CAPÍTULO IV

—Está cometiendo un grave error, sheriff Conway.

—Cállese de una maldita vez, Fisher, y no me moleste más. Permanecerá ahí hasta que se demuestre ante el juez que es usted inocente de dos atropellos mortales cometidos en mi condado.

—No soy yo quien debe demostrar que soy inocente, sino usted quien está obligado a probar que soy culpable, sheriff. Conozco la forma de actuar de los caciques de las pequeñas poblaciones, como usted, pero nunca llegan demasiado lejos con sus métodos —replicó agriamente el detenido desde detrás de las rejas—. Soy un ciudadano respetable, he venido a denunciar un hecho, y no puede encerrarme por eso en una celda, como si fuese un criminal.

—Los expertos examinarán su coche y el lugar donde dice que arrojaron el cuerpo de esa chica. Esta vez va a necesitar algo más que palabras para salir bien librado de esto.

—Estoy seguro de que será capaz de manipular mi coche y coaccionar al forense o a un técnico para que digan lo que usted quiere, sheriff —le acusó Fisher—. Pero no se enfrenta con uno de sus amedrentados ciudadanos, temerosos de la ley que usted representa a su capricho. Esto puede costarle caro. Exijo ver a un abogado inmediatamente.

—Váyase al diablo —rezongó Conway—. Son las doce y media de la noche y no hay ningún abogado a esas horas en su despacho. Tendrá que esperar hasta mañana, ¿está claro?

—Eso es anticonstitucional y va contra la ley —replicó con acritud Fisher—. Será otro cargo a formular cuando me presente ante el juez. Y si el de Bakersfield también está mediatizado por sus procedimientos, sheriff, recurriré a un juez federal que ponga las cosas en su sitio.

—La jurisdicción federal no tiene nada que ver en esto, amigo —se irritó Conway, disponiéndose a dejarle allí encerrado, ausentándose de la estación de policía—. Es un asunto de estricta competencia comarcal.

—Se equivoca, sheriff. ¿Se ha fijado en el cadáver de esa chica que recogí en la ruta de Los Ángeles? No sólo está destrozada por dentro, sino que le han mutilado un pecho. Mutilación, sheriff. ¿Se da cuenta de lo que eso significa? Cualquier abogado puede conseguir la intervención federal por la mutilación total o parcial de un cuerpo humano, está en las leyes federales de justicia.

Conway torció el gesto, huraño. Travis le miró a la expectativa.

—Váyase al infierno —bramó al fin, sin ceder un ápice—. Me largo de aquí. Podrá reflexionar durante la noche, don Sabelotodo. Y mañana, si tiene agallas para ello, intente que los federales se metan en mi terreno y le pesará toda su vida.

—A mí no me amedrenta usted ni nadie, Conway —replicó Mark fríamente—. Recuerde que mañana estarán obligados a proporcionarme un abogado, quieran o no. Quebrantar los derechos constitucionales de un ciudadano es un delito demasiado grave, incluso para un sheriff de aldea.

—¡Le romperé la cabeza cuando salga de entre las rejas si sigue hablando así! —aulló Conway, furibundo, enarbolando su recio puño, virulentamente cerrado, contra los barrotes de la celda—. Vamos, Travis. Estoy deseando salir de aquí de una maldita vez por todas. Este tipo me pone enfermo.

—Sí, sheriff pero creo que él tiene razón —dijo tímidamente Travis—. Está en su derecho al pedir un abogado…

—¿Tú también? —se enfureció el hombre de la ley, encarándose con su ayudante—. Anda, vámonos de aquí antes de que me dé algo…

Salieron los dos hombres. Travis más disgustado que su jefe. Se cerró la puerta metálica del corredor de celdas, dejando allí solo a Mark Fisher, no lejos de otra celda donde dormitaban su borrachera tres jóvenes embriagados, producto de una redada de Conway en la zona norte de la ciudad.

El joven escritor se sentó en la litera, pensativo. No podía hacer otra cosa que esperar allí encerrado, hasta que le permitieran llamar a un abogado local. Era una medida completamente ilegal por parte de Alex Conway, pero un sheriff, en ciudades como Bakersfield, acostumbraba a hacer lo que les daba la gana, saltándose las reglas a su antojo.

