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Convencí a Terese para que se quedase por si necesitábamos algo en la ciudad, una tarea bastante difícil. Le prometí que le llamaríamos en el momento en que supiésemos algo. Aceptó a regañadientes. No hacía falta que estuviésemos todos allí y dispersar nuestros recursos. Win permanecería cerca, sobre todo para proteger a Terese, pero ellos podían intentar investigar otros caminos. La clave era, con toda probabilidad, Salvar a los Ángeles. Si podíamos encontrar sus archivos, nos enteraríamos del nombre completo de Carrie y de la dirección, buscar a sus padres adoptivos, de alquiler o como quiera que se llamen, y ver si de esa manera podíamos encontrarla.

En el camino, Berleand me preguntó:

—¿Alguna vez se ha casado?

—No. ¿Y usted?

—Cuatro veces. —Sonrió.

—Vaya.

—Todos acabaron en divorcio. No lamento ninguno.

—¿Sus exesposas dirían lo mismo?

—Lo dudo. Pero ahora somos amigos. No soy bueno reteniendo a las mujeres, solo consiguiéndolas.

Sonreí.

—No me imaginaba que usted fuera de esa clase.

—¿Porque no soy guapo?

Me encogí de hombros.

—La imagen está sobrevalorada —dijo él—. ¿Sabe qué tengo?

—No me lo diga. Un gran sentido del humor, ¿verdad? Según las revistas femeninas, el sentido del humor es la cualidad más importante en un hombre.

—Sí, por supuesto, y el cheque está en el correo —dijo Berleand.

—Así que no es eso.

—Soy un hombre muy divertido, pero no es eso.

—¿Y entonces qué? —pregunté.

—Se lo dije antes.

—Dígamelo de nuevo.

—El carisma. Tengo un carisma casi sobrenatural.

Sonreí.

—Eso es difícil de rebatir.

Redding era más rural de lo que había esperado, una tranquila y poco pretenciosa ciudad de arquitectura de los puritanos de Nueva Inglaterra, casas suburbanas postmodernas de pésima construcción, tiendas de antigüedades junto a la carretera, granjas viejas. Encima de la puerta verde de la modesta biblioteca una placa anunciaba:

«BIBLIOTECA MARK TWAIN»

Abajo, en letras de imprenta más pequeñas:

«DONACIÓN DE SAMUEL L. CLEMENS»

Me pareció curioso, pero no era el momento de pararse. Nos dirigimos a la mesa de la bibliotecaria.

Dado que Berleand tenía la placa oficial, incluso aunque estuviese muy lejos de su jurisdicción, le dejé llevar la voz cantante.

—Hola —le dijo a la bibliotecaria. Su placa de identificación decía «Paige Wesson». Nos dirigió una mirada de hastío, como si Berleand estuviese devolviendo un libro que se había llevado hacía mucho y le ofreciera una pobre excusa que había escuchado un millón de veces—. Estamos buscando a esta joven desaparecida. ¿La ha visto?

Le mostró la placa en una mano y la foto de la rubia en la otra. La bibliotecaria miró primero la placa.

—Usted es de París —dijo.

—Sí.

—¿Esto se parece a París?

—Ni de cerca —admitió Berleand—. Solo que el caso tiene ramificaciones internacionales. Esta joven fue vista por última vez cuando la secuestraban en mi jurisdicción. Creemos que pudo haber utilizado los ordenadores de esta biblioteca.

Ella cogió la foto.

—Creo que no la he visto nunca.

—¿Está segura?

—No, no lo estoy. Mire a su alrededor. —Lo hicimos. Había jóvenes en casi todas las mesas—. Docenas de chicos vienen aquí todos los días. No estoy diciendo que no haya estado nunca aquí. Solo digo que no la conozco.

—¿Podría mirar en sus ordenadores, ver si tiene una tarjeta de alguien que se llame Carrie de primer nombre?

—¿Tiene usted una orden judicial? —preguntó Paige.

—¿Podríamos mirar en los registros de los últimos ocho meses en su ordenador?

—La misma pregunta.

Berleand le sonrió.

—Que tenga un buen día.

—Lo mismo digo.

Dejamos a Paige Wesson y fuimos hacia la puerta. Sonó mi móvil. Era Esperanza.

—He podido conectarme con alguien de la academia Carver —dijo Esperanza—. No tienen a ningún estudiante registrado que se llame Carrie de primer nombre.

—Fantástico —dije. Le di las gracias, colgué y se lo comuniqué a Berleand.

—¿Alguna sugerencia? —preguntó Berleand.

—Nos separamos y les mostramos la foto a los estudiantes que están aquí.

Observé la sala y vi a tres adolescentes en una mesa situada en un rincón. Dos llevaban cazadoras universitarias, aquellas que tienen el nombre escrito en la pechera y las mangas de cuero sintético, las mismas que había llevado cuando estaba en el instituto Livingston. El tercero era el típico chico de colegio privado: la mandíbula firme, una buena estructura ósea, el polo y el pantalón de marca. Decidí empezar con ellos.

Les mostré la foto.

—¿La conocéis?

El chico del colegio privado fue quien me respondió.

—Creo que se llama Carrie.

Bingo.

—¿Conocéis su apellido?

Tres sacudidas de cabeza.

—¿Va a tu colegio?

—No —dijo el chico del colegio privado—. Supongo que vive en la ciudad. La hemos visto por aquí.

—Está como un tren —opinó Cazadora Universitaria Uno.

El chico de la mandíbula firme asintió.

—Y tiene un culo estupendo.

Fruncí el entrecejo. «Encantado de conocerte, Mini-Win», pensé.

Berleand me miró. Le hice una seña para indicarle que quizás tenía algo. Se unió a nosotros.

—¿Sabéis dónde vive? —pregunté.

—No. Pero Kenbo se la tiró.

—¿Quién?

—Ken Borman. Se la tiró.

—¿Se la tiró? —preguntó Berleand.

Lo miré.

—Ah, se la tiró —dijo Berleand.

—¿Dónde podemos encontrar a Kenbo? —pregunté.

—Está en la sala de pesas del campus.

Nos indicaron cómo llegar y nos marchamos.