25

El local secreto de Berleand estaba en el Bronx.

La calle era un agujero, el local un antro. Comprobé la dirección de nuevo, pero no había ningún error. Era un bar de striptease llamado, según el cartel, «PLACERES EXCLUSIVOS», aunque a primera vista resultaba algo dudoso. Un cartel más pequeño escrito en letras de neón señalaba que era una «SALA PARA CABALLEROS CON CLASE». El término «clase» no parecía tanto un oxímoron sino una irrelevancia. Un club de striptease con clase es un poco como decir «peluca bonita». Puede ser bonita, puede ser fea, pero sigue siendo una peluca.

La sala era oscura y sin ventanas, por lo tanto, a mediodía, que era cuando llegué, tenía el mismo aspecto que a medianoche.

Un negro gigante con la cabeza afeitada me preguntó:

—¿En qué puedo ayudarle?

—Busco a un francés de unos cincuenta y tantos.

Cruzó los brazos sobre el pecho.

—Ese es Tuesdays —respondió.

—No, me refiero…

—Sé a qué se refiere. —Contuvo la sonrisa y señaló con un grueso brazo tatuado con una D de color verde hacia la pista de baile. Esperaba ver a Berleand en un tranquilo rincón en sombras, pero no, allí estaba, junto al escenario, en primera fila y en el centro, con la mirada enfocada en el… talento.

—¿Es aquel el francés al que busca?

—Sí.

El gorila se volvió hacia mí. La placa de identificación ponía «ANTHONY». Me encogí de hombros. Miró a través de mí.

—¿Hay algo más que pueda hacer por usted? —preguntó.

—¿Puede decirme que no tengo la pinta de los tipos que vienen a un lugar como este, sobre todo durante el día?

Anthony sonrió.

—¿Sabe quiénes son los tipos que no vienen a un lugar como este, sobre todo durante el día?

Esperé.

—Los ciegos.

Se alejó. Caminé hacia Berleand y el bar. La banda sonora ofrecía a Beyoncé cantándole a su novio que él no sabía cómo era ella, que podía tener a otro hombre en un instante, que él era desechable. Esta indignación resultaba un tanto ridícula. Tía, si eres Beyoncé. Eres preciosa, eres famosa, eres rica, le compras a tu novio coches de lujo y prendas carísimas. Sí, sería imposible para ti ligarte a otro tío. El poder femenino.

La bailarina en topless del escenario tenía movimientos que podría describir como lánguidos si hubiera sido capaz de moverse un poco más. Su expresión aburrida me hizo pensar que miraba la carta de ajuste de un canal de televisión, el poste no era tanto un instrumento del oficio sino algo que la mantenía erguida. No quiero parecer puritano, pero no acabo de pillar el atractivo de los locales de topless. Sencillamente, no me dicen nada. No es que las mujeres sean poco atractivas; algunas lo son, otras no. Una vez lo hablé con Win, pero como siempre que se trata de cualquier cosa que incluye al sexo opuesto, fue un error; llegué a la conclusión de que no me acabo de creer la fantasía. Quizás sea un error de mi carácter, pero necesito creer que la dama está de verdad por mí. A Win no podía importarle menos, claro. Comprendo lo meramente físico, pero a mi ego no le gustan los encuentros sexuales mezclados con el comercio, el resentimiento y la lucha de clases.

Tíldenme de anticuado.

Berleand vestía una brillante cazadora gris. No dejaba de acomodarse las gafas y de sonreírle a la aburrida bailarina. Me senté a su lado. Se volvió, hizo aquello de secarse las manos y me observó por un momento.

—Tiene un aspecto fatal —dijo.

—Sí —respondí—, en cambio a usted se le ve fenomenal. ¿Una nueva crema hidratante?

Se comió un par de almendras.

—¿Así que este es su local secreto?

Se encogió de hombros.

—¿Por qué aquí? —Entonces, al pensarlo, añadí—: Espere, ya lo entiendo. Porque no puede estar más lejos del radar, ¿no?

—Eso —asintió Berleand—, y porque me gusta mirar mujeres desnudas.

