Entré tambaleándome en el ascensor.
¿Cómo decía aquella canción de Snow Patrol de hace un par de años? Aquellas tres palabras dicen tanto… pero no son suficientes.
Una mierda. Eran suficientes.
Pensé en Ali en Arizona. Pensé en Terese de pie allí diciéndome que me quería. Era probable que Terese estuviese en lo cierto; la mejor respuesta era no permitir que interfiriese. Pero estaba allí. Y me carcomía.
Las cortinas estaban echadas en la habitación 118.
Iba a encender las luces, pero entonces me lo pensé mejor. Win estaba sentado en una butaca. Escuché el tintinear del hielo en lo que fuese que estaba bebiendo. El alcohol nunca parecía afectar a Win, aunque era muy temprano.
Me senté delante de él. Habíamos sido amigos durante mucho tiempo. Nos conocimos como estudiantes en la Universidad de Duke. Recuerdo haber visto su foto en el libro de nuevos estudiantes el primer día que llegué al campus. El pie de la foto lo citaba como Windsor Horne Lockwood III de alguna escuela muy pretenciosa del Main Line de Filadelfia. Tenía la cabellera perfecta y la expresión altiva. Mi padre y yo acabábamos de subir todas mis maletas hasta mi habitación del cuarto piso. Típico de mi padre. Me llevó a Carolina del Norte desde Nueva Jersey, sin quejarse ni una vez, insistiendo en cargar las cosas más pesadas él mismo, nos sentamos para descansar un poco y yo comencé a pasar las páginas del libro, le señalé la foto de Win y dije: «Eh, papá, mira a este tipo. Apuesto a que no lo veré nunca en los cuatro años».
Estaba equivocado.
Durante mucho tiempo sentí que Win era indestructible. Había matado a muchos, pero a nadie que no pareciese merecerlo, y sí, sé lo inquietante que resulta. Pero la edad tiene su propia manera de ganar terreno en todos nosotros. Aquello que parece excéntrico e inquietante cuando tienes los veinte o treinta se convierte en algo más cercano a lo patético a los cuarenta.
—Será difícil conseguir el permiso para exhumar el cuerpo —comenzó Win—. No tenemos ningún motivo para la petición.
—¿Qué pasa con los resultados de la prueba de ADN?
—Las autoridades francesas se niegan a entregar los resultados. También intenté la ruta más directa: un soborno.
—¿Nadie dispuesto a aceptarlo?
—Todavía no. Lo habrá, pero llevará algún tiempo, cosa que al parecer no tenemos.
Pensé.
—¿Tienes alguna sugerencia?
—Sí.
—Te escucho.
—Sobornamos a los sepultureros. Lo hacemos nosotros mismos esta noche al amparo de la oscuridad. Solo necesitamos una pequeña muestra. La enviamos a nuestro laboratorio, comparamos el ADN con el de Terese —levantó la copa— y ya está.
—Macabro —dije.
—Y efectivo.
—¿Crees que tiene algún sentido?
—¿Qué quieres decir?
—Sabemos cuál será el resultado.
—Dímelo.
—Escuché el tono en la voz de Berleand. Habló de prematuro e inconcluyente, pero ambos lo sabemos. Vi a aquella muchacha en el vídeo de vigilancia. Vale, no su rostro y desde lejos. Pero tiene el andar de su madre, si sabes a lo que me refiero.
—¿Qué pasa con el culo de su madre? —preguntó Win—. Esa sería una prueba concluyente.
Me limité a mirarlo.
Él exhaló un suspiro.
—Los gestos a menudo dicen más que las facciones o incluso la estatura —admitió—. Entendido.
—Sí.
—Tú y tu hijo lo tenéis —comentó Win—. Cuando se sienta, sacude la pierna como lo haces tú. Tiene tus movimientos, la manera cómo tus dedos se separan de la pelota, en el momento de lanzar, aunque no tus resultados.
No creo que Win hubiese mencionado antes a mi hijo.
—Todavía tenemos la necesidad de hacerlo —dije. Pensé de nuevo en el axioma de Sherlock Holmes de eliminar lo imposible—. Al final del día, la respuesta más obvia es algún tipo de error en el análisis de ADN de Berleand. Necesitamos saberlo a ciencia cierta.
