Lori se alegró de encontrarse en su casa.
Desde luego, en realidad no era su casa; llevaba solo unos días viviendo en el apartamento. Sin embargo, era un sitio donde podía despojarse de sus ropas, quitarse el maquillaje y relajarse.
Ante todo, quería olvidar esa noche. Mientras se quitaba la blusa y la falda, el persistente olor de humo metido en sus ropas le trajo a la memoria la escena del lugar donde había estado y de lo que había estado haciendo.
¿Y qué era lo que había estado haciendo? Ir a una cacería inútil con una extraña, con una mujer borracha que alegaba ser una psíquica que oía voces. Aquello no tenía sentido.
Lori trató de apartar de su imaginación este pensamiento mientras estaba sentada delante del tocador, entregada al rito nocturno de desmaquillarse. Pero cuando las servilletas de papel y bolitas de algodón borraron los cosméticos, la imagen de la cara que vio reflejada en el espejo le recordó que el hecho de que algo tuviera sentido constituía una ilusión. Nosotros damos sentido a una cosa solo cubriendo la realidad que subyace debajo de ella.
Una vez eliminado el maquillaje, sus pronunciados pómulos enmarcaban unas facciones todavía jóvenes y sin arrugas; pero sin los toques de color, la sombra de ojos o la máscara facial, su rostro revelaba una vulnerabilidad que la cosmética solo ocultaba.
Tenía sentido aparecer atractiva y sofisticada, pero eso pretendía engañar a otros. La verdad, se dijo Lori, es que todos somos vulnerables porque tenemos miedo de un mundo que no comprendemos. ¿Por qué nacemos en él, por qué vivimos, por qué morimos? Y luego, la pregunta final, el temor final: ¿qué sucede después de la muerte? Como la ciencia, la filosofía o la religión no pueden resolver los misterios, echamos mano de otras cosas en busca de una solución: hechiceras y brujas en el pasado; médiums y mentalistas en nuestros días. Pero ellos no podían proporcionar pruebas y muchos se dedicaban al puro engaño.
¿Era Nadia un engaño?
Parecía sincera; ella creía de verdad que los sueños y las premoniciones la habían conducido hasta Lori, que las voces la guiaban en la búsqueda de aquella noche. Pero las calles de la ciudad están llenas de parapsicólogas que oyen voces y creen en los sueños. Mas a la hora de la verdad, no se descubría nada.
Un porrazo la hizo levantar de su asiento. Sobresaltada, lo primero que pensó fue que el ruido procedía del interior de la vivienda. Fue andando de puntillas hasta la puerta del dormitorio y se puso a escuchar, pero todo estaba ahora en silencio.
Lentamente recorrió el pasillo hasta la puerta de la cocina y encendió la luz. La estancia estaba vacía; nada se había caído del fregadero ni del armario y la ventana estaba cerrada con el cerrojo.
Lori retrocedió por el pasillo. El cuarto de baño estaba tranquilo, todo estaba en su sitio y la pesada red de la ventana seguía allí.
Unos pasos más la condujeron hasta el salón; de nuevo se detuvo, esforzándose por oír algún ruido, y miró, a la luz de la lámpara, en busca de su origen. Lo único que oía era su propia respiración y en las sombras no había nada acechando. Al mirar a la puerta de entrada se percató de que la cadena de seguridad continuaba puesta, tal y como ella la había dejado.
La conmoción seguramente procedía del descansillo exterior; lo más probable era que se tratara de algún vecino que regresaba a casa después de una trasnochada sesión en un bar.
Lori arrugó el entrecejo dubitativa. Ese golpe podía corresponder a la caída de un borracho, pero después habría oído pisadas. Podría ser cualquier otra persona y no un borracho. ¿Y si esa persona estuviera enferma, si hubiera sufrido un ataque al corazón?
Aspiró aire con fuerza y se dirigió a la puerta. Desenganchó la cadena y luego hizo girar la llave. Abrió la puerta con cautela; bastaría con una abertura de pocos centímetros. Fue suficiente pues en el suelo, apoyado en la puerta, había un objeto.
Al mirar hacia abajo, Lori vio una caja metálica. Oteó el rellano pero no había nadie. Quienquiera que le hubiese dejado la caja delante de su puerta, se había marchado.
¿Le hubiese dejado?
El fruncido de su rostro se acentuó más. ¿Qué razones tenía para pensar que la caja iba dirigida a ella? Y, sin embargo, no podía despejar la convicción de que así era. De nuevo recordó las palabras de Nadia: Todos nacemos con percepciones extrasensoriales. Vienen con el territorio.