Miró de nuevo a la bailarina. Yo ya había tenido suficiente.

—¿Terese está viva? —pregunté.

—No lo sé.

Continuamos sentados allí. Comencé a morderme una uña.

—Usted me advirtió —manifesté—. Dijo que era más de lo que podía manejar.

Él observó a la bailarina.

—Tendría que haberle escuchado.

—No hubiese importado. Hubiesen matado a Karen Tower y a Mario Contuzzi de todas maneras.

—Pero no a Terese.

—Usted, por lo menos, le puso punto y final. El error lo cometieron ellos, no usted.

—¿Quiénes?

—Bueno, yo entre ellos. —Berleand se quitó las gafas gigantes y se frotó el rostro—. Usamos muchos nombres. Seguridad Interior es quizás el más conocido. Como ya habrá imaginado, soy el enlace francés que trabaja en lo que su gobierno ha denominado «guerra contra el terror». El equivalente británico debería haber estado más atento.

La camarera pechugona se acercó luciendo un escote que le llegaba un poco por encima de las rodillas.

—¿Quieren champagne?

—No es champagne —le corrigió Berleand.

—¿Eh?

—Es de California.

—¿Y?

—El champagne solo puede ser francés. Verá, Champagne es un lugar, no solo una bebida. La botella que me ofrece contiene aquello que quienes carecen de papilas gustativas denominan «vino espumante».

Ella puso los ojos en blanco.

—¿Quiere un poco más de vino espumante?

—Querida mía, esa cosa ni siquiera se podría utilizar como colutorio para perro. —Levantó la copa vacía—. Por favor, tráigame otro de sus extraordinariamente aguados whiskys. —Me miró—. ¿Myron?

No creía que aquí tuviesen Yoo-hoo.

—Una Coca-Cola Zero. —Cuando ella se alejó, pregunté—: ¿Qué está pasando?

—Hasta donde le concierne a mi gente, el caso está cerrado. Rick Collins tropezó con un complot terrorista. Fue asesinado en París por los terroristas. Mataron también a dos personas vinculadas con Collins en Londres antes de que los matasen. Nada menos que por usted.

—No vi mi nombre en ninguno de los periódicos.

—¿Está buscando que le atribuyan el mérito?

—Para nada. Pero me pregunto por qué mantuvieron en secreto mi nombre.

—Piense.

Reapareció la camarera.

—Korbel lo llama champagne, don listillo. Y es de California.

—Korbel tendría que llamarlo aguas fecales. Sería más cercano a la verdad.

Ella dejó nuestras copas y se fue.

—Las fuerzas del gobierno no intentan quedarse con el mérito —continuó el capitán—. Hay dos razones para dejar su nombre fuera. La primera, su seguridad. Por lo que tengo entendido, Mohammad Matar convirtió esto en algo personal. Usted mató a uno de sus hombres en París. Quería que viese morir a Karen Tower y Terese Collins antes de matarlo. Si de alguna manera se sabe que mató al Doctor Muerte, habrá personas dispuestas a tomarse revancha en usted y en su familia. —Berleand le sonrió a la bailarina y me tendió la palma—. ¿Tiene un billete de cinco?

Busqué en mi billetera.

—¿Y la segunda razón?

—Si no estaba allí, si no estaba en el escenario de los asesinatos de Londres, entonces el gobierno no tiene que explicar dónde ha estado durante las dos últimas semanas y pico.

Reapareció la ansiedad. Sacudí la pierna, miré en derredor, quise levantarme. Berleand solo me miró.

—¿Sabe dónde he estado?

—Sí, tengo una idea. Usted también.

Sacudí la cabeza.

—No.

—¿No tiene ningún recuerdo de las últimas dos semanas?

No dije nada. Sentí una opresión en el pecho. Me costaba respirar. Cogí la lata de Coca-Cola y comencé a beber a sorbitos.

—Está temblando —dijo.

—¿Y?

—Anoche. ¿Durmió intranquilo? ¿Tuvo pesadillas?

—Por supuesto. Estaba en un hospital. ¿Por qué?

