CAPÍTULO VI

Lori introdujo los pies dentro de las zapatillas, movió las puntas y se apeó del coche.

—Mejor así, ¿verdad? —dijo Nadia Hope—. Sería una tontería echar a perder ropas o zapatos buenos. Por eso llevo yo este mono. —Al notar que Lori miraba con prevención las oscuras ventanas de la casa situada al lado, se apresuró a decir—: No se preocupe, no hay nadie en esa casa. Además, usted vive aquí.

Ya no vivo aquí, dijo Lori para sus adentros. Nadie vivía en estas ruinas, ni nadie se aventuraría a vivir otra vez allí, como no fuera un insensato de ideas descabelladas.

—Por favor —murmuró Nadia Hope—. Nada de pensamientos negativos. —Echando mano al bolsillo de su mono sacó una linterna y la encendió—. Vamos.

Giró sobre sus talones, cruzó la acera y echó a andar sobre el césped cubierto de ruinas. Lori la siguió, agradecida de que el haz luminoso de la linterna le señalara el camino. Las dos mujeres juntas cruzaron la zona exterior, compuesta de hierba chamuscada, saltando sobre fragmentos de madera, metal y hierbajos destrozados.

Cuando penetraron en una esquina donde la cimentación aparecía ennegrecida por el humo, sus pies se hundieron profundamente en las cenizas. Nadia aflojó el paso.

—Cuidado con las tablas que pueda haber debajo —le dijo a Lori—. Algunas tienen clavos.

Al frente se destacaban los restos calcinados de la chimenea de piedra.

—Aquello era el salón, ¿verdad? —preguntó Nadia señalando con la cabeza.

Lori asintió en silencio. Durante un momento cerró los ojos y empezó a ver escenas familiares; eran escenas cambiantes que ella había conocido a lo largo de los años. Una espaciosa habitación de elevadas paredes con masivas piezas de mobiliarios más altas que su cabeza y el extenso pavimento tapado por una alfombra mullidísima sobre la que se arrastraba una niña jugando con su muñeca Barbie. Luego surgió otra habitación un tanto más pequeña, donde se sentaba delante de la chimenea una noche de invierno mientras que mamá traía tazones de palomitas de maíz para ella y para papá. Los tres eran más jóvenes; la niña con las nuevas barritas ortopédicas en los dientes el hombre, robusto, cuyo pelo era gris solo en las sienes, y la alegre y vivaracha mujer transpirando por todas partes una vitalidad que no la dejaba estarse quieta ni siquiera sentada.

Luego cambió la habitación; su mobiliario aparecía recubierto o sustituido, con nuevas cortinas en las ventanas y alfombras recientes en el suelo. Lori se situaba allí en sus últimas vacaciones festivas, regresando a una casa que ya no reconocía. ¿O era acaso que habían cambiado sus moradores?

Papá arrastraba los pies por las sombras con los hombros caídos; mamá, sentada y silenciosa en su silla de ruedas, contemplando la luz de un fuego que no conseguía iluminar la negrura de su eterno crepúsculo. Dos personas viejas en una casa vieja.

Luego desaparecieron los dos, desapareció la casa y solo quedó ella. Ella y Nadia Hope…

—Por aquí —la llamó Nadia haciendo señas, y Lori percibió el gesto al abrir los ojos.

Lori echó a andar hacia ella.

—¡No, pare!

El abrupto mandato de la pequeña psíquica hizo que Lori se detuviera en seco.

—Dé un rodeo por la izquierda —dijo Nadia—. Ahora, poco a poco.

Cuando Lori estuvo junta a ella se puso a otear hacia la doble parcela de la casa contigua, aliviada de no haber visto que se encendiera ninguna luz tras las cortinas de su ventana.

—Sería mejor que bajara la voz —murmuró—. La pueden oír los vecinos.

Nadia Hope se encogió de hombros.

—Más voces habrían oído si cae usted en el boquete que hay debajo de las cenizas por donde venía caminando. De caerse en él se podría haber roto el cuello.

—¿Precognición?

—Qué diablos de precognición. Sentido común. —Nadia se detuvo a examinar un montón de piedras que en otro tiempo fuera un hogar de leña—. Parece como si la chimenea hubiera reventado.

—Los de investigación de incendios estuvieron aquí. No han dicho nada de una explosión.

—Pudo hacerlo el calor. El calor y la presión. —Nadia afirmó con la cabeza—. Pero una cosa es cierta. Este lugar ha sido incendiado.

Lori sintió de nuevo frío.

—¿Cómo lo sabe?

—Tengo esa impresión. Muy fuerte.

Nadia apuntó con la luz de su linterna a la base de la ennegrecida chimenea. Luego pegó el oído contra un extremo de ella.

—¿Qué está usted haciendo…?

—¡Silencio!

Con los ojos cerrados y la frente fruncida, la acompañante de Lori fue pasando con mucha parsimonia su mejilla por el borde de la piedra de la chimenea. Cuando alzó la cabeza apareció tiznado el lado izquierdo de su rostro.

