El agente de tráfico cayó de bruces, como fulminado. Su casco golpeó el asfalto húmedo y reluciente. Se quedó inmóvil, encogido a pies de la asombrada Molly.
—Pero… ¿qué significa esto, Mark? —jadeó ella, asustada, mirando a Mark Fisher.
El joven aún esgrimía la llave inglesa con que acababa de abatir sorprendentemente al patrullero, justo en el momento del macabro hallazgo en el maletero del coche de la joven abogado.
—Era una trampa, Molly —dijo él roncamente, mirando con una mezcla de ira y de horror el cuerpo inmóvil y bañado en sangre—. Tenía que hacerlo. El cerco se estrecha en torno nuestro. Hubiéramos ido a prisión los dos por sospecha de asesinato.
—Es posible, pero ahora no tenemos escapatoria… —gimió ella—. Nos acusarán de eso y de agresión a un agente de la policía, Mark. Es una completa locura…
—La locura sería dejarse arrestar de nuevo. Esta vez no íbamos a salir tan bien librados, lo sospecho. Ahora empiezo a ver claro, Molly.
—¿Claro? ¿El qué? —se asombró ella, mirándole angustiada.
—No sé. Es un disparate, pero posiblemente sea la verdad que buscamos. Se me ocurrió de repente durante mi conferencia, y traté de no pensar en ello. Ahora lo he confirmado. Intuía una trampa y no sabía cuál iba a ser. Esa pobre chica debe ser la desaparecida de ese club privado, no hay duda. La hicieron víctima de su espantoso modo de limpiar el pecado de los seres humanos… a base de carne que sangra…
—No entiendo nada, Mark. Es como verse metida en una vorágine de horror, de muerte, de sangre y de maldad… Me siento aturdida, rota…
—Vamos, hay que partir de aquí en seguida y tratar de ver lo antes posible al sheriff Conway.
—¿Cree que va a confiar en nosotros cuando le contemos esto y vea el cadáver, tras haber agredido a uno de sus hombres?
—Creo que si es un hombre realmente honrado, tiene que ayudarnos, porque eso significaría terminar con ese horror que sacude a esta pobre ciudad —miró pensativo al policía inerte y a su abandonada motocicleta y tuvo una rápida idea—. Espera, voy a intentar algo, Molly.
Fue al vehículo del patrullero y tomó su radio, presionando el resorte. Llamó con voz tensa:
—Atención, oficina del sheriff, atención. Llama Mark Fisher. Es una emergencia. Atención, respondan por favor.
—Aquí Todd Travis —respondió la voz del auxiliar de Conway—. ¿Por qué está utilizando nuestra frecuencia de radio? ¿Desde dónde llama?
—No hay tiempo para detalles. Necesito hablar urgentemente con Alex Conway.
—Lo siento. Él no está aquí ahora. Se fue a casa y dio orden tajante de que no fuese molestado por nada ni por nadie. No se encuentra demasiado bien esta noche.
—Llámele a casa, de todos modos. Es necesario que hable con él ahora. Es asunto de vida o muerte…
—No es posible. Por orden suya, su esposa desconectó el teléfono por esta noche. No he podido yo tampoco comunicar con él a causa de ello, en un asunto de escándalo público. Insisto, Fisher. Dígame dónde está y qué radio utiliza para…
Clic. Mark cerró el interruptor de la radio portátil del patrullero, saltó dentro del coche, hizo sentar a su lado a Molly y le indicó con voz sorda:
—Vamos, no hay tiempo que perder. Iremos a despertar a Conway aunque se hunda el mundo, Molly. Él tiene que saber lo que yo sospecho, y tratar de confirmarlo cueste lo que cueste…
Y rodó a toda velocidad, conduciendo él, en dirección al domicilio del sheriff pidiendo por el camino instrucciones a su joven compañera y abogado, para que le señalase la ruta más corta y eficaz.
Molly Chalmers, realmente perpleja, así lo hizo. Minutos más tarde, el automóvil de la abogada se detenía frente a un pequeño edificio rodeado de jardín, con las luces apagadas. Era la casa del sheriff de Bakersfield, Alex Conway.
Avanzaron ambos hacia la puerta resueltamente. Mark pulsó varias veces el timbre. Nadie le respondió. Maldiciendo entre dientes, miró la fachada en sombras.
—Travis no puede haberme mentido —rezongó—. Conway debe estar ahí dentro.