—¿Sabe qué es el sueño crepuscular?

Pensé.

—¿No tiene algo que ver con el embarazo?

—En realidad con el parto. Fue algo muy popular en los cincuenta y sesenta. La teoría era: ¿por qué una mujer debe sufrir los terribles dolores del parto? Así que le inyectaban a la madre una mezcla de morfina y escopolamina. En algunos casos la madre se quedaba dormida del todo. En otros, el objetivo final, la morfina aminoraba el dolor mientras que la combinación hacía que no recordase. La amnesia médica o sueño crepuscular. Dejó de utilizarse porque, uno, los bebés a veces nacían con algo parecido a un estupor por la droga, y dos, todo aquel movimiento en pro de vivir la experiencia. No acabo de entender muy bien el segundo motivo, pero no soy mujer.

—¿Hay algún punto concreto al que quiera ir a parar?

—Lo hay. Esa era la manera en los cincuenta o sesenta. Hace más de medio siglo. Ahora tenemos otras drogas y muchísimo tiempo para experimentar con ellas. Imagine la herramienta si pudiésemos perfeccionar aquello que hacían hace más de cincuenta años. Usted podría teóricamente retener a alguien durante un largo período y nunca lo recordaría.

Esperó. No tardé mucho en comprenderlo.

—¿Es eso lo que me pasó a mí?

—No sé qué le pasó a usted. Ya habrá oído hablar de las cárceles secretas de la CÍA.

—Claro.

—¿Cree que existen?

—¿Lugares donde la CÍA lleva a los prisioneros y no se lo dice a nadie? Supongo que sí.

—¿Supone? No sea ingenuo. Bush admitió que las tenemos. Pero no comenzaron con el 11-S ni acabaron cuando el Congreso investigó el tema en unas cuantas audiencias. Piense en lo que podrían hacer allí solo con tener a los prisioneros en sueño crepuscular prolongado. Hizo que las mujeres olvidasen el dolor del parto, el peor dolor que hay. Podían interrogarlo durante horas, conseguir que dijese e hiciese lo que fuese y que luego lo olvidara.

Mi pierna comenzó a machacar el suelo.

—Muy diabólico.

—¿Lo es? Digamos que captura a un terrorista. Ya conoce el viejo debate de que, si sabe que va a estallar otra bomba, es legítimo torturarlo para salvar vidas. Bueno, aquí se borra la pizarra. Él no lo recuerda. ¿Hace eso más ético el acto? Usted, mi querido amigo, con toda probabilidad fue interrogado con dureza, quizás torturado. No lo recuerda. Entonces, ¿qué pasa?

—Como un árbol que cae en el bosque cuando no hay nadie alrededor —dije.

—Exactamente.

—Ustedes los franceses y su filosofía.

—Somos algo más que la pequeña muerte de Sartre.

—Es una pena. —Me moví en mi asiento—. Me cuesta creerlo.

—Yo tampoco estoy seguro de creerlo. Pero piénselo. Piense en las personas que de pronto desaparecen y nunca vuelven a aparecer. Piense en las personas que son productivas y sanas y de pronto se convierten en suicidas, desamparadas o desequilibradas. Piense en las personas, personas que siempre le han parecido buenas y normales, que de pronto afirman haber sido abducidas por extraterrestres o comienzan a sufrir el síndrome de estrés postraumático.

«Déjelo correr…»Respirar era de nuevo una lucha. Notaba como mi pecho se atascaba.

—No puede ser así de sencillo —dije.

—No lo es. Como digo, piense en las personas que de pronto se convierten en psicóticas o las personas racionales que sin más afirman tener una revelación religiosa o alucinaciones extraterrestres. Y de nuevo la pregunta moral: ¿está bien el trauma, por un bien superior, si se olvida de inmediato? Los hombres que dirigen esos lugares no son malvados. Consideran que los hacen más éticos.

Me toqué el rostro. Las lágrimas corrían por mis mejillas. No sabía por qué.

