—Esta vez tengo que detenerle, Mark Fisher, sin fianza siquiera. Y acusarle de atropello mortal. No hay la menor duda en esta ocasión, de que su automóvil arrolló y causó la muerte de esa joven. Y al parecer, con premeditación.
La voz bronca del sheriff Conway sonó como un pistoletazo. Las esposadas manos de Fisher permanecieron inmóviles sobre su regazo. El escritor contempló a su acusador con frialdad, desde un rostro tenso y pálido.
—Es usted quien deberá responder de lo sucedido y no yo —silabeó Mark con ira—. Mi coche estaba en el depósito municipal. ¿Quién lo sacó de allí?
—Cualquiera puede hacerlo si se arriesga a ello y pilla al vigilante en el momento de tomarse un trago y comer algo, en una cantina cercana —rezongó Conway—. No va a comprometerme a mí en esto por mucho que lo intente, escritorzuelo. Esta vez le he pillado bien. El juez Parker no va a ser tan complaciente como la vez anterior. La acusación es de homicidio intencionado.
—Yo soy testigo de que él viajaba conmigo esa noche cuando eso ocurrió —protestó vivamente Molly Chalmers—. Él no pudo robar su propio coche y conducirlo para matar a mi secretaria.
—Escuche, señorita Chalmers —se enfureció Conway, encarándose con ella—. Usted, como abogado de él, no puede testificar a su favor. Por otro lado, tengo informes de que su cliente fue visto hoy con su secretaria, la chica muerta, muy acaramelado, por diversos puntos de la ciudad, y eso me hace suponer que estamos ante un sádico que conquista a las chicas para luego matarlas, o cosa parecida. No, señorita Chalmers, esta vez no le será fácil lograr la libertad de su detenido, eso se lo aseguro.
—Lo veremos, sheriff. ¡Lo veremos! —exclamó ella, dirigiéndose airada a la salida. Se volvió un momento hacia Mark y le alentó—: No desespere, amigo mío. Estoy segura de que mañana, a primera hora, estará usted fuera de esa celda donde este individuo va a meterle por pura cabezonería.
—No se preocupe por mí, Molly —sonrió tristemente Mark—. Empiezo a acostumbrarme a este jueguecito, la verdad. Terminaré por ser asiduo huésped de la cárcel local si esto continúa. Ahora es usted quien debe cuidarse, Molly. Y ya sabe a lo que me refiero…
—Sí, ya lo sé, Mark —dijo fríamente ella, ya en la puerta—. Me cuidaré, no tema.
Y salió dando un portazo. Travis suspiró, acercándose a Mark con paso lento.
—Bien, amigo —dijo—. ¿Quiere algo en su celda para esta noche?
—Sí. ¡Que el diablo les lleve a todos ustedes! —gruñó Mark, echando a andar hacia las celdas—. Tienen un asesino loco en la ciudad, y ustedes sólo se preocupan de arrestar a un inocente forastero…
* * *
Era toda una comisión digna de respeto.
Atónito, el sheriff Conway se puso en pie cuando las mujeres penetraron en su oficina, invadiéndolo todo. A la cabeza del grupo figuraban dos mujeres en especial, con aires belicosos, mientras Molly Chalmers se limitaba a enarbolar una orden judicial que puso sobre el mostrador de la oficina de Conway.
—La orden de libertad sin fianza —dijo ella triunfalmente—. Y tiene que escuchar, además, a esta comisión mixta.
—¡Oh, no! —gimió el sheriff reconociendo a las capitanas de la horda femenina que indignadamente invadían el recinto—. Mi mujer… ¿Qué pintas tú aquí?
—Como delegada del Club de Cultura de las Damas Caritativas de Bakersfield, mi querido esposo, vengo en compañía de la presidente de nuestro Club, señora Asher, y con la autorización expresa del alcalde, señor Coleman Asher, para protestar enérgicamente por el comportamiento de las autoridades para con un forastero respetable y admirado, como el escritor Mark Fisher —declaró solemnemente la señora Conway, plantándose enérgica ante su marido.
—Cielos, Myrna, ¿qué significa todo esto? ¿Es que os habéis vuelto locas todas las mujeres de la ciudad?
