CAPÍTULO PRIMERO

Había empezado a llover poco antes.

Gary Craig frunció el ceño, mirando el cielo encapotado, a la hojarasca que brillaba ya con las gotas de la lluvia, como si fuese plástico, y meneó la cabeza, con evidente contrariedad.

—Sólo faltaba esto —gruñó subiéndose el cuello de la gabardina—. Esta maldita carretera se pondrá pronto difícil con la lluvia. Y no me gustaría pegarme un trastazo por culpa de ello.

—Vamos, Gary, sólo son cuatro gotas por el momento —rio la joven que le había acompañado a la puerta del club privado donde había pasado Craig las últimas tres horas de la tarde, en tan excelente compañía, y del modo más discreto posible en un lugar como Bakersfield, donde los hombres casados difícilmente podían echar una cana al aire sin que la gente tuviera conocimiento de ello y se disparasen inevitablemente las murmuraciones—. No te costará ningún problema llegar a tu casa a tiempo, estoy segura.

—Ojalá sea así —comentó él caminando hacia su automóvil—. Hasta otro día, preciosa. Cuanto antes me vaya, mejor. Si no llueve pronto en abundancia, es que yo no sé nada del clima de California.

—Hasta siempre que quieras, Gary —sonrió ella, parándose bajo la marquesina para no mojar su bien cuidado peinado—. Sabes dónde encontrarme, ¿no?

—Claro —él miró el luminoso parpadeante del club, y luego la miró a ella, risueño—. Eres una chica estupenda, Cheryl. Volveré por aquí, te lo prometo.

—¿Eso quiere decir que te vas satisfecho?

—Eso quiere decir que me gustas. Y que lo paso bien contigo. Algo que, por desgracia, no me ocurre desde hace años con mi mujer.

—No eres el único marido en el país que pasa por ese problema —sonrió la joven, irónica—. En sitios como éste se aprende mucho sobre el matrimonio americano, puedes creerme. Lo suficiente como para no casarse una jamás.

—Sí, supongo que sí. No es que le eche la culpa de todo a ella —dijo Craig, abriendo la portezuela de su coche—. Pero lo cierto es que no somos felices. Unas veces es culpa de unos, otra de otros. Los matrimonios no funcionan en un gran porcentaje, maldita sea.

Entró, mientras las gotas de lluvia, confirmando sus predicciones, aumentaban en intensidad al estrellarse sobre el parabrisas. Puso en funcionamiento los limpiaparabrisas, que movieron las varillas rítmicamente. Agitó una mano hacia la muchacha.

—Hasta pronto, Gary —dijo ella.

—Hasta pronto —confirmó él, cerrando la portezuela y poniéndose en marcha.

El club privado quedó atrás, con Cheryl a la puerta y el parpadeo de su luminoso. Se anunciaban buenas bebidas, música ambiental y relax. Pero se encontraba mucho más en un local como el Club 2000 de Bakersfield. Chicas como Cheryl, por ejemplo, con la que se podía tomar una copa, bailar y subir discretamente a una habitación para pasar unas horas y olvidarse de las precauciones cotidianas por un precio razonable. Cierto que esa clase de locales tenían otro nombre menos ambiguo en ocasiones, pero en las ciudades de provincias como Bakersfield resultaba mucho más discreto y elegante tener el simple nombre de un club privado, adecuado para solteros y hombres solitarios.

Craig se alejó de Casa Loma Drive, donde se hallaba situado el local, dando su fachada hacia County Fairgrounde, la zona donde se celebraba anualmente las competiciones feriales del condado de Kern, y enfiló por Brundage Lane hacia la carretera provincial número 58, que era la prolongación de aquella avenida, en dirección Oeste.

Iniciaba el regreso a su casa, hacia su vivienda, situada en la urbanización próxima a Kern City y sus verdes ondulantes campos de golf y clubs campestres, mientras la lluvia arreciaba por momentos, y el movimiento semicircular de los limpiaparabrisas se hacía imprescindible si quería ver la ruta.

Pronto dejó atrás el centro urbano de Bakersfield, para virar hacia Ming Avenue, que era a esas alturas una simple cinta ancha de asfalto discurriendo entre propiedades aisladas, campos deportivos, jardines y parques, en dirección a Kern City y su zona de deporte. Las propiedades privadas formaban hilera poco después, pero siempre separadas entre sí cosa de cien o ciento cincuenta yardas, por vallas, arboledas o altos setos. Se veían algunas luces en las casas y los televisores mostraban su rectángulo luminoso, la mayoría de las veces en colores, allá tras las vidrieras y los visillos, difuminados por la cortina de fina lluvia.

