Cuando Karen salió de la sala, me acerqué a la mesa de escritorio.
—¿Qué haces?
—Espío.
La mesa era de caoba. En ella había un abrecartas dorado que también servía de lupa. Los sobres abiertos estaban colocados en posición vertical en los viejos casilleros. No me sentía a gusto haciéndolo, pero tampoco me sentía mal. Saqué mi BlackBerry. La que Win me había dado tenía una cámara muy buena. Comencé a abrir sobres y tomar fotos.
Encontré extractos de tarjetas de crédito. No tenía tiempo para mirarlos todos, pero necesitaba los números de las cuentas. Había facturas de teléfono —que me interesaban— y facturas de electricidad —que no me interesaban—. Abrí los cajones y comencé a buscar entre el contenido.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Terese.
—Un sobre que diga: «GRAN PISTA EN EL INTERIOR».
Esperaba un milagro. Algo de Miriam. Quizás fotos. Como no las había, tenía las facturas, las tarjetas de crédito, los números de teléfono. Tendríamos que conseguir alguna información a partir de ahí. Esperaba encontrar una agenda, pero no había ninguna.
Encontré unas cuantas fotos de personas que supuse que eran Rick, Karen y su hijo Matthew.
—¿Este es Rick? —pregunté.
Ella asintió.
No sabía cómo interpretarlo. Tenía una nariz prominente, ojos azules y un pelo rubio que estaba a medio camino entre ondulado y rebelde. Un hombre no puede evitarlo: ve a un ex y lo evalúa. Comencé a hacerlo y entonces me detuve. Dejé las fotos donde las había encontrado y continué la búsqueda. Se habían acabado las fotos. Ninguna hija rubia se había mantenido oculta durante años. Ninguna foto vieja de Terese.
Me giré y vi el ordenador en una cómoda.
—¿De cuánto tiempo crees que disponemos? —pregunté.
—Montaré guardia junto a la puerta.
Encendí el Mac. Se puso en marcha en segundos. Hice clic en el icono de la parte inferior. Apareció la agenda. Nada en el último mes. A la derecha, solo había una anotación en «Pendiente». Leí:
OPAL
HHK
4714
No tenía ni idea de cuál podía ser el significado, pero la prioridad estaba marcada como alta.
—¿Qué? —preguntó Terese.
Le leí la nota y le pregunté si tenía idea de lo que podía significar. No lo sabía. El tiempo continuaba siendo un factor importante. Dudé de si era conveniente mandarle por mail el contenido de la agenda a Esperanza, pero eso dejaba huellas. Aunque bien pensado, ¿qué más daba? Win tenía varias direcciones de correo electrónico anónimas. Envié copias de los datos del calendario y de la agenda. Luego pasé a la sección de archivos enviados y los borré para que nadie se diese cuenta.
¿A que soy listo?
Aquí estaba yo buscando entre las pertenencias de un hombre que había sido asesinado hacía poco mientras su viuda y su hijo le lloraban en la otra habitación. Me sentía todo un héroe. A la salida quizás debería darle un puntapié a la vieja perra.
—¿Quién es ese Mario del que hablabais? —le pregunté a Terese.
—Mario Contuzzi. Era el mejor amigo y asistente de producción de Rick. Lo hacían todo juntos.
Busqué el nombre en la agenda. Bingo. Anoté los números del móvil y el fijo en mi teléfono.
De nuevo muy listo.
—¿Sabes dónde queda la calle Wilsham? —pregunté.
—Está a un paso de aquí. ¿Mario todavía vive allí?
Asentí y marqué el número de teléfono de la casa de Mario. Un hombre con acento norteamericano respondió:
—¿Hola?
Colgué.
—Está en casa —dije.
Espero que los detectives aficionados estén tomando nota.
—Tendríamos que acercarnos.
Abrí el archivo de fotos. Había muchas fotos pero ninguna destacaba. No podía enviarlas por correo electrónico. Eso me llevaría horas. Las fotos eran normales, lo que equivale a decir conmovedoras. Karen con aspecto dichoso junto a su hombre. Rick también parecía feliz. Sus rostros resplandecían mientras sujetaban a su hijo. Iphoto tiene la característica de que te permite poner el cursor sobre un acontecimiento y las fotos pasan como si fueran una película. Miré «MATTHEW HA NACIDO, SU PRIMER CUMPLEAÑOS» y otras más. De nuevo todo muy conmovedor.