—De acuerdo.
Detestaba la idea de profanar una tumba, sobre todo la de alguien que había muerto tan pequeña. Se lo comentaría a Terese, pero ella había dejado muy claro cómo se sentía respecto a aquello de ceniza a las cenizas. Le dije a Win que siguiese adelante.
—¿Por eso querías verme a solas? —pregunté.
—No.
Win bebió un largo trago, se levantó y llenó su copa. No se molestó en ofrecerme. Sabía que no tolero el alcohol. Aunque mido un metro noventa y peso casi ciento diez kilos, soy incapaz de soportar el alcohol de la misma manera que una chica de dieciséis años que toma su primer cóctel.
—Tú viste el vídeo de la chica rubia en el aeropuerto —dijo.
—Sí.
—Y ella estaba con el hombre que te atacó. El que aparece en la foto.
—Tú lo sabes.
—Lo sé.
—Entonces, ¿qué pasa?
Apretó un botón del móvil y se lo acercó a la oreja.
—Por favor, reúnase con nosotros.
Se abrió la puerta de la habitación vecina. Entró una mujer alta con un traje chaqueta azul oscuro. Tenía el pelo negro azabache y los hombros anchos. Parpadeó, se llevó la mano a los ojos y preguntó:
—¿Por qué están tan bajas las luces?
Tenía acento británico. Como era cosa de Win, supuse que la mujer era algo del estilo de Mii. Pero no era el caso. Cruzó la habitación y tomó asiento.
—Ella —dijo Win—, pertenece a la Interpol aquí en Londres.
Dije algo rutinario, como «Es un placer». Ella asintió y miró mi rostro como si fuese una pintura moderna que no entendiese del todo.
—Dígaselo —pidió Win.
—Win me envió la foto del hombre al que usted atacó.
—Yo no lo ataqué. Él me apuntó con un arma.
Lucy Probert lo descartó con un gesto como si fuese basura en el mar.
—Mi división en la Interpol se ocupa del tráfico internacional de niños. Tal vez piensa que el mundo de ahí es algo bastante perverso, pero créame, es mucho más perverso de lo que imagina. Los crímenes a los que me enfrento; bueno, se puede enloquecer con lo que las personas hacen con los más vulnerables. En nuestra batalla contra esa depravación, su amigo Win ha sido un aliado muy valioso.
Miré al mencionado amigo y como siempre su rostro no reveló nada. Durante mucho tiempo, Win había sido —a falta de un término mejor— un vigilante. Salía por las noches y se paseaba por las calles más peligrosas de Nueva York o Filadelfia con la ilusión de ser atacado para así acabar con aquellos que atacaban a los más débiles. Leía de un pervertido que había salido bien librado debido a un tecnicismo legal o algún maltratador que había conseguido que su esposa retirase la denuncia, y él les hacía lo que llamábamos «una visita nocturna». Hubo el caso de un pedófilo que la policía sabía que había secuestrado a una niña pero se negaba a hablar. Se vieron obligados a soltarlo. Win le hizo una visita nocturna. Habló. Encontraron a la niña, ya muerta. Nadie sabe dónde está ahora el pedófilo.
Había pensado que quizás Win lo había dejado o al menos había aminorado el ritmo, pero ahora me daba cuenta de que no había sido así. Había comenzado a hacer más viajes al extranjero. Había sido un «valioso aliado» en la lucha contra el tráfico de niños.
—Así que cuando Win me pidió un favor —prosiguió Lucy—, se lo hice. De todas maneras, esta parecía una petición bastante inocua; introducir la foto que el capitán Berleand le había enviado en el programa de búsqueda y dar con una identificación. Algo ordinario, ¿no?
—Así es.
—Pues no. En la Interpol tenemos muchas maneras de identificar a las personas a partir de las fotos. Por ejemplo, está el software de reconocimiento facial.
—¿Señorita Probert?
—Sí.
—En realidad no necesito una lección de tecnología.
