21

Win me echó una mirada y dijo:

—Por fin has mojado.

Iba a discutir, pero ¿qué sentido tenía?

—Sí.

—Detalles, por favor.

—Un caballero no besa y luego lo cuenta.

Me miró desconsolado.

—Tú sabes que me encantan los detalles.

—Y tú sabes que nunca te los cuento.

—Solías dejarme mirar. Cuando salíamos con Emily en la facultad, tú solías dejarme mirar por la ventana.

—No te dejaba. Tú lo hacías. Cuando arreglaba aquella persiana, tú por lo general la volvías a romper. Eres un cerdo, ¿lo sabías?

—Algunos me llamarían un amigo interesado.

—Pero la mayoría te llamaría un cerdo.

Win se encogió de hombros.

—Quiéreme con todos mis defectos.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—Ambos estábamos mojando.

—Aparte de eso.

—Se me acaba de ocurrir algo —dijo Win.

—Te escucho.

—Quizás haya una explicación más simple sobre cómo llegó la sangre de la muchacha muerta a la escena del crimen. Aquella organización benéfica Salvar a los Ángeles. Una de las cosas que hacen es la investigación con células madre, ¿no?

—Supongo que de alguna manera. Creo que están en contra.

—Sabemos que Rick Collins quizás descubrió que tenía la enfermedad de Huntington. Su padre desde luego la tenía.

—Te sigo.

—La gente en la actualidad guarda la sangre de los cordones umbilicales de sus hijos; la congelan o hacen algo así para un uso futuro. Está repleta de células madre y la idea es que en algún lugar o en algún momento esas células madre pueden salvar la vida de tu hijo, incluso la tuya. Quizás Rick Collins guardó la de su hija. Cuando descubrió que tenía la enfermedad de Huntington, decidió que podía utilizarla.

—Las células madre no curan el mal de Huntington.

—No, todavía no.

—O sea que tú crees que tenía la sangre del cordón umbilical congelada cuando lo asesinaron y entonces, qué, ¿se derritió?

Win se encogió de hombros.

—Esa hipótesis tiene menos sentido que la de que Miriam Collins haya estado viva todo este tiempo.

—¿Qué pasa con el pelo rubio?

—Hay muchas rubias en este mundo. La mujer que tú viste bien podía ser otra.

Pensé.

—Así y todo sigue sin decirnos quién mató a Rick Collins.

—Es verdad.

—Todavía creo que, sea lo que sea, esto comenzó con el accidente de coche de hace diez años. Sabemos que Nigel Manderson mintió.

—Así es —admitió Win.

—Karen Tower está ocultando algo.

—¿Qué pasa con ese tipo, Mario?

—¿Qué pasa con él?

—¿Está ocultando algo?

Pensé sobre ello.

—Puede ser. Lo veré esta mañana para buscar entre los archivos de trabajo de Rick. Entonces haré otro intento con él.

—Después también tenemos a los israelíes, quizás el Mossad, que te siguen. Llamé a Zorra. Ella hablará con sus fuentes.

—Bien.

—Por último, tu enfrentamiento parisino y aquella foto que levantó la alarma en la jerarquía de la Interpol.

—¿Tu entrevista con la Interpol fue bien?

—Formularon preguntas; yo les relaté mi historia.

—Hay una cosa que no entiendo —dije—. ¿Cómo es que todavía no me han pillado a mí?

Win sonrió.

—Ya sabes por qué.

—Me siguen.

—Respuesta correcta.

—¿Los has visto?

—Un coche negro en la esquina, a la derecha.

—Es probable que el Mossad también me esté siguiendo.

—Eres un hombre muy popular.

—Es porque sé escuchar a la gente. A la gente le gusta un buen oyente.

—Desde luego.

—También soy muy divertido en las fiestas.

—Y un bailarín muy elegante. ¿Qué quieres hacer con los que te espían?

—Me gustaría perderlos de vista.

—Ningún problema.

Perder a tu sombra es bastante fácil. En este caso, Win nos metió en un coche con los cristales tintados. Fuimos a un aparcamiento subterráneo con varias salidas. El coche se marchó. Aparecieron otros dos. Entré en uno, Win en el otro.

Terese estaba ahora con Karen. Yo iba de camino para ver a Mario Contuzzi.

Veinte minutos más tarde, toqué el timbre del apartamento de Contuzzi. Ninguna respuesta. Consulté mi reloj. Había llegado unos cinco minutos antes. Pensé en el caso, en cómo la Interpol se había puesto como loca por aquella foto.

