Mark Fisher levantó sus ojos del plato que estaba consumiendo. Se puso en pie, rápido, tras enjugar sus labios con la servilleta. Molly Chalmers llegó ante su mesa.
—Siéntese, por favor, señorita Chalmers —invitó él—. ¿Desea cenar conmigo?
—No, gracias —rechazó ella, tomando asiento—. He comido algo antes de venir. Pero le acepto una taza de café, si es tan amable, Fisher.
Mark lo pidió al camarero, y luego contempló interesado a su interlocutora.
—¿Alguna novedad? —se interesó.
—Bastantes —suspiró ella.
—¿Buenas?
—No sé. Para usted, parece que sí. Pero tienen su lado adverso también, en sentido general.
—La escucho.
—Creo que su caso está zanjado. El juez Parker ha sobreseído la causa. Le devolverán mañana la fianza. Se ha ganado buenos amigos en estas pocas horas, por lo que veo. El juez no se ablanda fácilmente.
—Creo que el Club de Cultura femenino ha sido el causante —sonrió Fisher.
—Oh, entiendo. La señora Asher y las demás… —Molly meneó la cabeza—. He visto ya algunos ejemplares de una invitación para mañana, a las cinco y media. ¿Va a charlar ante esas mujeres realmente?
—No veo otro remedio. Y más ahora, tras esa mediación tan oportuna.
—Quizá no todo se lo deba a las distinguidas féminas locales —rio la joven abogado—. El doctor Kirby ha hecho ya la autopsia a Craig y a mi hermana.
—Oh, entiendo —Mark apretó los labios—. ¿Y…?
—Es horrible —suspiró ella, bajando la cabeza, con un estremecimiento—. No fue un coche. Está probado. El doctor Kirby ha hallado señales evidentes de destrozos internos capaces de causar la muerte en pocos momentos. Pero no por atropello.
—¿Por qué, entonces?
—Instrumentos de metal en el cuerpo. Introducidos por la boca y el recto de las víctimas. Luego, esos instrumentos, simples varillas flexibles al introducirlas, se despliegan en auténticos juegos de varillas metálicas punzantes, que desgarran tejidos y vísceras y hasta quiebran huesos, al ser accionados desde el exterior mediante algún dispositivo.
—Dios mío… —Mark Fisher retiró su plato sin terminar, muy pálido de repente—. No es posible tanta crueldad…
—Lo es, Fisher. Está probado. Las varillas debieron extraerse después. Pero se hallaron restos de su presencia. E incluso algo de óxido, un fragmento metálico de una varilla rota, y las señales de los desgarros mortales. ¿Entiende ahora?
—Es como una tortura medieval. Espantosa y terrible… Molly… ¿puedo llamarla así?
—Claro —le miró con triste sonrisa—. ¿Qué quiere, Fisher?
—Molly, ¿por qué desearía nadie hacer tal cosa a su hermana?
—No lo sé. ¿Y por qué a Craig?
—Tengo una teoría sobre eso. Él debió ver, como dijo, a unos monjes o cosa parecida. Y el cadáver de Lynn, conducido por ellos. Eso le sentenció a morir. Quizá sabía algo más y podía relacionar ambos hechos. Eso no interesa a nadie. Ni esperaban que Craig sobreviviera lo suficiente para revelar a alguien lo que viera…
—¿A qué quiere ir a parar? ¿A la posibilidad de que usted peligra también ahora?
—Pudiera ser —Mark se encogió de hombros—. Pero no me preocupa eso, sino lo que sucede aquí. En Bakersfield. Es como si, de repente, la Inquisición hubiese vuelto a la Tierra, a sembrar el oscurantismo y la tortura entre los humanos.
—El Culto de la Carne Sangrante… —musitó de repente Molly Chalmers con voz grave—. ¿Estaba pensando en eso, Fisher?
—Sí, es posible. Carne sangrante… Pureza, fe, arrepentimiento, penitencia… Todo eso suena a horror del pasado, a espanto medieval. La Santa Hermandad y todo eso. Hubo pueblos de Europa que vivieron tal pesadilla. Nosotros lo heredamos en parte, a través de nuestros protestantes puritanos de Salem y cosas así.