—Mírelo desde su punto de vista. El hombre al que mató en París, el que trabajaba con Mohammad Matar. El gobierno creía que estaba a punto de cambiar de bando y proveernos de valiosa información. Hay una gran lucha interna dentro de estos grupos. ¿Por qué estaba usted en medio? Mató a Matar, vale, en defensa propia, pero quizás, solo quizás, lo enviaron a matarlo. ¿Lo ve? Era razonable llegar a la conclusión de que usted sabía algo que podía salvar vidas.

—Así que —me detuve— me torturaron.

Se acomodó las gafas en la nariz sin responder.

—¿No ha habido nadie que recordase si esto pasa de verdad? —pregunté—. ¿Nadie ha dicho nada?

—¿Decir qué? Puede empezar a recordar. ¿Qué va a hacer al respecto? No sabe dónde estuvo. No sabe quién lo retuvo. Está aterrorizado porque en el fondo de su corazón sabe que pueden atraparlo de nuevo.

«Su mamá y su papá…».

—Así que se quedará callado porque no tiene otra elección. Y quizás, solo quizás, lo que hacen está salvando vidas. ¿Nunca se preguntó cómo acabamos con muchos complots terroristas antes de que se cumpliesen?

—¿Torturando a las personas y haciendo que olvidaran?

Berleand me dedicó un encogimiento de hombros muy elaborado.

—Si es tan efectivo, ¿por qué no lo utilizaron con personas como Jalid Sheik, Mohammad o algún otro de los terroristas de Al Qaeda?

—¿Quién dice que no lo han hecho? Hasta ahora, a pesar de todo el jaleo, el gobierno de Estados Unidos solo ha admitido que utilizó la tortura del submarino en tres ocasiones y ninguna desde 2003. ¿De verdad cree que es así? En el caso de Jalid, el mundo entero estaba mirando. Aquel fue el error que su gobierno aprendió de Guantánamo. No lo hagas donde todo el mundo te pueda ver.

Bebí otro sorbo. Miré a mi alrededor. El lugar no estaba lleno, pero tampoco vacío. Vi trajes y tipos en camiseta y vaqueros. Vi a hombres blancos, negros, latinos. Ningún ciego. Anthony el gorila tenía razón.

—¿Ahora qué? —pregunté.

—La célula ha sido desmantelada, y también, hasta cierto punto, el plan que estuviesen organizando.

—Usted no lo cree.

—No.

—¿Por qué?

—Porque Rick Collins parecía creer que había encontrado algo muy grande. Algo a largo plazo y de largo alcance. La coalición para la que trabajo se alteró mucho cuando le mostré a usted la foto de Matar. Por eso ahora estoy fuera.

—Lo siento.

—No se preocupe. Están buscando la siguiente célula y el correspondiente complot. Yo no. Yo quiero continuar investigando esta. Tengo amigos que quieren ayudar.

—¿Qué amigos?

—Usted los conoció.

Hice memoria.

—El Mossad.

Asintió.

—Collins también había buscado su ayuda.

—¿Por eso me seguían?

—En un primer momento creyeron que quizás usted lo había asesinado. Yo les aseguré que no lo había hecho. Collins sabía algo, pero no podía decir exactamente qué. Hizo que todos los bandos se enfrentasen; al final resultaba difícil decir dónde depositaba su lealtad. Según el Mossad, interrumpió el contacto con ellos y desapareció una semana antes de morir.

—¿Tiene alguna idea de por qué?

—Ninguna.

Los ojos de Berleand se fijaron en su copa. Agitó la bebida con el dedo.

—Entonces, ¿por qué está aquí ahora? —pregunté.

—Vine cuando lo encontraron.

—¿Por qué?

Bebió otro trago largo.

—Ya son muchas preguntas por hoy.

—¿De qué habla?

Se levantó.

—¿Adónde va?

—Le expliqué la situación.

—De acuerdo. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Tenemos? Usted ya no tiene nada que ver con esto.

—Está de broma, ¿no? Para empezar, necesito encontrar a Terese.

Me sonrió.

—¿Puedo ser directo?

—No, en realidad preferiría que continuase mareando la perdiz.