¿Quién era el tipo que me apuntó con un arma en París?

Había intentado todos los caminos para dar con la identidad del hombre. Quizás, si tenía un minuto libre, debería intentar la ruta más directa.

Llamé al teléfono privado de Berleand.

Dos timbrazos después, respondió una voz y dijo algo en francés.

—Por favor, querría hablar con el capitán Berleand.

—Está de vacaciones. ¿En qué puedo ayudarle?

¿Vacaciones? Intenté imaginarme a Berleand disfrutando de un tiempo de ocio en la playa de Cannes, pero la figura no encajaba.

—De verdad, necesito ponerme en contacto con él.

—¿Puedo preguntar quién lo llama?

No tenía ningún sentido no decirlo.

—Myron Bolitar.

—Lo siento. Está de vacaciones.

—Por favor, ¿podría ponerse en contacto con él y pedirle que llame a Myron Bolitar? Es urgente.

—Espere un momento.

Esperé.

Un minuto más tarde, otra voz —esta áspera y con un acento norteamericano perfecto— apareció en el teléfono.

—¿Puedo ayudarlo?

—No lo creo. Quiero hablar con el capitán Berleand.

—Puede hablar conmigo, señor Bolitar.

—Pero es que usted no suena como un hombre muy agradable —señalé.

—No lo soy. Ha sido divertido cómo se escapó de nuestra vigilancia, pero esto no es gracioso.

—¿Quién es usted?

—Puede llamarme agente especial Jones.

—¿Puedo llamarlo superagente especial Jones? ¿Dónde está el capitán Berleand?

—El capitán Berleand está de vacaciones.

—¿Desde cuándo?

—Desde que le envió a usted aquella foto violando el protocolo. Él fue el que le envió aquella foto, ¿no?

Titubeé. Entonces dije:

—No.

—Seguro. ¿Dónde está usted, Bolitar?

En el interior del apartamento de Contuzzi sonaba el teléfono. Una, dos, tres veces.

—¿Bolitar?

Se detuvo al sexto timbrazo.

—Sabemos que todavía está en Londres. ¿Dónde está?

Colgué y miré hacia la puerta de Mario. El teléfono que llamaba —sonaba como debía sonar un teléfono, no como el tono de un móvil— había sonado como el de una línea terrestre. Vaya. Apoyé la mano en la puerta. Era gruesa y resistente. Apoyé la oreja en la fría superficie, marqué el número de Mario y vi como aparecía el número en la pantalla de mi móvil. La conexión tardó un par de segundos.

Cuando escuché el débil sonar del móvil de Mario a través de la puerta —el teléfono fijo había sido fuerte; este no— el miedo inundó mi pecho. Bien podía no tener importancia, pero en la actualidad la mayoría de las personas no recorren ni la más mínima distancia, incluido las visitas al baño, sin el móvil enganchado o encima. Se puede lamentar este hecho, pero las posibilidades de que un tipo que trabaja en las noticias de la tele deje el móvil detrás mientras se va al despacho parecían remotas.

—¿Mario? —grité.

Comencé a aporrear la puerta.

—¿Mario?

No esperaba que respondiese. Apoyé de nuevo la oreja en la puerta para escuchar no sabía qué, quizás un gemido. Un gruñido. Una llamada. Algo.

Ningún sonido.

Consideré mis opciones. No muchas. Me eché hacia atrás, levanté el pie y golpeé la puerta. No se movió.

—Reforzada con acero, amigo. Nunca la echará abajo.

Me volví hacia la voz. El hombre vestía un chaleco de cuero negro sin camisa o camiseta debajo y, lamento decirlo, no tenía un físico muy agraciado. Su cuerpo, demasiado a la vista, era delgado y fofo. Llevaba un aro en la nariz. Se estaba quedando calvo y el poco pelo que le quedaba estaba peinado como un indio mohicano. Calculé su edad en unos cincuenta y algo. Parecía que había salido de un bar gay en 1979 y que acabase de llegar a casa.

—¿Conoce a los Contuzzi? —pregunté.

El hombre sonrió. Esperaba otra pesadilla dental, pero mientras que el resto de su cuerpo pasaba por varias etapas de decadencia, sus dientes resplandecían.

—Ah —dijo—. Es norteamericano.

—Sí.

—Amigo de Mario, ¿no?

No había ningún motivo para entrar a darle una larga explicación.

—Sí.

