Win me llamó a primera hora de la mañana.
—Ve al trabajo —dijo Win—. No hagas preguntas.
Después colgó. Algunas veces Win me cabrea de verdad.
Mi padre fue a la pastelería que había al otro lado de la calle porque el desayuno del hospital se parecía a aquellas cosas que te tiran los monos en el zoológico. El doctor pasó cuando él no estaba y me dio el alta. Sí, había recibido un disparo. La bala había pasado por mi lado derecho, por encima de la cadera. Pero la habían tratado correctamente.
—¿Hubiese requerido estar dieciséis días en el hospital? —pregunté.
El doctor me miró de una manera extraña, quizás intrigado al escuchar que un herido de bala que había aparecido inconsciente en el hospital, ahora murmurase algo de dieciséis días, y estoy seguro de que me estaba evaluando para una visita psiquiátrica.
—Es una pregunta hipotética —añadí de inmediato, al recordar el aviso de Win. Luego dejé de hacer preguntas y comencé a asentir a todo.
Papá permaneció conmigo durante el trámite de salida. Esperanza había dejado mi traje en el armario. Me lo puse y me sentí físicamente muy bien. Quise tomar un taxi, pero mi padre insistió en conducir. Solía ser un gran conductor. En mi infancia daba gusto ver la naturalidad con la que conducía, silbando suavemente al compás de la música que sonaba en la radio. Ahora la radio permanecía apagada. Miraba la calle forzando la vista y pisaba mucho el freno.
Cuando llegamos al edificio Lock-Horne, en Park Avenue —les recuerdo de nuevo que el nombre completo de Win es Windsor Horne Lockwood III, para que hagan las cuentas—, papá dijo:
—¿Quieres que te deje aquí sin más?
Algunas veces mi padre me asombra. La paternidad es cuestión de equilibrio, pero ¿cómo un hombre puede hacerlo tan bien, con tanta naturalidad? A lo largo de mi vida me ha empujado a sobresalir sin pasarse nunca de la raya. Disfrutaba con mis logros y sin embargo nunca los hacía parecer tan importantes. Amaba sin condiciones, y no obstante se aseguraba de que yo me esforzase por complacerlo. Sabía, como ahora, cuándo estar ahí, y cuándo era el momento de apartarse.
—Estaré bien.
Él asintió. Besé de nuevo la piel áspera de su mejilla; esta vez advertí la flojedad, y bajé del coche. Las puertas del ascensor se abren directamente a mi despacho. Big Cyndi estaba en su mesa, vestida con algo que parecía haber sido arrancado del cuerpo de Bette Davis después de rodar aquella impresionante escena de playa en ¿Qué fue de Baby Jane? Llevaba coletas. Big Cyndi es grande —como dije antes, más de 1,90 y 150 kilos— por todas partes. Tiene las manos grandes, los pies grandes y la cabeza grande. Los muebles siempre tienen el aspecto de ser de juguete a su alrededor, como los que venden para bebés, como en Alicia en el país de las maravillas, donde la habitación y todas sus pertenencias parecen encogerse a su alrededor.
Se levantó cuando me vio, casi tumbando su propia mesa, y exclamó:
—¡Señor Bolitar!
—Hola, Big Cyndi.
Se enfurece cuando la llamo Cyndi o Big. Insiste en las formalidades. Soy el señor Bolitar. Ella es Big Cyndi, que, por cierto, es su nombre verdadero. Se lo cambió legalmente hace más de una década.
Big Cyndi cruzó la habitación con una agilidad que desmentía el corpachón. Me rodeó en un abrazo que me hizo sentir como si me hubiesen momificado en un trozo de material aislante. Pero de una manera agradable.
—Oh, señor Bolitar.
Comenzó a lloriquear, un sonido que me hizo recordar las imágenes de unos alces apareándose en el Discovery Channel.
—Estoy bien, Big Cyndi.
—¡Pero alguien le disparó!
Cambia la voz según el humor. Cuando comenzó a trabajar en el despacho, Big Cyndi no hablaba, prefería gruñir. Los clientes se quejaban, pero no en su presencia y, por lo general, de forma anónima. En aquel momento el tono de Big Cyndi era agudo e infantil, cosa que, con toda sinceridad, resultaba mucho más inquietante que cualquier gruñido.
—Yo le disparé más —dije.
