—Come otra albóndiga —me dijo mamá.
—Ya no puedo más, mamá, gracias.
—Una más. Estás muy delgado. Prueba la de cerdo.
—De verdad que no me gusta.
—¿Qué? —Mamá me miró sorprendida—. Pero si siempre te ha encantado comerlas en el restaurante chino.
—Mamá, el Fong’s Garden cerró cuando yo tenía ocho años.
—Lo sé. Pero así y todo…
Pero así y todo… La gran frase final de los debates con mamá. Uno podría atribuir con toda razón el recuerdo del restaurante chino a un cerebro que envejece. Uno se puede equivocar. Mamá ha estado haciendo el comentario de que ya no me gustaban las albóndigas desde que tenía nueve años.
Estábamos en la cocina de mi casa de la infancia en Livingston, Nueva Jersey. En la actualidad dividía mis noches entre esta residencia y el lujoso apartamento de Win en el Dakota, en la calle 72 Oeste y Central Park Oeste. Cuando mis padres se trasladaron a Miami hace unos años, les compré esa casa. Uno podría preguntarse con razón los motivos psicológicos para comprarla —había vivido aquí con mis padres hasta los treinta y tantos y, de hecho, todavía dormía en el dormitorio del sótano que había montado cuando iba al instituto—, pero al final pocas veces me quedaba aquí. Livingston es una ciudad para familias que crían niños, no para solteros que trabajan en Manhattan. El apartamento de Win está mucho mejor ubicado y es solo un poco más pequeño, metro cuadrado más o menos, que un principado europeo.
Pero mamá y papá habían vuelto a la ciudad, así que aquí estábamos.
Provengo de la Generación de la Culpa, en la que todos supuestamente detestábamos a nuestros padres y encontrábamos en sus acciones todos los motivos por los cuales nosotros mismos éramos unos adultos infelices. Quería a mi padre y a mi madre. Me encantaba estar con ellos. No viví en aquel sótano hasta bien entrado en la edad adulta por una cuestión de dinero. Lo hice porque me gustaba estar allí, con ellos.
Acabamos la cena, tiramos las cajas de la comida y lavamos los cubiertos. Hablamos un poco de mi hermano y de mi hermana. Cuando mamá mencionó el trabajo de Brad en Sudamérica, sentí un breve pero agudo dolor, algo cercano a un déjà vu, pero mucho menos agradable. Se me cerró el estómago. Comencé de nuevo a morderme las uñas. Mis padres intercambiaron una mirada.
Mamá estaba cansada. Es algo que ahora le pasa con mucha frecuencia. Le di un beso en la mejilla y la vi subir las escaleras. Se apoyaba en la barandilla. Recordé los días pasados, viéndola subir los escalones con un andar gracioso y una coleta que se sacudía, su mano muy lejos de la condenada barandilla. Miré a papá. No dijo nada, pero creo que él también había vuelto al pasado.
Papá y yo pasamos al estudio. Encendió el televisor. Cuando yo era pequeño, papá tenía un sillón reclinable Barca Lounger de un horrible color marrón. El tapizado de vinilo estaba roto en las costuras y sobresalía algo metálico. Mi papá, que no era precisamente un manitas, lo mantenía en su lugar con cinta aislante. Sé que las personas critican las horas que los norteamericanos dedican a mirar la televisión, y con buen motivo, pero algunos de mis mejores recuerdos estaban en esa habitación, por la noche, con él tumbado en la silla arreglada con cinta aislante y yo en el diván. ¿Alguien más recuerda aquella programación estelar de la CBS los sábados por la noche? All in the Family, MASH, Mary Tyler Moore, The Bob Newhart Show y The Carol Burnett Show. Mi padre se reía con tantas ganas por algo que había dicho Archie Bunker, y su risa era tan contagiosa, que yo comenzaba a reírme de la misma forma, aunque en realidad no entendía mucho los chistes.