—Bueno, ¿qué puedo decirle, compañero? Por lo general son una pareja muy discreta, pero ya sabe lo que dicen: cuando la esposa no está, el ratón baila.

—¿A qué se refiere?

—Tenía una chica ahí dentro. Tuvo que alquilarla, ya sabe a qué me refiero. La música era estridente, y muy mala. The Eagles. Dios, ustedes los norteamericanos deberían estar avergonzados.

—Hábleme de la chica.

—¿Por qué?

No tenía tiempo para más. Saqué mi arma. No lo apunté. Solo la saqué.

—Pertenezco a la policía norteamericana —dije—. Me preocupa que Mario pueda estar en serio peligro.

Si mi arma o las súplicas habían molestado al aspirante a Billy Idol, no me di cuenta. Encogió los hombros huesudos.

—¿Qué puedo decirle? Joven, rubia, no la vi bien. Apareció anoche cuando yo salía.

Joven, rubia. Mi corazón empezó a latir deprisa.

—Necesito entrar en ese apartamento.

—No puede abrirse paso a puntapiés. Se romperá el pie.

Apunté con mi arma a la cerradura.

—Un momento. ¿De verdad cree que está en peligro?

—Sí.

Exhaló un suspiro.

—Hay una llave auxiliar encima de la puerta. En el marco, allí.

Levanté la mano y la pasé por el borde del marco de la puerta. Allí estaba la llave. La metí en la cerradura. Billy Idol se puso a mi lado. El pestazo del humo de cigarrillo se desprendía de su cuerpo como si lo hubiesen usado como cenicero. Abrí la puerta y entré. Billy Idol me siguió pegado a los talones. Dimos dos pasos y nos quedamos inmóviles.

—Oh, Jesús bendito…

No dije nada. Miré, incapaz de moverme. Lo primero que vi fueron los pies de Mario. Estaban atados a la mesa de centro con cinta plástica. Los juguetes que había visto estaban desparramados a un lado. Me pregunté si Mario los había mirado en sus últimos segundos de vida.

Los pies estaban desnudos. Junto a ellos había un taladro. Había unos pequeños agujeros, diminutos círculos perfectos de color rojo terroso, a través de los dedos y en el talón. Los agujeros los habían hecho con el taladro. Recuperé el movimiento de las piernas y me acerqué. Había otras marcas de taladro. En las rodillas. En las costillas. Mis ojos se movieron poco a poco hacia el rostro. Había marcas de taladro debajo de la nariz, en las mejillas y en la boca, otra en la barbilla. El rostro afilado de Mario me miraba, los ojos torcidos. Había muerto en una terrible agonía.

Billy Idol susurró de nuevo:

—Oh, Jesús bendito.

—¿A qué hora escuchó la música fuerte?

—¿Qué?

No tuve la fuerza para repetirlo de nuevo, pero él lo pilló.

—A las cinco de la mañana.

Torturado. La música la habían utilizado para cubrir los gritos. No quería tocar nada, pero la sangre parecía bastante fresca. El polvo de hueso ensuciaba el suelo. Miré de nuevo el taladro. El ruido de la broca y los gritos mientras atravesaba la carne y el cartílago y penetraba el hueso.

Entonces pensé en Terese, a solo unas pocas manzanas de distancia con Karen. Eché a correr hacia la puerta.

—¡Llame a la policía! —grité.

—Espere, ¿adónde va?

No tenía tiempo para responder. Guardé el arma y saqué mi móvil sin dejar de correr. Marqué el número de Terese. Una llamada. Dos llamadas. Tres. El corazón amenazaba con estallar en mi pecho. Apreté el botón del ascensor varias veces. Miré a una ventana durante el cuarto timbrazo y entonces la vi. Me miraba.

La muchacha rubia de la furgoneta.

Me vio, dio media vuelta y corrió. No alcancé a verle bien el rostro. En realidad, podía haber sido cualquier muchacha rubia. Excepto que no lo era. Era la misma muchacha. Estaba seguro.

¿Qué demonios estaba pasando?

Mi cabeza empezó a dar vueltas. Comencé a buscar las escaleras, pero se abrió la puerta del ascensor. Entré y apreté el botón del vestíbulo.

La llamada a Terese pasó al buzón de voz.

No podía ser. Debía de estar en casa de Karen. La casa de Karen tenía cobertura; no estaba fuera de alcance. Incluso si estaba en mitad de una conversación seria, Terese lo atendería. Sabía que solo le llamaría si fuese una emergencia.