Cosa de media hora más tarde, la puerta metálica se abrió. Barry Scott, el joven ayudante de servicio aquella noche, entró con una taza de café, que pasó a Mark a través de los barrotes. Fisher le miró con simpatía. Era un joven delgado y risueño, con gafas de montura metálica y más aire de escribiente que de agente del orden.

No obstante, llevaba un uniforme caqui, su porra y su revólver reglamentario. Le sonrió con cierta timidez.

—Tome esto —dijo—. Le hará falta, señor Fisher.

—Gracias, amigo —suspiró Mark, tomando un sorbo de café. Miró a Scott con simpatía—. ¿Sabe de algún abogado en esta ciudad para llamarle mañana, cuando el estúpido de su jefe me autorice a ello?

—Hay tres o cuatro aquí —admitió Scott—. Pero le diré algo.

—¿Qué?

—He identificado a la muchacha muerta, la que usted trajo en su coche. Es Lynn Chalmers, una chica que llevaba poco tiempo en esta ciudad.

—¿Y bien? —Fisher enarcó las cejas, esperando a saber los motivos por los que este policía le daba tal información.

—Ella está fichada aquí, en esta oficina. Por tenencia de drogas y embriaguez. También por sospecha de prostitución, pero eso no se pudo probar.

—¿Por qué me cuenta todo eso?

—La sacó de apuros su hermana, en libertad bajo fianza.

—¿Su hermana?

—Es abogado de Bakersfield: Molly Chalmers.

—Vaya… —resopló Fisher—. De modo que una mujer abogado, es hermana de la chica muerta que yo he recogido en la carretera, tras arrojarla aquel vehículo…

—En efecto. Si le interesa hablar con ella… podría gestionarle eso, apenas regrese el sheriff a primera hora.

—¿No va a ser informada previamente la señorita Chalmers de que su hermana está en la Morgue?

—No lo creo. Conway no hará nada hasta mañana. Es su modo de actuar. Si usted se da prisa en solicitar el teléfono para su abogado, le ganará por la mano, y va a darle una buena sorpresa —sonrió Scott—. Eso sí, espero que no me delate…

—Amigo mío, eso es lo último que haría —le devolvió el vaso de café, ya vacío—. Gracias por todo, no olvidaré ese favor. ¿Por qué lo hace, Scott?

—Porque los métodos del sheriff no siempre son de mi gusto. Y porque usted no merece, a mi juicio, permanecer aquí toda la noche. Pero eso no puedo evitarlo. Ahora, le daré un papelito con el número de teléfono de Molly Chalmers. Apréndalo de memoria y solicite la llamada en cuanto él llegue. Será suficiente.

—Gracias otra vez, amigo —sonrió Fisher, recogiendo de manos del otro el pequeño trozo de papel con el número de teléfono—. Buenas noches…

—Hasta mañana, señor Fisher.

La puerta metálica se cerró de nuevo tras de Barry Scott. En la alejada celda roncaba uno de los detenidos. Mark Fisher leyó dos veces el número. Luego, hizo pedacitos menudos el papel y los guardó en su bolsillo.

* * *

Molly Chalmers estaba pálida, pero serena. Ojos levemente irritados, con huella de llanto, pero ahora fríos y secos. Sus manos blancas y bien cuidadas no temblaban al firmar en el registro de policía local. Los cabellos rubios, algo más claros que los de su hermana, y también algo menos rojizos, caían desordenados sobre sus hombros, lisos y suaves.

—Ya está —dijo secamente—. Libre, señor Fisher.

Mark asintió, recogiendo sus cosas de un sobre que le tendía Travis. Miró con frialdad a éste y a Conway, que les contemplaba a su vez, ceñudo y hosco, desde el fondo de la oficina.

—Muy agradecido, señorita Chalmers —dijo con lentitud Mark—. Creo que podríamos presentar esa demanda federal, ¿no le parece?

—Es lo que voy a hacer inmediatamente —aseguró ella—. Mi hermana reposa en la Morgue y alguien le cortó un seno, además de aplastar su cuerpo. Es asunto del FBI, sheriff.

—Allá usted con el escándalo —farfulló Conway—. Si esto se hace público, la reputación de su difunta hermana no va a quedar bien parada.

—Eso a ella, supongo, ya le tiene sin cuidado. Nadie le va a devolver la vida porque se hable mejor o peor de ella. En cuanto a mí, prefiero que un asesino pague lo que hizo, al precio que sea.

