La mente puede ser muy tontorrona y terca.
La lógica nunca es lineal. Va adelante y atrás, rebota en las paredes, hace virajes cerrados y se pierde durante los recorridos. Cualquier cosa puede ser un catalizador, por lo general algo que no tiene relación con el trabajo que haces, algo que envía tus pensamientos hacia una dirección inesperada; una dirección que inevitablemente conduce a una solución a la que el pensamiento lineal nunca te habría llevado.
Eso fue lo que pasó. Fue así cómo empecé a relacionarlo todo.
Terese se movió cuando volví al dormitorio. No le hablé de mis pensamientos sobre la muchacha rubia, de situación o de cualquier otra clase. No quería ocultarle nada, pero no había ningún motivo para decírselo en aquel momento. Intentaba cicatrizar. ¿Por qué romper aquellas suturas hasta no saber más?
Volvió a dormirse. La abracé y cerré los ojos. Me di cuenta de lo poco que había dormido desde mi regreso del hiato de dieciséis días. Me sumergí en un mundo de pesadillas y me desperté sobresaltado alrededor de las tres de la mañana. El corazón me latía con fuerza. Había lágrimas en mis ojos. Solo recordaba la sensación de algo que me apretaba, que me oprimía, algo tan pesado que no podía respirar. Me levanté de la cama. Terese continuaba durmiendo. Me agaché para besarla con suavidad.
Había un ordenador portátil en la sala. Me conecté a internet y busqué Salvar a los Ángeles. Apareció la página. En la cabecera había un rótulo que decía «SALVAR A LOS ÁNGELES» y en letra más pequeña «SOLUCIONES CRISTIANAS». El texto hablaba de la vida, el amor y Dios. Hablaba de reemplazar la palabra «elección» con la palabra «soluciones». Había testimonios de mujeres que se habían decidido por la «solución de adoptar» y no de «asesinar». Había parejas que habían tenido problemas de infertilidad que hablaban de cómo el gobierno quería «experimentar cruelmente» con sus «nonatos», mientras Salvar a los Ángeles podía ayudar a un embrión congelado a «realizar su propósito final: vivir» a través de la solución cristiana de ayudar a otra pareja estéril.
Había escuchado los mismos argumentos antes. Recordé que Mario Contuzzi los había mencionado de pasada. Había dicho que el grupo parecía ser de derecha, pero no extremista. Estaba de acuerdo. Continué navegando. Había una declaración de compartir el amor de Dios y salvar a los «niños nonatos». Había una declaración de fe que comenzaba con la creencia en la Biblia, que es «la inspirada y completa palabra de Dios sin error», y pasaba a la santidad de la vida. Había enlaces en los que podías clicar para ir a las adopciones, los derechos, el programa de actos y los recursos para madres parturientas.
Pasé a la sección de preguntas más frecuentes y leí las respuestas a los cómo y por qué; daban apoyo a las madres solteras, buscaban parejas estériles que podían beneficiarse de los embriones congelados, formularios para rellenar, costes, cómo hacer donaciones, cómo unirte al equipo de Salvar a los Ángeles. Era muy impresionante. A continuación venía la galería de fotos. Pinché en la página uno. Había fotos de dos mansiones soberbias que se utilizaban para las madres solteras. Una se parecía a las que se ven en una plantación de Georgia, blanca con columnas de mármol y enormes sauces llorones a su alrededor. La otra parecía el perfecto hotelito de cama y desayuno: una casa pintoresca, casi en exceso victoriana, con torrecillas, torres, ventanas de cristales de colores, una galería y un tejado de pizarra azul con buhardillas. Los textos enfatizaban la confidencialidad de ambas mansiones y de sus habitantes —nada de nombres ni direcciones—, mientras que las fotografías casi te hacían anhelar que te hubiesen embarazado.
Pasé a la página dos y fue entonces cuando tuve mi momento catalizador-tontorrón-terco-no lineal.
Había fotografías de los bebés. Las imágenes eran hermosas, adorables y conmovedoras, la clase de fotos destinadas a asombrar y enternecer a cualquiera con sangre en las venas.
A mi mente retorcida le gusta jugar a los contrastes. Ves a un cómico lamentable y piensas en lo grande que es Chris Rock. Ves una peli que intenta asustarte con litros de sangre a todo tecnicolor, y piensas en como Hitchcock te mantiene pegado al asiento incluso en blanco y negro. En aquel momento, mientras miraba a los «ángeles salvados», pensé en cuan perfectas eran estas imágenes comparadas con aquellas horrorosas fotos victorianas que había visto en aquel cursi escaparate unas horas antes. Me recordó también que había aprendido algo más allí, el HHK, la posibilidad de que significase Ho-Ho-Kus, y cómo lo había descubierto Esperanza.