Demonios, ¿y ahora qué?

Pensé en el taladro. Pensé en Terese. Pensé en el rostro de Mario Contuzzi. Pensé en la rubia. Aquellas imágenes giraron en mi cabeza mientras el ascensor se detenía y se abría la puerta.

¿A qué distancia estaba de Karen?

A dos manzanas.

Salí a la carrera al tiempo que apretaba el botón de llamada rápida de Win. Respondió a la primera e incluso antes de que pudiese decir «Articule» dije:

—Ve a casa de Karen. Mario está muerto; Terese no responde al teléfono.

—Estoy a diez minutos —respondió Win.

Colgué y de inmediato vibró mi móvil. Siempre corriendo, levanté el teléfono para poder ver el identificador de llamada. Me detuve.

Era Terese.

Apreté el botón de respuesta y me lo acerqué al oído.

—¿Terese?

Ninguna respuesta.

—¿Terese?

Entonces escuché el sonido chirriante de un taladro.

La descarga de adrenalina me robó el aliento. Cerré los ojos con fuerza, pero solo durante un segundo. No había tiempo que perder. Me dolían las piernas, pero las forcé al máximo.

El sonido chirriante se detuvo y entonces sonó una voz de hombre:

—La venganza es una puta, ¿no le parece?

El refinado acento inglés, la misma cadencia que cuando me había dicho en París: «Escúcheme o lo mataré…».

El hombre al que había golpeado con la mesa. El hombre de la foto.

Se cortó la llamada.

Cogí el arma; en ese momento corría con el móvil en una mano y el arma en la otra. El miedo es algo curioso. Consigue que hagas cosas milagrosas —todos hemos leído relatos de personas que apartan un coche de encima de los seres amados, por citar un caso—, pero también te puede paralizar, hacer cosas terribles al cuerpo y a la mente, hacer difícil incluso respirar. Correr de pronto puede parecer pesado, como moverse a través de un metro de nieve. Necesitaba calmarme incluso mientras el terror abría un agujero en mi pecho.

Delante de mí veía la casa de Karen.

La muchacha rubia estaba delante de la puerta principal.

Cuando me vio, desapareció en el interior de la casa de Karen. Era una trampa muy obvia, pero ¿qué alternativas tenía? Las llamadas desde el teléfono de Terese —el sonido del taladro— aún resonaban en mis oídos. Aquello había sido algo importante, ¿no? ¿Qué había dicho Win? Diez minutos. Lo más probable es que quedaran seis o quizás siete.

¿Podía esperar? ¿Debía?

Me agaché y me acerqué más a la casa. Apreté el botón de llamada rápida. Win dijo: «Cinco minutos». Colgué.

La rubia estaba ahora dentro de la casa. No sabía quién más estaba allí o cuál era la situación. Cinco minutos. Podía esperar cinco minutos. Serían los más largos de mi vida, pero podía hacerlo, necesitaba hacerlo, mantenerme disciplinado frente al pánico. Continué agachado, me acurruqué debajo de una ventana y escuché. Nada. Ningún grito. Ningún taladro. No sabía si eso era un alivio o que había llegado demasiado tarde.

Me mantuve agachado, con la espalda apoyada en la pared. La ventana estaba por encima de mi cabeza. Intenté imaginar la disposición de la casa. Esa ventana daba a la sala. Bien, ¿y entonces? Entonces nada. Esperé. Era agradable la sensación del arma en la mano; su peso, un consuelo. Las armas de cualquier tamaño son sustanciosas. Era un buen tirador, aunque no excelente. Tienes que practicar mucho para ser excelente. Pero sabía apuntar al centro del pecho y por lo general me acercaba bastante.

Entonces, ¿y ahora qué?

Mantén la calma. Espera a Win. Él es muy bueno en estas cosas.

«La venganza es una puta, ¿no le parece?». El acento refinado, el tono calmo. Pensé en Mario y aquellos malditos agujeros, el increíble dolor mientras escuchaba aquel maldito acento refinado. ¿Cuánto había durado? ¿Cuánto había tenido que sufrir el dolor Mario? ¿Al final había dado la bienvenida a la muerte o había luchado?

Las sirenas sonaron a lo lejos. Quizás era la policía que iba a casa de Mario.

No llevaba reloj, así que miré la hora en el móvil. Si Win estaba en lo cierto —y por lo general lo estaba— aún le quedaban tres minutos para llegar. ¿Qué debía hacer?