—Tal vez duerma. Si no se encontraba bien, como han dicho, puede haber tomado un calmante, una medicina que le ayudara a conciliar el sueño…
—Pero su esposa nos oiría, de todos modos —dijo Mark, rodeando la senda que circundaba la casita envuelta en sombras—. Voy a entrar ahí, Molly. Usted váyase a buscar a Travis.
—¿Por qué? Nos arrestarán por todo lo sucedido, por ese cadáver y por el policía que usted derribó. Mark…
—Creo que estamos muy cerca de la solución de este horror, Molly. Será preferible tener a la policía cerca cuando eso ocurra. No tarde, Molly. Vaya en su busca y dígale que venga aquí como sea, por favor. Yo intentaré, entretanto, ver lo que sucede ahí dentro.
—¿Crees que a los Conway les ocurre algo? —se alarmó Molly, empezando a retroceder hacia su automóvil, con expresión angustiada.
—No perdamos el tiempo en hablar, Molly. Vayamos en seguida.
Ella asintió, echando a correr a través del bien cuidado césped. Mark envolvió su mano en un pañuelo y golpeó el vidrio de una ventana con seco impacto. Los fragmentos del vidrio roto cayeron al interior con leve ruido. Introdujo la mano, ya sin pañuelo, y accionó la falleba, abriendo aquel conducto de entrada. Pasó al interior de la casa.
Todo parecía igualmente en tinieblas allí dentro. Recorrió la planta baja sin encontrar a nadie. Presuroso, subió una escalera de madera, sin hacer ruido, guiándose por la escasa luz de una farola callejera filtrada por una de las ventanas.
En la planta alta encontró a Alex Conway, el sheriff de Bakersfield. Dormía profundamente. Tan profundamente que era imposible moverlo o despertarlo pese a sus esfuerzos. Los ojos de Mark se clavaron en una taza vacía, depositada sobre la mesilla, junto a un frasco de medicina. Sus pupilas brillaron en la penumbra.
Se retiró del dormitorio del sheriff, donde sólo se hallaba Conway en su amplia cama de matrimonio. No halló ni rastro de Myrna Conway, su esposa.
Descendió de nuevo a la planta baja. Estaba realmente perplejo. Un crujido de madera le hizo volverse con rapidez. No tuvo tiempo de más. Cayó pesadamente, tras recibir un potente impacto surgido de la sombra, que se estrelló en su cráneo. De modo borroso, al golpear el suelo, antes de perder la consciencia, creyó ver junto a su rostro los pliegues de una larga estameña o hábito monacal, de color negro.
Luego, ya no supo más.
* * *
Era un ingrato despertar.
Sus ojos se abrieron a costa de un intenso dolor de sienes y nuca. Miró en derredor con un escalofrío. Tardó unos segundos en comprender que no estaba muerto todavía, ni aquello era el infierno. Pero le faltaba muy poco.
El fuego ardía en medio de la vasta sala, elevando humo aromático hacia la bóveda húmeda. Alrededor, hachones encendidos daban una luz lívida al recinto, y los monjes de rostro invisible se movían como espectros en torno suyo, mientras sonaban en alguna parte cánticos religiosos de profunda entonación. Herramientas de tortura, en especial varillas flexibles de acero erizadas de púas, y con otras varillas plegables, como el arma siniestra que debió desgarrar interiormente a Gary Craig, a Lynn Chalmers y a Cheryl Ulmer, aparecían arrinconadas no lejos de las brasas encendidas.
Aquellos monjes que citara el moribundo Craig, deambulaban aparentemente a la espera de cumplir su misión. Pero también como si esperasen a alguien más…
Mark giró la cabeza tras comprobar que unas gruesas cadenas le sujetaban al suelo pedregoso, no lejos de las brasas.
Algo que pendulaba sobre ese fuego de dulzón olor le hizo mirar hacia arriba. Un escalofrío de horror infinito le sacudió.
—¡Molly! —gritó roncamente, agitándose en sus ataduras metálicas—. ¡Oh, no, no…!
Pero era Molly Chalmers, realmente. No había podido ir en busca de alguien, sin duda alguna Era, como él mismo, cautiva de los macabros siervos de la Muerte Sangrante. Aparecía allí desnuda, sin una sola prenda sobre su cuerpo escultural y nacarado, de suaves formas, que pendía de unas cadenas sujetas a sus muñecas, colgando sobre el fuego, gimiendo apagadamente, a la espera de su horrenda suerte final.
