CAPÍTULO VI

El individuo era, ciertamente, absurdo.

Absurdo. Era la palabra que había utilizado para describirle Molly Chalmers. Y Mark Fisher estaba totalmente de acuerdo con ella.

Jamás había conocido a nadie como el tal Basil Randolph, el Muy Venerable Hermano Superior del Culto de la Carne Sangrante.

El pequeño templo no era más que un cottage en las afueras de Bakersfield, exactamente en Panorama Drive, junto a la carretera que conducía al aeropuerto de la ciudad, el Meadows Field-Kern Corporation. Sobre el tejadillo de la pequeña propiedad cercada de jardines, se había montado una especie de rara cruz con tres brazos a cada lado, cada uno de los cuales era más corto que el anterior en sentido ascendente. En medio de esa cruz, brillaba una lámina triangular de color dorado vivo, como un destello divino, al ser herido el metal por la luz solar.

En la puerta, una serie de mensajes presuntamente esotéricos, aparecían grabados en láminas de metal, y adheridos a la madera. El llamador era una pieza de bronce con la forma de unas manos unidas en plegaria.

Apenas golpearon con ellas, el ruido retumbó en su interior, provocando a su vez un sonido musical de campanilleo, quizá gracias a un juego de resortes conectados entre sí.

La puerta se abrió sin que nadie la manipulase. Dentro, se oían salmos y coros, con fondo de órgano. Mark sonrió, notando que la mano de Rosemary que se apoyaba en su brazo, se hacía más crispada, como si de repente le fallara su seguridad en sí misma.

—Calma —susurró—. Simple juego electrónico para abrir la puerta y poner la música en marcha. Sabe que eso impresiona a sus visitas.

La joven pareció tranquilizarse. Dentro de la casa, todo era umbrío y tranquilo. Al fondo, una luz brillaba tras unos cortinajes oscuros. De allí procedía el sonido musical. Una voz hueca, profunda y solemne, brotó de pronto de los ocultos amplificadores, volviendo a sobresaltar a la muchacha:

—Pasad, hermanos. El Muy Venerable Hermano Superior acoge siempre con sus brazos abiertos a quienes de él necesitan. Pero sólo las mujeres, criaturas débiles y manipuladas por la maldad natural del Hombre, pueden tener cabida en mi regazo y llegar a la pureza suprema de la salvación, salvando el duro sacrificio de que su carne sangre en señal de penitencia…

Avanzaron hacia la cortina. Esta se descorrió igualmente, sin que nadie la tocase, mediante los trucos electrónicos de los que la casa parecía repleta, para admiración de los ingenuos.

—Sigamos —invitó en voz baja Mark—. Todo es pura carpintería teatral, Rosemary. Una serie de trucos fáciles y nada más.

Llegaron al fin a presencia de Basil Randolph. Sentado ante un órgano que él no tocaba aunque fingía hacerlo muy bien, mientras una cassette actuaba en su lugar, uniendo los acordes del solemne instrumento a los de las voces corales, les recibió el grotesco personaje.

—Pasad, pasad, hermanos —invitó, alzando un brazo majestuosamente, sin dejar de deslizar el otro por el teclado—. Soy con vosotros en el acto.

Vestía, en efecto, una larga túnica blanca, de monje, y caperuza igualmente blanca, que permitía ver claramente su rostro alargado y sorprendente. Los ojos saltones eran de un azul palidísimo, casi incoloro. La nariz ganchuda, la boca larga y de ancha mandíbula, la barbita recortada, como de un chivo, mitad canosa, y mechones lacios de pelo también grisáceo, colgando bajo la caperuza, como un flequillo, completaban su singular aspecto. Por si eso fuese poco, del extremo de su corva nariz, pendía un anillo dorado, incrustado en un orificio hecho entre ambas fosas nasales, en su cartílago.

—Yo, Basil Randolph, os doy la bienvenida, hermanos —habló, coincidiendo con los últimos acordes de la grabación que él fingía interpretar. Se incorporó, y Mark se dijo que no andaba lejos de los dos metros de estatura, a menos que la larga túnica hasta el suelo no ocultase astutamente alguna clase de alzas o de enormes tacones, que quizá justificasen su modo torpe y lento de moverse hacia ellos, con sus huesudas y largas manos extendidas beatíficamente—. Venid aquí, reclinaos y hablad sin temor conmigo, enviado por el Señor para devolver la paz y la pureza espiritual a las pobres e involuntarias pecadoras que el mundo corrompe con su maldad.