De nuevo el cerebro humano: miles de millones de sinapsis que crepitan, suenan, se mezclan, saltan, chispean. No alcanzas a entenderlo, pero así es como debió de ocurrir dentro de mi cabeza: Official Photography, HHK, Esperanza, cómo nos habíamos conocido, sus días de luchadora FLOW, el acrónimo de las Fabulous Ladies of Wrestling.
De pronto todo cuajó. Bueno, quizás no todo. Pero algo. Lo suficiente para saber adónde iría a la mañana siguiente.
A aquel cursi escaparate en Ho-Ho-Kus. La Official Photography de Albin Laramie, o, para aquellos que saben que están apuntando un acrónimo, OPAL.
El hombre que estaba detrás del mostrador de la Official Photography de Albin Laramie tenía que ser Albin. Vestía una capa. Una capa brillante. Como si fuese Batman o el Zorro. La barba parecía un boceto hecho con un Telesketch, el pelo un enredado pero preciso desorden y toda su persona gritaba que no era un mero artista, sino el «¡Artiste!», hablaba por teléfono y fruncía el entrecejo cuando entré.
Me acerqué. Levantó un dedo para indicarme que esperase.
—No lo pilla, Leopold. ¿Qué te puedo decir? El hombre no pilla los ángulos, la textura o el color. No tiene ojo.
Volvió a levantar el dedo para que esperase otro minuto. Lo hice. Cuando colgó, exhaló un suspiro teatral.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Hola —respondí—. Me llamo Bernie Worley.
—Y yo —dijo él, con una mano sobre el corazón— soy Albin Laramie.
Hizo este pronunciamiento con gran orgullo y garbo. Me recordó a Mandy Patinkin en La princesa prometida; casi esperaba que me dijese que yo había matado a su padre, y que me preparara a morir.
Le dirigí una sonrisa mundana.
—Mi esposa me pidió que recogiese unas fotos.
—¿Tiene el resguardo?
—Lo perdí.
Albin frunció el entrecejo.
—Pero tengo otro número, si eso le ayuda.
—Quizás. —Se acercó a un teclado, movió los dedos y me miró—. ¿Sí?
—Cuatro-siete-uno-dos.
Me miró como si yo fuese la cosa más estúpida en este precioso mundo de Dios.
—No es un número de orden.
—Oh. ¿Está seguro?
—Es un número de sesión.
—¿Un número de sesión?
Apartó la capa hacia atrás con ambas manos como un pájaro que podría estar desplegando las alas.
—Sí, de una sesión fotográfica.
Sonó el teléfono y él se apartó como si ya se hubiese olvidado de mí. Lo estaba perdiendo. Retrocedí un paso e hice mi propia interpretación teatral. Parpadeé y formé una O perfecta con la boca. Myron Bolitar, el ingenuo asombrado. Ahora me miraba con curiosidad. Recorrí la tienda sin perder la expresión de asombro.
—¿Hay algún problema? —me preguntó.
—Su trabajo. Es maravilloso —proclamé.
Se acicaló. No ves a menudo a un hombre adulto acicalarse en la vida real. Durante los siguientes diez minutos o poco más no dejé de darle coba por su trabajo. Le pregunté por la inspiración y dejé que charlase sobre los estilos, la luz, el tono, los matices y otras cosas.
—Marge y yo tenemos un bebé —dije, sin olvidar sacudir mi cabeza como muestra de admiración ante la horrible monstruosidad victoriana que había convertido a un bonito bebé en mi tío Morty con Herpes—. Tendríamos que fijar una cita para traerla.
Albin continuó acicalándose en su capa. Acicalarse, pensé, era lo que le tocaba a un hombre con capa. Hablamos del precio, que era del todo ridículo, y por el cual habría necesitado de una segunda hipoteca. Le seguí el juego. Por último, dije:
—Mire, aquí tiene el número que me dio mi esposa. El número de sesión. Dijo que si veía estas fotos sería algo sensacional. ¿Cree que podría ver las fotos de la sesión 4-7-1-2?
Si le pareció extraño que en un primer momento hubiese dicho que venía a recoger las fotos y ahora quería mirar las de una sesión, la nota no había sonado por encima del estrépito del auténtico genio.