—Mark… —la oyó gemir, al oír ella la voz—. Mark no puede ser… Nos cazaron esos monstruos… y van a torturarnos cruelmente hasta morir, como a todos los otros…
—Malditos reptiles asquerosos… —jadeó Mark convulso—. Si pudiera librarme de estas cadenas… Ahora lo sé… Sé quiénes son, Molly…, aunque oculten sus rostros…
—¿De qué nos servirá ya eso, Mark? —sollozó la desnuda joven—. Vamos a morir de forma horrible… y nadie podrá evitarlo…
—En efecto. Nadie podrá evitarlo —sonó una voz hueca, impersonal y profunda, surgiendo del fondo de la sala dantesca—. Estáis condenados. Vuestra carne se purificará, malditos pecadores corrompidos, para gloria de vuestras almas, antes de abandonar vuestra miserable envoltura. ¡El dolor y la sangre será vuestra penitencia suprema! Nosotros, los hermanos del Culto Sangrante, así os lo concedemos…
Había aparecido el que esperaban. El más alto y más impresionante de todos los personajes encapuchados de la reunión. Altísimo, como flotando en el aire, con sus pliegues del hábito oscuro arrastrando por el suelo. Y con el rostro hundido en las sombras que su caperuza extendía sobre los rasgos del siniestro líder de los inquisidores.
Avanzó majestuosa, lentamente, hasta el borde mismo de las brasas. Miró con arrogancia el cuerpo desnudo colgante. Una risa aguda y cruel escapó de los invisibles labios. Las manos se alargaron, delgadas y rígidas, señalando a Molly Chalmers.
—Contempla a tu amiga, Mark Fisher. La verás retorcerse, llorar e implorar, mientras la sangre cubre su hermoso cuerpo, antes de que las varillas mortíferas penetren en su cuerpo y la desgarren fatalmente. ¡Y luego, tú seguirás su misma suerte, por pretender destruirnos a nosotros!
Fisher no dijo nada. Contemplaba a aquel fantasmal personaje, cerebro y alma de los monstruosos crímenes de Bakersfield, preguntándose qué podría hacer en tal situación, desesperadamente derrotados ambos por el poder maligno de los trágicos encapuchados de la ciudad. El ser misterioso, se movió hacia él.
—Sé quién eres —sonó de pronto la voz de Mark, desafiante, clavando sus ojos en la figura encapuchada—. Es inútil que te cubras para mí, maldito farsante. Supe quién eras hoy, esta misma tarde. Tuve mis dudas en principio, porque sospechaba de varias personas. Al final entendí la verdad.
—¿Qué verdad? —replicó sibilante la voz del monstruo.
—Que todos los sospechosos eran culpables. Pero que sólo uno de ellos tenía poder e influencia sobre los demás. La explicación era fácil. Recordé quién, al mirarme fijamente en la conferencia del Club de Cultura femenino me inquietó y me produjo desasosiego, porque tenía algo especial y extraño en sus ojos. Ese poder hipnótico que tú utilizas para manipular y someter a todos esos peleles que te rodean, en un culto satánico, encaminado a castigar pretendidos pecados y vicios porque tu rígido cerebro puritano y falsamente moralista así lo exige. Deseas extirpar el vicio y la corrupción de esta ciudad, sin darte cuenta de que tú eres la persona más sucia, corrupta, vil y sanguinaria que existe. Sin duda tienes poderes, pero los usas solamente para envilecerte y envileces a quienes dominas, porque tu mente está enferma, porque estás loca, Myrna Conway. ¡Tú eres Myrna Conway, la esposa del sheriff!
Con un grito ronco y desgarrado, la altísima figura se arrancó la caperuza, asomando debajo el rostro habitualmente apacible y risueño de la hogareña esposa del sheriff Alex Conway. Ahora, era una máscara de odio, de crueldad y de malignas intenciones. Sus ojos llameantes, de extraño poder, se fijaron en Mark con rabia y placer al mismo tiempo.
—¡Sí, disfruta de tu perfecta deducción, escritor barato y miserable! —aulló—. ¡Soy Myrna Conway, la Hermana Superior del Culto de la Carne Sangrante! ¡El verdadero culto, no la palabrería hueca y teatral de ese pobre idiota de Randolph, que vino a proclamar su fe en Bakersfield, de quien me aproveché y me dio la idea para crear una auténtica secta capaz de limpiar de podredumbre esta ciudad y extender luego nuestro movimiento purificador por California, por el país, por el mundo entero, si es preciso! ¡No estoy loca, Fisher, sino enormemente cuerda, clarividente! ¡Soy poderosa y lo estoy probando ahora! ¡Te he vencido y eso es lo que te hace sentir tan pequeño y ridículo a mi lado, y tratas de insultarme con acusaciones de demencia!