—Se lo digo porque no soy muy bueno comunicando malas noticias.

—Hasta el momento parece hacerlo muy bien.

—Pero nada como esto. —Berleand mantuvo la mirada apartada de mí y fija en el escenario, pero no creo que mirase a la bailarina—. Ustedes los norteamericanos lo llaman una comprobación de la realidad objetiva. Por lo tanto, esto es lo que hay: Terese está muerta, en cuyo caso no puede ayudarla. O como a usted, la tienen retenida en alguna cárcel secreta, en cuyo caso está impotente.

—Yo no estoy impotente —afirmé en una voz que no podría haber sonado más débil.

—Sí, amigo mío, lo está. Incluso antes de ponerme en contacto con él, Win ordenó que todos guardasen silencio respecto a su desaparición. ¿Por qué? Porque sabía que si cualquiera, sus padres, el que fuese, organizaba algún escándalo, usted quizás nunca regresaría a casa. Hubiesen montado un accidente de coche y usted estaría muerto. O un suicidio. Con Terese Collins todavía es más fácil. Podrían matarla y enterrarla, y decir que ha vuelto a ocultarse en Angola. O pueden montar un suicidio y decir que la muerte de su hija fue algo que ya no pudo soportar. No hay nada que pueda hacer por ella.

Me eché hacia atrás en la silla.

—Necesita cuidar de usted mismo —añadió.

—¿Quiere que me mantenga apartado?

—Sí, y si bien soy sincero cuando digo que usted no tiene la culpa, se lo avisé ya una vez. Usted prefirió no escucharme.

Tenía toda la razón.

—Una última pregunta —dije.

Esperó.

—¿Por qué me cuenta todo esto?

—¿Lo de la cárcel secreta?

—Sí.

—Porque a pesar de lo que ellos creen que hace la medicación, no creo que se pueda olvidar del todo. Necesita ayuda, Myron. Por favor, consígala.

Ahora explico cómo descubrí que quizás Berleand tenía razón.

Cuando volví al despacho, llamé a algunos clientes. Esperanza pidió sándwiches en Lenny’s. Todos comimos en la mesa. Esperanza habló de su bebé, Héctor. Comprendí que hay pocos clichés más grandes que decir que la maternidad cambia a una mujer, pero en el caso de Esperanza los cambios parecían particularmente sorprendentes y no del todo atractivos.

Cuando acabamos, fui a mi despacho y cerré la puerta. Dejé la luz apagada. Permanecí sentado a mi mesa durante mucho tiempo. Todos tenemos nuestros momentos de contemplación y depresión, pero eso era algo diferente, más profundo y pesado. No podía moverme. Los miembros me pesaban como si fuesen de plomo. A lo largo de los años me había visto metido en más de un lío, así que tenía un arma en mi despacho.

Una Smith Wesson calibre 38 para ser más exactos.

Abrí el último cajón, saqué el arma y la sostuve en mi mano. Las lágrimas corrían por mis mejillas.

Sé lo melodramático que debe de sonar. Esta imagen de pobrecito de mí, sentado solo ante mi mesa, deprimido, con un arma en mi mano; es del todo ridícula cuando lo piensas. De haber tenido una foto de Terese en mi mesa, podría haberla sujetado a lo Mel Gibson en la primera Arma letal y haber metido el cañón en mi boca.

No lo hice.

Pero pensé en hacerlo.

Cuando comenzó a girar el pomo de la puerta de mi despacho —aquí nadie llama, y menos Esperanza—, me moví deprisa y guardé el arma en el cajón. Esperanza entró y me miró.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Nada.

—¿Qué estabas haciendo?

—Nada.

Ella me miró.

—¿Te estabas complaciendo a ti mismo debajo de la mesa?

—Me has pillado.

—Así y todo tienes un aspecto horrible.

—Sí, eso es lo que se comenta en la calle.

—Te diría que te fueses a casa, pero ya has estado ausente demasiados días y no creo que andar dando vueltas solo te vaya a ayudar.

—Estamos de acuerdo. ¿Hay algún motivo para tu intrusión?

