CAPÍTULO V

Se llamaba Sidney Oland. Era alto, flaco, pálido como los cadáveres que pasaban por su negocio.

Se quedó mirando a su visitante con expresión distraída, como si lamentara que en esta ocasión se tratase de alguien que venía caminando por su propio pie, y no de un cliente para sus lujosos y bien cuidados féretros en la amplia y lúgubre trastienda de su negocio, entre cortinas moradas y velones de cera de todos los grosores y tamaños. Luego, meneó la cabeza en sentido negativo.

—Lo lamento, señor… —dirigió una ojeada a la tarjeta de visita, antes de añadir—: El… señor Fisher. No creo que pueda ayudarle en absoluto. Anoche no hicieron ningún servicio de traslado de féretros, se lo aseguro.

—Pero la furgoneta de matrícula 817 ONN saldría a hacer algún servicio, sin duda alguna…

—Rotundamente, no —rechazó Sidney Oland, propietario de la Agencia Funeraria de Bakersfield—. Han debido informarle mal, créame.

—Insisto, señor Oland. Yo mismo vi esa furgoneta en la carretera de Bakersfield a Los Ángeles, la Interestatal número cinco.

—¿Está seguro de eso? —dudó Oland, arqueando sus cejas y clavando sus ojillos brillantes, lo único con apariencia de vitalidad que había en su flaco y amarillento rostro, en el joven visitante.

—Por completo.

—¿A qué hora ocurrió tal cosa?

—Era casi medianoche. Digamos las once, poco más o menos.

—¡Las once de la noche! —hizo un ampuloso ademán con sus dos brazos, largos y simiescos—. ¡Imposible, señor Fisher! A esas horas, mi negocio está cerrado… a menos que haya, naturalmente, un servicio que hacer en esos precisos instantes. En ese caso, basta que pulsen el botón de la entrada, y un conserje nocturno abre para atender la petición del cliente.

—¿Anoche no ocurrió tal cosa en ningún momento?

—En ninguno, señor Fisher.

—¿Ni hubo traslado de algún féretro, pongamos por caso?

—Tampoco —Oland parecía empezar a mostrarse molesto por tanta pregunta—. Mire, le estoy atendiendo en todo esto porque la señorita Chalmers me lo ha pedido, al tiempo que… ¡ejem…! al tiempo que me encargaba un buen féretro para su infortunada hermana. También me ocuparé del señor Craig. Hay días en que tengo mucho trabajo, y éste es uno de ellos, de modo que le agradeceré termine lo antes posible con sus preguntas, porque debo dedicarme a mi tarea.

—Termino en seguida —dijo secamente Mark—. Señor Oland, ¿quién puede sacar de su garaje ese coche funerario y conducirlo a placer por la ciudad?

—Nadie. Absolutamente nadie, señor Fisher —cortó fríamente el dueño de las pompas fúnebres—. Solamente yo. Y puedo asegurarle que no hice tal cosa anoche en ningún momento. Entre otras razones, porque estaba algo indispuesto a causa de un enfriamiento, y mi esposa tuvo que atenderme, dándome una tisana caliente al meterme en la cama antes de las diez. Ella permaneció toda la noche en casa mientras yo descansaba, hasta la hora de acostarse, y puede confirmar cuanto le he dicho.

—Está bien, gracias —Fisher sintió cierto desaliento ante lo negativo de sus preguntas—. Pero algún empleado suyo, sin usted saberlo, acaso pudo…

—De ninguna manera —atajó él con aspereza—. Sólo yo tengo la llave del garaje y del almacén cuando estoy en casa. En la tienda quedan siempre cuatro o cinco ataúdes para que el conserje de noche atienda a un posible visitante con urgencia, y eso basta. De lo demás, me ocupo personalmente yo. ¿Complacido, señor Fisher?

—Sí, gracias —suspiró Mark, aunque estaba lejos, muy lejos en realidad, de sentirse complacido en lo más mínimo.

Y abandonó la elegante y tétrica tienda de ataúdes y adornos funerarios de Sidney Oland, regresando al hotel con mucha menos moral de la que había llevado al salir de él en busca de su primera pesquisa seria en torno a aquel asunto macabro que lograba obsesionarle.

Se encontró con la propia Molly Chalmers esperándole en el vestíbulo del Golden State, acompañada de una joven morena, algo llenita, de prominentes pechos y caderas acentuadas, cuyos ojos, oscuros, sonreían tanto casi como sus gordezuelos labios y el hoyito encantador de su barbilla. Molly llevaba un portafolios en su mano, y otro más voluminoso su bonita acompañante.