—Estamos en el siglo XX, Fisher. Esas cosas no caben ahora…
—Si surge un puñado de fanáticos, todo es posible —miró gravemente a la abogado—. ¿Sabe algo de ella? ¿De Rosemary?
—Me ha llamado por teléfono esta noche, desde el cuarto del hotel donde se aloja ahora en Oswell Street.
—Lo dice con cierto tono preocupado, al parecer.
—Creo tener motivo para ello.
—¿Por qué? —preguntó vivamente Mark.
—Bueno… me pareció… me pareció notarla algo rara.
—¿Rara? ¿En qué sentido? —algo, dentro de Mark, se puso tenso como una ballesta.
—No sé… Quizá fingía, por miedo, a que alguien interceptase su llamada. Me habló de una forma suave, dulce, como embelesada. Dijo que se encontraba llena de paz, de sosiego, y que nunca se había sentido mejor que ahora. Que todo iba bien, y que estaba totalmente segura de que el Culto de la Carne Sangrante era una forma de fe limpia y honesta, donde cualquier ser humano podía encontrarse a sí mismo, gracias a las enseñanzas y doctrinas del Muy Venerable Hermano Basil Randolph.
—¿Eso dijo? ¿Y hablaba totalmente en serio?
—Sí, por supuesto.
—¿No declaró ninguna otra cosa, no aludió a los asuntos que nos interesan?
—Es todo lo que dijo. Le insistí en que llamara de nuevo mañana, tras visitar al lugar del culto, y así prometió hacerlo, pero la noté demasiado ambigua, como si no tuviera auténtico interés en ello. No sé, Fisher, pero empieza a preocuparme haber metido a esa muchacha en un asunto tan peligroso… Me siento responsable de su seguridad, de su persona…
—Escuche, Molly. Usted planeó algo inteligente, a mi juicio. Y Rosemary me ha parecido, en el poco tiempo que la traté, una chica sensata y práctica, difícilmente impresionable y menos aún por un farsante tan grotesco como el tal Randolph. De modo que no tiene nada que reprocharse. Yo mismo encontré afortunado su plan y participé en él. Si algo le sucede a esa chica, seremos igualmente ambos responsables. Pero, sobre todo, lo sería la persona que pudiese causarle algún daño. Por ahora, no parece ser esa la cuestión, puesto que ella está viva y al parecer muy eufórica en su papel. De todos modos, usted es quien habló con ella y puede tomar una decisión según la forma en que la oyó hablar y expresarse. ¿Sigue temiendo por ella, Molly?
—Sí. No sé por qué, esa forma suave y bucólica de hablar, no encaja con ella. Tal vez eso sea sólo el principio de lo peor, la influencia inicial de una fuerza horrible y amenazadora…
—Está bien. Entonces no se hable más —Mark se puso bruscamente en pie, abandonando la cena—. Vamos allá.
—¿Adónde? —pestañeó Molly Chalmers, sorprendida.
—A ese hotel donde se aloja su secretaria. Saquémosla de allí y demos por terminado el juego. Creo que será lo mejor.
—¿Y qué otro medio encontraremos de investigar a Randolph y su secta?
—Eso ya lo veremos después. Ante todo, salvemos de cualquier peligro a Rosemary. ¿Viene usted conmigo?
—Por supuesto —se apresuró a afirmar la joven abogado, echando a andar con rapidez en pos de las largas zancadas del joven escritor.
* * *
El terror desorbitó los ojos de Cheryl Ulmer, la muchacha del Club 2000.
Miró en torno suyo, despavorida, sin poder creer lo que estaba presenciando. Pero la realidad sólida y lacerante de aquellas cadenas que sujetaban férreamente sus muñecas, permitiéndole colgar y balancearse penosamente sobre el fuego aromático que ardía bajo sus desnudos pies, le dijo con espantosa certeza que todo ello era real y muy real, no simple fruto de la imaginación.
El panorama era dantesco. Los seres que le rodeaban, de pesadilla. Deambulaban de un lado a otro por la vasta nave, amplia y húmeda, como fantasmas surgidos de ultratumba en un aquelarre siniestro. Figuras encorvadas, como fantasmas, de largas túnicas oscuras, anudadas a la cintura con cinturones de burda lana, las manos sepultadas en amplísimas mangas acampanadas, las cabezas ocultas, sumergidas en las sombras impenetrables de unas grandes caperuzas puntiagudas echadas hacia adelante, en pliegues anchos que ocultaban todo el trazo del rostro de sus propietarios.
