Mark Fisher miró atrás por el espejo retrovisor. Las luces de Bakersfield iban borrándose en la cortina de lluvia, a sus espaldas. La ruta hacia Los Ángeles se reanudaba libre de semáforos a la altura de Pacheco Road y Panama Lane, al sur de la población.
Llovía con menos intensidad, pero a medida que avanzaba la noche el frío se iba haciendo más acentuado, a causa del grado de humedad creciente. En un lugar como California resultaba poco habitual aquel clima. No era buena bienvenida a un forastero, pensó Mark Fisher con ironía, la mirada fija ahora en la larga cinta de asfalto situada ante él.
Se iba de Bakersfield con cierta incomodidad. Era como dejar algo inconcluso detrás. Un hilo suelto de alguna madeja demasiado importante. Porque la vida de un ser humano tenía un valor. Para un sheriff duro y poco imaginativo como Conway, evidentemente nada partidario de los forasteros, aquello podía ser una rutina, pero para él no lo era. No podía serlo. Se trataba de un hombre muerto. Un hombre que aseguró haber visto a una mujer desnuda asesinada. Y que él también había sido víctima de los mismos culpables: unos monjes. Y un monje negro…
Extraña historia aquélla. Tal vez Conway tuviera razón, meditó. Él no poseía la imaginación fértil de un escritor. Pero ¿por qué iba a mentir aquel hombre muerto? ¿Por qué insistió tantas veces sobre una misma historia, incluso al telefonear a la policía desde la cabina de aquel cruce donde él creyera ver huidizas sombras vivientes, fundiéndose con las tinieblas de los alrededores?
Tendría que dejar de pensar en ello. Bakersfield había sido sólo un incidente en su ruta. Tenía que pensar en sí mismo y en su inmediato trabajo allá en Hollywood. Eso era lo que importaba.
Le sobrepasó una furgoneta comercial de carrocería gris oscura. Rodó delante de él, a buena velocidad, también hacia el sur de California. No había muchos otros coches a la vista, ésa era la verdad. Casualmente, de un modo puramente mecánico, miró la matrícula del vehículo situado ante él.
Era una placa azul con letras amarillas, correspondiente al estado de California. Leyó las cifras y letras: 817 ONN. No prestó más atención al vehículo, que aceleró momentos después, alejándose de sus faros y dejando en la oscuridad situada más allá de la cortina de agua la sola presencia de sus luces rojas de atrás.
Un indicador señaló que entraban en la zona de Greenfield. Sus faros resbalaron sobre un gran anuncio lateral de la ruta, donde se anunciaba una nueva urbanización de Hollywood, con el realce sugestivo de una bella modelo en minúsculo bikini rojo, capaz de cortar el aliento a cualquier automovilista solitario.
También el atractivo reclamo quedó atrás, en la noche. Mark rodaba casi en solitario, aproximándose a una curva tras la cual habían desaparecido las luces traseras de la furgoneta del vehículo oscuro y su intermitente en acción.
Pasó la curva a buena velocidad. Luego, con ojos horrorizados, comprobó que la furgoneta estaba demasiado cerca. Frenó el coche con rapidez de reflejos, cuando las puertas traseras de carga se abrían.
Algo rodó al asfalto, ante las luces del coche de Fisher. Era una forma color cera, rígida, que sonó sorda, horriblemente, en el suelo de la carretera, quedando inmóvil ante el vehículo del joven escritor.
Sólo el reciente frenazo en seco de éste evitó que su automóvil arrollara aquel cuerpo. Por segunda vez en la misma noche, había estado a punto de arrollar a alguien.
Porque aquello que la furgoneta lanzara al asfalto era un cuerpo humano. Un cuerpo desnudo.
Aterrado, inclinándose sobre el parabrisas, contempló con un escalofrío profundo la forma que yacía ante su coche. Un cuerpo bañado en sangre, de ojos desorbitados en un rostro que acaso alguna vez fuera hermoso. Un cuerpo que tenía ya el color de la cera y la rigidez de la muerte.
El hermoso cuerpo de una mujer joven, sin vida.
Luego, Mark Fisher tomó de nuevo su revólver, saltó al asfalto y gritó en vano, bajo la lluvia helada:
—¡Alto! ¡Alto, deténgase!
Era inútil. La furgoneta estaba cada vez más lejos. Casi no se veían ya sus luces rojas traseras. La noche engullía al siniestro vehículo que arrojara la muerte ante Mark Fisher.
Él alzó su brazo armado. Disparó dos veces sin vacilar. Sobre el rumor de la lluvia, los estampidos del revólver sonaron sordamente en la calma desierta de la carretera.
