38

La cadena que nos cerraba el paso tenía un cartel que decía: «CAMINO PRIVADO».

Nos detuvimos y aparcamos a la vuelta de la esquina. No había nada a la vista excepto campos de cultivo y bosques. Hasta ese momento nuestras diversas fuentes no habían encontrado a ninguna Carrie Steward. El nombre bien podía ser un seudónimo, pero todos continuaban buscando. Esperanza me llamó:

—Tengo algo que quizás te interese.

—Adelante.

—Mencionaste a un tal doctor Jiménez, un joven residente que había trabajado con el doctor Cox cuando puso en marcha CryoHope.

—Así es.

—Jiménez también está vinculado a Salvar a los Ángeles. Asistió a un seminario que patrocinaron hace dieciséis años. Haré una búsqueda, a ver si nos puede dar alguna pista respecto a la adopción de embriones.

—Está bien.

—¿Carrie es diminutivo de algo? —preguntó.

—No lo sé. ¿Quizás de Carolina?

—Lo comprobaré y te volveré a llamar cuando sepa algo.

—Una cosa más. —Le indiqué la intersección más cercana—. ¿Puedes buscar la dirección en Google y ver qué encuentras?

—No aparece nada en la dirección respecto a quién vive ahí. Al parecer estás en una zona de campos de cultivo. Ninguna idea de quién es el propietario. ¿Quieres que lo busque?

—Por favor.

—Te llamo tan pronto como pueda.

Colgué.

—Eche una ojeada —dijo Berleand.

Señaló un árbol que había cerca de la entrada. Había una cámara de seguridad que enfocaba la cadena.

—Una seguridad muy estricta para ser una granja —comentó.

—Ken nos habló del camino privado. Dijo que Carrie había entrado.

—Si lo hacemos, sin duda nos verán.

—Eso si la cámara funciona. Podría ser simulada.

—No —dijo Berleand—. Una simulada estaría más a la vista.

Tenía razón.

—Podríamos ir caminando —sugerí.

—Es una intrusión —señaló Berleand.

—Qué más da. Tenemos que hacer algo, ¿no? Tiene que haber una casa o algo al final del camino. —Entonces recordé algo—. Espéreme un momento.

Llamé a Esperanza.

—Estás delante del ordenador, ¿no?

—Así es.

—Busca en el mapa de Google la dirección que te di.

Escuché un rápido tecleo.

—Vale, la tengo.

—Ahora clica en la opción de foto de satélite y amplíala.

—Espera. Vale, ya está.

—¿Qué hay al final de un pequeño camino en el lado derecho de la carretera?

—Mucho verde y lo que parece ser una casa muy grande vista desde arriba. Quizás a unos ciento ochenta metros de donde estás, no más. Es muy solitario.

—Gracias. Colgué.

—Hay una casa grande.

Berleand se quitó las gafas, las limpió, las sostuvo a la luz y las limpió un poco más.

—¿Qué creemos que está pasando aquí?

—¿Quiere saber la verdad?

—Lo prefiero.

—No tengo ni idea.

—¿Cree que Carrie está en la casa grande? —preguntó.

—Solo hay una manera de averiguarlo —respondí.

Como la cadena impedía el paso del coche, decidimos ir a pie. Llamé a Win y le informé de todo lo que estaba pasando por si acaso las cosas se ponían muy mal. Decidió venir después de llamar a Terese una vez más. Berleand y yo hablamos y llegamos a la conclusión de que bien podíamos intentar ir hasta la puerta y llamar.

Aún había luz, pero el sol ya se ponía. Saltamos la cadena y comenzamos a caminar por la mitad del camino, por delante de la cámara de seguridad. Había árboles a ambos lados. Al menos la mitad tenían carteles que decían: «PROHIBIDA LA ENTRADA». El camino no estaba pavimentado, pero sí en muy buen estado. En algunos lugares había gravilla, pero la mayor parte era de tierra. Berleand hizo una mueca y caminó de puntillas. No dejaba de secarse las manos en las perneras y de lamerse los labios.

—Esto no me gusta —dijo.

