Había esperado encontrarme con un cachas.
Escuchas un apodo como Kenbo y te dicen que se ha tirado a una rubia que está como un tren y que lo encontrarás en la sala de pesas, y asoma a la superficie la imagen de un chico guapo con músculos en la cabeza. No era el caso. Kenbo tenía el pelo tan oscuro y liso como si se lo hubieran teñido y planchado. Le colgaba sobre un ojo como una pesada cortina negra. Su complexión era pálida, sus brazos delgados, las uñas pintadas de negro. A este aspecto lo llamábamos «gótico» en mis tiempos.
Cuando le entregué la foto, vi como su ojo —solo podía verle uno porque el otro estaba cubierto por el pelo— se abría como un plato. Nos miró y vi el miedo en su rostro.
—Tú la conoces —dije.
Kenbo se levantó, retrocedió unos pasos, se giró y de pronto echó a correr. Miré a Berleand.
—No esperará que lo persiga yo, ¿verdad? —dijo él.
Me lancé en su persecución. Kenbo había salido del gimnasio y corría a través del campus, bastante grande, de la academia Carver. La herida de bala me dolía, pero no lo bastante como para demorarme. Había algunos estudiantes por el lugar, ningún profesor a la vista, pero alguien acabaría por llamar a las autoridades. No podía ser bueno.
—¡Espera! —grité.
No lo hizo. Se desvió a la izquierda y desapareció detrás de un edificio. Llevaba los pantalones caídos muy a la moda, demasiado caídos, y eso ayudaba. Tenía que estar levantándoselos. Lo seguí, acortando la distancia. Sentía un dolor en la rodilla, un recordatorio de la vieja herida; salté una verja de tela metálica. Corrió a través del campo de deportes de hierba artificial. No me molesté en llamarlo de nuevo. Solo sería un desperdicio de tiempo y fuerza. Se dirigía hacia los límites del campus, lejos de los testigos, y lo interpreté como una buena señal.
Cuando llegó a una abertura cerca del bosque, me lancé a sus pies, le rodeé la pierna con el brazo de una manera que hubiese hecho sentirse orgulloso a cualquier defensor de la NFL y lo hice caer a tierra. Cayó más fuerte de lo que me hubiese gustado, se giró para separarse e intentó apartarme a puntapiés.
—No voy a herirte —grité.
—Déjeme en paz.
Me monté en su pecho y le sujeté los brazos como si hubiese sido su hermano mayor.
—Cálmate.
—¡Apártese de mí!
—Solo intento encontrar a esta muchacha.
—No sé nada.
—Ken.
—¡Apártese de mí!
—¿Me prometes que no te escaparás?
—Apártese. ¡Por favor!
Estaba sujetando a un indefenso y aterrorizado chico de instituto. ¿Y el siguiente bis? ¿Ahogar a un gatito? Me aparté.
—Estoy intentando ayudar a esta muchacha —repetí.
Se sentó. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Se las enjugó y ocultó el rostro en el brazo.
—¿Ken?
—¿Qué?
—Esta chica ha desaparecido y es probable que corra un serio peligro.
Me miró.
—Intento encontrarla.
—¿No la conoce?
Sacudí la cabeza. Berleand por fin apareció a la vista.
—¿Son polis?
—Él lo es. Yo trabajo en esto por una razón personal.
—¿Qué razón?
—Estoy intentando ayudar —no veía otra manera de decirlo—, estoy intentando ayudar a su madre biológica a encontrarla. Carrie ha desaparecido, y es probable que esté metida en un problema.
—No lo entiendo. ¿Por qué han venido a mí?
—Tus amigos nos dijeron que te la habías ligado.
Agachó la cabeza una vez más.
—De hecho, dijeron que habías hecho algo más que ligártela.
Se encogió de hombros.
—¿Y?
—¿Cuál es su nombre completo?
—¿Tampoco saben eso?
—Está en problemas, Ken.
Berleand llegó junto a nosotros. Jadeaba muy fuerte. Metió la mano en el bolsillo —creí que para sacar un lápiz— y en vez de eso sacó un cigarrillo. Sí, eso ayudaría.
—Carrie Steward —dijo.
Miré a Berleand. Asintió, jadeó un poco más y consiguió decir:
—Llamaré.
Sacó el móvil y empezó a caminar con el teléfono en alto para buscar cobertura.
—No entiendo por qué huiste —dije.
—Mentí —respondió—, a mis amigos, ¿vale? Nunca me acosté con ella. Solo dije que lo había hecho.
Esperé.