—Estaba aguardándole, Fisher —dijo la joven abogado—. Le presento a Rosemary Yates, mi secretaria.

—Hola —saludó Mark jovialmente, mientras la muchacha morena sonreía más ampliamente, con un movimiento de cabeza—. ¿Algo nuevo, señorita Chalmers?

—Sí. Los peritos no han encontrado nada sospechoso en su coche, Fisher. Pero van a someterlo a nuevas pruebas. Creí que eso le interesaría. No pueden acusarle de nada, puesto que usted no atropelló a nadie, según se deduce de esa primera revisión.

—Vaya, ya era hora de oír algo agradable —suspiró Mark—. Yo he hablado con Oland ahora mismo. Nada de nada. Asegura que no se movió su furgoneta en todo el día. Y que sólo él tiene la llave del garaje. Anoche no salió de casa. Tiene coartada. Estaba enfermo y su mujer le cuidó, acompañándole en la vivienda.

—Entiendo. Alguien, de todos modos, debió sacar esa furgoneta de allí por razones que ignoramos, ¿es eso lo que piensa?

—Por supuesto. Pero será difícil probarlo.

—Todo es difícil en este asunto —murmuró ella, asintiendo con la cabeza—. He hablado con el doctor Kirby, que es el forense de Bakersfield. La autopsia de ambos cuerpos se hará hoy mismo. Pero aparentemente, ambos fueron muertos por el peso de algo que hundió su tórax, causándoles lesiones de mortal gravedad. Lo lógico, según el doctor, es que ese algo fuese un automóvil. Pero no está seguro de ello, porque no ve huellas de neumáticos encima, ni señales de atropello en la epidermis.

—Pues no hay muchas cosas que puedan causar tales destrozos a una persona.

—Es lo que él dice también. Sabremos algo esta noche o mañana.

—¿Cuándo será el funeral por su hermana?

—Pasado mañana, con toda seguridad. Antes será difícil por los trámites forenses ordinarios. Pasemos a otra cosa, Fisher. He estado haciendo averiguaciones sobre las actividades de mi hermana en estos últimos tiempos. Rosemary me ha ayudado a recoger información al respecto. He venido con ella para presentársela, porque si quiere usted seguir adelante con su plan, e investigar de modo particular y personal el asunto, sería posible que ella le sirviese de ayuda.

—Me encantará tener una ayudante así —afirmó Mark con maliciosa galantería, contemplando los indudables y generosos encantos personales de la secretaria de su abogado.

—Bien, pues entonces vayamos adonde nadie pueda oírnos, Fisher, y hablemos de ello —atajó Molly Chalmers con sequedad profesional.

Las condujo a una arrinconada mesita en el bar del hotel, donde los tres se acomodaron. Pidió unos martinis, y esperó. Molly no tardó en exponer los hechos en voz baja y apagada:

—Mi hermana… ya sabe que no tenía antecedentes demasiado buenos.

—Sí, lo sé.

—Pero últimamente, hacía algo más que tomar droga o acostarse con uno que le gustara. Al parecer, había querido empezar a rehabilitarse socialmente.

—¿De veras? —Mark enarcó las cejas.

—Sé que le extrañará. Un drogadicto rara vez se rehabilita por propia iniciativa y sin una ayuda exhaustiva de los demás. Pero Lynn parecía en el camino. Al menos, esos son los informes que tengo.

—¿Cómo pudo hacerlo?

—Por la vía esotérica.

—¿Esotérica? —Mark mostró perplejidad—. ¿Quiere decir que recurrió a algún culto en particular para regenerarse por medios religiosos?

—Exacto. Increíble, ¿no?

—Si le iba dando resultados…

—Al parecer, sí. Al menos, eso es lo que dice el Muy Venerable Hermano Basil Randolph.

—¿Muy Venerable Hermano? ¿Qué significa eso?

—Sabe que vivimos en el país de las sectas religiosas —suspiró Molly—. Esa es una de ellas. La dirige el Muy Venerable Basil Randolph, Hermano Superior de su culto, y a esa secta pertenecía últimamente mi hermana.

—¿Qué nombre tiene la secta, en particular?

—Tan complejo y extraño como su director espiritual: el Culto de la Carne Sangrante.

—Culto de la Carne Sangrante… —se estremeció Mark Fisher involuntariamente—. Cielos…

—¿Qué le pasa? ¿Eso le dice algo? —preguntó Molly Chalmers rápidamente.