—¿No le gusta qué?

—La tierra, el bosque, los insectos. Es muy poco limpio.

—De acuerdo —dije—, pero ¿aquel tugurio de striptease era higiénico?

—Eh, aquel era un club para caballeros con clase. ¿No leyó el cartel?

Ante nosotros vi un seto y, más allá, un poco más lejos, un tejado de pizarra gris azulado con buhardillas.

Algo sonó en mi cabeza. Aceleré el paso.

—¿Myron?

Oí detrás de nosotros el ruido de la cadena contra el suelo y luego un coche. Caminé más rápido, con el deseo de echar una mirada. Miré atrás en el momento en que se detenía un coche de la policía del condado. Berleand se detuvo. Yo no.

—¿Señor? Está entrando en una propiedad privada.

Llegué a la esquina. Había una cerca que rodeaba la propiedad. Más seguridad. Pero desde ese punto ventajoso, veía la fachada de la mansión.

—Deténgase donde está. Ya ha ido bastante lejos.

Me detuve. Miré la casa. La visión confirmó lo que había sospechado desde que había visto las buhardillas. Tenía el aspecto del hostal perfecto, una pintoresca y casi exagerada casa victoriana con torres, torretas, vidrieras, una galería, y sí, un techo con buhardillas.

La había visto en la página web de Salvar a los Ángeles.

Era uno de sus hogares para madres solteras.

Dos agentes de policía salieron del coche.

Eran jóvenes, musculosos y caminaban con el garbo airoso de los polis. También llevaban sombreros de la Policía Montada. Pensé que los sombreros de la Policía Montada tienen un aspecto ridículo y parecen contraproducentes para las actividades de las fuerzas de la ley, pero eso me lo callé.

—¿Podemos hacer algo por ustedes caballeros? —preguntó uno de los agentes.

Era el más alto de los dos, las mangas de la camisa cortaban sus bíceps como dos torniquetes. Su placa de identificación ponía: «Taylor».

Berleand sacó la foto.

—Buscamos a esta chica.

El agente cogió la foto, la miró y se la pasó a su compañero, que, según la placa, se llamaba «Erickson».

—¿Usted es? —preguntó Taylor.

—El capitán Berleand de la Brigade Criminelle de París.

Berleand le entregó a Taylor la placa y la identificación. Taylor las cogió con dos dedos como si Berleand le hubiese dado una bolsa de papel con excrementos de perro. Observó la identificación por un momento y luego me señaló a mí con la barbilla.

—¿Quién es su amigo?

Levanté una mano en señal de saludo.

—Myron Bolitar. Es un placer conocerlo.

—¿Qué relación tiene usted con esto, señor Bolitar?

Iba a decir que era una larga historia, pero entonces pensé que quizás no era tan complicado.

—La muchacha que buscamos puede ser la hija de mi novia.

—¿Puede ser? —Taylor miró a Berleand—. Bien, inspector Clouseau, ¿quiere usted decirme qué están haciendo aquí?

—Inspector Clouseau —repitió Berleand—. Es muy divertido. Porque soy francés, ¿no?

Taylor solo lo miró.

—Trabajo en un caso de terrorismo internacional —respondió Berleand.

—¿Es un hecho?

—Sí. El nombre de esta chica ha aparecido en el curso de las investigaciones. Creemos que vive aquí.

—¿Tiene usted una orden?

—El tiempo es esencial.

—Lo interpretaré como un no. —Taylor suspiró y miró a su compañero, Erickson. Erickson mascaba un chicle sin decir palabra. Taylor me miró—. ¿Es verdad, señor Bolitar?

—Lo es.

—Entonces, ¿la quizás hija de su novia está mezclada en una investigación de terrorismo internacional?

—Sí.

Se rascó un granito que tenía en su mejilla de bebé. Intenté adivinar sus edades. Lo más probable es que tuviesen veintitantos, aunque bien podían pasar por adolescentes. ¿Cuándo habían comenzado los polis a parecer tan jóvenes?

—¿Sabe qué es este lugar? —preguntó Taylor.