Me detuve en una foto muy reciente que ponía «FINAL DE FÚTBOL DE PAPÁ». Rick y Matthew vestían las camisetas del Manchester United. Rick mostraba una amplia sonrisa y sujetaba a su hijo. Estaba sudando a chorros. Casi podías decir que estaba sin aliento y entusiasmado por ello. Matthew a sus cuatro años se acurrucaba contra él, vestido con las prendas de portero —aquellos guantes enormes y aquel ojo negro de mentira— e intentando parecer serio. Pensé que ese chico ahora crecería sin aquel padre sonriente y pensé en Jack, otro chico que tenía que crecer sin su padre, y en mi propio padre, en lo mucho que lo había amado y en que todavía lo necesitaba, y entonces cerré el archivo.
Nos escabullimos por la puerta principal sin despedirnos. Miré atrás y vi al pequeño Matthew en una silla en un rincón. Vestía un traje oscuro.
Los niños de cuatro años no deben llevar trajes oscuros. Los niños de cuatro años deben vestir prendas de portero y estar junto a sus papas.
Mario Contuzzi abrió la puerta sin preguntar quién llamaba. Era delgado y nervudo y me recordó a un perro Weinmaraner. Movió su afilado rostro en dirección a Terese.
—Vaya jeta que tienes.
—A mí también me alegra verte, Mario.
—Acabo de recibir una llamada de un amigo que está en casa de Karen. Dice que te presentaste sin anunciar. ¿Es verdad?
—Sí.
—¿En qué pensabas? —La cabeza de Mario se movió hacia mí—. ¿Y por qué has traído a este soplapollas contigo?
—¿Lo conozco? —pregunté.
Mario llevaba aquellas gafas de carey que siempre pensé que no debían de ser cómodas. Vestía un pantalón de traje y una camisa blanca que se había estado abrochando.
—No tengo tiempo para esto. Por favor, vete.
—Tenemos que hablar —dijo Terese.
—Demasiado tarde.
—¿Y eso cómo debo tomármelo?
Él abrió los brazos.
—Te marchaste, Terese, ¿lo recuerdas? Quizás tenías tus motivos. A mí ya me vale. Tú decidiste. Pero te marchaste y ahora que está muerto quieres por fin tener una pequeña charla. Olvídalo. No tengo nada que decirte.
—Eso fue hace mucho tiempo —afirmó ella.
—Es lo que te quiero decir. Rick esperaba que volvieses. ¿Lo sabías? Te esperó durante dos años. Tú estabas deprimida y desesperada, todos lo comprendíamos, pero eso no te impidió liarte con el Señor Baloncesto aquí presente.
Me señaló con el pulgar. Yo era el Señor Baloncesto aquí presente.
—¿Rick lo sabía? —preguntó Terese.
—Por supuesto. Creíamos que estabas destrozada, quizás vulnerable. No te perdíamos de vista. Creo que Rick confiaba en que volverías. En cambio te largaste a una pequeña isla para hacer una orgía privada con Cabeza de Canasta.
Me señaló de nuevo con el pulgar. Ahora era Cabeza de Canasta.
—¿Me estabais siguiendo? —preguntó Terese.
—Teníamos un ojo puesto en ti, sí.
—¿Durante cuánto tiempo?
No respondió. De pronto necesitó desarremangarse.
—¿Durante cuánto tiempo, Mario?
—Siempre supimos dónde estabas. No estoy diciendo que continuáramos hablando de ello y de que llevabas seis años en aquel centro de refugiados, no era como si estuviésemos siempre pendientes de ti. Pero lo sabíamos. Por eso me sorprende verte con Bozo el Musculitos aquí presente. Creíamos que habías abandonado a este imbécil hacía años.
De nuevo movió el pulgar hacia mi rostro.
—¿Mario?
Me miró.
—Si me señala otra vez con el pulgar, se lo haré tragar.
—Las amenazas físicas del gigantón del campus —dijo, con una expresión de burla en el rostro afilado—. Como si estuviese de nuevo en el instituto.
Estaba a punto de atizarle, pero me dije que no serviría de nada.
—Tenemos algunas preguntas que hacerle —dije.
—¿Se supone que debo contestarlas? No lo pilla, ¿verdad? Ella estaba casada con mi mejor amigo y luego se fue a la cama con usted en una isla desierta. ¿Sabe cómo se sintió?
—¿Mal?
Eso lo detuvo. Miró de nuevo a Terese.
—Escucha, no pretendo meterte la bronca padre, pero no deberías estar aquí. Rick y Karen tenían algo bueno. Tú renunciaste a eso hace mucho.
Miré a Terese. Hacía lo imposible por mantenerse firme.
—¿Me culpó? —preguntó ella.
—¿De qué?
Ella no respondió.
Los hombros de Mario se hundieron junto con, supuse, su furia. Su voz se suavizó.
—No, Terese, nunca te culpó. Por nada, ¿vale? Yo te culpé por largarte, y sí, es cierto, aquello no me concernía. Pero él nunca te culpó, ni por un segundo.