Me soltó y comenzó a reírse. Se cubrió la boca con una mano que tenía más o menos el tamaño de un neumático de camión. Las risas sonaron por toda la habitación y los niños se apresuraron a coger las manos de sus mamarías.
Esperanza apareció en la puerta. En su época, Esperanza y Big Cyndi habían formado una pareja de luchadoras profesionales para FLOW, las Fabulous Ladies of Wrestling. La federación en un principio había querido llamarlas «bellas» en lugar de «fabulosas», pero la cadena de televisión puso el grito en el cielo por el acrónimo resultante: BLOW[3].
Esperanza, de piel oscura y un aspecto que se puede describir mejor —como a menudo era descrita por los jadeantes presentadores de la lucha— como «suculento», hacía de Pequeña Pocahontas, la ágil belleza que ganaba en habilidad antes de que los malos hiciesen trampas y se aprovechasen de ella. Big Cyndi era su compañera, la Gran Mamá Jefa, que la rescataba de manera que, juntas y con las aclamaciones de la multitud, acababan con los malvados casi desnudos.
Cosas del entretenimiento.
—Tenemos trabajo —dijo Esperanza—, y en abundancia.
Nuestro espacio era relativamente pequeño. Teníamos la recepción y dos despachos, uno para mí y otro para Esperanza. Esperanza había comenzado aquí como mi asistente, secretaria o como sea el nombre políticamente correcto de chica para todo. Había estudiado abogacía en cursos nocturnos y se había convertido en socia de la empresa más o menos por el tiempo en que yo me fui con Terese a aquella isla.
—¿Qué les dijiste a los clientes? —pregunté.
—Que tuviste un accidente de coche en el extranjero.
Asentí. Fuimos a su despacho. Los negocios estaban un tanto descontrolados después de mi desaparición más reciente. Había que hacer llamadas. Las hice. Mantuvimos la mayoría de los clientes, casi todos; hubo unos pocos a los que no les gustó nada no estar en contacto con su agente durante más de dos semanas. Lo comprendí. Este es un negocio personal. Requiere de muchos mimos y lisonjas. Cada cliente necesita sentir que es único; parte de la ilusión. Cuando no estás, aunque las razones sean justificadas, la ilusión se desvanece.
Quería preguntar por Terese, Win y un millón de cosas más, pero recordé la llamada de la mañana. Trabajé. Solo trabajé y confieso que fue terapéutico. Me sentía inquieto y nervioso por razones que no acababa de explicarme del todo. Incluso me mordía las uñas, algo que no había hecho desde que estaba en cuarto grado, y buscaba en mi cuerpo costras que pudiese rascar. El trabajo ayudaba.
Cuando tuve una pausa, busqué en la red Terese Collins, Rick Collins y Karen Tower. Primero los tres nombres juntos. No apareció nada. Luego probé solo con Terese. Muy poco, casi todo de su tiempo en la CNN. Alguien aún mantenía una página, «Terese, la preciosa presentadora», con imágenes, la mayoría fotos de medio cuerpo y vídeos de los informativos, pero no la había actualizado en tres años.
Entonces probé con Rick y Karen en Google News.
Esperaba muy poco, quizás un obituario, pero no fue así. Había mucho, si bien la mayoría era de periódicos del Reino Unido. Las noticias casi me sorprendieron; sin embargo todo tenía un sentido un poco estrambótico.
REPORTERO Y ESPOSA ASESINADOS POR TERRORISTAS
LOS ASESINOS, MUERTOS EN UN TIROTEO
Comencé a leer. Esperanza apareció en la puerta.
—¿Myron?
Levanté el dedo para pedir un momento.
Se acercó a mi mesa y vio lo que estaba haciendo. Exhaló un suspiro y se sentó.
—¿Sabías esto?
—Por supuesto.
Según los artículos, «las fuerzas especiales que luchaban contra el terrorismo internacional» se habían enfrentado y «eliminado» al legendario terrorista Mohammad Matar, también conocido como «Doctor Muerte». Mohammad Matar había nacido en Egipto, pero se había educado en las mejores escuelas de Europa, incluida España —de ahí el nombre, la combinación del primer nombre islámico con el último en español—, y había estudiado medicina en Estados Unidos. Las fuerzas especiales también habían matado por lo menos a otros tres hombres de la célula: dos en Londres y uno en París.
Había una foto de Matar. Era la misma foto que Berleand me había enviado. Miré al hombre que yo, por utilizar el término periodístico, había eliminado.