Eran reclinatorios y no asientos lo que había ante él. Pero Mark no dudó en arrodillarse en uno de ellos, con Rosemary a su lado, evidentemente sobrecogida por el cariz entre grotesco y solemne de aquel recibimiento, esperando iniciar su falsa historia con aquel santón de opereta que resultaba ser el Muy Venerable Hermano Basil Randolph.

Una vez aposentados ambos delante de su anfitrión, éste puso ambas manos sobre las dos cabezas, en forma paternal, e invitó con voz profunda y cálida:

—Ahora, habladme de vuestros problemas, hermanos. Decidme qué os atormenta para venir hasta mí…

Mark comenzó a hablar lentamente, como si todo aquello le impresionara de verdad y no encontrase palabras adecuadas para exponer su caso:

—Verás, Hermano… Me hablaron de ti y de tu culto maravilloso… No es para mí para quien solicito ayuda, porque sé que solamente criaturas débiles, como las mujeres que hacemos víctimas de nuestra perversión, pueden ser acogidas bajo tu divina protección, Hermano. Pero mi… mi novia Rosemary… te necesita. Y yo no he dudado en traerla aquí para que le des la paz de espíritu que necesita.

—Tu novia Rosemary… El lenguaje del hombre es siempre perverso y torpe —sentenció el tipo con aire solemne—. Sé que hablas de concubinato, de vicio y sexo entre tú y esta jovencita entregada al deseo lascivo que tú exiges de ella. Sois amantes, y como tales debéis presentaros, sin mentir a vuestro Hermano Superior… Habla tú ahora, criatura corrupta… ¿Qué deseas de mí y del Culto de la Carne Sangrante que represento, para venir a verme con tu amante?

—Yo… yo, Hermano Superior, deseo volver al buen camino, no pecar de nuevo por culpa de mis vicios y de mis debilidades. No deseo seguir siendo concubina ni beber alcohol en orgías de vergonzosa naturaleza…

—¡Tu voz será escuchada si tienes fe y valor para iniciar tu prueba! —clamó el Hermano Superior—. Yo te ayudaré a ello, hermana Rosemary, con todas mis fuerzas, si ésa es tu voluntad. Sangrará tu carne con el dolor del arrepentimiento y de la redención espiritual y física, pero esa sangre te purificará un día ante el Señor. Y tú, hombre impúdico, cumplida tu misión de arrepentimiento, ¡vete! Sólo hay lugar para la hermana Rosemary en la casa del culto y de la fe.

—Pero, Hermano, yo…

—¡Vete! —majestuoso, señaló con su brazo rígido hacia la salida, solemne y casi amenazador—. El Señor reconocerá tu mérito en intentar devolver la pureza a un alma noble, y eso será todo. Pero el Culto de la Carne Sangrante no bastaría para lavar todos los pecados de los hombres que conducen a la débil mujer a la perdición… ¡Fuera de aquí, hermano! Y el Señor te acompañe…

Mark Fisher se incorporó. Sentía cierto desasosiego dejando a Rosemary en manos de aquel individuo, acaso farsante, acaso pervertido. Pero no podía hacer ya otra cosa. Ella le guiñó con rapidez un ojo, y él se incorporó, dirigiéndose con gesto abatido hacia la salida.

La cortina se corrió de nuevo silenciosamente. Y la atractiva secretaria de Molly Chalmers se quedó allí dentro, en compañía del grotesco individuo.

Ahora sólo quedaba esperar información sobre el curso de aquella aparente religión, culto o lo que fuese, a través de la propia Rosemary. Y confiar en que no sucediera lo peor en cualquier momento.

* * *

Molly Chalmers no estaba en su oficina cuando él regresó al hotel. Llamó en repetidas ocasiones y nadie cogió el teléfono. Por la ventana no descubrió a nadie en el bufete. Su secretaria, Rosemary, estaba ahora ocupada en otros menesteres que cuidar de la oficina.

Bajó al vestíbulo, para dirigirse al comedor y cenar. Era pronto aún, y optó por tomar un aperitivo en el bar. Pasaba junto al mostrador de recepción, cuando la voz femenina atrajo su atención:

—Perdone. ¿Puede indicarme dónde se aloja el señor Mark Fisher?

Giró la cabeza, sorprendido. La dama que interrogaba de ese modo al conserje del Golden State, le era perfectamente desconocida. Pero, eso sí: era una mujer madura, elegante y con atractivo.

—Yo soy, señorita —dijo acercándose a la desconocida.

—Señora —se volvió ella, entre sorprendida y satisfecha, dirigiéndole una sonrisa cortés—. Soy la señora Viveca Asher. La esposa de Coleman Asher, alcalde de Bakersfield.