Era como haber retrocedido en el tiempo. Con infinito pánico, Cheryl evocó a los caballeros templarios y sus siniestras ceremonias secretas que les convirtió en personajes malditos y condenados por las leyes. Aquel recinto de pesadilla era digno de una escena alucinante de otros tiempos, cuando órdenes secretas de inquisidores malignos poblaban el mundo del oscurantismo y de la crueldad.
Y ella, ella estaba desnuda. Totalmente desnuda. Temblorosa su tersa piel pálida, azotada por una mezcla de calores humeantes que venían del fuego a sus pies, y por la corriente helada de algo inmaterial y lúgubre, algo que parecía invadir todo aquel lugar con perverso, endemoniado influjo.
Cánticos monacales, como un remoto miserere, se percibían en alguna parte, filtrándose hasta ella por entre las grietas de aquellos muros rezumantes de humedad. Luces de antorchas y hachones con fuerte olor a resina, humeaban con llamas bailoteantes en las horcinas del muro. Un clima de horror sin límites lo invadía todo.
Gimió, sintiendo que su voz era ronca y apagada entre sus labios resecos. Su cuerpo se agitó, como un péndulo, sobre las brasas de aquel gigantesco brasero encendido a sus pies, entre baldosas de piedra, y del que surgía una humareda aromatizada con sándalo, incienso y otros productos similares que convertían el aire en algo pegajoso y agobiante.
—Dios mío… —sollozó la muchacha, mirando sus dos brazos sujetos por la cadena a la argolla del techo contemplando luego su mórbida desnudez, expuesta ante todos sus malignos captores, ajenos al parecer a tal exhibición—. ¿Dónde estoy…? ¿Qué horrible farsa es ésta?
Pero la farsa, ante sus ojos, cobraba visos de tragedia, y ella intuía que era la desdichada protagonista de tal situación. La heroína de un drama todavía por finalizar…
De súbito, los monjes se detuvieron en sus posiciones, con aire majestuoso y sereno, pero sin levantar nunca sus cabezas, sin permitir ver de sus rostros más allá de una vaga sombra informe y, todo lo más, el brillo ardiente de unas pupilas donde se reflejaban los centelleos rojos de las brasas del fuego.
Se abrió un cortinaje oscuro, al fondo de la cámara, y un nuevo personaje entró en el recinto. Cheryl se retorció, angustiada, y ello provocó que su cuerpo desnudo girase con rapidez sobre sí mismo, como una peonza, haciendo chirriar las cadenas que la sujetaban al techo, y obligando a que la escena también diese giros veloces en torno a ella.
El nuevo personaje alzó la cabeza y su caperuza permitió ahora, a la luz de los hachones, perfilar unos rasgos apenas identificables, una mirada cruel, fría y maligna como jamás había visto Cheryl otra en su vida.
La contemplaba a ella. Con algo parecido al placer, a la complacencia más intensa. Con morboso deleite, viéndola allí colgada, indefensa, inerme, desnuda ante su macabro poderío.
Una risa hiriente, aguda y cruel, escapó bajo los pliegues de la caperuza del más alto, rígido y estremecedor de todos los monjes allí reunidos en torno a la muchacha.
Luego, una mano señaló hacia ella, cuando el brazo del recién llegado se alzó, imperativo. Un dedo rígido la apuntó, amenazador, implacable.
—¡Tú, criatura sucia y envilecida, debes morir con tu cuerpo sangrando por todos tus pecados y corrupciones! ¡Nuestro culto te ha sentenciado ya a purgar tus faltas de la única forma que el ser humano puede hacerlo para purificarse antes de la muerte! ¡Sufre tortura, que tu carne de mujer depravada sangre para limpiarse de todo mal, y que el dolor y el tormento alejen de tu cuerpo a los espíritus maléficos y al poder de Satán!