—Sheriff, no estamos locas ni mucho menos —protestó la mujer del alcalde acercándose a él—. Hemos logrado la libertad del acusado basándonos en lo débil de las evidencias, en la circunstancia de que usted y nadie más que usted es responsable de ese coche en el depósito que, según el funcionario del mismo, pudo ser hurtado por cualquier otro que no fuese su legítimo dueño con suma facilidad, y porque el señor Mark Fisher es un escritor y está invitado esta tarde a dar una conferencia cultural a las damas de esta población. ¿Está eso bien claro? El juez Parker ha sopesado todo eso, por consejo de mi esposo, el alcalde de Bakersfield, y ha resuelto la libertad incondicional del acusado por falta de pruebas definitivas. ¿Qué tiene que decir a esa orden de libertad firmada por el propio juez?
—De momento, nada —tomó el documento judicial y lo estudió ceñudo—. Ustedes ganan, señora Asher, pero están jugando con algo muy peligroso. Si ese hombre es un criminal, un sádico, le están dando la mejor oportunidad de su vida para hacer una buena cosecha de víctimas. ¡Su maldito club, con usted, señora, y con mi propia esposa por delante, podrían ser un perfecto vivero de futuros cadáveres para la extraña perversión de ese forastero a quien ustedes defienden como si de sir Gallahad se tratara!
Y dando un bufido, alargó el papel a su ayudante Travis, en señal de que se lavaba las manos en el asunto, dejándole a su cargo la inevitable libertad del detenido.
Viveca Asher, Myrna Conway y las demás componentes del club femenino, estallaron en gritos de júbilo y aprobación al darse cuenta de que, por fin, su literario héroe del momento iba a salir en libertad.
El agente Scott, tecleando en su máquina de escribir, no pudo evitar una sonrisa divertida cuando el sheriff Conway, con un resoplido, se enfrentó a su mujer, pasó junto a ella y masculló agriamente, camino de la salida:
—¡Mujeres! ¡Voy a tomarme una copa y volveré cuando todas ellas se hayan marchado de aquí, incluida tú, Myrna! ¡Ah, Scott, y acuérdese de desinfectar la oficina cuando eso haya ocurrido!
Su portazo al salir fue acogido con risas y aplausos por las damas, incluida su propia esposa, que guiñó un ojo a la esposa del alcalde, manifestando con voz triunfal:
—Hemos vencido, mi querida Viveca. ¡Hemos vencido sobre esos odiosos hombres que se creen los dueños del mundo!
* * *
Mark Fisher sonrió, apretando las manos de Molly Chalmers. La miró fijamente a los ojos.
—Ahora debe olvidar, Molly —murmuró—. El funeral ha pasado. Su hermana descansa ya en paz. Sé que no puede sentirse feliz, porque ni siquiera sabemos quién o quiénes han torturado su cuerpo hasta morir. Como tampoco sabemos quién aplastó a la pobre Rosemary anoche, en aquel oscuro lugar, utilizando mi propio coche. Algo es evidente: quienquiera que fuera a buscarla gozó de su confianza lo suficiente para dejar el hotel, subir al automóvil y luego, con alguna excusa, la hizo bajar y situarse ante el mismo, para arrollarla sin piedad, brutalmente. Deseo tanto como usted encontrar al culpable o culpables de este horror que se abate sobre Bakersfield ahora.
—Lo sé, Mark —suspiró ella, agradeciendo el gesto de él con un claro y sensible estremecimiento, a la vez que sus dedos fríos apretaban las fuertes manos del joven escritor—. Tengo mucho que agradecerle.
—No diga eso. Soy yo quien le debe muchas cosas, entre ellas la libertad por dos veces diferentes.
—En esta última ocasión, yo apenas hice nada, Mark. Todo fue obra de la señora Asher y su marido, el alcalde. Con la cooperación de la mujer del sheriff y las demás, por supuesto —tuvo una sonrisa entre triste y burlona—. Las mujeres, por una vez, ganaron la partida. Por eso está usted aquí ahora, a celebrar su conferencia.
—Sí, eso empiezo a sospechar —asintió Mark, sacudiendo la cabeza. Miró las carteleras, a la puerta del recinto social donde iba a celebrarse momentos más tarde su charla. Luego, miró las calles de Bakersfield, donde ya la luz solar de la tarde se hacía oblicua, a punto de ocultar el astro diurno. Todo parecía discurrir normalmente en torno a ellos. Y, sin embargo, sabía que una horda de fanáticos criminales andaba suelta por la ciudad. Era obvio que Gary Craig tuvo razón: unos conjurados siniestros estaban ejecutando ritos demoníacos con sacrificios humanos—. En fin, hablaremos ahora. Luego la espero para cenar juntos, Molly.