A aquella distancia, con un revólver calibre 22, era absolutamente imposible hacer nada práctico. Era posible, incluso, que ni siquiera oyeran las detonaciones los ocupantes del vehículo, aunque tampoco era de prever que, en caso contrario, se hubieran detenido.
Aquello parecía un complot demencial. Fisher se volvió, acercándose demudado el cuerpo caído al asfalto.
Sin duda se trata de la mujer mencionada por Gary Craig. Era su cadáver. Coincidía con la descripción: mujer joven, desnuda, ensangrentada…
Examinó más de cerca la piel cérea de la mujer. Observó sus terribles desgarros, la ruptura de sus huesos en algunos puntos, las vértebras trituradas, la sangre seca sobre las heridas y despellejamientos inexplicables.
—Dios mío… —jadeó—. Él tenía razón. Si la mujer ensangrentada existía…, ¿por qué no puede existir lo demás, incluidos esos monjes diabólicos? ¿Quién conducía esa furgoneta y por qué arrojó ante mí ese cadáver? No tiene sentido…
La muchacha, a juzgar por su rigidez y helada piel, llevaba ya algún tiempo sin vida. Tenía cabellos castaños claros y ojos pardos, muy desorbitados y vidriosos. El gesto de su convulso rostro era de horror y de dolor infinitos.
Cargó con el cuerpo. Lo depositó suavemente en el asiento posterior de su coche. Repuso las dos balas gastadas, en el tambor de su revólver. Y subiendo de nuevo al vehículo, lo puso en marcha.
Giró justamente en aquel punto. Y dio vuelta en redondo. De regreso a Bakersfield.
Tal vez, pensó preocupado, de regreso a una auténtica pesadilla de horror, de sangre y de muerte.
* * *
Con aire fatigado; el sheriff Alex Conway abrió la puerta de su vivienda y entró en ella con paso lento y pesado. El crujido de sus botas sobre el suelo de madera resultaba demasiado familiar para que su esposa no lo reconociera.
—¿Eres tú, Alex? —sonó la voz de ella, desde la cocina.
—Sí, maldita sea —gruñó él con aspereza y cansancio, encaminando sus pasos al living—. ¿Todavía estás levantada?
—No quise acostarme sin que cenases. Después de todo, tampoco tengo sueño aún. La reunión de Damas Caritativas de Bakersfield, es aburrida pero no tanto —y asomó a la puerta, sonriendo, con su pulcro delantal sobre las ropas, y una mirada de cariño hacia el esposo que regresaba tan tarde de su tarea—. ¿Traes apetito?
—No demasiado —se lamentó el sheriff dejando caer su fornida humanidad en un asiento, y pulsando el televisor por pura rutina, para contemplar cualquier programa durante unos minutos—. He llevado una noche de perros.
—Lo creo, Alex —ella dirigió una mirada al impermeable y capucha de su marido, colgados en un perchero del recibidor, y meneó la cabeza—. Ha llovido a mares.
—Por fortuna, eso ya cesó. Pero no ha sido solamente la lluvia, sino la cantidad de cosas que se han acumulado esta noche.
—¿Mucho trabajo?
—Demasiado. Primero fue una pelea en el bar de Rusty. Algún día habrá que cerrar ese garito. Va demasiada gente indeseable por allí. Luego fue lo de Gary Craig.
—¿Gary Craig? —ella arrugó el ceño—. Me suena ese nombre.
—Es Craig, el del negocio de los derribos y el Círculo de Deportes local.
—Oh, ya recuerdo. Ana Craig es su esposa. La conocí una vez en el Club de Cultura Femenina, cuando me nombraron vocal del mismo… Una buena mujer, o al menos así me lo pareció entonces.
—Bueno, pues a su marido lo han matado.
—¿Qué? —ella abrió enormemente los ojos, mirándole con profundo asombro y horror—. ¿Quién pudo hacer tal cosa?
—No, no se trata de un homicidio. No creo que sea eso, aunque el pobre hombre hizo una extraña llamada a la estación de policía y le contó a Scott cosas absurdas y fantásticas. También se las contó a un forastero.
—¿Un forastero? —ella iba de sorpresa en sorpresa, a juzgar por su expresión.
—Sí, un maldito forastero que iba de paso. Dice que le oyó hablar antes de morir, pero era escritor de libros, y a esa clase de tipos no puede uno acabar de creerles nunca.
—¡Un escritor de libros! —el rostro de la señora Conway reveló embeleso—. Oh, eso hubiera sido fascinante para nuestro Club de Cultura… Presentar nada menos que a un escritor…
—No creo que sea autor de nada especial ni notable, desilusiónate, querida —rechazó él con acritud—. Era un entrometido joven y poco sensato. Creía las palabras de Craig, que tal vez estaba como una cuba cuando lo mataron, si no es que había ingerido alguna droga. Tengo de él malas referencias en ese sentido. Se le veía con frecuencia en sitios poco recomendables, aunque eso sí, muy discretamente. Se ve que no le era demasiado fiel a su mujer.
