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Un callejón sin salida. En el más puro sentido literal.

Seguimos las indicaciones del GPS hasta el edificio de oficinas ubicado en Ho-Ho-Kus, Nueva Jersey, al final de una calle sin salida. Había un gimnasio, el Ed’s Body Shop, una escuela de karate llamada Eagle’s Talón y un estudio fotográfico con un escaparate muy cursi llamado Official Photography de Albin Laramie. Señalé las letras en el cristal cuando pasamos.

—Oficial —dije—. Porque en realidad no querrías las fotos no oficiales de Albin Laramie.

Había fotos de bodas en las que se había utilizado un objetivo tan borroso que era difícil saber dónde comenzaba el novio y dónde acababa la novia. Había provocativas poses de modelos, la mayoría de mujeres en biquini. Había horribles fotos de bebés en tonos sepia que imitaban un falso Victoriano. Los bebés iban vestidos con batas y tenían un aspecto siniestro. Cada vez que veo una fotografía victoriana auténtica de un bebé no puedo evitar pensar: el que aparece en esta foto está muerto y enterrado. Quizás sea más morboso que la mayoría, pero ¿quién quiere estas fotos tan afectadas?

Entramos en el vestíbulo y miramos el directorio. Se suponía que Salvar a los Ángeles estaba en el despacho 3 B, pero la puerta estaba cerrada a cal y canto. Vimos en la puerta la señal descolorida donde una vez había habido una placa.

La oficina más cercana pertenecía a Bruno y Asociados. Preguntamos por la entidad benéfica vecina.

—Se han marchado hace meses —nos dijo la recepcionista. Su placa ponía «Minerva». No sabía si era su nombre o el apellido—. Se mudaron inmediatamente después del robo.

Enarqué una ceja y me acerqué.

—¿Robo? —pregunté.

Soy muy bueno con este tipo de interrogatorios.

—Sí. Les robaron todo. Tuvo que ser… —frunció el entrecejo— eh, Bob, ¿cuándo fue el robo en la oficina de al lado?

—Hace tres meses.

Eso fue casi todo lo que Minerva y Bob nos pudieron decir. En la televisión, los detectives siempre preguntan si el inquilino ha dejado una nueva dirección. Nunca he visto a una persona que lo haga en la vida real. Salimos y miramos la puerta de Salvar a los Ángeles durante un segundo. La puerta no tenía nada que decirnos.

—¿Estás preparado para volver al trabajo? —preguntó Esperanza.

Asentí. Salimos a la calle. Parpadeé para protegerme del resplandor del sol y escuché a Esperanza decir:

—Vaya, vaya.

—¿Qué?

Me señaló un coche al otro lado de la calle.

—Mira la calcomanía en el parachoques trasero.

Ya la conocen. Son aquellos óvalos blancos con letras negras que muestran dónde has estado. Creo que comenzó con las ciudades europeas. Un turista regresaba de un viaje a Italia y ponía ROM en la parte de atrás del coche. Ahora todas las ciudades parecen tener uno, una forma de mostrar el orgullo patriótico o algo por el estilo.

Esta calcomanía decía «HHK».

—Ho-Ho-Kus —dije.

—Sí.

Pensé de nuevo en aquel código.

—Ópalo en Ho-Ho-Kus. Quizás el cuatro-siete-uno-dos es el número de una casa.

—Ópalo puede ser el nombre de una persona.

Nos volvimos hacia donde habíamos aparcado y nos esperaba otra sorpresa. Un Cadillac Escalade negro estaba aparcado detrás de nosotros, y nos impedía la salida. Vi a un hombre fornido con un traje marrón que venía hacia nosotros. Tenía el pelo muy corto, el rostro grande y anguloso y el aspecto de un delantero de los Green Bay Packer de 1953.

—¿Señor Bolitar?

Reconocí la voz. La había oído dos veces antes. Una vez al teléfono cuando llamé a Berleand, y otra en Londres, segundos antes de perder el conocimiento.