Gary Craig aguzó la vista para moverse por la ruta sin dificultades. En varias ocasiones, el centelleo de los faros de otros automóviles con los que se cruzaba, pasaba veloz sobre el parabrisas, deslumbrándole por su reflejo multiplicado en las gotas de lluvia.

Pese a que conocía bien la zona, puesto que se hallaba sólo a un par de millas de su casa, sucedió lo que tanto había temido desde que abandonara el club.

Por aquel sector de Ming Avenue acostumbraban a pasar siempre los camiones de reparto y alguno de ellos había perdido aceite, como ocurría con alguna frecuencia. Sintió patinar los neumáticos sobre la superficie grasienta y resbaladiza donde la lluvia se mezclaba con el aceite, formando una peligrosa combinación sobre el asfalto.

Tuvo que meter con rapidez los frenos, haciendo chirriar a todo su coche para intentar clavarlo en el menor espacio de asfalto posible. Lo logró, pero lo resbaladizo de la grasa le hizo girar de lado, perdido el control, y oyó el impacto de la parte trasera contra algún cuerpo sólido.

—¡Maldita sea! —rezongó, al tiempo que el estruendo seco de las luces posteriores al romperse llegaba hasta él.

Cuando el coche quedó totalmente parado, cruzado en un lado de la avenida bordeada de parques y jardines privados, tomó una gorra impermeable de la guantera y una pesada linterna, saliendo al exterior, bajo la lluvia.

Rodeó su coche, deteniéndose ante la abollada matrícula, las luces traseras con el plástico y el vidrio hechos trizas, y hasta las lámparas rotas e inútiles. La carrocería verde de su vehículo mostraba arañazos y abolladuras en varios puntos.

El choque había sido con un saliente de piedra de una cerca privada. Trozos de la piedra se habían agrietado al impacto. No vio a nadie a su alrededor.

—Si conduzco sin luces traseras hasta casa, puede verme un patrullero y detenerme —se dijo para sí Craig con irritación—. ¿Por qué diablos no saldría media hora antes del club? Si esa chica, Cheryl, no hubiera sido tan melosa…, tan efusiva…

Meneó la cabeza con disgusto y deslizó la luz de su linterna en derredor, buscando a alguien o algo que pudiera servirle de alguna ayuda. No encontró ninguna cabina telefónica inmediata, para llamar a su casa y que su esposa, Ana, fuese a recogerle, ni tampoco luces en las viviendas más inmediatas, posiblemente deshabitadas en estos momentos, donde solicitar ayuda y, cuando menos, reponer aquellas luces de modo momentáneo para evitar una fuerte sanción. Sabía por experiencia que no se podía jugar con la gente del sheriff Conway. El condado de Kern tenía fama en California de ser uno de los más duros en cuanto a sanciones de tráfico y rigidez en la actitud de sus autoridades. Alex Conway no era sólo un sheriff eficiente. Era implacable, y su ayudante principal, Todd Travis, no le iba a la zaga.

—De todos modos, habrá que arriesgarse —refunfuñó, aun a sabiendas de que si los patrulleros del sheriff Conway le sorprendían sin luces en plena noche, no sólo le sancionarían con firmeza, sino que seguramente dormiría en la celda de la oficina local, cosa que no le hacía la menor gracia a Craig.

Regresó de nuevo a la abierta portezuela de su coche, para introducirse en él y reemprender la marcha. Bajó la linterna para guardarla de nuevo en la guantera, apagando su ancho y potente chorro de luz.

Entonces lo vio.

Fue una visión fugaz. Casi no lo creyó cuando la luz de su pesada linterna se hubo extinguido y ponía un pie en el suelo de su automóvil. Quedóse inmóvil, rígido. Sin dar crédito a sus ojos.

—No, no es posible —dijo entre dientes—. Pero yo no he bebido apenas… Tal vez fue un juego de sombras y de árboles en la loma…

Y para comprobarlo y quedarse tranquilo de una vez por todas, recuperó la linterna, la dirigió hacia el punto en cuestión y apretó el botón de la luz.

El chorro blanco volvió desparramarse por la arboleda y las cercas de propiedades, en dirección a la loma cercana, que delimitaba los campos de deportes cercanos, más allá de las fincas de Ming Avenue.

No. No era un juego de luces y sombras. Ni era su imaginación.

Estupefacto, Gary Craig vio con mayor nitidez que antes la increíble, fantástica escena, como una alucinación propia de un loco.