—¡Noooo…! —chilló Cheryl aterrada, al ver cómo los monjes iban hacia un rincón, tomaban de allí largas varillas flexibles de acero, y las hacían zumbar en el aire, para probar su eficacia, antes de ir acercándose a ella, formando corro en torno al fuego aromático, y empezando a alzar hacia su cuerpo colgante aquellas láminas lacerantes de metal, cubiertas en su totalidad de pinchos sutiles, y rematadas por unas pequeñas esferas erizadas de agudas púas. Además, aquellas varillas, como las de un paraguas, mostraban otras plegadas sobre la más larga y central. El destino de tales varillas, cuando se desplegasen, eran una incógnita para la cautiva. Pero una incógnita estremecedora, porque intuía un tormento que no podría resistir.
—Adelante, mis fieles hermanos —pidió la voz sorda y terrible del ser que dirigía a aquella alucinante comunidad—. Castigad a nuestra infortunada pecadora, para que su carne sangrante purifique antes de dejar de sentir en el mundo… Yo, vuestra Suprema Hermandad, así os lo pido y exijo. ¡En nombre de nuestro culto, golpead y herid, desgarrad y dañad, hasta que el momento de provocar su espasmo final llegue, con la penetración de las varillas en sus entrañas!
Un alarido inhumano de Cheryl Ulmer acogió el inicio de la tortura. Las varillas hirieron su piel con azotes breves y secos, que fueron haciéndose más largos e intensos, a medida que su cuerpo se agitaba y retorcía, colgado de las cadenas, y la epidermis iba abriéndose en surcos, en arañazos profundos, de los que la sangre empezó a brotar, cubriendo aquel cuerpo hermoso de regueros rojos, goteantes, que hacían crepitar las brasas abajo, al caer en ellas. Los gritos de dolor de la infortunada víctima, pronto no fueron más que roncos espasmos, jadeos rotos y balbuceos incoherentes, de supremo dolor, que iban aproximándola al paroxismo de la agonía, lenta e inexorable…
* * *
Era un hotelucho de ínfima categoría, en Oswell Street, en una zona donde esa calle de Bakersfield se diluía en garajes, negocios de compra-venta de coches y solares repletos de chatarra, no lejos de nuevos edificios en construcción.
—Ahí es —dijo Molly Chalmers, deteniendo su automóvil—. Un feo lugar…
—Para esta farsa estaba bastante bien. Rosemary eligió un sitio adecuado para no inspirar sospechas a sus nuevos «hermanos» de religión. Vamos a sacarla de ahí antes de que sea demasiado tarde. Como usted dice, Molly, esto empieza a no gustarme, y no sé la razón…
Bajaron del coche de la abogado, acercándose al sórdido edificio apresuradamente. Empujaron la puerta vidriera iluminada, encontrándose en un vestíbulo destartalado y tristón, con un mostrador de recepción y una centralita telefónica al fondo. Un hombre grueso y de grasienta piel, se incorporó bostezando, para mirarles con aire entre desconfiado y sorprendido. De entre sus sedosos dedos escapó un ejemplar de una revista pornográfica.
—¿Qué desean? —preguntó—. No quedan habitaciones libres…
—No buscamos habitaciones —rechazó Mark secamente—. Venimos a buscar a un cliente. Es urgente, amigo. Llámela o díganos su habitación.
—Eh, esperen un momento. ¿Acaso son ustedes policías o detectives particulares? —desconfió el hombre, frotándose la sudorosa barbilla.
—Ni una cosa ni otra —rechazó Molly, mostrando su credencial—. Abogados. Nos envía el fiscal del distrito. Apresúrese o tendremos que avisar a la policía, ¿entiende?
—Está bien, está bien —se amedrentó el hombre, tragando saliva—. No tienen que atropellar por eso. Este es un negocio honrado. ¿A quién buscan?
—A Rosemary Yates —dijo Mark Fisher con tono áspero.
—Uh, ¿esa chica? —el hombre se encogió de hombros, indiferente—. ¿La de los pechos grandes y el pelo moreno?
—Sí, ésa —resopló Mark, entre impaciente y molesto por el tono y las palabras del tipo—. Sé que se aloja aquí. De modo que dese prisa en decirnos cuál es su habitación.
—La diecisiete —y alzó una de sus sucias uñas sin recortar, para decir—: Ah, no se molesten en subir, amigos. Era la diecisiete. Se fue esta noche.
—¿Se fue? —Molly giró la cabeza hacia él, y luego miró a Mark con una expresión entre angustiada y recelosa—. ¿Está seguro de eso? No podemos creerlo.