Ella no dijo nada.
—Tengo que prepararme —dijo Mario—. Estoy ayudando a Karen con los arreglos. Arreglos. Como si fuese una obra coral. Qué palabra más imbécil.
Terese aún parecía atontada, así que intervine.
—¿Se le ocurre alguna idea de quién pudo haberlo matado?
—¿Qué pasa, Bolitar, ahora se ha hecho poli?
—Estábamos en París cuando lo mataron.
Se volvió hacia Terese.
—¿Viste a Rick?
—No tuve la oportunidad.
—Pero ¿te llamó?
—Sí.
—Maldita sea. —Mario cerró los ojos. Seguía sin invitarnos a pasar, así que más o menos me colé en el umbral y él dio un paso atrás—. Esperaba encontrarme una casa de soltero —no estoy seguro del porqué—, pero había juguetes en el suelo. Había biberones vacíos en un mostrador.
—Me casé con Ginny —le dijo a Terese—. ¿La recuerdas?
—Por supuesto. Me alegra saber que eres feliz, Mario.
Él se tomó un respiro para tranquilizarse, evaluar las cosas.
—Tenemos tres hijos. No dejamos de decir que vamos a comprarnos una casa más grande, pero nos gusta este lugar. Además, las casas tienen unos precios de locura en Londres.
No dijimos nada.
—Así que Rick te llamó —le dijo Mario a Terese.
—Sí.
Él sacudió la cabeza.
Yo rompí el silencio.
—¿Había alguien que quisiese matar a Rick?
—Rick era uno de los mejores reporteros de investigación del mundo. Cabreó a un montón de gente.
—¿Alguien en particular?
—No. Sigo sin entender qué tiene que ver esto con cualquiera de vosotros dos.
Quería explicárselo, pero no teníamos tiempo.
—¿Podría hacernos el favor de aguantarnos un poco?
—¿Por qué, es que va a ser divertido?
—Por favor, Mario —intervino Terese—. Es importante.
—¿En qué te basas para decir que lo es?
—Tú me conoces. Sabes que si pregunto es importante.
Pensó en ello.
—¿Mario?
—¿Qué quieres saber?
—¿En qué estaba trabajando Rick?
Él desvió la mirada; se mordió el labio inferior.
—Hace unos meses comenzó a investigar una entidad benéfica llamada Salvar a los Ángeles.
—¿Qué pasa con ellos?
—La verdad es que no estoy seguro. Comenzaron como un grupo evangélico, el típico grupo del derecho a la vida, con manifestaciones delante de las clínicas abortivas, la planificación familiar, la investigación de células madre y todo eso. Pero se disolvieron. Estaba obsesionado por averiguar todo lo que pudiera sobre ellos.
—¿Qué encontró?
—Poca cosa por lo que vi. La estructura financiera parecía un tanto extraña. No pudimos rastrearla. Básicamente estaban contra el aborto y la investigación de células madre, y a favor de las adopciones. La verdad es que me pareció un grupo bastante sólido. No quiero entrar en la discusión entre provida y prolibertad de elección, pero creo que ambos bandos estarían de acuerdo en que la adopción es una alternativa viable. Esa parece ser la dirección que seguían. En lugar de poner bombas en las clínicas, Salvar a los Ángeles trabajaba para que los embarazos no deseados siguiesen el desarrollo normal y conseguir que se adoptasen a los bebés.
—¿Rick estaba interesado en ellos?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Qué lo impulsó a investigarlos?
—Tampoco lo sé a ciencia cierta.
Su voz se apagó.
—Pero tienes una sospecha.
—Comenzó cuando volvió a casa después de la muerte de su padre. —Mario se volvió hacia Terese—. ¿Sabes lo de Sam?
—Karen me lo dijo.
—Suicidio.
—¿Estaba enfermo?
—Huntington —contestó Mario.
Terese pareció sorprendida.
—¿Sam tenía el mal de Huntington?
—Sorprendida, ¿no? Lo mantuvo oculto, pero cuando empeoró, no quiso pasar por eso. Tomó el camino fácil.
—Pero… cómo… nunca lo supe.
—Tampoco Rick. Y ya que estamos, tampoco Sam hasta el final.
—¿Cómo es posible?
—¿Sabes algo del mal de Huntington? —preguntó Mario.
—Una vez hice un reportaje —respondió ella—. Es algo estrictamente hereditario. Uno de tus padres tiene que tenerlo. Si es así, tienes una posibilidad entre dos de contraerlo.
—Eso es. La teoría es que el padre de Sam, el abuelo de Rick, lo tenía, pero que murió en Normandía antes de que la enfermedad se manifestase. Así que Sam no tenía ni idea.
—¿Rick se hizo las pruebas? —preguntó Terese.