Los artículos también mencionaban que el periodista Rick Collins se había acercado a la célula con la intención de infiltrarse y denunciarla, cuando descubrieron su identidad. Matar y sus «sicarios» habían asesinado a Collins en París. Matar había conseguido escapar del cordón francés —aunque al parecer uno de sus hombres había resultado muerto—, y a su llegada a Londres había querido borrar todas las pruebas de la existencia de su célula y de su «siniestro plan terrorista» con el asesinato del productor de Collins, Mario Contuzzi, y la esposa de Collins, Karen Tower. Mohammad Matar y los dos miembros de su célula resultaron muertos en la casa que Collins y Tower compartían.
Miré a Esperanza.
—¿Terroristas?
Ella asintió.
—Eso explica por qué la Interpol se puso como una moto cuando les mostramos la foto.
—Sí.
—¿Entonces dónde está Terese?
—Nadie lo sabe.
Me eché atrás en la silla e intenté procesar sus palabras.
—Aquí dice que los agentes del gobierno mataron a los terroristas.
—Sí.
—Pero no lo hicieron.
—Es verdad. Fuiste tú.
—Y Win.
—Correcto.
—Pero dejaron nuestros nombres fuera.
—Sí.
Pensé en los dieciséis días, en Terese, en los análisis de sangre, en la muchacha rubia.
—¿Qué demonios está pasando?
—No sé los detalles —respondió—. En realidad no me importa.
—¿Por qué no?
Esperanza sacudió la cabeza.
—Algunas veces puedes ser muy tonto.
Esperé.
—Te dispararon. Win lo vio. Durante más de dos semanas no tuvimos ni la más mínima idea de dónde te encontrabas, si estabas vivo, muerto o lo que fuese.
No lo pude evitar. Sonreí.
—Deja de sonreír como un idiota.
—Estabais preocupados por mí.
—Me preocupaba por mi participación en el negocio.
—Te caigo bien.
—Eres un grano en el culo.
—Todavía no lo entiendo —dije, y la sonrisa desapareció de mi rostro—. ¿Cómo es que no recuerdo dónde estuve?
«Déjelo correr…»Mis manos comenzaron a temblar. Las miré, intenté que se detuviesen. No lo hicieron. Esperanza también las miraba.
—Dime. ¿Qué recuerdas?
Mi pierna empezó a temblar. Sentí que algo se cerraba en mi pecho. El pánico comenzaba a funcionar.
—¿Estás bien?
—Me vendría bien un poco de agua.
Ella salió deprisa y volvió con un vaso. Lo bebí poco a poco, casi con miedo de ahogarme. Miré mis manos. El terremoto. No conseguía que parase. ¿Qué demonios no funcionaba en mí?
—¿Myron?
—Estoy bien —dije—. ¿Qué pasa ahora?
—Tenemos clientes que necesitan nuestra ayuda.
La miré.
Ella exhaló un suspiro.
—Pensamos que podrías necesitar tiempo.
—¿Para qué?
—Para recuperarte.
—¿De qué? Estoy bien.
—Sí, se te ve fantástico. El temblor te queda de maravilla. Y no hagas que me ponga cachonda con tu nuevo tic facial. Demasiado sensual.
—No necesito tiempo, Esperanza.
—Sí, lo necesitas.
—Terese ha desaparecido.
—O está muerta.
—¿Estás tratando de asustarme?
Ella se encogió hombros.
—Aunque esté muerta, necesito encontrar a su hija.
—No en tu estado.
—Sí, Esperanza, en mi estado.
No dijo nada.
—¿Qué pasa?
—No creo que estés preparado.
—A ti no te concierne.
Se lo pensó.
—Supongo que no.
—¿Entonces?
—Tengo algunas cosas sobre el doctor que Collins visitó por la enfermedad de Huntington y aquella organización de los Ángeles.
—¿Qué has encontrado?
—Puede esperar. Si de verdad vas en serio con esto, si de verdad estás preparado, tienes que llamar a este número con este teléfono.
Me dio un móvil y salió del despacho, sin olvidarse de cerrar la puerta. Miré el número de teléfono. Desconocido, pero no habría esperado otra cosa. Marqué los dígitos y apreté la tecla.
Dos timbrazos más tarde, escuché una voz conocida que decía:
—Bienvenido de entre los muertos, amigo. Encontrémonos en persona en un local secreto. Me temo que tenemos mucho de qué hablar.
Era Berleand.