Nadia Hope… ¿Habría traído ella la caja? Si era así, ¿por qué no había tocado el timbre o llamado a la puerta?
No obtuvo respuesta. La mejor respuesta era la propia caja. Lori se agachó y la levantó en alto. Su contenido pesaba mucho y no sonaba nada dentro.
Echando la llave y poniendo la cadena, se llevó su hallazgo hasta la cocina y la depositó sobre una mesa, debajo de la luz.
Quiso abrir la tapa, pero no lo consiguió. La placa metálica que tenía debajo representaba una cara plateada y rodeaba el ojo vacío de la bocallave.
Cuando Lori salió de la cocina, aquel ojo la siguió. De vuelta en el dormitorio, abrió su bolso y extrajo de él la tarjeta de Nadia. Se fue al salón, miró el número del teléfono y marcó sus cifras.
No respondió nadie.
Esperó a que sonara diez veces y luego colgó. Probaría más tarde. Y mientas tanto…
Mientras tanto, de vuelta a la cocina, la caja seguía esperando, y aquella bocallave no dejaba de mirarla. A lo mejor conseguía abrirla sin llave.
Lori cogió un cuchillo de mesa de un cajón situado junto al fregadero y trató de insertar la hoja por el borde de la tapa, pero resbaló el filo metálico. El ojo burlón seguía mirándola.
Repitió, sin éxito, sus esfuerzos; la tapa estaba demasiado ajustada. No importaba, probaría otra vez el número de Nadia.
De nuevo acudió al salón y marcó el número, otra vez oyó el eco vacío del timbre sin respuesta.
¿Dónde estaría aquella mujer? Hasta los bares estaban cerrados a aquellas horas, y casi todo el mundo se hallaba en casa, en la cama. En la cama era donde tendría que estar Nadia, y donde Lori deseaba encontrarse ya. Pero sabía que no podría dormir, con aquella caja en la cocina echándole el mal de ojo.
Mal de ojo. Cosas que chocan de noche y caen en el umbral de tu puerta…
Obedeciendo a un impulso, volvió a usar el teléfono. Esta vez obtuvo respuesta. La voz de Russ se oyó debilitada por el sueño.
—¿Lori? ¿Dónde estás?
—En casa. Tengo algo aquí que debo enseñarte.
—¿A las dos de la madrugada? ¿Qué es?
—No puedo explicártelo. Tienes que verlo. Russ, por favor…
—Media hora.
Lori, reconfortada, colgó. Marcó una vez más el teléfono de Nadia, pero tampoco ahora obtuvo respuesta. Sin embargo, ya no había motivos para preocuparse porque Russ venía de camino. Había llamado siguiendo un impulso, solo para escuchar una voz amiga, y la necesidad de ver un rostro familiar.
Las preguntas seguían en pie. ¿Hasta qué extremo podía confiar en él y qué podía decirle? Y si no la creía…
Lori necesitaba algo que aclarara sus ideas; tal vez la ayudara un poco de café.
Al llegar Russ ya había preparado el café. Pero cuando lo condujo hasta la cocina, él no estaba interesado en tomarlo.
—¿De dónde ha venido esta caja?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes?
—Por favor, siéntate. Tengo mucho que contarte.
Mientras ella hablaba, Russ se limitó a escuchar, sin interrumpirla ni expresar ninguna reacción. Pero cuando le dijo cómo había encontrado la caja, él hizo un gesto de extrañeza y se agitó incómodo en la silla. Ella no quería hacerle la pregunta, pero sabía que tenía que hacérsela.
—¿Es que no me crees?
—Te creo —asintió Russ todavía con el ceño fruncido—. La cuestión es que todo esto no tiene sentido. ¿Por qué piensas que la trajo Nadia Hope?
Lori titubeaba al hablar.
—Ya te lo he dicho… No es que yo lo piense… Solo que tengo esa sensación. Quiero decir…, ¿quién, si no, ha podido ser?
—Entonces, ¿por qué ella no ha esperado a decirte algo?
—No lo sé…
—¿Y tienes alguna sensación con respecto a todo este asunto?
—No te burles de mí. Te estoy diciendo la verdad.
—La verdad no va a servir de nada si no hacemos algo más. Tiene que haber alguna razón. —Russ se dirigió hacia el teléfono—. ¿Cuál es el número de esa mujer?