Berleand comenzó a sacudir la cabeza, incluso mientras yo decía:

—Es un hogar para madres solteras.

Taylor asintió.

—Se supone que es confidencial.

—Lo sé.

—Pero tiene toda la razón. Por lo tanto, comprenderá por qué se preocupan tanto por proteger su intimidad.

—Lo comprendemos.

—Si un lugar como este no es un refugio seguro, ¿qué lo es? Vienen aquí para escapar de las miradas curiosas.

—Lo entiendo.

—¿Está seguro de que la quizás hija de su novia no está aquí porque está embarazada?

Me pareció una pregunta justa.

—Eso es irrelevante. El capitán Berleand se lo puede decir. Esto va de un complot terrorista. Si está embarazada o no, no supondrá ninguna diferencia.

—Las personas que dirigen este lugar nunca han causado ningún problema.

—Lo comprendo.

—Esto sigue siendo Estados Unidos de América. Si no le permiten entrar en su propiedad, usted no tiene ningún derecho a estar aquí sin una orden.

—Eso también lo comprendo —dije. Miré hacia la mansión—. ¿Fueron ellos quienes los llamaron?

Taylor me miró, y supuse que estaba a punto de decirme que no era asunto mío. En vez de eso, miró también hacia la casa.

—Por curioso que resulte, no. Por lo general lo hacen. Cuando entran los chicos, lo que sea. Nos enteramos de ustedes por Paige Wesson, de la biblioteca, y luego alguien lo vio perseguir a un chico en la academia Carver.

Taylor continuó mirando la casa como si acabase de materializarse.

—Por favor, escúcheme —dijo Berleand—. Este es un caso muy importante.

—Esto sigue siendo Estados Unidos —repitió Taylor—. Si ellos no quieren hablar con usted, tendrá que aceptarlo. Dicho esto… —Taylor miró de nuevo a Erickson—. ¿Ves alguna razón para no llamar a la puerta y mostrarles la foto?

Erickson lo pensó un momento. Sacudió la cabeza.

—Ustedes dos quédense aquí.

Se adelantaron, abrieron la verja y caminaron hacia la puerta principal. Oí un motor en el fondo. Me volví. Nada. Quizás un coche que pasaba por la carretera principal. El sol se había puesto, se oscurecía el cielo. Miré la casa. Una quietud total. No había visto ningún movimiento, ninguno desde que habíamos llegado.

Oí el motor de otro coche, esta vez en la dirección general de la casa. De nuevo no vi nada. Berleand se me acercó.

—¿No tiene un mal presentimiento? —preguntó.

—No tengo uno bueno.

—Creo que deberíamos llamar a Jones.

Sonó mi móvil en el momento en que Taylor y Erickson llegaban a la escalinata de la galería. Era Esperanza.

—Tengo algo que debes ver.

—¿Sí?

—¿Recuerdas que te dije que el doctor Jiménez había asistido a un seminario de Salvar a los Ángeles?

—Sí.

—Encontré a otras personas que también lo hicieron. Visité sus páginas en Facebook. Uno de ellos tiene toda una galería de fotos de los asistentes. Te envío una. Es una foto del grupo. El doctor Jiménez está de pie en el extremo derecho.

—Vale, espero a que cortes.

Colgué y el BlackBerry comenzó a zumbar. Abrí el e-mail de Esperanza y cliqué en el adjunto. La foto se cargó poco a poco. Berleand miró por encima de mi hombro.

Taylor y Erickson llegaron a la puerta principal. Taylor tocó el timbre. Un adolescente rubio abrió la puerta. No estaba lo bastante cerca como para oírlos. Taylor dijo algo. El chico respondió.

La foto se cargó en mi BlackBerry. La pantalla era muy pequeña, y también lo eran los rostros. Apreté la opción de zoom, moví el cursor a la derecha y otra vez el zoom. La figura se amplió, pero entonces era borrosa. Apreté el enfoque. Apareció un reloj de arena mientras se enfocaba la foto.

