Me desperté asustado.
No era propio de mí. Se me disparó el corazón. El terror me oprimió el pecho y me costaba respirar. Todo eso incluso antes de haber abierto los ojos.
Cuando por fin los abrí —cuando miré a través de la habitación—, sentí que el pulso bajaba y se aliviaba el terror. Esperanza estaba sentada en una silla ocupada con su iPhone. Sus dedos volaban por el teclado; sin duda trabajaba con uno de nuestros clientes. Me gusta mi trabajo, pero a ella le encanta.
La observé por un momento, porque verla me resultaba muy consolador. Esperanza vestía una blusa blanca debajo de su traje de chaqueta gris, pendientes y el pelo negro azulado recogido detrás de las orejas. La persiana, detrás de ella, estaba abierta. Vi que era de noche.
—¿Con qué cliente estás tratando? —le pregunté.
Sus ojos se abrieron como platos al escuchar el sonido de mi voz. Dejó caer el móvil en la mesa y corrió a mi lado.
—Oh, Dios mío, Myron. Oh, Dios mío…
—¿Qué pasa, me estoy muriendo?
—No, ¿por qué?
—Por la manera como has corrido. Por lo general te mueves mucho más lentamente.
Comenzó a llorar y besó mi mejilla. Esperanza nunca lloraba.
—Vaya, debo de estar muriéndome.
—No seas imbécil —dijo, y se enjugó las lágrimas de las mejillas. Me abrazó—. Espera, no, sé un imbécil. Sé el maravilloso imbécil de siempre.
Miré por encima de su hombro. Me encontraba en una sencilla habitación de hospital.
—¿Cuánto tiempo llevas sentada ahí? —pregunté.
—No mucho —respondió Esperanza sin soltarme—. ¿Qué recuerdas?
Pensé. Karen y Terese baleadas. El tipo que las mató. Yo matándolo a él. Trago saliva y me preparo.
—¿Cómo está Terese?
Esperanza apartó los brazos y se irguió.
—No lo sé.
No era la respuesta que esperaba.
—¿Cómo puedes no saberlo?
—Es un poco difícil de explicar. ¿Qué es lo último que recuerdas?
Me concentré.
—Mi último recuerdo claro es cuando mato al cabrón que le disparó a Terese y a Karen. Entonces unos cuantos tíos me saltaron encima.
Ella asintió.
—A mí también me dispararon, ¿no?
—Sí.
Eso explica el hospital.
Esperanza se inclinó sobre mi oído y susurró:
—Vale, escúchame un segundo. Si aquella puerta se abre, si entra una enfermera o quien sea, no digas ni una palabra. ¿Me comprendes?
—No.
—Órdenes de Win. Hazlo, ¿de acuerdo?
—Vale. —Luego añadí—: ¿Volaste a Londres para estar conmigo?
—No.
—¿Qué quieres decir con no?
—Confía en mí, ¿vale? Solo tómate tu tiempo. ¿Qué más recuerdas?
—Nada.
—¿Nada entre el tiempo que te dispararon y ahora?
—¿Dónde está Terese?
—Ya te lo dije. No lo sé.
—Eso no tiene sentido. ¿Cómo puedes no saberlo?
—Es una larga historia.
—¿Qué te parece compartirla conmigo?
Esperanza me miró con sus grandes ojos verdes. No me gustó lo que vi en ellos.
Intenté sentarme.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Tampoco lo sé.
—Repito: ¿cómo puedes no saberlo?
—Para empezar, no estás en Londres.
Eso me hizo callar. Miré la habitación como si eso pudiese darme una respuesta. Lo hizo. Mi manta tenía un rótulo y las palabras: «NEW YORK-PRESBYTERIAN MEDICAL CENTER».
No podía ser.
—¿Estoy en Manhattan?
—Sí.
—¿Me trajeron en avión?
Ella no dijo nada.
—¿Esperanza?
—No lo sé.
—Bueno, ¿cuánto tiempo llevo en este hospital?
—Quizás algunas horas, pero no puedo estar segura.
—Lo que dices no tiene ningún sentido.
—Yo tampoco lo entiendo muy bien. Hace dos horas recibí una llamada en la que me decían que estabas aquí.
Mi cerebro estaba confuso y sus explicaciones no me ayudaban.
—¿Hace dos horas?
—Sí.
—¿Y antes?
—Antes de esa llamada —dijo Esperanza—, nosotros no teníamos ni idea de dónde estabas.
—Cuando dices «nosotros»…
—Yo, Win, tus padres…
—¿Mis padres?
—No te preocupes. Les mentimos. Les dijimos que estabas en una zona de África donde el servicio telefónico era pésimo.
—¿Ninguno de vosotros sabíais dónde estaba?
—Así es.
—¿Durante cuánto tiempo? —pregunté.
Ella me miró.
—¿Durante cuánto tiempo, Esperanza?
—Dieciséis días.
Me quedé bloqueado. Dieciséis días. Había estado ausente durante dieciséis días. Cuando intenté recordar, mi corazón se desbocó. Sentí miedo.
«Así que déjelo correr…».
—¿Myron?
—Recuerdo que me arrestaron.
—Muy bien.
—¿Estás diciendo que fue hace dieciséis días?
—Sí.
—¿Os pusisteis en contacto con la policía británica?
—Ellos tampoco sabían dónde estabas.