Al Bolitar había trabajado de firme en su fábrica de Newark. No era un hombre a quien le gustase jugar al póquer, estarse con los amigos o ir de bares. El hogar era su solaz. Le resultaba relajante estar con la familia. Había empezado muy pobre, era muy listo y probablemente había tenido sueños más allá de la factoría de Newark —fantásticos y grandes sueños—, pero nunca los compartió conmigo. Yo era su hijo. No cargas a tu hijo con cosas como esas, por nada del mundo.
Esa noche, se quedó dormido durante una reposición de Seinfeld. Observé como bajaba y subía su pecho, la barba que comenzaba a blanquear. Al cabo de un rato me levanté en silencio, bajé al sótano, me metí en la cama y miré el techo.
Mi pecho comenzó a cerrarse de nuevo. Me dominó el pánico. Mis ojos no querían cerrarse. Cuando lo hacían, cuando conseguía empezar un viaje nocturno de cualquier tipo, las pesadillas me devolvían a la conciencia. No conseguía recordar los sueños, pero el miedo se quedaba. Estaba bañado en sudor. Me sentaba en la oscuridad, aterrorizado, como un niño.
A las tres de la mañana un recuerdo cruzó mi cerebro como un relámpago. Bajo el agua. Incapaz de respirar. Esa imagen duró menos de un segundo, no más, y fue reemplazada por otra sonora.
«Al-sabr wal-sayf…».
Mi corazón se disparó como si intentase escapar del pecho.
A las tres y media de la mañana, subí las escaleras de puntillas y me senté en la cocina. Intenté ser lo más silencioso posible, pero lo sabía. Mi padre tenía el sueño más ligero del mundo. En la niñez, cuando intentaba pasar por delante de su puerta en plena noche, solo para hacer una rápida visita al baño, él se despertaba como si alguien hubiese dejado caer un cubo de agua helada en su ingle. Así que, como un hombre crecido y de mediana edad, un hombre que se consideraba a sí mismo más valiente que la mayoría, sabía lo que pasaría si entraba de puntillas en la cocina.
—¿Myron?
Me volví mientras él bajaba las escaleras.
—No pretendía despertarte, papá.
—Oh, ya estaba despierto. —Papá vestía unos calzoncillos que habían visto tiempos mejores y una vieja camiseta de Duke gris que era dos tallas más grande—. ¿Quieres que prepare unos huevos revueltos?
—Perfecto.
Lo hizo. Nos sentamos y hablamos de cosas sin importancia. Intentó no parecer demasiado preocupado, cosa que solo me hizo sentir todavía más protegido. Volvieron más recuerdos. Mis ojos se inundaban con lágrimas y parpadeaba para quitarlas. Las emociones llegaron a tal punto que ya no podía decir de verdad qué sentía. Tenía claro que me esperaban muchas noches de pesadillas. Lo comprendía. Pero sabía una cosa a ciencia cierta: no permanecería quieto mucho tiempo.
Cuando llegó la mañana llamé a Esperanza.
—Antes de desaparecer —dije—, estabas averiguando algunas cosas para mí.
—Buenos días a ti también.
—Lo siento.
—No te preocupes. ¿Qué decías?
—Estabas investigando el suicidio de Sam Collins y aquel código de ópalo y la entidad benéfica Salvar a los Ángeles.
—Sí.
—Quiero saber qué has encontrado.
Por un momento esperé una discusión, pero Esperanza debió de notar algo en mi tono.
—Vale, nos encontraremos dentro de una hora. Podré mostrarte lo que tengo.
—Lamento llegar tarde —se disculpó Esperanza—, pero Héctor vomitó en mi blusa y tuve que cambiarme y entonces la niñera comenzó a hablarme de un aumento y Héctor empezó a abrazarse a mí…
—No te preocupes —dije.