Esperanza se puso delante de mí, como si quisiese protegerme. Apoyé la mano con suavidad en su hombro para hacerle saber que no pasaba nada.

—Agente especial Jones —dije.

Dos hombres, supuse que también agentes, salieron del Escalade. Dejaron la puerta abierta y se apoyaron en el costado. Ambos llevaban gafas de sol.

—Necesito que venga conmigo —dijo.

—¿Estoy arrestado? —pregunté.

—Todavía no. Pero de verdad debería venir conmigo.

—Esperemos a que tenga usted la orden de arresto —dije—. También traeré a mi abogado. Haremos esto de acuerdo con las reglas.

Jones se acercó un paso.

—Preferiría no presentar cargos formales. Aunque sé que usted ha cometido crímenes.

—Usted es testigo, ¿no?

Jones se encogió de hombros.

—¿Dónde me llevó después de perder el conocimiento? —pregunté.

Él fingió un suspiro.

—No tengo ni idea de qué me está hablando. Pero ninguno de los dos tiene tiempo para esto. Vayamos a dar un paseo, ¿de acuerdo?

Cuando fue a cogerme del brazo, Esperanza dijo:

—Agente especial Jones.

Él la miró.

—Tengo una llamada para usted —dijo ella.

Esperanza le entregó su móvil. Jones frunció el entrecejo pero lo cogió. Yo también fruncí el entrecejo y la miré. Su rostro no me reveló ninguna pista.

—¿Hola? —dijo Jones.

El teléfono tenía el volumen lo bastante alto como para que yo escuchase la voz al otro lado con toda claridad. La voz dijo:

—Cromo, estilo militar, con el logotipo de Gucci grabado en la esquina inferior izquierda.

Era Win.

—¿Eh? —preguntó Jones.

—Veo la hebilla de su cinturón a través de la mira de mi fusil, aunque estoy apuntando seis centímetros más abajo —respondió Win—. Quizás cinco centímetros sería más apropiado en su caso.

Mis ojos se fijaron en la hebilla del tipo. Ahí estaba. No tenía idea de lo que significaba «cromo, estilo militar», pero allí estaba el logotipo de Gucci grabado en la esquina inferior izquierda.

—¿Gucci con el salario del gobierno? —comentó Win—. Tiene que ser una copia.

Jones mantuvo el teléfono pegado al oído, y comenzó a mirar en derredor.

—Supongo que hablo con el señor Windsor Horne Lockwood.

—No tengo ni idea de qué me está hablando.

—¿Qué quiere?

—Muy sencillo. El señor Bolitar no irá con usted.

—Está amenazando a un agente federal. Ese es un delito capital.

—Estoy comentando su sentido de la estética —replicó Win—. Dado que su cinturón es negro y sus zapatos son marrones, aquí el único que está cometiendo un crimen es usted.

Los ojos de Jones se fijaron en los míos. Había una extraña calma en ellos para un tipo al que están apuntando con un fusil a la ingle. Miré a Esperanza. Ella rehuyó mi mirada. Comprendí algo un tanto obvio: Win no estaba en Bangkok. Me había mentido.

—No quiero montar una escena —dijo Jones. Levantó ambas manos—. De acuerdo, vale, aquí nadie está forzando a nadie. Que pase un buen día.

Se volvió y se dirigió de vuelta a su coche.

—¿Jones? —llamé.

Me miró, protegiéndose los ojos del sol.

—¿Sabe qué le pasó a Terese Collins?

—Sí.

—Dígamelo.

—Si viene conmigo.

Miré a Esperanza. Ella le pasó el móvil a Jones de nuevo.

—Solo para dejar esto bien claro —dijo Win—. No podrá ocultarse. Su familia no podrá ocultarse. Si le ocurre algo a él, será la destrucción total. Todo lo que usted ama o le interesa. Y no, no es una amenaza.

El teléfono enmudeció.

Jones me miró.

—Un tipo encantador.

—No tiene usted idea.

—¿Preparado para marchar?

Lo seguí hasta el coche y entré.