Sediento.
Arena en la garganta. Los ojos no se abren, o quizás sí.
Oscuridad total.
Rugido de un motor. Intuyo a alguien a mi lado.
—Terese…
Creo que lo digo en voz alta, pero no estoy seguro.
Otro retazo de memoria: voces.
Parecen muy lejanas. No entiendo ninguna de las palabras. Sonidos, eso es todo. Algo furioso. Se acerca. Más fuerte. Ahora en mi oído.
Abro los ojos. Veo blanco.
La voz continúa repitiendo la misma cosa una y otra vez.
Sonidos como «Al-sabr wal-sayf».
No lo entiendo. Quizás sea jerigonza. O algún idioma extranjero. No lo sé.
«Al-sabr wal-sayf».
Alguien grita en mi oído. Cierro los ojos con fuerza. Quiero que calle.
«Al-sabr wal-sayf».
La voz está furiosa, es incesante. Creo que digo que lo siento.
—No lo entiende —dice alguien.
Silencio.
Dolor en el costado.
—Terese… —digo de nuevo.
Ninguna respuesta.
¿Dónde estoy?
Escucho de nuevo una voz, pero no entiendo lo que dice.
Me siento solo, aislado. Estoy tumbado. Creo que tiemblo.
—Permítame que le explique la situación.
Sigo sin poder moverme. Intento abrir la boca pero no puedo. Abro los ojos. Desenfocado. Tengo la sensación de que toda mi cabeza está envuelta en gruesas y pegajosas telarañas. Intento apartar las telarañas. Permanecen.
—Usted solía trabajar para el gobierno, ¿no?
¿La voz me habla a mí? Asiento pero continuó muy quieto.
—Entonces sabe que existen lugares como este. Que siempre han existido. Al menos habrá oído los rumores.
Nunca creí los rumores. Quizás después del 11-S. Pero no antes. Creo que digo que no, pero eso pudo haber sido solo en mi cabeza.
—Nadie sabe dónde está. Nadie lo encontrará. Podemos retenerlo para siempre. Podemos matarlo en el momento que nos plazca. O podemos dejarle ir.
Siento unos dedos alrededor de mi bíceps. Más dedos alrededor de mi muñeca. Lucho, pero es inútil. Siento un pinchazo en el brazo. No puedo moverme. No puedo detenerlo. Recuerdo que cuando tenía seis años mi papá me llevó al carnaval Kiwanis de la avenida Northfield. Atracciones mecánicas y espectáculos cursis. La Casa del Terror. Así se llamaba una. Espejos, enormes cabezas de payasos y una horrible risa grabada. Entré solo. Después de todo, era un niño mayor. Me perdí, comencé a dar vueltas y no podía encontrar la salida. Una de aquellas cabezas de payaso saltó sobre mí. Empecé a llorar. Me giré. Había otra enorme cabeza de payaso que se burlaba de mí.
Así me sentía ahora.
Lloré y me giré de nuevo. Llamé a mi padre. Él gritó mi nombre, corrió al interior, atravesó una delgada pared, me encontró y todo fue bien.
Papá, pensé. Papá me encontrará. En cualquier momento.
Pero no viene nadie.
—¿Cómo conoció a Rick Collins?
Digo la verdad. De nuevo. Tan agotado.
—¿Cómo conoció a Mohammad Matar?
—No sé quién es.
—Usted intentó matarlo en París. Después lo mató antes de que pudiésemos pillarlo en Londres. ¿Quién lo envió a matarlo?
—Nadie. Él me atacó.
Me explico. Entonces algo horrible me ocurre, pero no sé qué es.
Camino. Tengo las manos atadas a la espalda. No veo mucho, solo pequeños puntos de luz. Una mano en cada hombro. Tiran de mí hacia abajo con fuerza.
Tendido de espaldas.
Las piernas atadas juntas. Una correa me oprime el pecho. El cuerpo amarrado a una superficie dura.
No puedo moverme nada.
De pronto los puntos de luz desaparecen. Creo que grito. Quizás estoy cabeza abajo. No estoy seguro.
Una mano gigantesca y húmeda cubre mi rostro. Sujeta mi nariz. Cubre mi boca.
No puedo respirar. Intento moverme. Los brazos atados. Las piernas amarradas.
No puedo moverme. Alguien sujeta mi cabeza. Ni siquiera puedo moverla. La mano oprime con más fuerza mi rostro. No hay aire.
Miedo. Me están asfixiando.
Intento respirar. Mi boca se abre. Respiro. Tengo que respirar. No puedo. El agua llena mi garganta y entra por mi nariz.
Me ahogo. Mis pulmones arden. A punto de estallar. Los músculos gritan. Debo moverme. No puedo. No hay escapatoria.
No hay aire.
Me muero.
Escucho a alguien llorando y me doy cuenta de que el sonido parte de mí.
De pronto un terrible dolor.
Mi espalda se arquea. Mis ojos amenazan con desorbitarse. Grito.
—Oh, Dios, por favor…
La voz es la mía, pero no la reconozco. Tan débil. Tan condenadamente débil.
—Tenemos que hacerle algunas preguntas.
—Por favor. Ya las respondí.
—Tenemos más.
—¿Y entonces podré irme? La voz es de súplica.
—Es su única esperanza.
Me despierto sobresaltado con una luz brillante en mi rostro.
Parpadeo. Mi corazón se desboca. No consigo respirar. No sé dónde estoy. Mi mente viaja hacia atrás. ¿Cuál es la última cosa que recuerdo? Poner el arma debajo de la barbilla de aquel cabrón y apretar el gatillo.
Hay algo más, en un rincón de mi cerebro, justo fuera de mi alcance. Quizás un sueño. Ya conocen la sensación: te despiertas y la pesadilla es rematadamente vivida, pero, mientras intentas recordar, notas que la memoria se disipa, como el humo que se eleva. Es eso lo que me está pasando ahora. Intento retener las imágenes, pero se esfuman.
—¿Myron?
La voz es tranquila, modulada. Tengo miedo de la voz. Me encojo. Siento una vergüenza horrible, aunque no estoy seguro de la razón.
Mi voz suena sumisa en mis propios oídos.
—¿Sí?
—De todas maneras olvidará la mayor parte de esto. Eso es lo mejor. Nadie le creerá, e incluso si lo hacen, no nos pueden encontrar. No sabe dónde estamos. No sabe qué aspecto tenemos. Y no lo olvide: podemos hacer esto de nuevo. Podemos pillarlo cuando queramos. Y no solo a usted. A su familia. A sus padres, en Miami. A su hermano, en Sudamérica. ¿Lo entiende?
—Sí.
—Así que déjelo correr. Estará bien si lo hace, ¿de acuerdo?
Asiento. Pongo los ojos en blanco. Me hundo de nuevo en la oscuridad.