El despacho de Esperanza todavía reflejaba en parte su pintoresco pasado. Había fotografías de ella con el minúsculo vestido de ante de Pequeña Pocahontas, la «princesa india», interpretada por una latina. Su Cinturón del Campeonato Intercontinental por Equipos, una cursilería que si se pusiese alrededor de la cintura de Esperanza se le caería probablemente desde las costillas hasta por encima de las rodillas, estaba enmarcado detrás de su mesa. Las paredes estaban pintadas de color lila y otros tonos de púrpura; nunca consigo recordar el nombre. La mesa era labrada y de roble macizo, conseguida en una tienda de antigüedades por Big Cyndi, y aunque estaba aquí cuando la trajeron, seguía sin saber cómo la habían hecho pasar por la puerta.
Pero en aquel momento el tema dominante en esa habitación, para citar el libro de cabecera del político, era el cambio. Las fotografías del hijo de Esperanza, Héctor, en poses tan comunes y obvias que rayaban el tópico, ocupaban la mesa y el armario. Estaban los habituales retratos de niños —el arco iris de fondo al estilo del estudio fotográfico Sears—, junto con la del niño sentado en el regazo de Santa Claus y el Conejo de Pascua. Había una foto de Esperanza y su marido, Tom, que sujetaban a un Héctor vestido de blanco en su bautismo, y otra con un personaje de Disney que desconocía. La foto más grande mostraba a Héctor montado en un pequeño vehículo infantil, quizás un camión de bomberos en miniatura, y Esperanza mirando a la cámara con la mayor y más tonta sonrisa que yo había visto en ella.
Esperanza había sido la más libre de los espíritus libres. Había sido una bisexual promiscua, que con orgullo salía con un hombre, después con una mujer, y otro hombre, sin importarle qué pensaban los demás. Se había metido en la lucha libre porque era una manera divertida de ganar dinero, y cuando se cansó de aquello comenzó a estudiar derecho por las noches, mientras trabajaba como ayudante mía durante el día. Eso puede parecer muy poco compasivo, pero la maternidad había domado un poco aquel espíritu. Lo había visto antes, con otras amigas. Lo entiendo a medias. No me había enterado de la existencia de mi propio hijo hasta el momento en que era casi un hombre y, por consiguiente, nunca había experimentado aquel momento de transformación cuando nace tu hijo y de pronto todo tu mundo se reduce a una masa de tres kilos trescientos gramos. Eso era lo que le había ocurrido a Esperanza. ¿Ahora era más feliz? No lo sé. Pero nuestra relación había cambiado, como debía ser, y como soy egoísta, no me gustaba.
—Esta es la cronología —dijo Esperanza—. A Sam Collins, el padre de Rick, le diagnosticaron la enfermedad de Huntington hace aproximadamente cuatro meses. Se suicidó unas pocas semanas más tarde.
—¿Está probado que fue un suicidio?
—Según el informe de la policía, no hay nada sospechoso.
—Vale, continúa.
—Después del suicidio, Rick Collins visitó a la doctora Freída Schneider, la genetista de su padre. También hay varias llamadas a su consulta. Me tomé la libertad de llamar a la consulta de la doctora Schneider. Está un tanto ocupada, pero nos concederá quince minutos durante la pausa para el almuerzo. A las doce y media en punto.
—¿Cómo lo has conseguido?
—MB REPS hará una gran donación al Terence Cardinal Cooke Health Care Center.
—Me parece justo.
—Saldrá de tu gratificación.
—Perfecto, ¿qué más?
—Rick Collins llamó al centro CryoHope, cerca del New-York Presbyterian. Trabajan mucho con sangre del cordón umbilical, almacenamiento de embriones y células madre. Lo dirigen cinco médicos de diversas especialidades, así que es imposible saber con quién trataba. También llamó varias veces a Salvar a los Ángeles. Así que esta es la cronología: primero habló con la doctora Schneider, cuatro veces en el curso de dos semanas. Luego habló con CryoHope. Eso de alguna manera lleva a Salvar a los Ángeles.
—Bien —dije—. ¿Podemos conseguir una cita con CryoHope?
—¿Con quién?
—Con uno de los médicos.
—Hay un obstetra ginecólogo —dijo Esperanza—. ¿Le digo que quieres una prueba de embarazo?
—Hablo en serio.
—Ya lo sé, pero no estoy segura de con quién probar. Intento averiguar a qué médico llamó.