—La he oído —murmuró—. He oído la misma voz…, la voz de un hombre. Se alegró de que haya venido usted porque tiene que mostrarle algo. —Nadia Hope se alzó, sacudiéndose el tizne de su mono—. Pero hay una cosa que no está muy clara. ¿Tenía la casa alguna habitación donde hubiera estanterías de libros?

—Sí, donde trabajaba papá. Creo que se llama un estudio, pero él lo llamaba siempre su refugio. Su pequeño refugio de maldad.

—Maldad, esa es la palabra que me ha enviado. —Nadia asintió. Entregó la linterna a Lori—. Indique el camino, pero cuidado dónde pisa.

Lori recorrió la distancia, no muy larga, que las separaba desde la chimenea hasta un vestíbulo. Esta vez lo hizo con precaución, abriéndose paso por un tortuoso camino entre montones de escombros del techo derruido. Contó veinte pasos, que avanzó lentamente, sobre cenizas y bloques de yeso que parecían haber sido cambiados por los bomberos una vez extinguido el siniestro. Luego llegaron a una zona más amplia circundada de escombros y tablas rotas.

Al llegar a ella, Lori se detuvo y se quedó mirando la madera astillada de los estantes que habían servido para alojar libros. Pero en vez de libros lo que había ahora eran hebras de correas quemadas o tapas y lomos sintéticos derretidos. Gran parte de los textos se habían quemado, salvo algunas páginas chamuscadas que parecían haber sobrevivido de forma milagrosa. Algunas de ellas estaban diseminadas al azar, pero otras habían sido agrupadas en pequeños montones durante búsquedas anteriores.

¿Búsquedas sobre qué? Ni siquiera sé qué estamos buscando.

—Ni yo tampoco —dijo Nadia—. Pero está aquí, en esta habitación. Mejor dicho, lo que fue una habitación.

Lo que quedaba era un montón de ceniza, sometido a la observación de Lori. Enfocó su linterna sobre el marco de un retrato, donde todavía brillaban unos ribetes dorados, también aparecía el armazón metálico de un mueble archivador, la difícilmente reconocible estructura de una máquina de escribir, y junto a ella, el esqueleto plateado de un taburete de mecanógrafo.

La silla de ruedas de mamá no estaba en el salón. ¿Se la habrán llevado los de investigación de incendios?

—Sí —respondió rápidamente la voz de Nadia. Bajo sus pies crujían las tablas a medio quemar. Nadia se detuvo ante lo que quedaba de una mesa escritorio. Inclinándose un poco, retiró con las manos un montón de ceniza—. Habría sido más sensato llevar guantes —murmuró.

Sus dedos encontraron poco material tangible; solo quedaban algunos fragmentos del tablero, patas y lados del escritorio. Los cajones también habían ardido, salvo los agarraderos de latón, pero algunos trozos y piezas de su contenido estaban mezclados con la ceniza: clips sujetapapeles medio fundidos, burbujas de plástico de lo que fueron bolígrafos, la base de piedra calcinada de un estuche de cintas.

—No queda ningún documento —murmuró Nadia—. Si alguno se libró del fuego, se lo llevaron los investigadores.

Lori asintió.

—Supongo que buscarían pistas.

—No las encontraron —dijo Nadia—. Y nosotros no vamos a conseguir nada mejor. —Se dirigió hacia el mueble archivador que aparecía volcado de un lado. Lanzando un gruñido de esfuerzo consiguió levantarlo y miró el hueco donde habían estado puestos los cajones—. Esto no lo hizo el fuego. ¿Ve estas marcas? Debieron forzar las puertas para ver lo que había dentro.

—¿Cree usted que encontraron algo? —preguntó Lori.

—Si lo encontraron fue algo sin importancia. En caso contrario, ya lo sabría usted. —Nadia levantó la cabeza—. ¿Sabe si había alguna caja fuerte?

—No. Papá tenía una empotrada en la pared de su oficina, pero aquí no tenía ninguna.

Nadia afirmó con la cabeza con aire distraído, inclinándola como si estuviera captando cierto mensaje. Luego frunció el rostro.

—¡Maldita sea! ¡La he perdido!

—¿El qué?

—La voz. Estaba tratando de sintonizar con ella, pero aquí hay demasiadas vibraciones. No se preocupe, parece que vamos por buen camino. Ya encontraremos algo.

Nadia se volvió y echó a andar hacia los cimientos de lo que había sido una pared exterior. Aún había allí algunas tablas, parcialmente rotas y quemadas. Habían sido amontonadas con cuidado y la ceniza de su alrededor había sido retirada. Resultaba evidente que los investigadores habían estado trabajando allí. Pero cuando Nadia se puso a fisgonear detrás del montón, vio debajo lo que habían descubierto los investigadores.

—La luz —dijo—. Creo que hemos encontrado algo.