—No, nada. Sólo que, por un momento, recordé un cuerpo humano, desnudo… y su carne ensangrentada…

—Ya entiendo —el rostro de la joven abogado se nubló, y sus ojos parecieron repentinamente grises, en vez de verdes—. Mi hermana, ¿no…?

—Sí —asintió Mark, ceñudo—. ¿Por qué ese truculento nombre?

—Según sus adeptos, no tiene el significado que nosotros podríamos atribuirle. Aseguran que la carne del ser humano sangra por los pecados, y que la misión de una fe nueva y profunda que limpie al hombre de esas lacras, puede limpiar de sangre la pureza corporal del ser humano, aunque también en esa dura prueba, la carne sangra por el dolor del arrepentimiento y del retorno a la verdad.

—Vaya… —murmuró Mark Fisher—. ¿Se ha aprendido todo eso de memoria, señorita Chalmers, o usted también se sintió ganada por semejante doctrina?

—Me he leído dos veces el folleto —sonrió ella, hurgando en su portafolios hasta extraer de él un impreso a ciclostil, burdo y lleno de dibujos ingenuos en torno a una luz celestial, cuerpos humanos goteando sangre y la beatífica presencia de un monje impoluto y blanco, alzando sus brazos para acoger a todos los sangrantes descarriados.

—Un monje… —murmuró Fisher, clavando sus ojos en el dibujo.

—Ya lo he notado. Pero viste de blanco y lleva su caperuza alzada, dejando ver el rostro. No parece inquietante.

—De modo que éste es el Culto de la Carne Sangrante… —comentó Mark, pensativo, leyendo las fáciles y truculentas afirmaciones allí impresas, firmado todo ello por el Muy Venerable Hermano Superior, Basil Randolph—. ¿Cómo supo de su existencia?

—Rosemary y yo hemos visitado el cuarto que tenía alquilado mi hermana en una casa de huéspedes de un barrio suburbano de Bakersfield. Allí tenía folletos, un cinturón con calaveras talladas en plástico y otras lindezas de la secta. En una tarjeta, figuraba la dirección del recinto esotérico. Y allá fui, entrevistándome con el Muy Venerable.

—¿Es legal, entonces?

—¿La secta? Sí. Está registrada de forma legal en el Condado.

—¿Qué clase de tipo es él?

—¿Basil Randolph? —Molly hizo un gesto ambiguo—. Absurdo. Esa es la palabra, sí: absurdo. Uno no sabe si está ante un auténtico convencido de lo que dice, o ante un farsante de primera categoría.

—Tal vez sea más fácil la segunda posibilidad que la primera. Esa clase de santones que inventan sectas religiosas, suelen ser más vividores aprovechados que verdaderos fanáticos. ¿Admitió que su hermana pertenecía a la secta?

—Sí. Él la llama Hermana Iniciada Lynn. Es todo. Allí pierden su apellido los adeptos. Si alguno se llama de igual forma que otro, le añaden otro nombre para diferenciarlos. Por ejemplo, si hay dos Jane, pongamos por caso, una será Jane y la otra Jane Mary, ¿comprende?

—Si —Mark arqueó las cejas, mirando pensativo a su abogado. Indagó, rápido—: Usted ha citado a su hermana Lynn. Y me ha dado ahora un nombre de mujer. ¿Eso significa que sólo admite mujeres en su secta?

—Exacto —ella le contempló a su vez, sorprendida—. ¿Cómo lo supo?

—Fue un simple presentimiento. Ese tipo podría ser algo más que un pillo o un fanático: podríamos estar ante un sátiro, un obseso sexual o un aprovechado libertino adornado con ropajes esotéricos.

—Ya lo pensé —asintió Molly—. Pero todo el tiempo que estuve ante él, no me miró como lo haría uno de esos. Y hasta llegué a cruzarme de piernas así. No creo que las tenga tan feas como para que ni me mirase…

Y Mark, al mirar las piernas de su abogado, cruzadas ahora con descuido, tuvo que admitir que ella tenía razón.

—Son preciosas —aceptó—. Yo sí las miraría. Y no soy un sátiro.

—Pues él ni se inmutó. No dirigió una sola ojeada a mi persona que no fuese indiferente y casi aburrida.

—Usted sugirió que puede ser un buen actor y saber fingir muy bien, ocultando sus verdaderas emociones.