Miré de nuevo la puerta principal de la casa victoriana. Taylor se adelantó, como si quisiese entrar. El chico rubio levantó la mano. Taylor miró a Erickson. Vi la sorpresa en su rostro. Ahora oía a Erickson. Sonaba furioso. El adolescente parecía asustado. Aproveché la espera para acercarme.

La foto quedó enfocada. La miré, vi el rostro del doctor Jiménez, y casi dejé caer el teléfono. Fue una conmoción, sin embargo, al recordar lo que Jones me había dicho, las cosas comenzaron a encajar de una manera fulminante.

El doctor Jiménez —muy astuto al utilizar un nombre español y la probable identidad de un hombre moreno—, era Mohammad Matar.

Antes de poder procesar lo que eso significaba, el adolescente gritó:

—¡No pueden entrar!

—Apártate —dijo Erickson.

—¡No!

A Erickson no le gustó la respuesta. Levantó los brazos como si se dispusiese a apartar al adolescente rubio a un lado. El adolescente de pronto sacó una navaja. Antes de que nadie pudiese moverse, la levantó y la clavó en el pecho de Erickson.

Oh no…

Guardé el móvil en mi bolsillo y eché a correr hacia la puerta. Un súbito ruido me detuvo en seco.

Disparos.

Habían alcanzado a Erickson. Se giró con la navaja todavía en el pecho y se desplomó. Taylor echó mano a la pistola, pero no tuvo ninguna oportunidad. Más disparos rompieron el silencio de la noche. El cuerpo de Taylor se sacudió una vez, dos, y luego cayó hecho un ovillo.

Oí de nuevo los motores, un coche que subía por el camino, y otro que se acercaba por detrás de la casa. Busqué a Berleand. Corría hacia mí.

—¡Corra hacia el bosque! —grité.

Los neumáticos chirriaron con la brutal frenada. Otra ráfaga.

Corrí hacia los árboles y la oscuridad, lejos de la casa y el camino privado. El bosque, pensé. Si conseguíamos llegar al bosque, podríamos escondernos. Un coche cruzó el terreno a gran velocidad; sus faros nos buscaban. Disparaban al azar. No miré atrás para saber de dónde venían. Encontré una roca y me oculté detrás. Me volví y vi a Berleand todavía a la vista.

Más disparos. Berleand cayó.

Me levanté de detrás de la roca, pero Berleand estaba muy lejos. Dos hombres se le echaron encima. Otros tres saltaron de un jeep, todos armados. Corrieron hacia Berleand, al tiempo que disparaban ciegamente al bosque. Una bala impactó en un árbol justo detrás de mí. Me agaché cuando otra descarga pasó por encima de mi cabeza.

Por un momento no se escuchó nada. Luego:

—¡Salga ahora!

La voz del hombre tenía un fuerte acento de Oriente Medio. Espié, agachado. Estaba oscuro, la noche caía por momentos, pero veía al menos que dos de los hombres tenían el pelo oscuro, la piel morena y barba. Varios llevaban pañuelos verdes alrededor del cuello, de aquellos que utilizas para taparte el rostro en un atraco. Se gritaban los unos a los otros en un lenguaje que no comprendía, pero que supuse debía de ser árabe.

¿Qué demonios estaba pasando?

—Salga o le haremos daño a su amigo.

El hombre que lo dijo parecía ser el jefe. Dio órdenes y señaló a izquierda y derecha. Dos hombres comenzaron a moverse hacia mí. Otro volvió al coche y utilizó los faros para alumbrar el bosque. Permanecí agachado, con la mejilla contra el suelo. El corazón latía con fuerza en mi pecho.

No había traído ningún arma. Qué estúpido. Tan rematadamente estúpido.

Metí la mano en el bolsillo e intenté coger el móvil.

—¡Última oportunidad! —avisó el jefe a voz en cuello—. Comenzaré por dispararle a las rodillas.

—¡No le escuche! —gritó Berleand.

Mis dedos encontraron el teléfono en el momento en que se escuchaba una única detonación en el aire nocturno.

Berleand soltó un alarido.

—¡Salga ahora! —repitió el jefe.

