estaba apedreando con pétalos. Desgarrando los moribundos capullos de los tallos sin vida, aquella criatura los lanzaba en torno a ella hasta alcanzar un espesor que rebasaba sus tobillos y se elevaba con vertiginosa rapidez. Dio un traspié y cayó hacia atrás, precisamente entre los brazos que la aguardaban.

Unos dedos huesudos rascaron sus hombros y se hundieron en ellos obligándola a volverse y verse frente a frente con lo que quedaba de aquella cara.

La horrenda calavera, sin pelo ni carne, iba acompañada por una máscara móvil de pequeños corpúsculos que serpenteaban dentro de las cuencas vacías de los ojos, recorrían el tabique nasal y reptaban por el maxilar sin labios sobre una dentadura mellada e irregular.

Pero las calaveras saben reír y aquella estaba riendo.

La calavera se reía y ella se ahogaba, oprimida por unas oleadas de putrefacción que consumían su aliento.

Entonces, aquella criatura la obligó a acercarse más, sujetándola rígida e implacablemente en un abrazo inseparable. Ella notó la apetencia que sentía aquella criatura, pero no podía moverse, ni respirar, y ahora que la cabeza del muerto se inclinaba reclamando un beso de su boca, supo que no tenía escape.