—Quizá. Por eso he venido a verle con mi secretaria. Usted podría entrevistar a ese hombre y descubrirle algo que a mí se me pasó inadvertido. Como escritor, debe tener una buena dosis de psicología, Fisher. Además, me parece usted un hombre observador e inteligente.

—Es muy amable, señorita Chalmers. ¿Qué puedo pintar yo en todo eso, si él sólo admite ovejas descarriadas que lleven faldas?

—Usted podría ser el hermano o el marido de Rosemary —señaló a su secretaria—. La lleva a él, diciendo que le han convencido sus palabras y desea que ella sea conducida a la senda recta, que abandonó de alguna forma últimamente. Él no conoce a mi secretaria. Y Rosemary podría interpretar un buen papel ante ese hombre, fingiendo hacerse adepta de su culto.

—No es mala idea —admitió Mark, pensativo, mirando de soslayo a la morena y curvilínea muchacha—. Pero podría ser un riesgo para ella…

—¿Un riesgo? —dudó Molly.

—Recuerde a su hermana: ella era una adepta de ese culto. Y ahora está muerta…

—También lo está Craig. Y él no podía pertenecer a la secta.

—¿Usted está dispuesta a correr el riesgo, señorita Yates? —preguntó a la secretaria.

—Por supuesto —sonrió ella—. No me dan miedo los hombres, se lo aseguro. Soy una chica fuerte, liberada, sin complejos ni tabúes… y sé judo y algo de karate.

—Muy bien —admitió Mark, meditabundo—. Usted es quien acepta el juego. Imagino que todo eso le servirá de algo cuando esté sola con el tal Randolph y con otras posibles fieles de la secta.

—Sé fingir bastante bien —rio la morenita risueñamente, guiñándole un ojo—. He sido actriz aficionada en el colegio. ¿Por qué se preocupa tanto de mí?

—Me preocupa siempre una mujer en apuros. Y más aún si es atractiva y joven.

—Gracias por el piropo, señor Fisher. Creo que usted y yo vamos a hacer una pareja muy compenetrada, mientras dure este juego.

—Recuerde que no es exactamente un juego. Y que el premio podría ser, en todo caso, la propia muerte. No sabemos nada de esa secta ni de su director espiritual. Sólo sabemos que la hermana de su jefa, la infortunada Lynn Chalmers, murió horriblemente anoche, y su cuerpo aparecía ensangrentado, como el culto de ese tipo. Puede ser simple coincidencia o un indicio aterrador, señorita Yates.

—Lo tengo en cuenta. Y, por favor, no me llame así. Si vamos a fingir que somos una pareja bien avenida, hemos de tratarnos con más familiaridad. Llámame Rosemary, simplemente. Y yo te llamaré Mark. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —gruñó Mark Fisher—. ¿Cuándo empezamos?

—Eso es cosa suya —dijo Molly, poniéndose en pie—. Salgan los dos por ahí un rato, que la gente les vea juntos. Yo llevaré ese otro portafolios a mi oficina, Rosemary. Y recuerda: si algo te preocupa o algo raro sucede, llama en seguida a Fisher o a mí, pero sin cometer imprudencias, ¿está claro?

—Sí, señorita Chalmers —asintió la joven secretaria—. Así lo haré, no tema.

La abogado se ausentó, dejando solos en la mesita del bar a Fisher y a su secretaria. Ambos jóvenes se miraron. Sonriente, Rosemary se sentó junto a él ahora. Y pegó su pierna a la de él. Mark notó la proximidad de la tibia carne femenina, apretando la suya. Los erguidos y poderosos senos de la muchacha se apoyaban en el borde de la mesa, tal era su volumen.

—Me gustará más hacer el papel de tu novia o amante —confesó—. Lo de hermanita no me va. Y menos con un tipo tan estupendo como tú, Mark.

Dicho esto, se inclinó hacia él, puso una mano en la rodilla de Fisher, y aplastó su carnosa boca en la del joven escritor. Fisher no la rechazó. Hubiera sido un acto de mala educación, pensó rodeando con su brazo a la muchacha y atrayéndola hacia sí todo lo que aquellos generosos pechos podían permitirlo al interponerse entre ambos.

Evidentemente, Rosemary Yates se tomaba muy en serio su papel en aquella peligrosa farsa. Pero quizá era necesario saber fingir como ella lo hacía. Sí es que estaba fingiendo mientras hundía su lengua en la boca de él, convirtiendo el beso en un contacto ardiente y sensual.