—Quizás la doctora Schneider pueda ayudarnos.
—Podría ser.
—¿Has encontrado algo con aquella nota de cosas pendientes que mencionaba el ópalo?
—No. Busqué en Google todas las letras. «Ópalo» por supuesto, tiene un millón de entradas. Cuando introduje «HHK», lo primero que salió fue una compañía de seguros médicos. Se ocupan de inversiones para la investigación del cáncer.
—¿Cáncer?
—Sí.
—No veo cómo encaja.
Esperanza frunció el entrecejo.
—¿Qué?
—No veo dónde encaja nada de todo esto —respondió—. Es más, me parece una colosal pérdida de tiempo.
—¿Por qué?
—¿Qué es exactamente lo que esperas encontrar? El médico trató a un viejo con la enfermedad de Huntington. ¿Qué puede tener eso que ver con unos terroristas que asesinan a personas en París y Londres?
—No tengo ni idea.
—¿Ninguna pista?
—Ninguna.
—Probablemente no tenga ninguna conexión en absoluto.
—Probablemente.
—Pero no tenemos nada mejor que hacer.
—Eso es lo que haremos. Haremos preguntas hasta que salga algo. Todo este asunto comenzó con un accidente de coche hace una década. Luego no tenemos nada hasta que Rick Collins descubrió que su padre tenía la enfermedad de Huntington. No sé cuál es la relación, y lo único que se me ocurre hacer es dar marcha atrás y seguir su camino.
Esperanza cruzó las piernas y empezó a jugar con un rizo del pelo. Esperanza tiene el pelo muy oscuro, negro azulado, con aspecto de estar siempre desordenado. Cuando comienza a tirar de un rizo, significa que algo la inquieta.
—¿Qué?
—Nunca llamé a Ali durante tu ausencia —dijo.
Asentí.
—Ni ella me llamó nunca, ¿no?
—¿Así que habéis acabado? —preguntó Esperanza.
—Al parecer.
—¿Utilizaste mi frase favorita para abandonarla?
—La olvidé.
Esperanza suspiró.
—Bienvenido a Abandonadalandia. Población: tú.
—Oh, no. Quizás sería más apto decir población: yo.
—Oh… —Un instante de silencio—. Lo siento.
—No pasa nada.
—Win dijo que te revolcaste con Terese.
Casi se me escapó «Win se revolcó con Mii», pero me preocupó que Esperanza pudiese malinterpretarlo.
—No veo la importancia —dije.
—No te revolcarías cuando estás acabando con otra, a menos que te importe mucho Terese. Un montón.
Me eché hacia atrás.
—¿Y qué?
—Así que necesitamos ir a toda marcha, si eso ayuda. Pero también necesitamos comprender la verdad.
—¿Qué es…?
—Es probable que Terese esté muerta.
Permanecí en silencio.
—He estado contigo cuando has perdido a seres queridos —me recordó Esperanza—. No es algo que soportes bien.
—¿Quién lo hace?
—Tienes razón. Pero también te estás enfrentando a lo que sea que te pasó. Y todo junto ya es mucho.
—Estaré bien. ¿Algo más?
—Sí —dijo ella—. Aquellos dos tipos a los que Win y tú disteis una paliza.
El entrenador Bobby y el entrenador ayudante Pat.
—¿Qué pasa con ellos?
—La policía de Kasselton ha estado por aquí unas cuantas veces. Se supone que debes llamarles cuando regreses. Sabes que el tipo que Win descalabró pertenece a la poli, ¿no?
—Win me lo dijo.
—Necesitó de una intervención quirúrgica en la rodilla y se está recuperando. El otro tipo, el que comenzó la pelea, tenía una pequeña cadena de tiendas de electrodomésticos. Las grandes cadenas lo dejaron sin negocio y ahora trabaja como encargado en Best Buy, en Paramus.
Me puse en pie.
—Vale.
—¿Vale qué?
—Tenemos tiempo antes de encontrarnos con la doctora Schneider. Vayamos a Best Buy.