Su linterna estaba revelando con precisión, sobre lo alto de la suave loma recubierta de húmedo césped, la hilera de encapuchados moviéndose en lenta y solemne procesión.

Y entre ellos, tendida sobre una camilla o cosa parecida, el cuerpo de una mujer.

Un cuerpo desnudo, ensangrentado, cuya carne rosada destacó nítida a la luz de su poderosa linterna.

Luego, al envolverles aquel ramalazo de claridad blanca, los encapuchados se volvieron hacia él.

Craig estuvo seguro de que más de una veintena de ojos llameantes, bajo la estameña oscura de las capuchas monacales de aquellos sorprendentes personajes, se fijaron malignamente en él.

Tuvo un mal presentimiento. La humedad de la lluvia no fue la que provocó ahora en él un agudo escalofrío.

Se metió con rapidez en el coche, apagando la linterna, sin querer saber nada más, y puso el motor en marcha.

Pero el coche no arrancó.

Lo intentó de nuevo, encendiendo ahora los faros delanteros, barriendo con ellos la ruta de asfalto, a través de la cortina de lluvia. El motor roncó. El coche siguió inmóvil. No podía salir de allí. Fuese como fuese, se había averiado algo al chocar. Algo que le impedía moverse.

Miró con horror la desierta carretera azotada por el aguacero.

Los encapuchados estaban allí ahora. Frente a él. Se movían hacia el coche…

* * *

Gary Craig sintió pánico.

Un pánico irracional, irreflexivo. Algo le dijo que aquellos extraños, sombríos seres de la ruta, significaban peligro. Muerte, posiblemente.

No llevaban ya consigo el cuerpo desnudo y ensangrentado. Pero Craig estaba bien seguro de haberlo visto. Ahora, los encapuchados rodeaban virtualmente su coche en un movimiento envolvente, lento pero seguro. A su cabeza, una figura más alta que las demás, con la caperuza hundida hasta el mentón, sin dejar ver más que sombras profundas donde sin duda existía un rostro, parecía ser quien daba las órdenes sin necesidad de pronunciar palabra alguna. Todos daban la impresión de comprenderle y obedecerle ciegamente.

Le estaban rodeando a él. Gary Craig sintió que un sudor helado empapaba su rostro y su cuerpo, mezclándose con el agua de lluvia en una fría y viscosa combinación. Ante los inútiles esfuerzos de poner de nuevo en marcha su coche, saltó de él precipitadamente y echó a correr.

No le importaba revelar su miedo a aquella extraña cohorte monacal. Nada le importaba si, lo antes posible, ponía entre ellos y aquellos personajes de pesadilla la mayor distancia posible. A su alrededor, la cortina de ruidosa lluvia, las residencias sin luces y la apacible calma habitual en Bakersfield, no hacía sino acentuar más aún lo insólito y fantástico de su encuentro en la noche. Aquellos encapuchados eran en ese lugar algo tan incongruente como aterrador. No podían significar nada bueno, si bien Craig ignoraba qué eran o qué pretendían. Estaba demasiado asustado ahora para que sus ideas fluyesen con claridad.

Sus pisadas rápidas en los charcos y en el asfalto mojado le alejaron del grupo de monjes, que con sus largas túnicas oscuras difícilmente podían ser tan rápidos como él.

Dejó atrás el coche, con sus faros encendidos, la casa desierta y silenciosa, la loma del campo deportivo y la arboleda que se agitaba lúgubremente a impulsos de las ráfagas de viento.

Con alivio, comprobó que los siniestros personajes no le perseguían, pareciendo darse por satisfechos con su fuga. Respiró con más fuerza, miró atrás un instante y se serenó en gran parte. Los encapuchados se hundían en la oscuridad, pareciendo renunciar definitivamente a darle caza.

Craig se detuvo sintiendo los fuertes latidos de su corazón, y luego siguió su marcha con largas zancadas, siempre en dirección sur, huyendo del paraje donde se enfrentaba a tan terrible presión. La imagen nacarada de aquel cuerpo desnudo, rígido y bañado en sangre, conducido en volandas por los encapuchados como un ritual dantesco, todavía parecía bailotear ante él, con obsesiva fijeza, confirmándole que no había sido víctima de ninguna alucinación, sino testigo inesperado de un hecho que no tenía explicación aparente, y menos en una comunidad tranquila y normal como la de la pequeña ciudad californiana.

