EPÍLOGO

—De haber fallado su plan, Fisher, hubiéramos llegado a tiempo de salvarles, pero tal vez fue mejor así —dijo Travis, amargamente, sacudiendo la cabeza, mientras les servía nuevas tazas de café en la oficina del sheriff, en la madrugada ligeramente lluviosa—. Hubiera sido muy duro para el jefe asistir al proceso de su propia esposa y todo lo demás. La cámara de gas o el manicomio hubieran sido su final irremediable, y eso hubiera dañado a Conway más que su muerte.

—¿Cómo pudieron llegar tan a tiempo de descubrir el santuario de esos monstruos? —indagó tímidamente Molly, ingiriendo un sorbo de la caliente infusión, envuelta aún en las mantas que la policía había usado para cubrir su desnudez.

—El patrullero a quien golpeó Fisher oyó borrosamente las palabras de él antes de partir ustedes. Me avisó con urgencia y fuimos hacia la casa de Conway. Pero ya era tarde: usted y Molly eran introducidos en una furgoneta, la del funerario Oland, a quien su mujer dormía con tisanas, lo mismo que Myrna a su marido, para quitarle las llaves y llevarse el coche fúnebre, como Myrna se había llevado del depósito municipal el coche de usted, Fisher. Estábamos solos el patrullero y yo, y ellos eran más de una docena de encapuchados. Nosotros entonces no podíamos saber que eran mujeres. Pedimos refuerzos, mientras seguíamos a la furgoneta hasta las zonas del campo de deportes, donde tenían su oculto refugio en una vieja casa abandonada, cuyo sótano habilitó Myrna Conway para sus trágicas ceremonias. Cuando llegaron los refuerzos, entramos con la mayor cautela para no provocar su sacrificio. Y aún así, llegamos un poco tarde, lo confieso…

—Pero llegaron —suspiró Mark moviendo la cabeza—. Dios mío, lo que puede producir una locura como la de esa mujer… Lo siento sobre todo por Conway.

—Yo también, Fisher. Él no merecía esto. Es rudo, cabezota, pero noble. Dijo que le disculpara de todo mal que pudo causarle… No quiere hablar ahora con nadie.

—Le comprendo muy bien —asintió el joven escritor. Miró a Molly—. Bien, creo que esto es el final del horror. Ya nada me ata a Bakersfield.

—¿Se va a Los Ángeles? —preguntó Molly, indecisa.

—Sí. Mañana. Pero volveré apenas haga el primer guión.

—¿Volverá a Bakersfield? —se sorprendió la joven—. ¿A qué?

—A buscarla, Molly —sonrió Mark—. A buscarla para no dejarla nunca más, si usted acepta ser alguna vez la señora Fisher.

—Oh, Mark, ¿de veras harás eso? —gimió ella, aturdida, enrojeciendo sus mejillas.

—Tenía pensado hacerlo —afirmó Mark, rotundo—. Pero después de verla desnuda, ya no podría obrar de otro modo. Tu cuerpo me ha fascinado tanto como tu rostro y como tú misma…

—¡Oh, eres odioso…! —gritó ella, enrojeciendo todavía más—. ¡No puedes hablar así en público! ¡Es inmoral…!

—Por favor, basta ya de hablar de inmoralidades —interrumpió Mark, poniéndose rápidamente en pie y acercándose a ella—. Ya ha habido en esta ciudad demasiados jueces de la moral ajena… y eso no es sano ni conveniente. Te amo, Molly. Y por eso tengo que amar también tu cuerpo, te guste o no la idea.

La besó en los labios, ante la sonrisa de Travis, que desvió la mirada discretamente. Ella le devolvió el beso.

—Mark… —susurró—. Me Vuelve loca la idea de que mi cuerpo te guste…

Y ahora fue ella la que le rodeó con sus brazos, atrayéndole hacia sí para besarle. Las mantas resbalaban sobre su cuerpo desnudo.

Silenciosamente, el agente Travis optó por salir, cerrando la puerta tras de sí.