Tenía un millón de preguntas, pero se abrió la puerta y nos interrumpieron. Esperanza me dirigió una mirada de advertencia. Permanecí en silencio. Entró una enfermera.
—Bueno, bueno, está despierto —dijo.
Antes de que la puerta pudiese cerrarse, alguien la empujó.
Mi papá.
Algo parecido al alivio me dominó al ver a ese hombre mayor. Jadeaba, sin duda por haber corrido para ver a su hijo. Mamá entró detrás de él. Mi madre tiene siempre esa manera de correr hacia mí, incluso en la más habitual de sus visitas, como si yo fuese un prisionero de guerra al que acabasen de liberar. Esta vez lo hizo de nuevo, apartando a la enfermera del camino. Yo solía poner los ojos en blanco cuando lo hacía, aunque me gustaba en secreto. Esta vez no puse los ojos en blanco.
—Estoy bien, mamá. De verdad.
Mi padre se detuvo por un momento, como era su costumbre. Tenía los ojos llorosos y enrojecidos. Miré su rostro. Él lo sabía. No se había creído la historia de África sin servicio telefónico. Con toda probabilidad había ayudado a engañar a mamá. Pero lo sabía.
—Estás tan delgaducho —comentó mamá—. ¿Es que allí no te dieron de comer?
—Déjalo en paz —dijo papá—. Tiene buen aspecto.
—No tiene buen aspecto. Está esquelético. Y pálido. ¿Por qué estás en un hospital?
—Te lo dije —intervino papá—. ¿Es que nunca me escuchas, Ellen? Una intoxicación alimentaria. Se pondrá bien, es un tipo de disentería.
—A ver, ¿por qué estabas en Sierra Madre?
—Sierra Leona —le corrigió papá.
—Creía que era Sierra Madre.
—Estás pensando en la película.
—La recuerdo. Con Humphrey Bogart y Katherine Hepburn.
—Aquella era La reina de África.
—Oh —dijo mamá al comprender la confusión.
Mamá me soltó. Papá se acercó, me apartó el pelo de la frente y me besó la mejilla. La áspera piel sin afeitar rozó la mía. El reconfortante aroma de Old Spice flotó en el aire.
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí. Parecía escéptico.
De pronto los vi muy viejos. Así es como debía ser, ¿no? Cuando no ves a un chico, incluso aunque haya sido por poco tiempo, te maravilla ver cuánto ha crecido. Cuando no ves a una persona mayor, aunque sea por poco tiempo, te maravilla lo mucho que ha envejecido. Ocurre siempre. ¿En qué momento mis robustos padres habían cruzado aquella línea? Mamá tenía los temblores del Parkinson. Iba a peor. Su mente, siempre un tanto excéntrica, comenzaba a deslizarse hacia algo más preocupante. Papá gozaba de una salud aceptable, unas pocas lesiones coronarias, pero ambos se veían tan condenadamente viejos.
«Sus padres en Miami…»Mi pecho comenzó a picarme. De nuevo me costaba respirar.
—¿Myron? —preguntó papá.
—Estoy bien.
La enfermera se abrió paso. Mis padres se apartaron a un lado. Me metió un termómetro en la boca y comenzó a tomarme el pulso.
—Ya ha pasado la hora de visita —dijo—. Tendrán que marcharse todos.
No quería que se fuesen. No quería estar solo. El terror me dominó y sentí una gran vergüenza. Me obligué a sonreír cuando ella sacó el termómetro y dijo con un entusiasmo un tanto exagerado:
—Duerma un poco. Los veré a todos por la mañana.
Crucé una mirada con mi padre. Todavía escéptico. Le susurró algo a Esperanza. Ella asintió y escoltó a mi madre fuera de la habitación. Mi madre y Esperanza salieron. La enfermera se volvió al llegar a la puerta.
—Señor —le dijo a mi padre—. Tiene que marcharse.
—Quiero estar a solas con mi hijo durante un minuto.
Ella titubeó. A continuación añadió:
—Tiene dos minutos.
Nos quedamos solos.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó mi padre.
—No lo sé —respondí.
Asintió. Acercó la silla a mi cama y me sujetó la mano.
—¿No te has creído que estuviera en África?
—No.
—¿Y mamá?
—Le dije que llamaste cuando estaba mera.
—¿Se lo creyó?
Se encogió de hombros.
—Nunca le había mentido antes, así que sí, se lo creyó. Tu madre ya no es tan avispada como antes.
No dije nada. Entró la enfermera.
—Ahora tiene que marcharse.
—No —contestó mi padre.
—Por favor, no me haga llamar a seguridad.
Noté que el pánico crecía en mi pecho.
—No pasa nada, papá. Estoy bien. Vete a dormir.
Me miró por un momento y se volvió hacia la enfermera.
—¿Cómo se llama, señorita?
—Regina.
—¿Regina qué?
—Regina Monte.
—Mi nombre es Al, Regina. Al Bolitar. ¿Tiene hijos?
—Dos hijas.
—Este es mi hijo, Regina. Puede llamar a seguridad si quiere. Pero no dejaré a mi hijo solo.
Fui a protestar, pero no lo hice. La enfermera se marchó. No llamó a seguridad. Mi padre se quedó toda la noche en la silla junto a mi cama. Llenó mi vaso de agua y me acomodó la manta. Cuando grité mientras soñaba, me hizo callar, me acarició la frente, me dijo que todo iba bien, y durante unos pocos segundos, le creí.