Mi arma.

Me pregunté si la rubia la había visto. Lo dudaba. Como Win había dicho, las armas de fuego no son habituales en el Reino Unido. Quien estuviese en el interior de la casa, sin duda creería que iba desarmado. Por duro que fuese, guardé el arma, la metí de nuevo en la pistolera.

Tres minutos.

Sonó mi móvil. El identificador mostró que era de nuevo el teléfono de Terese. Dije un hola titubeante.

—Sabemos que está fuera —dijo la voz refinada—. Tiene diez segundos para entrar con las manos en alto o le dispararé a una de estas elegantes señoras en la cabeza. Uno, dos…

—Ya voy.

—Tres, cuatro…

No había elección. Me levanté de un salto y corrí hacia la puerta.

—Cinco, seis, siete…

—No les haga daño. Ya casi estoy allí.

No les haga daño. Vaya tontería. Pero ¿qué otra cosa podía decir?

Hice girar el pomo. Estaba abierto. Se abrió la puerta. Entré.

—Dije con las manos arriba —me recordó la voz refinada.

Levanté las manos bien alto. El hombre de la foto estaba al otro lado de la habitación. Un trozo de esparadrapo blanco le cruzaba el rostro. Debajo de los ojos estaban las marcas negras que aparecen cuando te rompen la nariz. Hubiese obtenido algún consuelo por ello de no haber sido por una cosa: él tenía un arma en la mano. Además, Terese y Karen estaban de rodillas delante de él, con las manos detrás de la espalda y de cara a mí. Ambas parecían relativamente ilesas.

Miré a izquierda y derecha. Otros dos hombres, ambos con armas que apuntaban a mi cabeza.

Ninguna señal de la muchacha rubia.

Permanecí perfectamente inmóvil, con las manos en alto, intentando parecer lo menos amenazador posible. Win tenía que estar cerca. Un minuto o dos. Necesitaba conseguir tiempo. Hice contacto visual con el hombre con el que me había enfrentado en París. Mantuve el tono calmo, controlado.

—Escuche, hablemos, ¿vale? No hay ninguna razón…

Apoyó el arma en la nuca de Karen Tower, me sonrió y apretó el gatillo.

Se escuchó un sonido ensordecedor, un pequeño chorro de sangre, una inmovilidad absoluta: siguió un momento de animación suspendida y entonces el cuerpo de Karen cayó al suelo como una marioneta con los hilos cortados. Terese gritó. Quizás grité yo también.

El hombre comenzó a mover el arma hacia Terese.

OhDiosmíoohDiosmíoohDiosmío

—¡No!

El instinto me dominó y fue como un mantra: salva a Terese. Me zambullí, así como suena, como si estuviese en una piscina, hacia ellos. Sonaron los disparos de los dos tipos a mi izquierda y derecha, pero habían cometido el error de tenerme cubierto apuntando sus armas a mi cabeza. Sus disparos acabaron saliendo demasiado altos. Por el rabillo del ojo vi a Terese que rodaba sobre sí misma mientras él comenzaba a apuntarle.

Tenía que moverme deprisa.

Intentaba hacer varias cosas a la vez: mantenerme agachado, evitar las balas, cruzar la habitación, desenfundar el arma, matar al cabrón. Estaba acortando la distancia. Moverme en zigzag hubiese sido la ruta preferida, pero no había tiempo. El mantra continuó sonando en mis oídos: salva a Terese. Tenía que llegar a él antes de que apretase de nuevo el gatillo.

Grité más fuerte, no por miedo o dolor, sino para llamar su atención, para hacer que por lo menos titubease o se volviese hacia mí; cualquier cosa para distraerlo, aunque solo fuese por medio segundo, de su objetivo de disparar a Terese.

Me estaba acercando.

El tiempo estaba haciendo aquella cosa de entrar y salir. Probablemente un segundo, quizás dos, habían pasado desde la ejecución de Karen. Eso era todo. Y ahora, sin tiempo para pensar o planear, estaba casi sobre él.

Pero llegaría demasiado tarde. Lo veía. Me estiré, como si pudiese cubrir la distancia de esa manera. No podía. Aún estaba demasiado lejos.

Él apretó de nuevo el gatillo. Sonó otro disparo. Terese se desplomó.

