Cruzamos el puente George Washington y regresamos a Manhattan. Jones me presentó a los dos agentes del asiento delantero, pero no recuerdo sus nombres. El Escalade salió por la calle 79 Oeste. Unos minutos más tarde se detuvo en Central Park Oeste. Jones abrió la puerta, cogió su maletín y dijo:
—Vayamos a dar un paseo.
Me apeé. El sol aún brillaba con fuerza.
—¿Qué le pasó a Terese? —pregunté.
—Primero necesita conocer el resto.
No era así, pero no tenía ningún sentido insistir. Ya me lo diría en su momento. Jones se quitó la americana marrón y la dejó en el asiento de atrás. Supuse que los agentes aparcarían para después escoltarnos, pero Jones dio una palmada en el techo y el coche se marchó.
—¿Solo nosotros? —pregunté.
—Solo nosotros.
Su maletín era de otra época, rectangular con cerraduras de combinación. Mi padre tenía uno igual donde llevaba los contratos y las facturas, los bolígrafos y un pequeño magnetófono para ir y venir de su despacho en la factoría de Newark.
Jones entró en el parque por la 67 Oeste. Pasamos por delante del Tavern on the Green, las luces en los árboles atenuadas. Lo alcancé y dije:
—Esto parece una novela de capa y espada.
—Es una precaución. Quizás del todo innecesaria. Pero en mi oficio a veces comprendes el porqué.
Me pareció un tanto melodramático, pero de nuevo no quise insistir. Jones se mostró de pronto sombrío y meditabundo, y no tenía idea de por qué. Miraba a los que corrían, a los que patinaban, a los ciclistas, a las mamas con los cochecitos.
—Sé que suena un tanto ridículo —dijo—, pero patinan, viven, trabajan, aman, ríen, y no tienen ni idea de lo frágil que es todo.
Torcí el gesto.
—Permítame adivinar. Usted, agente especial Jones, es el silencioso centinela que los protege, aquel que sacrifica su propia vida para que la ciudadanía pueda dormir tranquila por la noche. ¿Va de eso?
Sonrió.
—Supongo que me lo merecía.
—¿Qué le pasó a Terese?
Jones continuó caminando.
—Cuando estábamos en Londres usted me puso bajo custodia.
—Sí.
—¿Y después?
Se encogió de hombres.
—Esto funciona en compartimientos estancos. No lo sé. Lo entregué a alguien de otro departamento. Ahí acabó mi parte.
—Algo moralmente muy conveniente.
Hizo una mueca pero no se detuvo.
—¿Qué sabe de Mohammad Matar? —preguntó.
—Solo lo que leí en los periódicos —respondí—. Era, supongo, un tipo muy malo.
—El peor de los malos. Un radical extremista muy educado que hacía que otros radicales terroristas se mearan de miedo en la cama. A Matar le encantaba la tortura. Creía que la única manera de matar infieles era infiltrarse y vivir entre ellos. Fundó una organización terrorista llamada Muerte Verde. Su lema es: «Al-sabr wal-sayf sawf yu-dammir al-kafirun».
Me sacudió un espasmo.
«Al-sabr wal-sayf».
—¿Qué significa? —pregunté.
—La paciencia y la espada destruirán a los pecadores.
Sacudí la cabeza con la voluntad de aclararla.
—Mohammad Matar pasó casi toda su vida en Occidente. Se crio en España, pero pasó algún tiempo en Francia e Inglaterra. Doctor Muerte es más que un apodo; fue a la Facultad de Medicina de Georgetown e hizo su residencia aquí mismo, en la ciudad de Nueva York. Pasó doce años en Estados Unidos bajo varios nombres falsos. Adivine qué día se marchó de Estados Unidos.
—No estoy de humor para adivinanzas.
—El 10 de septiembre de 2001.
Ambos dejamos de hablar por un momento, y, casi de forma inconsciente, nos volvimos hacia el sur. No, no hubiésemos podido ver las torres, aunque continuasen en pie. Pero se debían presentar los respetos. Siempre y esperemos que para siempre.
—¿Me está diciendo que él estaba involucrado?
—¿Involucrado? Es difícil de decir. Pero Mohammad lo sabía. Su partida no fue una coincidencia. Tenemos a un testigo que lo sitúa en el Pink Pony a principios de aquel mes. ¿El nombre le suena?
—¿No era aquel club de striptease donde se reunían los terroristas antes del 11-S?
Jones asintió. Una excursión escolar desfiló ante nosotros. Los niños —que tendrían unos diez u once años— vestían camisas verdes con el nombre del colegio bordado en la pechera. Un maestro delante y otro detrás.
—Usted mató a un gran jefe terrorista —añadió Jones—. ¿Tiene idea de lo que le harían sus seguidores si descubriesen la verdad?
—¿Por eso se atribuyó el mérito de matarlo?
—Por eso mantuvimos su nombre en secreto.
—Se lo agradezco de verdad.
—¿Es un sarcasmo?
Ni yo estaba seguro.