Apreté la tecla correspondiente a la llamada rápida de Win. Berleand gemía. Cerré los ojos con el deseo de que desaparecieran los gemidos. Necesitaba pensar.

Entonces se oyó la voz de Berleand entre sollozos.

—¡No le escuche!

—¡La otra rodilla!

Otro disparo.

Berleand soltó un alarido de agonía. El sonido me atravesó como una puñalada, destrozó mis entrañas. Tenía claro que no podía mostrarme. Si descubrían mi posición, ambos acabaríamos muertos. Win ya tendría que haber oído lo que estaba pasando. Llamaría a Jones y a las fuerzas del orden. No tardarían mucho.

Oía el llanto de Berleand.

Entonces de nuevo, esta vez más débil, la voz de Berleand:

—¡No… le… escuche!

Oí el movimiento de los hombres en el bosque, no muy lejos. No tenía alternativa. Tenía que moverme. Miré la mansión victoriana a mi derecha. Mis dedos se cerraron alrededor de una piedra bastante grande mientras algo que se parecía a un plan comenzaba a formarse en mi cabeza.

—Tengo una navaja. Ahora voy a arrancarle los ojos —gritó el jefe.

Vi un movimiento en la casa. A través de la ventana. No tenía mucho tiempo. Me levanté con las rodillas dobladas dispuesto para entrar en acción.

Lancé la piedra todo lo fuerte que pude en la dirección opuesta a la casa. La piedra golpeó contra un árbol con un sonido hueco.

El jefe volvió la cabeza hacia el sonido. Los hombres que se movían entre los árboles también fueron en aquella dirección, disparando las armas. El jeep se desvió para ir hacia donde la piedra había caído.

Al menos, eso era lo que esperaba que ocurriese.

No esperé a saberlo. Tan pronto como la piedra dejó mi mano, eché a correr entre los árboles hacia el costado de la casa. Me estaba alejando de los gritos de Berleand y de los hombres que intentaban matarme. Ahora estaba más oscuro, era casi imposible ver, pero no dejé que eso me detuviese. Las ramas azotaron mi rostro. No me importó. Solo disponía de segundos. El tiempo era lo único que importaba, pero me parecía que tardaba una eternidad en acercarme al edificio.

Sin interrumpir la carrera, cogí otra piedra.

—¡Ahora voy a arrancarle un ojo! —avisó el jefe.

Oí el grito de Berleand: ¡No!, y al instante los alaridos.

Se había acabado el tiempo.

Todavía corriendo, utilicé el impulso para lanzar la piedra hacia la casa. La lancé con todas mis fuerzas, hasta tal punto que casi me disloqué el hombro. A través de la oscuridad vi moverse la piedra en un arco ascendente. En el lado derecho de la casa —el lado donde me encontraba— había una ventana grande. Seguí la trayectoria de la piedra, convencido de que se iba a quedar corta.

No fue así.

La piedra golpeó la ventana de lleno y el cristal saltó hecho añicos. Se desató el pánico. Eso era lo que buscaba. Volví hacia el bosque mientras los hombres armados corrían hacia la casa. Vi a dos adolescentes rubios —un chico y una chica— que corrían hacia la ventana rota desde el interior. Una parte de mí se preguntó si la chica sería Carrie, pero no había tiempo para un segundo vistazo. Los hombres gritaron algo en árabe. No vi lo que sucedió después. Yo estaba dando la vuelta, todo lo rápido que podía, dispuesto a aprovechar la distracción para situarme detrás del jefe.

Vi que se apeaba el hombre del jeep. Él también corrió hacia la ventana rota. Aquella era su tarea principal: proteger la casa. Había atravesado su perímetro. Ahora estaban dispersos e intentaban reagruparse. Reinó la confusión.

Siempre fuera de la vista y sin perder el tiempo, conseguí retroceder más allá de mi primer escondite. El jefe estaba de espaldas a mí, de cara a la casa. Yo a unos cincuenta o sesenta metros de él.

¿Cuánto tardaría en llegar la ayuda?

Demasiado.

El jefe gritaba órdenes. Berleand yacía en el suelo junto a sus pies. Inmóvil. Y todavía peor, en silencio. Se habían acabado los gritos. Habían cesado los gemidos.