Estaba cerca de Kern Island Canal, en dirección a Casa Loma Drive. Aunque había numerosas residencias y hotelitos en los alrededores, era una zona solitaria y aislada, y más en una noche tan inclemente. La soledad, en estos momentos, comenzaba a excitar los nervios de Gary Craig. Buscó una cabina telefónica con la mirada, y la encontró, en la esquina con Wibble Road. La luz del pequeño recinto encristalado fue un alivio demasiado grande para él. Resopló, casi feliz, y echó a correr en dirección al teléfono.

Se metió dentro de la cabina. Su azulada claridad casi le pareció adorable. Empezaba a sentir esa noche un indefinible horror a las tinieblas. Descolgó el teléfono. Marcó un número que conocía bien.

Una voz monocorde contestó al otro extremo del hilo:

—Estación de policía. ¿Quién llama, por favor?

—Me llamo Craig —jadeó—. Gary Craig. El sheriff Conway me conoce…

—Lo siento. El sheriff Conway no está aquí ahora. Ni tampoco su ayudante, Todd Travis. Soy Barry Scott, agente de servicio…

—Por el amor de Dios, escuche lo que le digo. Llame a una patrulla para que venga aquí, al cruce de Wibble Road y Casa Loma Drive. En la cabina telefónica estoy en estos momentos, pero mi coche sufre una avería en Ming. He visto algo horrible, agente.

—¿Qué es lo que ha visto? —la pregunta parecía escéptica por completo.

—Se lo ruego, agente, hágame caso. No estoy bebido ni soy visionario. He presenciado el traslado del cuerpo desnudo de una mujer, totalmente ensangrentado. ¡Y los que lo trasladaban era una hilera de encapuchados que luego se lanzaron a perseguirme a mí!

—Escuche, señor Craig, no puedo llamar al sheriff para contarle eso. Me echarían de aquí sin oír más. Su relato no tiene sentido.

—¡Le juro que es cierto! ¡Los encapuchados me han perseguido, llevaban un cuerpo sangrante…!

—¿Quién era la mujer que usted vio de ese modo?

—¡No lo sé! —bramó Craig, exasperado—. ¿Es que cree que pude reconocerla a la distancia que me hallaba de ella? Los faros de mi coche la iluminaron por pura casualidad, agente Scott. Luego me atasqué con el coche, y esa gente de las capuchas me rodeó. Parecen monjes, ¿entiende?

—No hay ningún monasterio ni ninguna orden religiosa cerca de aquí, ¿lo sabía? —el tono de Scott al policía tenía el aire zumbón, sarcástico, incluso al añadir—: La única misión franciscana que hay cerca de Bakersfield, lleva en ruinas más de ciento treinta años, y no ha asomado por ella un fraile desde entonces. ¿Por qué no va a su casa y se serena un poco?

—¡Porque todo lo que le he dicho es cierto, y esa gente estaba cerca de mi casa, agente! —clamó Craig con angustiado tono—. ¡No puedo volver allí sin ir escoltado por algún policía, entiéndalo!

—Está bien, veré lo que puedo hacer, señor Craig —suspiró el agente—. Pero no le garantizo nada. Travis y el sheriff han ido a Golden State Avenue por una riña violenta, y usted sabe que eso está al lado opuesto de la ciudad, pero si quiere esperarse ahí, le llamaré por este teléfono para informarle de lo que hay.

—Sí, por favor, hágalo —rogó Gary Craig, cada vez más apurado—. No me siento tranquilo. Además, esa cabina iluminada… es un punto muy visible en un área bastante amplia.

—Espere por los alrededores, en todo caso. No tardaré, señor Craig. Ahora cuelgue, por favor.

—Dese prisa, se lo ruego —insistió él—. Empiezo a sentirme preocupado…

Colgó, tragando saliva. Alzó los ojos, abriendo lentamente la puerta de la cabina para salir a la calle.

Lanzó un ronco grito de horror cuando descubrió ante él, erguido delante de la bien iluminada caja de vidrio destinada al teléfono público, la presencia escalofriante de una alta figura envuelta en una túnica oscura y con una capucha hundida sobre su invisible rostro.

—¡No, Dios mío, no! —aulló, retrocediendo mortalmente pálido.

Detrás de aquel ser de pesadilla, la noche sombría y lluviosa hizo surgir, en diabólica formación, hasta una docena de lentos, siniestros e implacables monjes que formaban cerco lento en torno a la cabina y en torno a él.

El teléfono empezó a sonar. Craig lo miró, angustiado, tratando de ir hacia él. La sombra de un monje se interpuso. El teléfono continuaba llamando.

Pero Gary Craig nunca lo cogió.