—No lo sé. Ni siquiera le contó a Karen toda la historia, solo que su padre había descubierto que tenía una enfermedad terminal. Pero de todas maneras, se quedó en Estados Unidos durante un tiempo. Creo que se iba a ocupar de poner en orden las cosas de su padre. Fue entonces cuando se enteró de esa entidad llamada Salvar a los Ángeles.
—¿Cómo?
—No tengo ni idea.
—Dijiste que estaban contra la investigación de las células madre. ¿Estaba eso relacionado de alguna manera con el Huntington?
—Podría ser, pero Rick me pidió investigar sobre todo las finanzas. Seguir el dinero. Ese siempre es el viejo lema. Rick quería saber todo lo posible al respecto, y qué personas lo dirigían, hasta que me dijo que abandonase la historia.
—¿Renunció?
—No. Solo quería que yo lo dejase. Él no. Solo yo.
—¿Sabes por qué?
—No. Apareció por aquí, se llevó todos mis archivos y luego dijo algo muy extraño. —Mario miró primero a Terese y luego a mí—. Dijo: debes tener cuidado, tienes una familia.
Esperamos.
—Así que contesté lo obvio: tú también. Pero no hizo caso. Vi que estaba muy nervioso. Terese, tú sabes cómo era. No lo asustaba nada.
Ella asintió.
—Estaba asustado cuando habló conmigo por teléfono. Así que intenté que me hablase, que se abriese. No quiso. Se marchó a la carrera y no volví a saber nada de él. Nunca. Hasta la llamada de hoy.
—¿Alguna pista de dónde están esos archivos?
—Por lo general guarda copias en el despacho.
—Podría ser de ayuda si pudiésemos verlos.
Mario la miró.
—Por favor, Mario. Sabes que no te lo pediría si no fuese importante.
Él continuaba enfadado, pero pareció comprender.
—Iré a echar una ojeada mañana por la mañana, ¿vale?
Miré a Terese. No estaba seguro de hasta qué punto debíamos presionar. Ese hombre parecía conocer a Rick Collins mejor que cualquiera. Le tocaba hablar a ella.
—¿Rick te habló de Miriam últimamente? —preguntó.
Mario alzó la mirada. Se tomó su tiempo; esperé una larga respuesta. Pero todo lo que dijo fue:
—No.
Esperamos a que dijese algo más. No lo hizo.
—Creo —prosiguió Terese— que existe una posibilidad de que Miriam continúe con vida.
Si Mario Contuzzi sabía algo al respecto, el tipo tenía que ser un psicópata. No estoy diciendo que las personas no puedan mentir, fingir y engañar. Lo he visto hacer muchísimas veces por alguno de los grandes. La manera en que los grandes lo hacen es engañándose a sí mismos para creer que la mentira es la verdad o que son los psicópatas más sinceros. Si Mario sospechaba que Miriam estaba viva, tenía que encajar en una de estas dos categorías.
Hizo una cara como si hubiese oído mal. Su voz tenía un tono furioso.
—¿De qué estás hablando?
Pero decirlo en voz alta había agotado a Terese. Seguí yo. Intenté mantener un tono de cordura mientras le hablaba de las muestras de sangre y el pelo rubio. No le mencioné haberla visto en el vídeo ni nada de eso. Lo dicho era ya bastante difícil de encajar. La mejor manera de presentarlo era con las pruebas científicas —los análisis de ADN— y no a partir de mi intuición basada en verla caminar en un vídeo de una cámara de vigilancia.
Durante un buen tiempo no dijo nada.
—El análisis de sangre tiene que estar equivocado.
Ninguno de los dos dijo nada.
—Un momento, creen que vosotros matasteis a Rick, ¿no?
—En un primer momento creyeron que Terese había tenido algo que ver.
—¿Qué pasa con usted, Bolitar?
—Yo estaba en Nueva Jersey cuando lo asesinaron.
—Entonces creen que Terese lo hizo, ¿no?
—Sí.
—Usted sabe cómo son los polis. Juegan a confundirte. ¿Qué mejor juego mental puede haber que decirle que su hija muerta puede estar viva todavía?
Fui yo quien entonces torció el gesto.
—¿En qué podría ayudar eso para achacarle el crimen?
—¿Cómo voy a saberlo? Pero vamos, Terese, sé que lo deseas. Demonios, yo también. Pero ¿cómo puede ser posible?
—Una vez que eliminas lo imposible, lo que queda, no importa lo improbable que sea, debe ser la verdad —cité.
—Sir Arthur Conan Doyle —dijo Mario.
—Sí.
—¿Hasta ahí llegan sus lecturas, Bolitar?
—Estoy dispuesto a llegar hasta donde sea necesario.