—Fantástico, porque no tengo el tiempo ni las ganas de darle una. Lo que quiero decir es que peticiones así son bastante habituales. Introduje la foto en el sistema antes de acabar la jornada, suponiendo que el ordenador la procesaría durante la noche y me daría una respuesta. ¿Eso es simplificar las cosas demasiado para usted?
Asentí, al comprender que sería un error interrumpirla. Era obvio que estaba inquieta y yo no ayudaba.
—Así que cuando llegué al trabajo esta mañana, esperaba tener una identidad para comunicársela. Pero no fue ese el caso. En cambio, ¿cómo puedo decir esto cortésmente?, fue como si a alguien se le hubiese ocurrido lanzar por la ventana todo tipo de residuos intestinales. Alguien había revisado mi escritorio. Habían accedido a mi ordenador y realizado una búsqueda. No me pregunte cómo lo sé; lo sé.
Se detuvo y comenzó a buscar en el bolso. Encontró un cigarrillo y se lo puso en los labios.
—Malditos norteamericanos y su cruzada contra el tabaco. Si uno de ustedes dice algo acerca de las reglas de no fumar…
Ninguno de los dos lo hizo.
Lo encendió, dio una profunda calada y soltó el humo.
—En resumen, aquella foto estaba clasificada o era máximo secreto o pongan ustedes su propia terminología.
—¿Sabe por qué?
—¿Por qué estaba clasificada?
—Sí.
—No. Estoy en un cargo muy alto de la cadena alimentaria de la Interpol. Si estaba por encima de mi cabeza, es que se trata de algo ultrasensible. Su foto hizo sonar las alarmas hasta lo más alto. Me llamaron al despacho de Mickey Walter, el gran jefe de Londres. No había tenido el honor de ser recibida por Mickey en dos años. Me llamó, me hizo sentar y quiso saber de dónde había conseguido la foto y por qué había hecho la petición.
—¿Qué le dijo?
Ella miró a Win y supe la respuesta.
—Que había recibido el soplo de una fuente fiable de que el hombre de la foto podía estar involucrado en el tráfico de niños.
—¿Le pidió el nombre de la fuente?
—Por supuesto.
—¿Usted se lo dio?
—Yo hubiese insistido —intervino Win.
—No tenía alternativa —afirmó la mujer—. Lo hubiesen averiguado de todas maneras. Si buscaban en mis registros de teléfono o mis correos electrónicos, podían rastrearlo.
Miré a Win. Ninguna reacción. Ella estaba equivocada; no hubiesen podido rastrearlo, pero comprendí cuál era su situación. A todas luces se trataba de algo grande. No cooperar hubiese sido el final de su carrera y quizás algo peor. Win hubiese hecho bien en insistir en que ella diese nuestros nombres.
—¿Y ahora qué?
—Quieren hablar conmigo —dijo Win.
—¿Saben que estás aquí?
—No, todavía no. Mi procurador les ha informado de que me presentaré voluntariamente dentro de una hora. Estamos alojados aquí con un nombre falso, pero si lo buscan acabarán por encontrarnos.
La mujer miró su reloj.
—Será mejor que me vaya.
Pensé en el tipo de las gafas de sol que había puesto en marcha mis antenas.
—¿Hay alguna probabilidad de que alguno de los suyos me esté siguiendo?
—Lo dudo.
—Es usted sospechosa —señalé—. ¿Cómo sabe que no la siguieron hasta aquí?
Ella miró a Win.
—¿Es imbécil o sencillamente sexista?
Win se lo pensó.
—Sexista.
—Soy agente de la Interpol. Tomo precauciones.
Pero no las precauciones suficientes como para que no te pillasen. Me guardé el pensamiento. No era justo. Ella no podía saber que poner aquella foto en el sistema provocaría una explosión.
Todos nos levantamos. Ella me estrechó la mano y besó la mejilla de Win. Win y yo volvimos a sentarnos cuando se marchó.
—¿Qué vas a decirle a la Interpol? —pregunté.
—¿Hay alguna razón para mentir?
—No, que yo sepa.
—Entonces les diré la verdad; la mayor parte. Mi mejor amigo, que serías tú, fue atacado por ese hombre en París. Quería saber quién era. Cubriremos a Lucy sosteniendo que le mentí diciendo que el hombre estaba involucrado en el tráfico de niños.