—Nos conocimos en la biblioteca. Era tan hermosa… La acompañaban otras dos rubias, todas con el aspecto de haber salido de Los chicos del maíz. Era siniestro. La cuestión es que la estuve mirando durante tres días. Por fin salió sola. Me acerqué y la saludé. Al principio no me hizo el menor caso. Me refiero a que pasaba de mí, pero esta chica me producía escalofríos. No obstante, me dije, ¿qué tengo que perder? Así que continué hablando; tenía mi iPod. Le pregunté qué música le gustaba y me respondió que no le gustaba la música. No me lo podía creer, y le hice escuchar algo de Blue October. Vi que su rostro cambiaba. El poder de la música, ¿no?
Se calló. Miré. Berleand hablaba por teléfono. Transmití el nombre de Carrie Steward a Esperanza y Terese. Que ellas también comenzasen a investigar. Continuaba temiendo que alguien de la escuela se acercase a nosotros, pero hasta el momento, todo en calma. Nos habíamos sentado en la hierba, de cara al campus. El sol comenzaba a ponerse, pintando el cielo de un color naranja intenso.
—¿Qué pasó? —pregunté.
—Comenzamos a hablar. Me dijo que se llamaba Carrie. Quería escuchar otras canciones. No dejaba de mirar a un lado y a otro, como si tuviese miedo de que sus amigas pudieran verla charlando conmigo. Me hizo sentir como un perdedor, quizás era aquello de chica de ciudad frente a alumno de colegio privado, no lo sé. De todas maneras eso fue lo que pensé. Al principio. Nos encontramos varias veces más después de aquello. Ella venía a la biblioteca con sus amigas y luego salíamos para ir a la parte de atrás, charlábamos y escuchábamos música. Un día le hablé de un grupo que tocaba en Norwalk. Le pregunté si quería ir. Se puso pálida. Parecía muy asustada. Le dije que tampoco era para tanto. Carrie dijo que quizás podríamos intentarlo. Le dije que podía pasar a recogerla por su casa. Entonces se le fue la olla. Lo juro, del todo.
El aire comenzaba a refrescar. Berleand acabó de hablar por teléfono. Me miró, vio nuestros rostros y comprendió que lo mejor era mantenerse apartado.
—¿Qué pasó después?
—Me dijo que aparcase al final de Duck Run Road. Que se reuniría conmigo allí a las nueve. Así que aparqué allí unos minutos antes de las nueve. Estaba oscuro. Esperé. No había luz en la carretera ni en ninguna parte. Seguí esperando. Eran las nueve y cuarto. Escuché un ruido y entonces de pronto abrieron la puerta de mi coche y me sacaron.
Ken se interrumpió. Lloraba de nuevo. Se secó las lágrimas.
—Alguien me dio un puñetazo en la boca. Me arrancó dos dientes. —Me lo mostró—. Me sacaron del coche. No sé cuántos eran. Cuatro, quizás cinco, y me daban de puntapiés. Yo solo me tapaba, me ponía las manos sobre la cabeza, creía que iba a morir. Luego me puse de espaldas. Sin moverme. Seguía sin poder verles las caras, ni quería hacerlo. Uno de ellos me mostró una navaja. Dijo: «Ella no quiere volver a hablar contigo. Si dices una palabra de esto mataremos a tu familia».
Ken y yo continuamos sentados y no dijimos nada por unos momentos. Miré a Berleand. Sacudió la cabeza. No había nada referente a Carrie Steward.
—Eso es todo —dijo—. Nunca la volví a ver. Ni a ninguna de las chicas con las que iba. Es como si hubiesen desaparecido.
—¿Se lo dijiste a alguien?
Sacudió la cabeza.
—¿Cómo explicaste tus heridas?
—Dije que me habían golpeado a la salida del concierto. No se lo dirá a nadie, ¿verdad?
—No se lo diré a nadie. Pero necesitamos encontrarla, Ken. ¿Tienes alguna idea de dónde podría estar Carrie?
No dijo nada.
—¿Ken?
—Le pregunté dónde vivía. No me lo quiso decir.
Esperé.
—Pero un día —se detuvo, respiró hondo— la seguí cuando salió de la biblioteca.
Ken desvió la mirada y parpadeó.
—Entonces, ¿sabes dónde vive?
Se encogió de hombros.
—Quizás, no lo sé. No lo creo.
—¿Puedes mostrarme hasta dónde la seguiste?
Ken sacudió la cabeza.
—Puedo indicarle cómo se llega. Pero no iré con usted, ¿vale? Ahora mismo solo quiero irme a casa.