—Si continúa dando palos de ciego, acabará por saberse la verdad. Habrá dado un puntapié a un avispero y saldrá un enjambre de terroristas.
—Suponga que no les tengo miedo.
—Entonces es que está loco.
—¿Qué le pasó a Terese?
Nos detuvimos al llegar a un banco.
Puso un pie en el asiento y apoyó el maletín en la rodilla. Buscó en el interior.
—La noche antes de matar a Mohammad, usted abrió la fosa de Miriam Collins para sacar pruebas destinadas a un análisis de ADN.
—¿Espera una confesión?
Jones sacudió la cabeza.
—No lo entiende.
—¿Qué es lo que no entiendo?
—Confiscamos los restos. Es probable que lo sepa.
Esperé.
Jones sacó un sobre.
—Aquí tiene los resultados de las pruebas de ADN que quería.
Tendí la mano. Jones jugó durante un momento a dudar si me lo daría o no. Pero ambos lo sabíamos. Estaba ahí por eso. Me entregó el sobre. Lo abrí. Lo primero era una foto de la muestra de hueso que Win y yo habíamos sacado aquella noche. Pasé la página, pero Jones ya caminaba.
—Las pruebas fueron concluyentes. Los huesos que sacaron pertenecen a Miriam Collins. El ADN corresponde a Rick Collins como padre y a Terese Collins como madre. Además, los huesos coinciden con el tamaño y el desarrollo aproximado de una niña de siete años.
Leí el informe. Jones continuó caminando.
—Esto podría ser falso —dije.
—Podría —admitió Jones.
—¿Cómo explica la sangre encontrada en la escena del crimen en París?
—Acaba de plantear una interesante posibilidad —señaló.
—¿Cuál?
—Quizás aquellos resultados eran falsos.
Me detuve.
—Acaba de decir que quizás yo falsifiqué el análisis de ADN —añadió—. ¿No sería más racional suponer que lo hicieron los franceses?
—¿Berleand?
Se encogió de hombros.
—¿Por qué haría tal cosa?
—¿Por qué lo haría yo? Pero no acepte mi palabra. En este maletín tengo la muestra de hueso original. Cuando acabemos, se la daré. Usted puede mandar que hagan todos los análisis que quiera.
La cabeza me daba vueltas. Continuó caminando. Tenía sentido. Si Berleand había mentido, todo lo demás encajaba. Si quitábamos de la ecuación los sentimientos y el deseo, ¿qué parecía más probable? ¿Que Miriam Collins hubiera sobrevivido al accidente y acabado en la habitación de su padre asesinado, o que Berleand mentía sobre los resultados?
—Se metió en esto porque quería encontrar a Miriam Collins —señaló Jones—. Ya lo ha hecho. Por eso debería dejarlo en nuestras manos. Sea lo que sea lo que está pasando, lo que sí sabe a ciencia cierta es que Miriam Collins está muerta. Esta muestra de hueso le dará la prueba que necesita.
Sacudí la cabeza.
—Hay demasiado humo como para que no haya fuego.
—¿Qué humo? ¿Los terroristas? Casi todo el humo se le puede atribuir al intento de Rick Collins de infiltrarse en la célula.
—La muchacha rubia.
—¿Qué pasa con ella?
—¿La capturaron en Londres?
—No. Se había largado cuando llegamos. Sabemos que la vio. Tenemos un testigo del apartamento de Mario Contuzzi, un vecino que declaró haber visto cómo la perseguía.
—Entonces, ¿quién es ella?
—Un miembro de la célula.
Enarqué las cejas.
—¿Una adolescente rubia yihadista?
—Sí. Las células siempre son una mezcla. Inmigrantes sin papeles, nacionalistas árabes y, sí, unos cuantos occidentales locos. Sabemos que las células terroristas están aumentando los esfuerzos para reclutar occidentales caucáseos, sobre todo mujeres. La razón es bastante obvia: una rubia guapa puede entrar en lugares donde no puede entrar un árabe. La mayoría de las veces la chica tiene graves problemas edípicos. Ya sabe cómo es; algunas chicas se dedican al porno, otras duermen con radicales.
No estaba muy seguro de creerle.
Una pequeña sonrisa apareció en sus labios.
—¿Por qué no me dice qué otras cosas le preocupan?
—Un montón de cosas.
Sacudió la cabeza.
—En realidad no, Myron. Ahora se reduce a una sola cosa, ¿no? Se pregunta por el accidente de coche.
—La versión oficial es mentira —dije—. Hablé con Karen Tower antes de que la asesinasen. Hablé con Nigel Manderson. El accidente no ocurrió de la manera que dijeron.
—¿Ese es su humo?
—Lo es.
—Si lo despejo, ¿lo dejará?
—Aquella noche estaban encubriendo algo.
—Si lo despejo, ¿lo dejará? —repitió Jones.
—Creo que sí.
—Vale. Vamos a discutir unas teorías alternativas. —Jones continuó caminando—. El accidente de coche de hace diez años. Lo que cree que ocurrió en realidad… —Se detuvo y se volvió hacia mí—. Bueno, no, dígamelo. ¿Qué cree que encubrían?