—Está bien, miren en el libro-registro si quieren. Ella ocupó la habitación diecisiete. Esta misma noche salió con su pequeño maletín y se largó.
—Eso no puede ser —rechazó Mark, sintiendo una rara sensación dentro de sí—. Ella no tenía por qué abandonar este hotel tan pronto.
—El coche la esperaba fuera, amigo —gruñó el hotelero, tomando la llave diecisiete del casillero—. Dejó aquí esto y se fue. Habló con quien la esperaba fuera, dentro del automóvil. Oí sólo su voz, sin llegar a captar la de su visitante. Debió llamarla por teléfono desde alguna parte, porque al llegar el coche, ella salía ya por esas escaleras, dispuesta a irse.
—¿Dijo adónde iba, dejó alguna dirección? —la pregunta de Molly era trémula.
—No, claro que no, señorita —negó el hombre—. No dijo nada. Parecía muy feliz al irse.
—¿Feliz? —la voz de Mark reflejó tensión—. ¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, su expresión… Iba sonriendo, como si le ocurriese lo mejor del mundo. Por un momento, casi pensé que no me veía siquiera al despedirse, que estaba como entre nubes, flotando en otro mundo muy lejos de éste…
—¡Dios mío, creo entender! —jadeó Mark, palideciendo—. Molly, tenemos que dar con ella de algún modo…
—Siento no poderles ayudar —rezongó el individuo—. No quisiera que le ocurriese nada a un cliente de este hotel, pero lo cierto es que desconozco más detalles. En lo único que me fijé es en que el coche que la recogió era un Chevrolet azul, con una franja amarilla en medio…
—¡Mi coche! —rugió Mark, cambiando una mirada frenética con la asustada Molly—. ¡Ese es mi coche, el que está todavía en poder del sheriff Conway!
—Cielos, no… —los ojos de Molly se clavaron en él, aterrados—. ¿Qué significa eso? ¿Quién pudo sacarlo del depósito municipal donde permanece?
—No lo sé, pero me recuerda… lo de la furgoneta del negocio fúnebre —Mark la tomó por un brazo, corriendo con ella a la salida sin despedirse siquiera del conserje del sucio hotel—. Vamos, hay que dar con ella. Veremos al sheriff, pediremos que busquen mi coche por todas partes, si como supongo, falta del depósito…
Salieron del hotel, lanzándose al coche de la abogado, que partió hacia allí dando un viraje para rodear el hotel y dirigirse al centro urbano por California Avenue. Pronto, sin embargo, Molly metió el freno, parando en seco el vehículo, clavándolo virtualmente, a sólo dos manzanas del hotel, frente a uno de los numerosos solares repletos de viejos coches desvencijados, sólo útiles para chatarra.
—¡Ahí! —rugió Mark, obligando a la joven a frenar—. ¡Ese es mi coche!
Estaba allí. Azul, con la franja amarilla. Los faros revelaron la matrícula del Empire State de Nueva York. Era el suyo, sin duda alguna. Mark saltó frenético del coche, tomando en su mano la única arma visible: una pesada llave inglesa, que iba dispuesto a estampar en la cabeza de quien se le interpusiera en su camino. Molly le siguió sin el menor asomo de miedo, muy pálido su rostro.
Ambos se detuvieron junto al coche parado en la zona oscura que sólo los faros del vehículo de la abogado habían logrado iluminar lo suficiente. Un grito de horror brotó de los labios de la muchacha. Mark sintió que la cabeza le daba vueltas.
—¡Dios mío, mire eso, Mark! —sollozó la abogado con voz histérica.
Fisher ya lo había visto. Allí, bajo sus ruedas, yacía un cuerpo sin vida. Al parecer, esta vez sí era su coche el que lo había arrollado, reventando su cuerpo y destrozando piernas y brazos. Los faros del coche de Molly revelaron un rostro que era una espantosa máscara de terror y agonía, justo debajo del parachoques del automóvil azul.
Era una máscara delirante de muerte y de pánico infinito. Un gesto macabro y estremecedor, en un rostro que había sido pícaro y bonito.
Era el cadáver de la infortunada Rosemary Yates, la secretaria de Molly Chalmers.