—¿Asesino? —Conway enarcó las cejas—. No puede probarse que es un asesinato, señorita Chalmers.

—Yo sé que lo es, como lo sabe Fisher, mi defendido —replicó ella con sequedad—. Creo en su palabra, y si una furgoneta arrojó ante él un cadáver desnudo en medio de la carretera, es porque los asesinos quisieron deshacerse de él complicando a Fisher en el caso. ¿Y por qué lo hicieron así? Porque Fisher ya había presenciado casi otro asesinato: el de Gary Craig.

—Es una tontería muy discutible —replicó el sheriff—. Admito que quien atropelló a su hermana pudo ser un sádico que, además de herirla, la desnudara y mutilara, pero eso no prueba que hubiera asesinato. Y menos aún que se relacione con la muerte de Gary Craig.

—Usted sabe que sí se relaciona —fue la dura respuesta de Mark—. Él habló de unos encapuchados y de una mujer desnuda y sangrante. Ahí la tenemos ahora. Faltan sólo los encapuchados. Tal vez eran los que arrojaron su cuerpo desde la furgoneta gris.

—Está libre, ya ha oído a su abogado —bramó Conway, que desde que supiera que Molly Chalmers era la representante legal de su detenido había entrado en una crisis de mal humor evidente—. Váyase de una vez. Y tenga cuidado en el futuro. Si se queda en este lugar algún tiempo, va a tener problemas en cuanto quiera entrometerse en asuntos que no le incumben.

—Puesto que estoy libre bajo fianza, tendré que permanecer aquí hasta el día de mi presencia en el juicio, ¿no es así?

—No es imprescindible —cortó Conway—. Puede irse donde quiera, con tal de que esté para la vista de su causa, dentro de ocho días, ante el juez local. Ya tiene en su poder la orden judicial correspondiente.

—Pues ya ve, sheriff. Yo prefiero quedarme unos días aquí —sonrió Fisher duramente—. No me gustaría marcharme sin saber qué está sucediendo en Bakersfield.

—Allá usted. Si le gusta complicarse la vida, hágalo.

Salieron de la estación de policía. Los charcos ya se estaban secando en la calle, tras el paso del temporal de la pasada noche. Había un sol tibio y suave, asomando con timidez entre algunos nubarrones gris claro que ya no presagiaban lluvia, aunque el aire era todavía húmedo y desapacible, en especial para un clima como el de California.

—De modo que ha decidido quedarse aquí unos días.

—Sí —se volvió a mirar a la joven abogado que caminaba al lado de él. Molly Chalmers era esbelta y de bella figura. Muy atractiva para ser mujer de leyes, pensó el joven con cierto cinismo—. Me quedo por el momento.

—¿Por qué?

—No lo sé. Tal vez sea porque no me gusta hacer de chivo expiatorio. Esa maniobra de alguien, lanzando un cadáver ante mi coche cuando ya casi había arrollado a otro, sólo unos minutos antes, no me gusta en absoluto. Denota alguna intención por parte de sus autores. Querían que yo atropellase un cuerpo, para justificar acaso sus destrozos interiores.

—Pero esa teoría, señor Fisher, tiene un punto débil.

—¿Cuál?

—El forense descubriría eso en seguida, apenas hiciera la autopsia al cuerpo de mi hermana. Se probaría que fue atropellada por usted cuando ya llevaba horas muerta y había comenzado el rigor mortis.

—Es cierto —admitió Mark—. Entonces, ¿por qué lo hicieron?

—No puedo saberlo —Molly se encogió de hombros—. Pero usted estuvo ya a punto de atropellar a su otra víctima, Gary Craig.

—Sí.

—Y usted creyó ver sombras en movimiento entre los setos, cerca de donde cayó muerto Craig.

—En efecto. Sólo me lo pareció. No puedo estar seguro.

—Además, escuchó lo que el moribundo le decía.

—Sí, también.

—Todo eso puede haber inquietado a alguien. Usted podría ser un testigo peligroso para ellos. Se podían intentar dos cosas: o inculparle de algo, con lo que sería detenido y acusado, pasando un tiempo hasta que pudiera usted probar su inocencia… o atraerle aquí, a Bakersfield, con un pretexto.

—¿Atraerme? ¿Con qué objeto?

—Con el de tenerle a usted donde ellos quieren: justamente aquí.

—¿Una emboscada?