—Señora Asher… Es un placer —se inclinó, besando aquella mano—. Pero no logro entender por qué sabe usted mi nombre ni la razón de que pregunte por mí…

—Las noticias vuelan en un sitio como éste —sonrió ella más ampliamente. Tenía una boca sensual, de labios carnosos, ojos color ámbar y cabello rojo suave, muy bien peinado. Vestía elegantemente un traje sastre a rayas, con blusa de seda azul. No tendría más de cuarenta años, pensó Mark. Pero con el tipo de una mujer de treinta—. Sabemos que es usted escritor. Y hemos descubierto dos de sus obras en la biblioteca pública de Bakersfield.

—¿De veras? —se sorprendió Mark, mirándola desconcertado—. Pero… pero si yo sólo escribo relatos de evasión, cosas ligeras y nada literarias…

—Nuestra biblioteca está muy bien surtida, señor Fisher. Posee un departamento especialmente dedicado a la literatura de evasión juvenil. En ese departamento hallamos sus libros: «Intriga en Hawai» y «Los alegres agentes de la guerra fría».

—No son de los mejores —Mark torció el gesto.

—Oh, eso no importa —rechazó alegremente la dama, apoyando con toda cordialidad una mano suya, pulcra y bien manicurada, sobre el brazo del joven—. Lo que cuenta es que un escritor que edita en Nueva York, y del que se dice en la contraportada de uno de los libros que va a escribir una serie para televisión en Hollywood, está ahora en Bakersfield como huésped de nuestra ciudad.

—«Huésped», señora Asher, no sería precisamente la palabra adecuada para mi caso, se lo aseguro —sonrió sarcástico Mark.

—Lo sé, lo sé —se apresuró a afirmar ella, algo nerviosa, apretándole el brazo—. Me he enterado de todos lo pormenores, y he informado a mi esposo de ellos. Me ha prometido que hablará con el juez Parker, de quien es muy amigo, y con el sheriff Conway, para que no vuelva a ser molestado, y de no mediar pruebas muy concretas de una posible culpabilidad suya, será sobreseída su causa sin más.

—No sé cómo agradecerle, señora, que siendo un perfecto desconocido para usted, se haya dignado ayudarme de ese modo…

—Oh, no crea que mis influencias en favor suyo van a ser gratuitas —rio ella de buena gana—. A cambio de todo eso, vengo a verle a usted para pedirle un gran favor, señor Fisher.

—Si está en mi mano facilitárselo…

—Lo está, desde luego. Sólo usted puede responderme afirmativamente a lo que voy a pedirle.

—En ese caso… pídamelo, señora Asher.

—Está bien —con aire triunfal, le informó ahora—: Señor Fisher, espero su presencia en nuestro club mañana por la tarde.

—¿Mañana? ¿Su club? —pestañeó Mark—. No entiendo…

—Verá. Tenemos una asociación femenina en Bakersfield. Se llama el Club de Cultura de las Damas Caritativas de Bakersfield. La señora Conway, la esposa del sheriff, pertenece también al mismo, y es quien me habló inicialmente de usted. De modo que aquí estoy para suplicarle se digne pronunciar una conferencia en nuestro club, y firmar ejemplares de sus libros o, en su defecto, las invitaciones que hoy mismo haré imprimir si usted me concede tal honor.

—Pero, señora Asher, yo no soy un erudito ni un gran escritor. Sólo hago obras de evasión, entretenimiento puro, ya sabe…

—No podíamos esperar que un Premio Nobel pasara por Bakersfield. Pero le aseguro que todas deseamos verle en el club y escuchar su charla, que no necesita ser profunda ni filosófica, sino limitarse a narrarnos su modo de escribir, sus experiencias todo en plan sencillo y ameno. Sería tan hermoso poder celebrar así el aniversario de la fundación de nuestro club…

—Está bien —suspiró Fisher—. Procuraré quedar lo mejor posible, pero no les puedo garantizar que mi charla sea brillante ni realmente sugestiva.

—¡Oh, gracias, gracias! —le tomó ahora las manos con toda efusividad, brillantes sus ojos ambarinos de placer—. No sabe la alegría que voy a darles a todas cuando les hable de esto y les garantice su presencia mañana, en el club… Voy a encargar de inmediato las invitaciones… ¿Le parece bien que la conferencia sea a las cinco y media?

—Sí, perfectamente. A las cinco y media —admitió Mark, resignado.

* * *

Cheryl Ulmer pisó la acera. Miró en torno, preocupada, tensa. Sus ojos tuvieron un destello de inquietud que hubiera sorprendido a sus habituales acompañantes del Club 2000. La tenían por una muchacha alegre, complaciente y divertida. Ahora, Cheryl estaba mostrándose muy distinta.

