39

Provincia de Cavinda. Angola, África

Tres semanas más tarde.

Llevamos viajando en esta camioneta desde hace más de ocho horas a través del más desquiciado territorio. No he visto ni una persona o siquiera un edificio en más de seis horas. Había estado antes en zonas remotas, pero esta eleva la condición de remota a la enésima potencia.

Cuando llegamos a la choza, el conductor se detiene y apaga el motor. Me abre la puerta y me alcanza la mochila. Me señala el sendero. Me dice que hay un teléfono en la choza. Cuando quiera regresar, debo llamarlo. Vendrá a recogerme. Le doy las gracias y comienzo a caminar por el sendero.

Siete kilómetros más adelante, veo el claro.

Terese está allí. Me da la espalda. Cuando regresé al Dakota aquella noche, ella, como había dicho Win, se había ido. Había dejado una nota escueta:

«Te quiero tanto, tanto».

No había más.

Terese se ha teñido el pelo de negro. Supongo que lo mejor para mantenerse oculta. Las rubias destacarían, incluso aquí. Me gusta el cambio. La miro caminar alejándose de mí, y no puedo evitar la sonrisa. Mantiene la cabeza erguida, los hombros echados hacia atrás, la postura perfecta. Recuerdo aquel vídeo de la cámara de vigilancia, la manera como había visto que Carrie tenía la misma postura perfecta, el mismo caminar lleno de confianza.

Terese está rodeada por tres mujeres negras con vistosos atavíos. Camino hacia ellas. Una de las mujeres me ve y le susurra algo. Terese se vuelve, curiosa. Cuando sus ojos me ven, todo su rostro se ilumina. También, supongo, el mío. Deja caer el cesto que sujeta y corre en mi dirección. No hay ningún titubeo. Corro a su encuentro. Me rodea con los brazos y me acerca a ella.

—Dios, te he echado de menos —dice.

La abrazo. Eso es todo. No quiero decir nada. Todavía no. Quiero fundirme en este abrazo. Quiero desaparecer en él y permanecer en sus brazos para siempre. En lo más profundo de mi alma sé que es donde pertenezco, abrazándola, y solo por unos momentos, quiero y necesito esa paz.

—¿Dónde está Carrie? —pregunto.

Me coge de la mano y me lleva hasta una esquina del claro. Señala a través del campo hacia otro pequeño claro. A unos cien metros, Carrie está sentada con dos chicas negras de su edad. Todas trabajan en algo. No sé en qué. Recogen o pelan. Las chicas negras se ríen. Carrie no.

Carrie también tiene el pelo teñido de negro.

Me vuelvo hacia Terese. Miro sus ojos azules con el borde dorado alrededor de las pupilas. Su hija tiene el mismo anillo dorado. Lo vi en aquella foto. El andar confiado, el anillo de oro. El inconfundible eco genético.

«¿Qué más se ha transmitido?», me pregunté.

—Por favor, comprende por qué tuve que huir —dice Terese—. Es mi hija.

—Lo sé.

—Tenía que salvarla.

—Sí.

—Ella te dio su número de teléfono la primera vez que llamó.

—Sí.

—Podrías habérmelo dicho.

—Lo sé. Pero escuché a Berleand. No vale la vida de miles de personas para nadie excepto para mí.

La mención de Berleand me provoca un dolor agudo. Me pregunto qué decir después. Me protejo los ojos y miro de nuevo hacia Carrie.

—¿Comprendes lo que ha sido su vida?

Terese no mira, no parpadea.

—Fue criada por terroristas.

—Es peor que eso. Mohammad Matar hizo su residencia médica en el Columbia-Presbyterian en el mismo momento en que la fertilización in vitro y el almacenamiento de embriones comenzaba a ser importante. Vio la oportunidad para un golpe terrible: paciencia y la espada. Salvar a los Ángeles era un grupo terrorista radical que se disfrazaba como cristianos de extrema derecha. Utilizó la coerción y la mentira para conseguir los embriones. No los dio a parejas estériles. Utilizó a las mujeres musulmanas simpatizantes con su causa como madres de alquiler. Como un almacén hasta que los embriones naciesen. Entonces él y sus seguidores criaron a sus hijos para que fueran terroristas desde el primer día. Nada más. A Carrie no se le permitió relacionarse con nadie. Nunca conoció el amor, ni siquiera en la niñez. Nunca conoció la ternura. Nadie la abrazó. Nadie la consoló cuando lloraba en su sueño. Ella y los demás fueron adoctrinados desde el primer día de su vida para matar infieles. Eso es lo que hay. Nada más. Fueron criados para ser el arma final, para pasar como uno de nosotros y estar preparados para la guerra santa final. Imagínatelo. Matar buscaba embriones de padres rubios y de ojos azules. Sus armas podían ir a cualquier parte porque quién iba a sospechar de ellos.

Espero que Terese reaccione, que haga un gesto. No lo hace.

—¿Los capturaste a todos?

—No fui yo. Deshice el grupo principal en Connecticut. Jones encontró más información en el interior de aquella casa y supongo que algunos de los terroristas supervivientes fueron interrogados. —No quería pensar en cómo, o quizás sí, ya no lo sé—. Muerte Verde tenía otro campamento en las afueras de París. Fue asaltado en cuestión de horas. El Mossad y los israelíes bombardearon un gran campo de entrenamiento en la frontera sirio-iraquí.