La pregunta breve de Mark no sorprendió a la abogado, pero sí la hizo detenerse y mirarle fijamente. Luego, ella asintió con lentitud.

—En efecto —admitió—. Una emboscada para usted. Y tal vez caiga en ella al quedarse en Bakersfield, ¿lo ha pensado bien?

Mark Fisher pensó unos segundos en silencio. Clavaba sus ojos en las pupilas verdosas de la joven abogado, que le miraba a su vez expectante.

—Me está sugiriendo que me vaya cuanto antes de aquí, y vuelva sólo para verme ante el juez —señaló Mark.

—Sí. Soy su abogado. Si quiere, le representaré en todo. Reuniré evidencias que le sirvan de segura absolución ese día. No corra riesgos, Fisher. Vaya a Los Ángeles, siga su camino.

—¿Y usted?

—¿Yo? —ella enarcó las cejas—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Quisiera tomar un café —dijo bruscamente Fisher—. ¿Quiere acompañarme un momento? Ahí hay una cafetería…

—Está bien. Vamos.

Entraron en el cercano local. Se sentaron a una mesa arrinconada. Pidieron dos cafés. Cuando los hubieron servido, Molly Chalmers le miró, dando vueltas al azúcar.

—¿De qué quería hablarme, Fisher? —preguntó.

—De usted. Y de su hermana Lynn.

—Oh, eso… —los ojos se nublaron de repente. Pareció a punto de llorar, pero no lo hizo. Se reprimió, y sus labios gordezuelos se apretaron con firmeza—. ¿Qué quiere saber?

—No tengo derecho a ello. Pero usted es abogado.

—Es evidente —bromeó ella, aunque severo el gesto.

—Y su hermana, ¿qué era?

—Nada. O casi nada —suspiró—. No quiso estudiar nunca. Soñaba con el cine, el teatro y todas esas fantasías. Jamás alcanzó nada… salvo la ruina. Y al final, la muerte. Una muerte prematura, Fisher. Era dos años menor que yo.

—Lo siento, señorita Chalmers. Es un tema amargo, y más en estos momentos. Pero me hablaron de su hermana en la estación de policía.

—¿Se enteró? —ella puso un gesto sombrío—. Debí imaginarlo. Tuvo que saber de mí por alguna razón. Sí, Fisher, es cierto lo que le dijeron. La saqué de una celda por unos meses o un año. Había tenencia de drogas, embriaguez y escándalo, sospechas serias de prostitución…

—¿Todo cierto?

—Todo cierto. Lamentable, ¿no? Así era Lynn. Vivió demasiado, demasiado pronto. Dicen que las personas como ella, nunca viven demasiado.

—Pero no todas mueren así.

—No, no todas —tomó un sorbo de café—. Hay algo horripilante y atroz en la muerte de mi hermana, lo sé. Como parece haberlo en la de Craig.

—¿Sabe si había alguna relación entre ellos dos?

—¿Craig y Lynn? —negó con la cabeza—. No, no creo. Se movían en ambientes distintos.

—Al parecer, Craig no era tan respetable como dicen…

—Aun así, él iba a círculos privados, a lugares selectos… Lynn había caído muy bajo tras su regreso de Hollywood, derrotada y en la ruina total. No frecuentaba los centros selectos ni elegantes de Bakersfield. Le hubieran arrojado de ellos a patadas.

—¿Se llevaban bien usted y ella?

—Siempre la quise. Y ella a mí. Pero Lynn era una buena chica, aun con todos sus defectos. No quiso complicarme en su vida, y apenas si la veía alguna vez. Sólo si estaba muy desesperada recurría a mí. Y la ayudaba en todo lo posible. Pero no era dinero ni cariño lo que necesitaba, sino cambiar de vida, abandonar todo eso, ser otra. No quiso ni supo hacerlo. Y así ha terminado… A manos de algún sádico o enfermo mental…

—Señorita Chalmers, yo no he declarado a ese sheriff cabezota y cacique todo lo que sé —dijo Fisher de pronto.

—¿No? —Molly le miró, enarcando las cejas—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Tengo datos que podría facilitarle a usted, no a la policía local.

—¿Qué datos?

—Conozco perfectamente la matrícula de la furgoneta que arrojó el cuerpo de su hermana ante mi coche.

—¿De veras? —los verdes ojos se animaron—. ¿Va a dármela?

—Sí —asintió Mark—. Era de California. 817 ONN. Color gris oscuro.