Tenía que llegar hasta él.

No estaba seguro de cómo. Una vez que saliese de entre los árboles me encontraría al descubierto y del todo vulnerable. Pero no tenía elección.

Eché a correr hacia el jefe.

Había avanzado quizás unos tres pasos cuando oí que alguien gritaba un aviso. El jefe se volvió hacia mí. Yo aún estaba a unos treinta metros. Mis piernas se movían deprisa, pero todo lo demás se había ralentizado. El jefe también llevaba un pañuelo verde alrededor del cuello, como un forajido en una película del Oeste. Tenía una barba abundante. Era más alto que los demás, quizás 1,85 metros, y fornido. Empuñaba una navaja en una mano y una pistola en la otra. Levantó el arma hacia mí. Dudé entre lanzarme al suelo o desviarme hacia un lado, cualquier cosa para evitar el disparo, pero mi mente evaluó en un instante la situación y comprendí que aquí no serviría un súbito cambio. Sí, podría fallar la primera bala, pero entonces quedaría totalmente expuesto. Sin duda el segundo disparo no fallaría. Además mi distracción se había acabado. Los otros hombres ya venían de regreso hacia nosotros. Ellos también dispararían.

Tenía la esperanza de que se asustase y errase el tiro.

Apuntó el arma. Vi sus ojos y la calma que la sencilla certidumbre moral da a un hombre. No tenía ninguna oportunidad. Ahora lo tenía claro. No fallaría. Entonces, una fracción de segundo antes de que apretase el gatillo, aulló de dolor y miró hacia abajo.

Berleand le mordía la pantorrilla, la sujetaba con los dientes como un rottweiler furioso.

El arma del jefe bajó para apuntar al cráneo de Berleand. Con una descarga de adrenalina, me lancé hacia él, con los brazos por delante. Pero antes de que pudiese llegar, oí el disparo y vi el retroceso del arma. El cuerpo de Berleand se sacudió cuando alcancé al jefe. Rodeé con los brazos al hijo de puta y mantuve el impulso de la inercia. En la caída, coloqué mi antebrazo contra la nariz del cabrón. Caíamos con fuerza, todo el peso de mi cuerpo detrás del antebrazo. Su nariz reventó como una calabaza. La sangre me salpicó en la cara. La noté caliente en mi piel. Gritó, pero aún le quedaban fuerzas para luchar. A mí también. Eludí un golpe con la cabeza. Intentó rodearme con un abrazo de oso. Un movimiento fatal. Dejé que sus brazos me rodeasen. Cuando comenzó a apretar, liberé los brazos en el acto. Ahora estaba del todo indefenso. No vacilé. Pensé en Berleand, en cómo ese hombre había hecho sufrir a mi amigo. Era hora de acabar con esto. Los dedos de mi mano derecha formaron una garra. No fui a por los ojos, la nariz o cualquier otro punto blando para debilitar o herir. En la base de la garganta, por encima de la caja torácica, hay una zona hundida donde la tráquea no está protegida. Hundí con todas mis fuerzas los dos dedos y el pulgar en el hueco y le sujeté la garganta como las garras de un halcón. Lloraba cuando tiré de la tráquea hacia mí, grité como un animal mientras un hombre moría en mis manos.

Le arrebaté el arma de la mano inmóvil.

Los hombres corrían hacia nosotros. Aún no habían disparado por miedo a herir a su jefe. Rodé sobre mí mismo hacia el cuerpo a mi derecha.

—¿Berleand?

Estaba muerto. Ahora lo veía. Sus ridículas gafas con la montura grande estaban torcidas en aquel rostro blando y maleable. Quería llorar. Quería abandonar todo eso, abrazarlo y llorar.

Los hombres se acercaban. Levanté la cabeza. Tenían problemas para verme, pero las luces de la casa detrás de ellos los convertían en siluetas perfectas. Levanté el arma y disparé. Cayó un hombre. Moví el arma a la izquierda. Disparé de nuevo. Cayó el segundo. Comenzaron a responder al fuego. Rodé de nuevo hacia el jefe y utilicé su cuerpo como escudo. Volví a disparar. Cayó el tercero.