Lori le fue leyendo las cifras mientras él marcaba. Después se sentó a esperar mientras sonaba el timbre. Al ver que Russ colgaba el aparato, ella meneó la cabeza.
—Ahora estoy preocupada de veras. ¿No crees que deberíamos llamar a la Policía?
—¿Para decirles qué? —Russ alargó la mano sobre la mesa para coger la de ella—. Mira, Lori, yo sé que eres sincera conmigo. Pero si dices eso a los polis…
—Entonces, ¿qué podemos hacer?
—Abrir la caja.
—Ya he intentado hacerlo con un cuchillo, pero no ha dado resultado.
—¿Tienes por ahí alguna herramienta? Un martillo, un cortafrío…
—No lo creo. —Lori soltó la mano de Russ—. Espera un poco. Debajo del fregadero hay una caja de cartón; contiene clavos, arandelas… Se lo dejaron los anteriores inquilinos. A lo mejor hay algo que nos puede resultar útil.
Russ vertió sobre la mesa el contenido de la caja de cartón, rebuscando entre un montón de ganchos de cortina, pilas viejas de linterna, fusibles y trozos de alambre. La única herramienta que había era un destornillador y unos alicates.
—Vale la pena intentarlo —dijo él.
Introdujo la punta del destornillador en el ojo de la cerradura e hizo presión en un sentido y otro sobre el mango. Se oyó el sonido del metal raspando dentro de la cerradura y a continuación se partió la barrita del destornillador, con lo que un trozo de la misma quedó encajada dentro del orificio.
—¡Maldita sea! —exclamó Russ.
Cogió los alicates y atenazó con ellos el trozo del destornillador que sobresalía del ojo de la cerradura, aplicándole un movimiento de presión de un lado a otro. Emitiendo una especie de quejido agudo, la tapa de la caja metálica se abrió de golpe y la punta rota del destornillador rebotó sobre la mesa.
Sin reparar en este detalle, los dos se quedaron mirando fijamente en silencio el interior de la caja abierta. Lori, entonces, dirigió la mano hacia su contenido. Russ atisbaba mirando por encima del hombro de ella.
—Un libro. ¿Eso es todo?
—Eso creo. —El delgado ejemplar estaba encuadernado en imitación de piel marrón, con letras estampadas en oro muy desvaídas. Lori leyó en voz alta su título—: Anuario del colegio Bryant.
—Jamás he oído hablar de ese lugar —dijo Russ.
—Ni yo. —Lori, con el ceño fruncido, se sentó junto a la mesa y abrió el libro—. Le falta la primera hoja.
Russ atisbó por encima del hombro de ella.
—Mira qué corte tan irregular hay donde empiezan las hojas. Alguien ha arrancado la página.
—¿Por qué iban a hacerlo?
—Tal vez hubiera en ella estampada alguna firma o un ex libris. Algunos compradores de libros de segunda mano prefieren desprenderse del nombre del poseedor original.
—También podría llevar escrita cualquier otra cosa, como la dirección del colegio —dijo Lori—. O el copyright u otra información impresa en la otra cara.
—Yo diría que este colegio no está muy lejos de esta zona —añadió Russ—. Pero poco importa eso ahora. Veamos lo demás.
Lori empezó a pasar páginas y se detuvo cuando observó que las hojas se separaban en un apartado de la encuadernación. Era evidente que el libro había sido abierto muchas veces por aquel punto.
La página de la cara izquierda llevaba impresa solo la línea en negrita: Clase de 1968. Pero la página de la derecha estaba llena de fotografías, colocadas en hileras, correspondientes a chicas estudiantes, de medio cuerpo, que sonreían a la cámara. Todas llevaban gorros planos y uniformes de graduación. Debajo de las fotografías iban puestos los nombres por orden alfabético.
Uno de los nombres de la línea de abajo estaba rodeado por un círculo rojo hecho a lápiz.
Russ, de pie junto a ella, también se había percatado de este detalle.
—¿Te dice algo esto? —preguntó Russ.
La boca de Lori se agitó de forma convulsiva en un espasmo, pero no profirió palabra alguna. Russ vio cómo la mirada de ella se detenía en el círculo rojo y luego miraba la fotografía que había encima.
A primera vista, la estudiante de la foto no parecía nada diferente de las del resto de la promoción de 1968. Pero cuando Russ le echó un segundo vistazo encontró la respuesta a su pregunta. Debajo de la foto aparecía escrito el nombre de Priscilla Fairmount.
Sin embargo, la muchacha que había en la foto era Lori.