—Que por lo que sabemos es una posibilidad.
—Muy cierto.
—¿Te importa si le hablo a Terese de esto?
—Siempre que dejes fuera el nombre de Lucy.
Asentí.
—Necesitamos conseguir una identificación de ese tipo.
Bajé con Win hasta el vestíbulo un tanto espectacular del Claridge’s. No había ningún cuarteto de cuerdas interpretando conciertos, pero deberían tenerlo. La decoración era moderna de clase alta británica, que equivale a decir una mezcla de inglés antiguo y art déco, hecho en un estilo lo bastante relajado para los turistas vestidos con tejanos y lo bastante altivo como para imaginar que algunas sillas y quizás las molduras del techo frunzan sus aristocráticas narices con cierto desprecio. Me gustaba. En cuanto Win se marchó, caminé hacia el ascensor cuando algo me detuvo.
Las zapatillas de baloncesto Chuck Taylor negras.
Me moví hacia los ascensores, me detuve y me palpé los bolsillos. Me volví con una expresión de desconcierto, como si acabase de darme cuenta de que había olvidado algo. Myron Bolitar, el gran actor. Aproveché la oportunidad para mirar con discreción al hombre con las zapatillas negras.
Nada de gafas. Esta vez una sudadera azul. Una gorra de béisbol que no había estado allí en el cementerio. Pero lo sabía. Era mi tipo. Y era bueno. Las personas tienen la tendencia a recordar muy poco. Un tipo con gafas y el pelo corto. Si te pones una gorra y una sudadera sobre la camiseta, nadie se fijará en ti a menos que miren mucho.
Casi se me había escapado, pero ahora lo sabía a ciencia cierta: me seguía. El chico del cementerio había vuelto.
Había varias maneras de jugar, pero no estaba de humor para mostrarme tímido. Caminé por el angosto pasillo hacia las habitaciones que usaban para reuniones y conferencias. Era domingo, así que estaban vacías. Me crucé de brazos, me apoyé en la entrada del guardarropa y esperé a que apareciese mi hombre.
Cuando lo hizo —cinco minutos más tarde—, lo cogí por la camiseta y lo arrastré al interior del guardarropa.
—¿Por qué me está siguiendo?
Me miró desconcertado.
—¿Es mi barbilla prominente? ¿Mis hipnóticos ojos azules? ¿Mi bien formado culo? Por cierto, ¿me hacen parecer gordo estos pantalones? Dígame la verdad.
El hombre me miró otro segundo, quizás dos, y entonces hizo lo que yo había hecho antes: atacó.
Comenzó con un golpe en el rostro con la base de la palma. Lo paré. Se giró para lanzar un codazo. Rápido. Más rápido de lo que había esperado. El golpe aterrizó en el costado izquierdo de mi barbilla. Moví la cabeza para disminuir el impacto, pero así y todo sentí como se sacudían los dientes. Continuó con el ataque, lanzando otro golpe, luego un puntapié lateral, seguido por un puñetazo al cuerpo. El golpe al cuerpo fue el más duro, en la parte inferior de las costillas. Dolería. Si alguna vez ve el boxeo en televisión, incluso por casualidad, oirá que cualquier comentarista dirá las mismas cosas: los golpes al cuerpo son acumulativos. El oponente los sentirá en el último asalto. Eso es verdad pero no del todo. Los golpes al cuerpo también duelen en el momento. Te hacen encoger y bajar las defensas.
Tenía problemas.
Parte de mi cerebro comenzó a reprocharme: menuda estupidez hacer esto sin un arma o sin Win como respaldo. No obstante, la mayor parte de mi cerebro ya se había puesto en el modo de supervivencia. Incluso la pelea al parecer más inocente —en un bar, en un campo de fútbol, donde sea— hace que tu adrenalina se dispare porque tu cuerpo sabe aquello que tu mente no quiere aceptar: esto va de supervivencia. Existe la probabilidad de que mueras.
Caí al suelo y me aparté rodando sobre mí mismo. El guardarropa era pequeño. Ese tipo sabía lo que se hacía. No se apartó, intentaba darme pisotones, perseguirme. Me dio un puntapié en la cabeza; las estrellas explotaron como sacadas de una película de dibujos animados. Me pregunté si debía gritar pidiendo ayuda, cualquier cosa que consiguiera detenerlo.