De haberse fijado alguien en ella, hubiera observado que estaba angustiada, nerviosa. Casi asustada. En sus manos se arrugaba un ejemplar del «Bakersfield News» de aquel día. En primera plana, la noticia que era comidilla de la pequeña ciudad californiana en las últimas horas:

DOBLE HOMICIDIO MISTERIOSO:

GARY CRAIG, UN RESPETABLE CIUDADANO,

Y UNA MUCHACHA DE EQUIVOCADA CONDUCTA,

LYNN CHALMERS, APARECEN SIN VIDA,

CON HORRIBLES DESTROZOS INTERNOS.

Cheryl había dudado mucho ante de tomar una decisión. Pero ahora ya estaba decidida. Total y absolutamente decidida. Aquellos trágicos hechos publicados en primera página del diario local, la habían decidido de forma tajante.

—Tengo que hacerlo —murmuró—. ¡Tengo que hacerlo! Gary me habló de ello, mencionó algo… pero nunca pude suponer que fuese algo tan terrible… Estoy convencida de que se relaciona con lo que él dijo… No puede ser de otro modo…

Decididamente, metió el periódico en su bolso y echó a andar con decisión hacia la cercana parada de taxis. Iba a hacer una visita al sheriff del condado. Estaba decidida a ello. Era preciso que la muerte de Gary se aclarase, que aquel oscuro y horrible suceso tuviera su solución. En cierto modo, era como hacer justicia. Ella, al menos, pensaba así. Y así iba a obrar ahora, de forma resuelta y enérgica.

Cruzó la calle. Esta noche no llovía, como la anterior, en que viera por última vez a Gary Craig. Pero la muchacha del Club 2000 se sentía tan sola caminando ahora en la noche oscura y nubosa, con cierto aire desapacible, como la anterior al despedirse de Craig, cuando nunca podía imaginar que ya no vería de nuevo a aquel hombre vital, amable y afectuoso que era su último amigo de las tardes íntimas del club privado.

La parada de taxis distaba dos manzanas de allí. Cruzó la calzada y pisó la otra acera sin reducir la velocidad de sus pasos, breves y rápidos. Llegó a la siguiente esquina. Un pasaje oscuro y angosto era lo último que debía cruzar, antes de llegar a la manzana formada por un edificio actualmente en construcción, al final del cual estaba el parking de taxímetros de aquella zona. Vio tres o cuatro coches aparcados, y apresuró el paso. Deseaba estar cuanto antes en la oficina de la ley para informar de lo que sabía, y que podía dar un nuevo cariz a la muerte inexplicable de Gary Craig… y también de aquella infortunada muchacha, Lynn Chalmers, a la que Cheryl recordaba de una ocasión en que coincidiera con ella en un sitio poco recomendable.

Nunca llegó Cheryl Ulmer al anhelado taxi que la llevase a presencia del sheriff de Kern County.

De las oscuras zonas del callejón que cruzaba en ese momento, surgieron varios brazos, rápidos y fuertes. Manos envueltas en flotantes mangas anchas de color oscuro, aferraron a la muchacha. Ella intentó gritar, al sentirse atraída hacia aquellas tinieblas profundas. Una o dos de aquellas manos cubrieron su rostro y boca, amordazándola sin contemplaciones. Las demás tiraban de ella, sujetando sus brazos y cintura, e incluso sus piernas. Fue sumergida virtualmente en la profunda oscuridad del callejón, donde sus pataleos, jadeos y esfuerzos se ahogaron entre una verdadera telaraña de brazos y manos hábiles y casi brutales, que la redujeron a la impotencia, arrojándola de bruces al suelo. Allí se sintió maniatada con las muñecas a la espalda, y otras ligaduras sujetaron sus tobillos. Intentó chillar, mordiendo una mano, pero alguien la golpeó salvajemente en la sien, y se quedó aturdida, medio inconsciente.

Inmediatamente después, un paño empapado en algo dulzón y embriagador le fue aplicado a boca y nariz. Intentó contener la respiración, evitar la absorción de aquel aroma que anulaba sus sensaciones y su voluntad.

No le fue posible. Cheryl Ulmer cayó de bruces en el asfalto de la callejuela oscura. Estaba por completo inconsciente. Las manos de aquellas sombras oscuras, envueltas en flotantes hábitos que se fundían en la oscuridad, la alzaron en vilo.

Luego, en silencio, fue conducida a una furgoneta aparcada en lo más profundo del pasaje. Todos subieron en procesión lenta y segura al interior del vehículo, llevando consigo a Cheryl.

Poco después, la furgoneta arrancaba, alejándose del lugar. En la esquina, junto al bordillo, olvidado por todos, quedaba el bolso de la joven, con un diario doblado asomando por su abertura…