Sirenas.

Corrí agachado hacia la casa. Los coches de la policía entraron a toda velocidad. Oí un helicóptero, quizás más de uno, por encima de nosotros. Más disparos. Dejaría que ellos se ocupasen. Quería entrar en la casa.

Pasé junto a Taylor. Muerto. La puerta seguía abierta. El cuerpo de Erickson estaba caído en la galería con la navaja todavía hundida en su pecho. Pasé por encima de él y me zambullí en el vestíbulo.

Silencio.

No me gustó.

Tenía la pistola del jefe en mi mano. Apoyé mi espalda en la pared. El lugar era un desastre. El papel de las paredes se caía a trozos. La luz estaba encendida. Por el rabillo del ojo vi a alguien que corría, oí pisadas que bajaban las escaleras. Tenía que ser un nivel inferior. Un sótano.

En el exterior sonaban los disparos. Alguien gritaba con un megáfono para exigir la rendición. Podía ser Jones. Tocaba esperar. De todas maneras no tenía ninguna oportunidad para sacar a Carrie de allí. Tenía que permanecer a la espera, vigilar la puerta, no permitir que nadie entrase o saliese. Era lo que tocaba. Esperar.

Quizás tendría que haber hecho eso. Quizás tendría que haberme quedado allí y no haber ido nunca a aquel sótano si el chico rubio no hubiese bajado corriendo las escaleras.

Lo llamé «chico». No era justo. Parecía tener unos diecisiete años, quizás dieciocho, no mucho más joven que los hombres de pelo oscuro que acababa de matar sin el menor titubeo. Pero cuando ese adolescente de pelo rubio, pantalón caqui y camisa bajó corriendo las escaleras —con un arma en la mano— no disparé en el acto.

—¡Quieto! —grité—. Suelta el arma.

El rostro del chico se retorció para convertirse en algo que parecía una siniestra máscara mortuoria. Levantó el arma y apuntó. Salté, rodé sobre mí mismo a la izquierda y me levanté disparando. No busqué un disparo mortal, a diferencia de lo que había hecho en el exterior. Disparé a las piernas. Disparé bajo. El adolescente gritó y cayó. Aún retenía el arma, aún mantenía aquella expresión de máscara mortuoria. Apuntó de nuevo.

Salí del vestíbulo y pasé al pasillo, donde me encontré cara a cara con la puerta del sótano.

Había alcanzado al chico rubio en la pierna. Era imposible que me siguiese. Contuve el aliento, sujeté el pomo con la mano libre y abrí la puerta.

Una oscuridad total.

Mantuve el arma contra el pecho. Bien apretado contra la pared para convertirme en un blanco lo más pequeño posible. Comencé a bajar las escaleras paso a paso, tanteaba el camino con mi pie. Una mano sujetaba el arma, la otra buscaba el interruptor de la luz. No lo encontré. Con el cuerpo siempre a un lado, bajé las escaleras, pie izquierdo un paso, pie derecho reuniéndose con el primero. Me pregunté por la munición. ¿Cuántas balas me quedaban? Ni idea.

Escuché unos murmullos.

No había ninguna duda. Las luces podían estar apagadas, pero había alguien en la oscuridad. Tal vez más de uno. De nuevo me debatí sobre si hacer lo correcto: detenerme, permanecer quieto, volver hacia lo alto de la escalera, esperar a que llegasen los refuerzos. Habían cesado los disparos en el exterior. Estaba seguro de que Jones y sus hombres tenían controlada la zona.

Pero no lo hice.

Mi pie izquierdo llegó al último escalón. Escuché un rascar que me puso la carne de gallina. Mi mano libre palpó la pared hasta que encontré el interruptor, o para ser más preciso, interruptores. Tres seguidos. Puse mi mano debajo de ellos, preparé el arma, respiré a fondo, y luego levanté los tres a la vez.