Rodé otra vez y quizás otra más para tomar nota de su ritmo. Dejé el vientre desprotegido, con la ilusión de que decidiese descargarme un puntapié. Lo hizo. En el momento en que empezó a doblar la rodilla invertí el rodar hacia él, doblado por la cintura, con las manos preparadas. El puntapié aterrizó en medio de la tripa, pero yo estaba preparado. Le sujeté el pie contra el cuerpo con ambas manos y rodé con fuerza. Él tenía dos alternativas. Dejarse caer al suelo de inmediato o ver cómo se le partía el hueso del tobillo como una rama seca.
Sabía lanzar golpes mientras caía, pero la mayor parte de ellos no fueron efectivos.
Ambos estábamos en el suelo. Yo estaba magullado y mareado, pero tenía dos grandes ventajas. Una, que aún le sujetaba el pie, aunque notaba que aflojaba la sujeción. Dos, ahora que estábamos en el suelo, el tamaño se volvió importante, y lo digo sin segundas. Le sujetaba la pierna con ambas manos. Intentó abrirse paso a puñetazos. Me acerqué a él metiendo la cabeza en su pecho. Cuando un oponente te está arrojando puñetazos, la mayoría de las personas creen que deben dejarle espacio al tipo. Pero es justo lo contrario. Apoyas el rostro en su pecho y disminuyes su potencia. Eso fue lo que hice.
Intentó pegarme en las orejas, pero para eso necesitaba las dos manos, y se hacía vulnerable. Levanté la cabeza con fuerza y muy rápido y lo alcancé debajo de la barbilla. Cayó hacia atrás. Me lancé encima.
En aquel momento la lucha era cuestión de fuerza, técnica y tamaño. Le había derrotado en dos de tres: fuerza y tamaño. Yo aún estaba mareado por el ataque inicial, pero el golpe con la cabeza había ayudado. Aún le sujetaba la pierna. Se la giré con fuerza. Él rodó con ella y fue entonces cuando cometió su gran error.
Volvió su espalda hacia mí, dejándola a la vista.
Lo solté y me eché encima suyo, con mis piernas cerrándose alrededor de su cintura, mi brazo derecho alrededor del cuello. Sabía lo que le venía a continuación. El miedo hizo que comenzase a titubear. Bajó la barbilla para parar mi codo. Le pegué en la nuca con un golpe de palma. Eso lo debilitó. Me apresuré a sujetarle la frente y la tiré hacia atrás. Intentó resistirse, pero le había levantado la barbilla lo suficiente. Mi codo pasó por debajo de la abertura y llegó a su garganta. La llave estranguladora a punto.
Ya lo tenía. Solo era cuestión de tiempo.
Entonces oí un sonido, mejor dicho una voz, que gritaba algo en un idioma extranjero. Dudé en soltarlo para ver quién era, pero me mantuve en mi posición. Ese fue mi error. Un segundo hombre había entrado en el cuarto. Me golpeó en la nuca, seguramente con un golpe dado con el canto de la mano, un clásico golpe de karate. Un entumecimiento me dominó como si todo mi cuerpo se hubiese convertido en un «hueso de la música» golpeado de la manera equivocada. Aflojé la llave.
Escuché que el hombre gritaba de nuevo, en el mismo idioma extranjero. Me confundió. El primer hombre se escapó de mi sujeción, jadeando en busca de aliento. Rodó sobre sí mismo. Ahora eran dos. Miré al segundo hombre. Me apuntaba con un arma.
Estaba acabado.
—No se mueva —me dijo el hombre con acento extranjero.
Mi cerebro buscó una salida, pero estaba demasiado lejos. El primer hombre se levantó. Aún jadeaba con fuerza. Nos miramos el uno al otro, nuestras miradas se cruzaron, y vi algo extraño en sus ojos. No era odio. Quizás respeto. No lo sé.
Miré de nuevo al hombre que llevaba el arma.
—No se mueva —dijo por segunda vez—, y no nos siga.
Entonces ambos escaparon.