—Gracias —anotó eso—. Si sé algo, le informaré. ¿Dónde va a residir en Los Ángeles?

—No voy a Los Ángeles —meneó la cabeza el escritor con firmeza—. Pueden esperarme una semana. Me quedo aquí hasta comparecer ante el juez.

—Muy bien. Allá usted con sus problemas. ¿Y si es cierto lo que sospecho y le han hecho regresar con alguna oculta intención? No sería para nada bueno, supongo…

—No, supongo que no —rio entre dientes Mark Fisher—. Tal vez me atraigan aquí para hacer conmigo lo mismo que con Craig y con su hermana. Pero yo estoy en guardia. No va a serles fácil sorprenderme. Si esos encapuchados existen, van a tener trabajo conmigo, sean quienes sean.

—Allá usted, Fisher. No me gustaría asistir a su funeral —se puso en pie, con un suspiro—. Ahora, tengo cosas que hacer. ¿Le llevo a alguna parte? Su coche está confiscado para una revisión policial, ya lo sabe.

—No, gracias. Vaya a sus cosas. Yo tomaré un taxi e iré a un hotel céntrico. ¿Sabe de alguno concreto?

—Sí. Elija el Golden State. Es un buen hotel. Y yo tengo mis oficinas justo enfrente —sonrió—. Tal vez nos convenga estar en contacto con frecuencia, ¿no cree?

—Es una excelente idea —aprobó Mark—. ¿Puedo verla desde las ventanas del hotel?

—Si me asomo, sí —rio suavemente la joven—. Pero no acostumbro a hacerlo. Sin embargo, tengo una secretaria bastante aficionada a hacerlo, sobre todo si ve a algún chico atractivo enfrente. Le gustará. Es bonita y con buen tipo.

—Gracias, pero creo que preferiría verla a usted —sonrió, para ponerse luego serio, tendiéndole la mano—. Ahora en serio, señorita Chalmers. Gracias por todo. Y téngame al corriente si ocurre algo. Me gustaría poderla ayudar, porque sería ayudarme a mí mismo también.

—Igual le digo. No deje de informarme de cuanto llegue a saber, relativo a mi hermana, a Craig… o a usted mismo, en relación con este asunto. En mi tarjeta tiene el teléfono de mi oficina y el mío particular. No dude en llamarme a cualquier hora.

Se separaron. Molly Chalmers se alejó en un deportivo azul, cerrado, y Mark tomó un taxi, para dirigirse al Hotel Golden State, situado en la avenida del mismo nombre, cerca de Royal Palms.

Se alojó allí, pagando una semana por anticipado, ya que no llevaba equipaje. Todo le había sido confiscado por el implacable Conway, junto con su coche, para la revisión técnica que detectase su posible intervención en los dos atropellos mortales.

Después, salió a adquirir ropa y útiles de aseo nuevos, lamentando no poder reponer el arma que, mientras durase su libertad bajo fianza, también había sido incautada por la oficina del sheriff.

Permanecer en Bakersfield sin ir armado, tal vez era una temeridad. Algo le decía que el peligro que acabó con las vidas de Gary Craig y de la infortunada Lynn Chalmers, podía afectarle a él en cualquier momento. Era un peligro extraño, inquietante. Craig decía que eran encapuchados asesinos. Él sólo había intuido sombras en movimientos, como espectros o fantasmas agitándose bajo la lluvia.

¿Eran realmente seres humanos o demonios inmateriales los que habían llevado tan calladamente la muerte y el horror a la pequeña y tranquila población de Bakersfield?

Eso era lo que estaba aún por ver. Y algo le decía a Mark Fisher que no iba a transcurrir mucho tiempo sin que alguna cosa sucediera.

Ese presentimiento cobró una inquietante confirmación cuando, de regreso al hotel, recibió una llamada. Era Molly Chalmers. Su voz sonaba serena pero tensa.

—¿Está seguro de la matrícula que me facilitó, Mark? —fue su pregunta.

—Sí —afirmó él—. La recuerdo muy bien: 817 ONN. Placa de California.

—¿Furgoneta gris oscuro con puertas posteriores?

—Exacto, sí. ¿La ha localizado?

—En efecto. Y la respuesta no va a gustarle.

—Adelante con ella. Dígamela.

—Esa furgoneta pertenece al servicio funerario de la ciudad. Es un vehículo para el traslado de ataúdes.