Más tarde recordaría los otros detalles. Los grafitis árabes pintados en las paredes, las banderas verdes con las medias lunas tintas en sangre, los carteles de los mártires con ropa de combate y fusiles de asalto. Más tarde recordaría los retratos de Mohammad Matar durante las muchas y diferentes etapas de su vida, incluido el tiempo cuando había trabajado como médico residente con el nombre de Jiménez.

Pero en aquel momento, todo aquello no era más que un telón de fondo.

Porque allí, en el rincón más apartado del sótano, vi algo que me hizo detener el corazón. Parpadeé; miré de nuevo; no podía creerlo, sin embargo, tenía todo el sentido.

Un grupo de adolescentes rubias y niños estaban acurrucados junto a una mujer embarazada con un burka negro. Sus ojos eran azul hielo, y todos me miraban con odio. Comenzaron a hacer un ruido, quizás un gruñido, como una única persona, y entonces me di cuenta de que no era un gruñido. Eran palabras, repetidas una y otra vez…

«Al-sabr wal-sayf».

Me aparté de ellas, sacudiendo la cabeza.

«Al-sabr wal-sayf».

El cerebro comenzó de nuevo con aquello de la sinapsis: el pelo rubio. Los ojos azules. CryoHope. El doctor Jiménez que era Mohammad Matar. Paciencia. La espada.

Paciencia.

Contuve un grito cuando comprendí la verdad: Salvar a los Ángeles no había utilizado los embriones para ayudar a las parejas estériles. Los habían utilizado para crear el arma definitiva, para infiltrar, para prepararse para la yihad global.

La paciencia y la espada derrotarán a los pecadores.

Las rubias comenzaron a venir hacia mí, pese a ser quien tenía el arma. Algunas continuaron con la cantinela. Otras gritaron. Unas cuantas, las más aterrorizadas, se ocultaron detrás de la mujer embarazada vestida con el burka. Me moví deprisa hacia las escaleras. Desde arriba, llegó una voz conocida que decía mi nombre.

—¿Bolitar? ¿Bolitar?

Le di la espalda a la monstruosidad nacida en el infierno que estaba debajo, subí las escaleras, me zambullí a través de la puerta y la cerré. Como si eso pudiese ayudar. Como si eso pudiese hacer que todo desapareciese.

Jones estaba allí. También sus hombres con chalecos antibalas. Jones vio la expresión de mi rostro.

—¿Qué pasa? —me preguntó—. ¿Qué hay ahí abajo?

Pero yo ni siquiera podía hablar, ni siquiera podía formar las palabras. Corrí al exterior, hacia Berleand. Me tumbé junto a su cuerpo inmóvil. Esperaba un cambio, rogaba para que quizás en la confusión hubiese cometido un error. No lo había hecho. Berleand, aquel pobre y maravilloso cabrón, estaba muerto. Lo retuve un segundo, quizás dos. No más.

El trabajo no se había acabado. Berleand hubiese sido el primero en decírmelo.

Todavía necesitaba encontrar a Carrie.

Mientras corría hacia la casa, llamé a Terese. Ninguna respuesta.

Me uní al grupo de búsqueda. Jones y sus hombres ya estaban en el sótano. Hicieron subir a las rubias. Las miré, miré sus ojos llenos de odio. Ninguna era Carrie. Encontramos a otras dos mujeres vestidas con los tradicionales burkas negros. Ambas estaban embarazadas. Los agentes comenzaron a llevarse a las prisioneras al exterior; Jones me miró con una expresión de horror e incredulidad. Miré atrás y asentí. Estas mujeres no eran madres. Eran incubadoras, portadoras de embriones.

Buscamos un poco más, abrimos todos los armarios, encontramos manuales de entrenamiento y películas, ordenadores, horror sobre horror. Pero no a Carrie.

Saqué el móvil y volví a llamar a Terese. Siguió sin responder. No estaba en el móvil. No estaba en el apartamento del Dakota.

Salí con paso inseguro. Win había llegado. Me esperaba en la galería. Nuestras miradas se encontraron.

—¿Terese? —pregunté.

Win sacudió la cabeza.

—Se ha ido.

De nuevo.