—¿Tiene que haberlo?

—Nunca lo ha habido en el pasado —dije—. Por cierto, ¿por dónde anda Win?

—Por eso he entrado. Está en el Batifono. —Hizo un gesto para que me girase.

En el armario detrás de mi mesa hay un teléfono rojo debajo de lo que parece una campana de vidrio. Si ha visto la primera serie de Batman, sabrá por qué. El teléfono rojo parpadeaba. Win. Lo descolgué y pregunté:

—¿Dónde estás?

—En Bangkok —respondió Win con su tono un tanto acelerado—, que en realidad es un nombre irónico para este lugar cuando lo piensas.

—¿Desde cuándo? —pregunté.

—¿Es importante?

—Solo parece el peor de los momentos —señalé. Luego al recordarlo pregunté—: ¿Qué pasó con aquella muestra de ADN que recogimos de la tumba de Miriam?

—Confiscada.

—¿Por qué?

—Hombres con placas brillantes y trajes lustrosos.

—¿Cómo se enteraron?

Silencio.

Entonces aquella oleada de vergüenza. Luego pregunté:

—¿Yo?

No se molestó en responder.

—¿Hablaste con el capitán Berleand?

—Lo hice. ¿Tú qué opinas?

—Opino que su hipótesis es creíble.

—No lo entiendo. ¿Por qué estás en Bangkok?

—¿Dónde debería estar?

—Aquí, en casa, no lo sé.

—En este momento quizás no sea una buena idea.

Pensé en ello.

—¿Esta línea es segura?

—Del todo. Y tu oficina ha sido inspeccionada esta mañana.

—¿Qué pasó en Londres?

—¿Tú me viste matar a Patachunta y Tarará?

—Sí.

—Entonces ya sabes el resto. Los polis entraron al asalto. Era imposible que pudiese sacarte y decidí que lo mejor para mí sería largarme. Abandoné el país de inmediato. ¿Por qué? Porque yo, como acabo de decir, creo que el relato de Berleand es creíble. Por lo tanto, no creí que fuese conveniente para ninguno de los dos que también me pusiesen bajo custodia. ¿Me comprendes?

—Sí. Entonces, ¿cuál es ahora tu plan?

—Permanecer escondido un poco más.

—La mejor manera de hacer que todos estén seguros es llegar al fondo de este asunto.

—Chachi, brother —dijo Win.

Me encanta cuando habla como los tipos de la calle.

—Para ese fin, he echado las redes. Espero conseguir que alguien me hable del destino de la señora Collins. Para decirlo con claridad, y, sí, ya sé que tienes un sentimiento hacia ella, si a Terese la mataron, significa que esto se ha acabado para nosotros. Nuestros intereses han desaparecido.

—¿Qué me dices de encontrar a su hija?

—Si Terese está muerta, ¿qué sentido tiene?

Pensé. Tenía toda la razón. Había querido ayudar a Terese. Había querido —todavía resulta alucinante pensar en ello— reuniría con su difunta hija. ¿Qué sentido tendría, si Terese estaba muerta?

Bajé la mirada y me di cuenta de que una vez más me mordía una uña.

—Entonces, ¿ahora qué? —pregunté.

—Esperanza dice que estás hecho un asco.

—¿Tú también vas a protegerme?

Silencio.

—¿Win?

Win era el mejor a la hora de mantener la voz firme, pero quizás por segunda vez desde que lo había conocido, escuché un quiebro.

—Los últimos dieciséis días fueron difíciles.

—Lo sé, colega.

—Removí cielo y tierra buscándote.

No dije nada.

—Hice algunas cosas que tú nunca aprobarías.

Esperé.

—Seguí sin encontrarte.

Comprendí a qué se refería. Win tiene fuentes que le están vedadas a cualquier otro que yo conozca. Tiene dinero e influencia, y la verdad es que me quiere. Nada lo asusta. Pero sabía que había pasado unos dieciséis días muy duros.

—Ahora estoy bien —dije—. Vuelve a casa cuando creas que es seguro.