Mi grito se convirtió en un gutural alarido de angustia. Una mano entró en mi pecho y me aplastó el corazón. Continué moviéndome, incluso mientras él movía el arma hacia mí. El miedo había desaparecido; ahora me movía impulsado por el odio puro e instintivo. El arma casi apuntaba en mi dirección, casi sobre mí, cuando me agaché y me estrellé contra su cintura. Disparó otra bala, pero se perdió en el aire.

Lo empujé contra la pared, lo arrastré de los pies. Él movió la culata del arma contra mi espalda. En algún otro mundo y en algún otro momento, eso hubiese dolido, pero en aquel momento, el impacto tuvo la repercusión de una picadura de mosquito. Ya no me dolía, no me importaba. Caímos con todo el peso. Lo dejé ir y me aparté, intentando conseguir el mínimo de distancia que me permitiese coger el arma de la pistolera.

Aquello fue un error.

Estaba tan preocupado por desenfundar el arma, con matar al cabrón, que casi había olvidado que había otros dos hombres armados en la habitación. El hombre que estaba a mi derecha corrió hacia mí con el arma en alto. Me eché hacia atrás cuando disparó, pero de nuevo fue demasiado tarde.

La bala me alcanzó.

Un dolor brutal. Sentí como el metal ardiente entraba en mi cuerpo, me robaba el aliento, me tumbaba de espalda. El hombre apuntó de nuevo, pero sonó otro disparo que alcanzó al hombre en el cuello con tanta fuerza que casi lo decapitó. Miré más allá del cuerpo que se desplomaba, pero ya lo sabía.

Win había llegado.

El otro hombre, el tipo que había estado a mi izquierda, se volvió justo a tiempo para ver a Win girarse y apretar de nuevo el gatillo. El gran proyectil lo alcanzó en mitad del rostro y su cabeza explotó. Miré a Terese. No se movía. El hombre de la foto —el hombre al que le había disparado— comenzaba a correr para meterse en el salón de diario. Escuché más disparos. Escuché alguien que gritaba: «Quieto, deténgase». No le hice caso. De alguna manera me arrastré hacia el salón. La sangre manaba de mi cuerpo. No lo sabía bien, pero supuse que la bala me había alcanzado en algún lugar cerca del estómago.

Me arrastré a través de la abertura, sin siquiera ver si era seguro. «Muévete», pensé, «pilla a ese cabrón y mátalo». Ya estaba junto a la ventana. Yo sufría y quizás deliraba, pero alcancé a sujetarle una pierna. Intentó apartarme a puntapiés, pero no lo consiguió. Lo hice caer al suelo.

Luchamos, pero no era contrincante para mi furia. Le aplasté un ojo con el pulgar, debilitándolo. Lo sujeté por el cuello y comencé a apretar. Empezó a mover brazos y piernas, me golpeó en el rostro y el cuello. Continué apretando.

—¡Quieto! ¡Suéltelo!

Voces a lo lejos. Conmoción. Ni siquiera estaba seguro de que fuesen reales. Era como si sonase algo arrastrado por el viento. Quizás podía ser una alucinación. El acento sonaba norteamericano, incluso conocido.

Continué apretando aquella garganta.

—¡Dije quieto! ¡Ahora! ¡Suéltelo!

Estaba rodeado. Seis, ocho hombres, quizás más. La mayoría con las armas apuntando.

Mis ojos se cruzaron con los del asesino. Había algo burlón en ellos. Sentí que aflojaba la mano. No sabía si era la orden de que lo soltara o si la bala me robaba las fuerzas. Aparté la mano. El asesino tosió y escupió y luego intentó aprovechar la ventaja.

Levantó el arma.

Tal y como yo había esperado. Había desenfundado la mía de la pistolera. Le sujeté la muñeca con la mano izquierda.

La voz norteamericana conocida gritó:

—No.

En realidad no me importaba si me disparaba. Sin soltarle la muñeca, le metí la pistola debajo de la barbilla y apreté el gatillo. Sentí algo húmedo y pegajoso en la cara. Luego solté el arma y caí sobre el cuerpo inmóvil.

Hombres, muchos de ellos por la sensación, se me echaron encima. Ahora que había hecho lo que tenía que hacer, mi fuerza y voluntad de vivir se esfumaron. Les dejé que me diesen la vuelta, me esposasen e hiciesen lo que quisieran, pero no había necesidad de que me sujetasen. La lucha se había acabado. Me pusieron boca arriba. Giré la cabeza y miré el cuerpo inmóvil de Terese. Sentí un dolor tan enorme como aquel que me consumía.

Sus ojos estaban cerrados y, muy pronto, también se cerraron los míos.