—¿Qué pasó con los niños?

—A algunos los mataron. Otros están en custodia.

Terese comienza a bajar la colina.

—¿Crees que como Carrie nunca conoció antes el amor ahora no debería conocerlo?

—No es eso lo que digo.

—Pues es como suena.

—Te estoy hablando de la realidad.

—Tú tienes amigos que han criado niños, ¿no? —pregunta.

—Por supuesto.

—¿Qué es lo primero que te dirán? Que sus hijos nacieron de cierta manera. Programados. La naturaleza por encima de la crianza. Los padres pueden criarlos e intentar mantenerlos en la senda correcta, pero al final son poco más que cuidadores. Algunos chicos acabarán siendo dulces. Otros acabarán sicóticos. Tienes amigos que han criado a sus hijos de idéntica manera. Uno de los chicos es abierto, el otro es callado, uno es un miserable, el otro es generoso. Los padres aprenden muy pronto que su influencia es limitada.

—Ella nunca ha conocido lo que es el amor, Terese.

—Pues ahora lo conocerá.

—No sabes de lo que es capaz.

—No sé de lo que es capaz nadie.

—Esa no es una respuesta.

—¿Qué más esperas que diga? Ella es mi hija. La vigilaré. Eso es lo que hace una madre. También la protegeré. Y estás equivocado. Conociste a Ken Borman. Aquel chico del colegio privado.

Asiento.

—Carrie se sintió atraída. A pesar del indescriptible infierno que vivió cada día, de alguna manera sintió la conexión. Intentó apartarse. Por eso estaba con Matar en París. Para ser reeducada.

—¿Estaba allí cuando Rick fue asesinado?

—Sí.

—Su sangre estaba en el escenario del crimen.

—Dice que intentó defenderlo.

—¿Te lo crees?

Terese me sonríe.

—Perdí a una hija. Haré lo que sea, cualquier cosa, para recuperarla. ¿Lo entiendes? Tú me podrías decir, por ejemplo, que ha sobrevivido y ahora es un monstruo horrible. No cambia nada.

—Carrie no es Miriam.

—Sigue siendo mi hija. No voy a renunciar a ella.

Detrás de Terese su hija se levanta y comienza a bajar la colina. Se detiene y mira hacia nosotros. Terese sonríe y saluda. Carrie responde. Quizás también sonríe, pero no lo sé a ciencia cierta. Tampoco puedo decir a ciencia cierta que Terese se equivoca. Me lo pregunto. Me pregunto por aquel adolescente rubio que bajó las escaleras corriendo para dispararme, por qué titubeé. La naturaleza frente a la crianza. Si la chica en aquella colina hubiese sido genéticamente de Matar, si una chica concebida y después criada por extremistas locos se convierte en extremista loca, la mataríamos sin vacilar. ¿Es diferente debido a la genética? ¿Debido al pelo rubio y los ojos azules?

No lo sé. Estoy demasiado cansado para pensarlo.

Carrie nunca ha conocido el amor. Ahora lo conocerá. Supongamos que a usted y a mí nos hubiesen criado como a Carrie. ¿Sería mejor si nos destruyesen sin más como tantos productos caducados? ¿Acaso algún resto de humanidad básica acabará por imponerse?

—¿Myron?

Miro el hermoso rostro de Terese.

—Yo no renunciaría a tu hijo. Por favor no renuncies a la mía.

No digo nada. Sujeto su hermoso rostro entre mis manos, la acerco a mí, beso su frente, mantengo mis labios allí y cierro los ojos. Siento sus brazos que me rodean.

—Cuídate —digo.

Me aparto. Hay lágrimas en sus ojos. Echo a andar por el sendero.

—No tendría que haber vuelto a Angola —me dice.

Me detengo y me vuelvo hacia ella.

—Podría haberme ido a Myanmar, a Laos o a algún lugar donde nunca hubieses podido encontrarme.

—Entonces, ¿por qué escogiste este lugar?

—Porque quería que me encontrases.

Ahora también hay lágrimas en mis ojos.

—Por favor, no te vayas —dice ella.

Estoy tan cansado… Ya no duermo. Los rostros de los muertos están allí cuando cierro los ojos. Los ojos azul hielo me miran. Las pesadillas acosan mis sueños, y cuando me despierto, estoy solo.

Terese camina hacia mí.

—Por favor, quédate conmigo. Solo por esta noche, ¿vale?

Quiero decir algo, pero no puedo. Ahora las lágrimas caen deprisa. Ella me abraza, e intento con todas mis fuerzas no derrumbarme. Mi cabeza se apoya en su hombro. Me acaricia el pelo y me acuna.

—Tranquilo —susurra Terese—. Ya se ha acabado.

Mientras ella me tenga entre sus brazos, me lo creo.

Pero hoy mismo, en algún lugar de Estados Unidos, un autocar aparca delante de un monumento nacional rodeado por un numeroso público. El autocar lleva a un grupo de chicos de dieciséis años en un viaje de estudios a través del país. Hoy es el tercer día de su viaje. Brilla el sol. El cielo está despejado.

Se abre la puerta del autocar. Los adolescentes se bajan entre risas.

El último en bajar es un chico de pelo rubio.

Tiene los ojos azules con un anillo dorado alrededor de cada pupila.

Y aunque carga con una pesada mochila, camina hacia la muchedumbre con la cabeza erguida, los hombros echados hacia atrás y la postura perfecta.