No dije nada.
—El coche se estrelló. Supongo que esa parte se la cree. A Terese la llevaron al hospital. Supongo que también se lo cree. Entonces, ¿dónde comienza a fallar? Usted cree, por favor, ayúdeme, Myron, que una trama en la que participaron la mejor amiga de Terese Collins y al menos uno o dos polis ocultó a su hija de siete años por alguna razón desconocida, la criaron en secreto durante todos estos años… ¿y entonces?
Seguí sin decir nada.
—Y en esta conspiración asume que yo le miento sobre el resultado de la prueba de ADN, que ahora puede averiguar de forma independiente que no he hecho.
—Estaban encubriendo algo —insistí.
—Sí —dijo.
Esperé. Nos dirigimos hacia el tiovivo del parque.
—El accidente ocurrió de la manera que le relataron. Un camión que iba hacia la autopista A-40. La señora Collins giró el volante y eso fue todo. Un desastre. También conoce los antecedentes. Estaba en casa. Recibió una llamada para que fuese a los estudios y presentar el informativo a la hora de mayor audiencia. No había pensado salir aquella noche, por lo tanto, supongo que en cierta manera es comprensible.
—¿El qué?
—El jorobado nunca ve la joroba en su propia espalda. Es un refrán griego.
—¿Qué tiene que ver con esto?
—Quizás nada. El refrán se refiere a los defectos. Somos muy rápidos a la hora de ver los defectos de los demás. No somos así con nosotros mismos. También somos malos jueces de nuestras propias capacidades, sobre todo cuando tenemos una hermosa zanahoria delante.
—No entiendo ni una palabra.
—Claro que sí. Usted quiere saber qué se estaba encubriendo, pero es tan obvio… ¿Terese Collins no había recibido un terrible castigo con la muerte de su hija? No sé si les preocupaban las ramificaciones legales o solo la culpa que la madre cargaría sobre ella misma. Terese Collins estaba borracha aquella noche. ¿Podría haber evitado el accidente de haber estado sobria? Quién sabe; el chófer del camión cometió un fallo, pero quizás si su reacción hubiese sido un poco más rápida…
Intenté hacerme a la idea.
—¿Terese estaba borracha?
—Su análisis de sangre mostró que había superado el límite legal.
—¿Eso fue lo que encubrieron?
—Así es.
Las mentiras tienen un determinado olor. También la verdad.
—¿Quién lo sabía? —pregunté.
—Su marido. También Karen Tower. La encubrieron porque temían que la verdad pudiese destrozarla.
La verdad quizás ya lo había hecho de todas maneras, pensé. Un peso oprimió mi pecho al comprender otra verdad: Terese con toda probabilidad lo sabía. En algún nivel, sabía de su culpabilidad. Cualquier madre se sentiría destrozada por una tragedia como aquella, pero aquí estaba, diez años más tarde, y Terese aún trataba de enmendarlo.
¿Qué me había dicho Terese cuando me llamó desde París? No quería reconstruir.
Lo sabía. De forma subconsciente. Pero lo sabía.
Me detuve.
—¿Qué le pasó a Terese?
—¿Despejado el humo, Myron?
—¿Qué le pasó a ella? —pregunté de nuevo.
Se volvió para mirarme a la cara.
—Necesito que lo deje, ¿vale? No soy de los que dicen que el fin justifica los medios. Sé todos los argumentos contra la tortura y estoy de acuerdo. Pero el tema es confuso. Digamos que atrapa a un terrorista que ya ha matado a miles, y ahora mismo tiene una bomba oculta que matará a millones de niños. ¿Le daría un puñetazo para conseguir la respuesta y salvarlos? Por supuesto. ¿Lo golpearía de nuevo? Supongamos que solo sean mil o cien o diez. Cualquiera que no lo entienda del todo… bueno, yo desconfiaría de esa persona. También es un extremista.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—Quiero devolverle su vida. —La voz de Jones era ahora suave, casi una súplica—. Sé que no me creerá. No me gusta lo que le hicieron a usted. Por eso le digo esto. Estoy protegido. Jones ni siquiera es mi verdadero nombre, y estamos aquí en este parque porque ni siquiera tengo un despacho. Incluso su amigo Win tendría problemas para localizarme. Lo sé todo de usted. Conozco su pasado. Sé cómo se destrozó la rodilla y cómo intentó superarlo. No ha tenido demasiadas segundas oportunidades. Ahora le estoy dando una.
Jones miró a lo lejos.
—Tiene que olvidarse de esto y seguir con su vida. Por su bien. —Hizo un gesto con la barbilla—. Y el de ella.
Durante un momento tuve miedo de mirar. Seguí su mirada; mis ojos se movieron de izquierda a derecha, y de pronto me quedé inmóvil. Me llevé la mano a la boca. Intenté soportar el golpe a pie firme, sentí que algo se sacudía en mi pecho.
En aquella extensión verde, mirándome con lágrimas en los ojos, pero tan hermosa como siempre, estaba Terese.