—Sí, estaré aquí fuera aguardándole, Mark —asintió ella. Y añadió pensativa—: El doctor Kirby cree que esta vez no habrá sorpresas en la autopsia. Rosemary debió morir realmente aplastada por las ruedas del coche…
—Es lo que imaginaba. No tuvieron tiempo de las torturas rituales, sin duda alguna. Se limitaron a deshacerse de ella.
—Eso parece acusar a Basil Randolph y su secta, aunque el sheriff se niegue a actuar contra ese hombre —musitó Molly.
—Sí, en principio eso parece. Pero sería una estupidez que Randolph haya asesinado a Rosemary para deshacerse de ella recién ingresada en el círculo. Él tiene que saber, si conocía el engaño hasta el punto de eliminar a su secretaria, Molly, que yo también estoy sobre su pista.
—Por lo tanto, sería un error dejarle a usted con vida y matarla a ella, ¿no es eso lo que piensa?
—Es una teoría plausible, después de todo, si ese Randolph no es un perfecto loco sin cerebro ni otra cosa que odio y maldad fanáticos contra los demás. Sí, es posible que sea todo eso el Venerable Hermano Superior. Pero yo hubiera jurado, al verle, que no era más que un astuto embaucador demasiado listo para cometer errores que le llevasen a la cámara de gas si, como se espera, la pena capital se implanta de nuevo en el estado de un momento a otro.
—¿Entonces…? —Molly Chalmers abrió mucho sus bonitos ojos, mirándole fijo.
—No sé, Molly… —suspiró Mark, sombrío—. Hay algo raro en todo esto. Algo que aún no entiendo. Como lo que usted mencionó sobre la forma de expresarse de Rosemary anoche, antes de que fuéramos a buscarla a aquel hotelucho… Dulce, estática, como somnolienta o en trance hipnótico… Hipnosis, Molly. Hipnosis o drogas. No cabe otra explicación. Pero ¿quién y para qué? ¿Para matarla luego? Algo les hizo cambiar de idea. Me gustaría saber qué fue… El caso es que, por un momento, he tenido una corazonada…
—¿Una corazonada? —murmuró ella—. ¿Qué clase de corazonada, Mark?
—No lo sé. Se evaporó. Como el agua que se escurre entre los dedos, Molly. Pero lo intuyo. Está aquí. Muy cerca de mí… Algo frío y viscoso como la misma muerte… En fin, dejémoslo. Debo entrar a hablar a ese avispero de ahí dentro. Dios quiera que pueda, cuando menos, hablar con la misma facilidad con que aporreo mi máquina de escribir…
—Sé que lo hará, Mark —sonrió Molly Chalmers—. Le sobrará locuacidad para convencerlas a todas, ya lo verá. Están deseando aplaudirle. Además, están entusiasmadas con la idea de tener a todo un escritor aquí, entre ellas. Pero, sobre todo, con la evidencia de que ese escritor es, además, un hombre guapo. ¿No sabe cómo somos las mujeres?
—¿Eso piensa usted, Molly?
—Es lo que piensan ellas. Eso es lo que debe importarle ahora, ¿no?
—Posiblemente sólo ahora. Pero cuando termine la conferencia, me gustaría saber lo que piensa usted. Puede que sea todo lo que más me importe, Molly.
—En ese caso…, pregúnteme al terminar —rio ella suavemente—. Vamos, es su hora de entrar en la leonera. Yo entraré después a escucharle, palabra. Suerte, Mark.
—Estando usted en la sala, seguro que la tendré. Ahora me siento mejor.
Entró Mark Fisher en la sala de asambleas y conferencias del Club Femenino de Cultura de Bakersfield. Molly Chalmers sonrió, alejándose hacia la cercana cabina telefónica para hacer unas llamadas relacionadas con su profesión.
Dentro, sonó la salva de aplausos que acogía al conferenciante.
* * *
—Un éxito. Ha sido un completo éxito. Mi felicitación, Mark.
—Gracias, Molly —alzó su copa de vino dorado, brindando con ella en la mesa del acogedor y pequeño restaurante de Chester Avenue—. Creo que, al menos, no aburrí demasiado a la gente. Procuré ser breve y poco profundo. No me van los latazos.