—Pero ¿de qué hablaban esas palabras que él repitió?
—Oh, tonterías. Hablaba de monjes, encapuchados…, asesinos con hábitos monacales y un cuerpo de mujer desnudo y sangrante.
Myrna Conway, la esposa del sheriff, abrió mucho los ojos, con expresión de asombro e incredulidad.
—Sí que es una historia rara… —admitió.
—Más que eso: rarísima. El doctor Kirby se ocupará de descubrir si estaba ebrio o drogado cuando murió.
—¿Pero cómo le mataron y por qué?
—Lo de siempre: un accidente de automóvil. Le destrozaron por dentro, aunque no se le veían demasiadas heridas externas. Algo le aplastó brutalmente, dejándolo tendido en la calzada. Primero pensé si sería el propio forastero, pero al parecer, según comprobamos Travis y yo, sus ruedas no habían pasado del punto donde frenó, justo ante el desgraciado Craig.
—En fin, debes dejar de pensar en ello —suspiró la mujer—. Para ti, la vida sigue. Y tienes que reponer fuerzas. Te serviré aquí mismo la cena. Creo que dan algo interesante por la televisión esta noche.
—No creo que permanezca mucho viéndola —bostezó él—. Pero te agradezco que me sirvas aquí, Myrna. Al menos distraeré un poco la imaginación mientras ceno. No me sirvas demasiada comida, por favor.
—Un día, tu trabajo va a terminar contigo —se lamentó ella, de regreso a la cocina.
Acababa de poner Alex Conway un mantel de plástico con el cubierto, la servilleta y una lata de cerveza fría sacada del frigorífico, cuando sonó el timbre de la puerta.
Conway arrugó el ceño, malhumorado. Su mujer le contempló perpleja.
—¿Y ahora quién será? —se preguntó ella.
—Nada bueno, desde luego —refunfuñó el sheriff—. Ve a ver.
Myrna Conway fue hacia la puerta. La abrió.
—Oh, Todd, ¿eres tú? —preguntó solícita—. Pasa, por favor. Alex está cenando…
—Lo siento, Myrna —se excusó la voz joven y fuerte de Todd Travis—. He venido hasta aquí en vez de llamar porque iba de regreso a casa cuando me informó Scott desde la estación. Creo que es urgente. Puedo recoger al sheriff para volverlo allí en seguida, sin pérdida de tiempo.
—¿Recogerle ahora? ¿Otra vez? —se lamentó ella, desolada—. Pero, Todd, si apenas se ha sentado, tiene que cenar…
—Lo sé, señora Conway. A mí me ocurre lo mismo. Llamé a mi madre para que me preparase todo y ahora he tenido que llamarla otra vez desde la cabina cercana, porque me retrasaré en volver, y debe acostarse ella antes de que regrese.
—Pero ¿qué mil diablos ocurre ahora, Travis? —tronó la voz de Conway desde el living—. Entra, entra, maldita sea. ¿Se han propuesto destrozarme esta noche entre todos? ¿Qué pasa ahora?
—Lo lamento, sheriff —se disculpó Travis, gorra en mano, entrando en el living—. Se trata de ese escritor, Mark Fisher…
—¿Otra vez él? —bramó Conway, furioso—. ¿Qué mosca le ha picado para volver a Bakersfield? Le dije que se largara de aquí cuanto antes…
—Ha regresado a la estación con un cadáver…
—¿Un… qué?
—Un cadáver, señor. El de la muchacha joven, desnuda… llena de sangre. Dice que alguien la arrojó ante su coche en la carretera de Los Ángeles…
Conway le miró con ojos dilatados, soltó una sarta de juramentos, bajo la mirada entre perpleja y angustiada de su esposa, y sin añadir palabra caminó a zancadas hasta el perchero, recogió su impermeable, caperuza de goma y cinturón con el revólver y encaminóse hacia la puerta, dando bruscas instrucciones a su ayudante.
—Vamos allá, Travis. Y si esta vez no tiene ese tipo una respuesta plausible para convencernos de su historia, juro que lo meto en una celda. Empiezo a estar harto de él. No va a convencerme de que todo el mundo pone cadáveres a su paso…
Salió, cerrando de un portazo. Lentamente, su mujer caminó hacia la cocina, mientras la voz de su marido tronaba en el exterior:
—¡No me esperes ni sirvas la cena! ¡Comeré algo por el camino, maldita sea…!