—Myrna Conway, estás totalmente desquiciada —silabeó Mark con voz despectiva—. Me das pena y asco. Destruyes jóvenes vidas humanas creyéndote la mano del Señor, cuando Dios debe sentir horror de que tú cometas tales infamias en su nombre. Es Satán quien te dirige y no Dios. Tu mente desequilibrada es obra del Diablo, como tu poder hipnótico y tus tisanas narcóticas, Myrna Conway. Eres lamentable y ruin.
—¡Te aplastaré por lo que dices! —bramó ella—. ¡Serás el primero en sufrir la tortura del Culto Sangrante en mis dominios!
Exaltada, furiosa por las acusaciones insultantes de Mark, había llegado junto a éste, de espaldas al fuego que elevaba su humo aromático a la bóveda. El joven escritor observó su desmesurada estatura, falsa a todas luces, y producida por unas alzas o zancos que cubrían los pliegues de su larga túnica.
La tenía situada justamente al lado de su cuerpo. La altísima figura se interponía entre él y el fuego de brasas rojas como la sangre. Era lo que había buscado al provocarla. No podía moverse demasiado dentro de las cadenas sujetas a sus muñecas y tobillos. Pero sí lo suficiente.
Contrajo su cuerpo cuanto pudo y luego lo distendió en un esfuerzo titánico, que hizo clavar los eslabones en su carne, rasgándole con trozos de sangre. Su rodilla y cadera golpearon el soporte de la falsa estatura de Myrna Conway.
Ésta vaciló, cayendo pesadamente, perdido el equilibrio. Un agudo grito de terror intenso brotó de su garganta. Trató desesperadamente de afianzar su posición en tierra, pero la altura de los zancos la perdió. Estos cedieron arrastrándola hacia abajo, su cuerpo envuelto en los hábitos se fue a las brasas, en medio de un alarido desgarrador. Se elevó una densa columna de humo y un chisporroteo intenso.
Luego el aire se llenó con el intenso hedor a carne quemada. Arriba, Molly Chalmers cerró sus ojos angustiados. Mark respiró hondo. Los monjes siniestros que le rodeaban permanecieron quietos, inmóviles, como hipnotizados por lo que había sucedido ante ellos. Se aproximaron luego, lenta y pesadamente, al borde del brasero. Miraron abajo, a los restos humanos ennegrecidos, que despedían aquel fétido hedor nauseabundo. Luego se miraron entre sí, como desorientados.
—¡Quitaos todos las caperuzas! —ordenó con voz sorprendentemente poderosa Mark Fisher—. ¡Vamos, es una orden! ¡Vuestra dueña y señora, la Hermana Superior de la Carne Sangrante ha muerto! ¡Ahora soy yo, Mark Fisher, quien os da órdenes! ¡Mostrad vuestros rostros, pronto!
La siniestra procesión obedeció con rara docilidad a la exigencia de Mark. Cayeron las caperuzas. Rostros familiares a Molly Chalmers, como la esposa del alcalde Asher, la esposa del funerario Sidney Oland y otras muchas damas conocidas de la sociedad local, entre ellas la propia esposa de Gary Craig, mostraron sus rostros inexpresivos y torpes a los ojos de la horrorizada abogada.
—Están en trance hipnótico —jadeó Mark—. Bajo el influjo de Myrna Conway y de sus drogas… Pero creo que sin existir ella ya no son peligrosas… Haré que nos suelten a los dos, Molly. Con cuidado y cautela, aprovechando su estado actual. Espero que me obedezcan en todo… Estas mujeres son inocentes en realidad de toda culpa. Actuaban como marionetas, bajo el poder hipnótico de Myrna Conway. Espero que la policía pueda creer toda esta atroz historia…
—No tendremos otro remedio, Fisher —dijo una áspera voz varonil, desde otro punto de la sala fantasmal.
Y ante la sorpresa de los cautivos, Todd Travis y el sheriff Conway, todavía inseguro, torpe y con aire somnoliento, entraron revólver en mano en la cámara, seguidos por el joven Barry Scott y el patrullero que derribara Mark aquella noche, todos igualmente armados y dispuestos a utilizar sus revólveres y rifles.
Pero no era preciso. Las mujeres de las autoridades locales, dócilmente, se dejaron esposar mientras Mark Fisher y Molly Chalmers eran liberados…