Lori se acercó. Las cenizas crujían bajo sus pies. Cuando estuvo junto a Nadia, apuntó con la linterna detrás de la hacina de tablas. Sus rayos reflejaron los destellos de cristales rotos y sepultados bajo las tablas astilladas.

—El mueble bar de papá —murmuró Lori—. Mejor dicho, lo que queda de él.

Nadia se agachó y se puso a examinar los fragmentos de cristal. De ellos continuaba desprendiéndose un vapor que se mezclaba con la acritud del hollín y de las cenizas.

—Déjeme un momento la linterna —dijo Nadia alargando la mano. Enfocó el haz luminoso sobre aquel revoltijo y fue retirando cascotes y trozos de tabla hasta descubrir el estante que había debajo—. Qué lástima la pérdida de este buen licor.

Tiró de un agarradero de latón que había en la puerta, parcialmente intacta, de la base del aparador. La puerta cedió y se abrió hacia un lado. El foco luminoso puso al descubierto todo el contenido del mueble; botellas rotas, una coctelera de plata, un frasco de cristal con el cuello limpiamente seccionado.

—Nada —dijo Nadia sacudiendo la cabeza—. Qué mala suerte. Podía haberme echado un par de tragos ahora mismo.

Ahora mismo. Al mirar a su reloj, Lori quedó sorprendida al ver que sus manecillas corrían hacia la medianoche.

Medianoche, la hora de las brujas. Y aquí estaba ella con una bruja en su versión moderna; una llamada sensitiva que no percibía nada. ¿Qué había sido de aquellas promesas de descubrir algo, haciéndose pasar por una mentalista psíquica? ¿Qué había en cuanto a la voz que Nadia aseguraba escuchar, la voz que se disipaba tan fácilmente con el crujido de las cenizas?

Alucinaciones, y nada más. El único espíritu que establecía comunicación con Nadia era el duende de la botella. Las verdaderas brujas acudían a los aquelarres, pero lo que esta necesitaba era acudir a una asociación antialcohólica.

—Tiene usted que comprender —dijo Nadia—. No puedo controlar los poderes. Vienen y se van.

—Mejor sería que nos fuéramos nosotras —murmuró Lori—. Aquí no hay nada que hacer.

—Por favor, deme un poco de tiempo para concentrarme.

Lori negó con la cabeza.

—Se está haciendo tarde y yo me encuentro muy cansada.

—Está bien —dijo Nadia suspirando.

Entonces echó a andar Lori y esta se volvió con la linterna para alumbrar el sendero de césped en su regreso. Cuando llegaron al arcén donde estaban aparcados los coches, Nadia habló de nuevo:

—Lo siento, lo siento de veras.

—No importa. Todos nos equivocamos.

—Pero esto no es una equivocación. Le juro que aquí hay no sé qué. Y la próxima vez…

—¿La próxima vez?

Nadia afirmó con la cabeza.

—Tenemos que probar otra vez. ¿Qué le parece mañana por la noche?

—Me temo que mañana no podré venir.

—No prescinda de mí, Lori. Tenemos que volver. —Nadia sacó una tarjeta del bolsillo de su mono—. Aquí tiene mi número. Llámeme en cuanto pueda.

—Gracias —dijo Lori con una sonrisa forzada—. Estaré en contacto con usted.

Era una mentira, por supuesto. No una mentira blanca, sino gris, del mismo color que las cenizas y el hollín producidos por las llamas.

Lo que no se acababa de explicar Lori era cómo había sido tan tonta de venir aquí. Fuera cual fuere la razón, jamás regresaría. Lo único que quería ahora era echar tierra sobre el asunto.

Percibiera Nadia o no estos pensamientos de Lori, lo cierto era que no dio muestras de ello. Lori vio cómo abría la puerta de su furgoneta, se situaba detrás del volante, abría la guantera y echaba mano a la botella.

—Buenas noches —le dijo Lori—. Conduzca con cuidado.

Lori dio media vuelta y se alejó a toda prisa. Antes de sentarse frente al volante ya había metido la llave en el punto de ignición. Se puso en marcha el motor y el coche echó a andar por la calle. Cuando \llevaba recorrida media manzana se percató de que no había encendido las luces ni se había abrochado el cinturón de seguridad.

Y fue preciso que recorriera toda la manzana para darse cuenta de que huir de allí no la ayudaría. Abandonar aquel lugar no era más que un gesto insignificante, pues ella no podría librarse de sus sensaciones. ¿Qué era lo que había dicho Nadia? Todos nacemos con poderes extrasensoriales. Ello viene con el territorio.

Pero Nadia era una farsante. Lo había demostrado esa noche al no encontrar nada. ¿Por qué habría de tomarla en serio? ¿Por qué confundir este talante, esta combinación con inquietud y urgencia con una especie de premonición psíquica? Ella misma tampoco había encontrado nada. Así que, ¿por qué tenía miedo?

Entonces llegó la respuesta. Hubiera encontrado ella alguna cosa o no, poco importaba. Lo que importaba era que esa cosa la había encontrado a ella.