—Sí, por supuesto, están aquí en el ordenador. Debo decírselo, no me gusta la fotografía digital. Para su hija pequeña, quiero utilizar la clásica cámara de cajón. Hay mucha más textura en el trabajo.
—Eso sería estupendo.
—Así y todo utilizo la digital para archivarlas en la red. —Comenzó a escribir y apretó el retorno—. Bueno, está claro que no son fotos de una niña. Aquí las tiene.
Albin giró la pantalla hacia mí. Un montón de fotos diminutas aparecieron en la pantalla. Sentí que mi pecho se comprimía incluso antes de que clicase en una, y la imagen llenó toda la pantalla. No había ninguna duda.
Era la muchacha rubia.
Intenté no perder la calma.
—Necesitaré una copia.
—¿De qué tamaño?
—El que sea, trece por veinte sería fantástico.
—Estará lista dentro de una semana a contar del martes que viene.
—La necesito ahora.
—Imposible.
—Tiene el ordenador conectado a la impresora de color que está allí —dije.
—Sí, pero eso no daría una calidad fotográfica.
No tenía tiempo para explicaciones. Saqué mi billetera.
—Le daré doscientos dólares por una copia.
Sus ojos se entrecerraron, pero solo por un instante. Por fin estaba comprendiendo que pasaba alguna cosa, pero era un fotógrafo, no un abogado o un médico. Aquí no había un acuerdo de confidencialidad. Le di los doscientos dólares. Él se dirigió a la impresora. Vi un enlace que decía «Información personal». Lo pinché mientras él recogía la copia.
—¿Perdón? —preguntó Albin.
Retrocedí, aunque ya había visto lo suficiente. El nombre que aparecía era Carrie. ¿Su dirección?
La puerta vecina. La fundación Salvar a los Ángeles.
Albin no sabía el apellido de Carrie. Cuando insistí, me hizo saber que tomaba fotos para Salvar a los Ángeles, nada más. Solo le daban los nombres de pila. Cogí la foto y fui a la puerta vecina. Salvar a los Ángeles seguía cerrado. Ninguna sorpresa. Encontré a Minerva, mi recepcionista favorita, en Bruno y Asociados y le mostré la foto de la rubia Carrie.
—¿La conoce?
Minerva me miró.
—Ha desaparecido. Intento encontrarla.
—¿Es usted un detective privado?
—Lo soy. —Era más fácil que dar explicaciones.
—Qué emocionante.
—Sí. Se llama Carrie. ¿La reconoce?
—Trabaja allí.
—¿En Salvar a los Ángeles?
—Bueno, no trabajaba. Era una de las internas. Estuvo durante unas semanas el veranó pasado.
—¿Puede decirme alguna cosa de ella?
—Es hermosa, ¿verdad?
No dije nada.
—Nunca supe su nombre. No era muy agradable. En realidad ninguno de sus internos lo era. Amor a Dios, supongo, pero no hacia las personas de verdad. Nuestros despachos comparten un baño al final del pasillo. Yo la saludaba. Ella hacía como que no me veía. ¿Sabe a lo que me refiero?
Le di las gracias a Minerva y volví al despacho 3 B. Me detuve delante de la puerta y la miré. De nuevo: la mente. Dejé que las piezas cayesen a través de la cavidad del viejo cerebro como los calcetines en una lavadora. Pensé en la página web que había leído la noche anterior, en el nombre de la organización. Miré la foto que tenía en la mano. El pelo rubio. El rostro hermoso. Los ojos azules con aquel anillo dorado alrededor de cada pupila y, no obstante, vi exactamente lo que Minerva quería decir.
Ningún error.
Algunas veces ves fuertes similitudes genéticas en un rostro, como el anillo dorado alrededor de la pupila. Entonces también ves algo más que es como un eco. Aquello fue lo que vi en el rostro de la muchacha. Un eco.
Un eco, estaba seguro, de su madre.
Miré de nuevo la puerta. Miré de nuevo la foto. Y mientras iba asimilando su significado, sentí que un escalofrío recorría mi espalda.
Berleand no había mentido.
Sonó mi móvil. Era Win.
—Han acabado con la prueba de ADN de los huesos.
—No me lo digas. Coinciden con Terese como madre. Jones decía la verdad.
—Sí.
Miré la foto un poco más.
—¿Myron?
—Creo que ahora lo comprendo. Creo que ahora sé lo que está pasando.