—Confieso que no esperaba tanto de un escritor de temas de evasión como usted, Mark —suspiró la joven abogado—. Tendré que leer sus obras y cambiar de ideas respecto a la literatura actual.
—No lo haga. Se daría cuenta de que todo sigue como usted imagina. Sólo que algo me iluminó para agradecer a esas féminas su apoyo en momentos difíciles. O tal vez sea porque otras cosas me preocupan ahora mucho más que una simple conferencia.
—Sí, lo comprendo. Los dos estamos preocupados por una misma causa. ¿Sabe que la televisión ha dado un boletín especial de noticias esta tarde?
—¿Sobre qué tema? —se excitó Mark.
—La policía ha encontrado cerca del Club 2000 el bolso de una muchacha asidua de ese círculo privado donde se bebe y se ejerce, en cierto modo, la prostitución de cierta élite local. Ese bolso pertenece a una muchacha misteriosamente desaparecida en las últimas horas: Cheryl Ulmer. El boletín añadió que, según algunos testimonios de compañeras de la desaparecida y empleados del local, últimamente esa mujer tenía buena amistad con un trágicamente desaparecido ciudadano de Bakersfield cuyo nombre no citaron.
—¿Gary Craig?
—Según todos lo indicios, se trataba de él, sí.
—Vaya… Otra mujer desaparecida. Eso puede significar algo trágico, Molly.
—Lo sé. He pensado en ello. Pero ¿por qué, Mark, por qué todo esto?
—Recuerde el Culto de la Carne Sangrante: vicio, pecado, corrupción… La carne que sufre y sangra, regenera a los pecadores.
—Pero eso es monstruoso, fanático. Y lo dice Randolph…
—Sí, lo dice Randolph. Tal vez alguien ejecuta lo que él predica.
—¿Quién?
—Sigo sin saberlo. Intuyo que la solución es más fácil de lo que parece, pero se me escapa una y otra vez. En fin, acabemos la cena sin pensar más en todo eso, Molly. No podemos permitir que se arruine nuestra vida por algo que no podemos evitar…
Ella asintió. Cuando salieron del restaurante, terminada su cena, estaba empezando a lloviznar de nuevo, y el cielo aparecía rojo y encapotado.
—Otra noche desapacible se nos viene encima —se quejó Molly, subiendo a su coche, mientras Mark se acomodaba junto a ella—. ¿Le llevo al hotel, Mark?
—Sí, por favor. ¿Usted va a la oficina o a casa?
—A la oficina un momento. Quiero saber el resultado de la autopsia de Rosemary, mi pobre amiga y empleada… Mañana me ocuparé también de sus funerales.
—La ayudaré en cuanto necesite, Molly. Sabe que puede contar conmigo.
—Gracias, Mark —musitó ella, poniendo el coche en marcha. Se alejaron hacia la zona comercial de la ciudad a marcha reducida, sobre el asfalto levemente mojado y resbaladizo. Ella se quejó al probar las luces en un viraje—: Un intermitente no funciona. Y no llevo repuesto. Es lo que faltaba… Seguro que nos detienen.
Y así fue. Sólo dos o tres manzanas más allá, un motorista del Condado les detuvo, haciéndoles pegarse a la acera. Pidió la documentación de Molly, tras anunciarle la sanción por fallo en el intermitente izquierdo.
Molly atendió al policía. Luego, recibió una petición insólita del agente motorizado, tras devolverle la documentación completa:
—Por favor, abra el portaequipajes del coche, señorita Chalmers.
—¿El portaequipajes? —se sorprendió ella—. ¿Por qué motivo, agente?
—Usted obedezca y no replique —el policía se tocó la culata de su revólver reglamentario, enfundado en la pistolera—. O me obligará a arrestar a ambos y obligarles por la fuerza a registrar su coche.
—Está bien —suspiró ella, abriendo la portezuela—. En seguida le atenderé, agente. No tiene por qué ponerse así. Me quejaré de su actitud al sheriff Conway.
—Haga lo que quiera, señorita. Cumplo mi misión, eso es todo. Vamos, abra.
Ella se aproximó atrás. Alzó la capota, tras girar la llave. Se quedó helada, con la linterna del agente fija en el interior.
La luz derramada, blanca e intensa, reveló allí la presencia de un cadáver desnudo, ensangrentado, encogido y con el rostro convertido en una trágica mueca helada. Era Cheryl Ulmer, la chica del Club 2000.