Por la mañana Terese y yo fuimos a casa de Karen Tower mientras Win se reunía con sus «procuradores» para hacer parte del trabajo legal, como conseguir el expediente del accidente del coche y —ni siquiera quiero pensar en ello— ver la manera de exhumar el cadáver de Miriam.
Tomamos un taxi londinense, de esos de color negro, que, comparado con el resto de los servicios de taxi de todo el mundo, es uno de los sencillos placeres de la vida. Terese estaba bien y concentrada. Le relaté mi conversación con Nigel Manderson en el pub.
—¿Crees que la mujer a la que llamaron era Karen Tower? —preguntó.
—¿Quién si no?
Asintió y no dijo nada más. Llevábamos viajando en silencio unos minutos cuando Terese se inclinó hacia delante y dijo:
—Déjenos en la próxima esquina.
El taxista lo hizo. Ella comenzó a caminar. Yo había estado en Londres pocas veces así que no conocía muy bien la zona, pero sabía que esa no era la dirección de Karen Tower. Terese se detuvo en la esquina. El sol empezaba a calentar. Se protegió los ojos. Esperé.
—Aquí es donde ocurrió el accidente —me explicó Terese.
La esquina era de lo más anodina.
—No había vuelto a estar aquí.
No vi ninguna razón por la que tendría que haber estado, pero no dije nada.
—Salí por aquella rampa. Lo hice muy rápido. Un camión apareció en mi carril más o menos por allí. —Señaló—. Intenté apartarme, pero…
Miré a un lado y a otro como si aún pudiese haber una pista reveladora una década más tarde, extrañas huellas de neumáticos o algo así. No había nada. Terese caminó de nuevo. La alcancé.
—La casa de Karen, bueno, supongo que ahora es la casa de Rick y Karen, ¿no?, está en aquella rotonda a la izquierda.
—¿Cómo quieres hacer esto?
—¿A qué te refieres?
—¿Quieres que vaya yo solo? —pregunté.
—¿Por qué?
—Quizás pueda sacar algo más de ella.
Terese sacudió la cabeza.
—No lo conseguirás. Solo quédate conmigo, ¿vale?
—Vale.
Ya había docenas de personas en la casa de Royal Crescent. Personas que venían a dar el pésame. No lo había considerado, pero claro, Rick Collins estaba muerto. La gente vendría para consolar a la viuda y presentar sus respetos. Terese titubeó al pie de los escalones de la entrada, pero luego sujetó mi mano con firmeza.
En cuanto entramos, noté que Terese se tensaba. Seguí su mirada hasta un perro —un collie barbudo; lo sé porque Esperanza tiene uno de la misma raza— que estaba acurrucado en un felpudo en un rincón. El perro parecía viejo y cansado y no se movía. Terese soltó mi mano y se agachó para acariciar al perro.
—Hola, chica —susurró—. Soy yo.
El perro movió la cola como si le costase un gran esfuerzo. El resto del cuerpo permaneció inmóvil. Había lágrimas en los ojos de Terese.
—Esta es Casey —me dijo—. Se la regalamos a Miriam cuando cumplió cinco años.
La perra consiguió levantar la cabeza. Le lamió la mano. Terese se quedó allí, de rodillas. Los ojos de Casey se veían lechosos por las cataratas. La vieja perra intentó mover las patas y levantarse. Terese la calmó y encontró un punto detrás de las orejas. Así y todo giró la cabeza como si quisiese mirarla a los ojos. Terese se movió hacia delante para que le fuese más fácil. El momento era enternecedor y yo me sentía como un intruso.
—Casey solía dormir debajo de la cama de Miriam. Se agachaba y reptaba por el suelo hasta conseguir meterse debajo y luego se giraba de manera que su cabeza asomase. Era como si montase guardia.
Terese acarició a la perra y comenzó a llorar. Me aparté para ocultarlas de la vista de cualquiera, darles tiempo. Terese tardó algunos minutos en rehacerse. Cuando lo hizo, cogió de nuevo mi mano.
Entramos en la sala. Había una cola de quizás unas quince personas que esperaban para presentar sus condolencias.
Los murmullos y las miradas comenzaron en el momento en el que entramos. No lo había pensado, pero ahí estaba la exesposa que se había marchado durante casi una década, y ahora aparecía en la casa de la actual esposa. Eso daría que hablar.
La gente se apartó y una mujer vestida de negro con mucha elegancia —me dije que sería la viuda— pasó entre ellos. Era guapa, menuda, casi como una muñeca con grandes ojos verdes. Yo no sabía a qué atenerme, pero sus ojos parecieron iluminarse cuando vio a Terese. Los de Terese también. Las dos mujeres se sonrieron con tristeza la una a la otra, el tipo de sonrisa que ofreces a alguien al que adoras pero al que desearías estar viendo en mejores circunstancias.
Karen abrió los brazos. Las dos mujeres se abrazaron, sujetándose la una a la otra, muy quietas. Me pregunté por un momento qué clase de amistad habían compartido estas dos mujeres y deduje que debía de haber sido algo muy profundo.
Cuando dejaron de abrazarse, Karen hizo un gesto con la cabeza y comenzaron a salir de la sala. Terese echó la mano hacia atrás y sujetó la mía, así que las acompañé. Fuimos hacia lo que los británicos probablemente llaman «el salón de diario» y Karen cerró las puertas correderas. Se sentaron en un diván como si lo hubiesen hecho mil veces y supiesen cuáles eran sus respectivos lugares. Ninguna incomodidad.
Terese me miró.
—Este es Myron —dijo.
Tendí la mano. Karen Tower la estrechó con la suya, pequeña.
—Lamento su pérdida —manifesté.
—Gracias. —Karen miró a Terese—. ¿Él es…?
—Es complicado —respondió Terese.
Karen asintió.
Señalé atrás con el pulgar.
—¿Quieren que espere en la otra habitación?
—No —dijo Terese.
Me quedé donde estaba. Nadie estaba seguro de cómo seguir, pero seguro que yo no iba a tomar la iniciativa. Permanecí callado con todo el estoicismo de que soy capaz.
Karen fue al grano.
—¿Dónde has estado, Terese?
—Aquí y allá.
—Te he echado de menos.
—Yo también te he echado de menos.
Silencio.
—Quería encontrarte —continuó Karen—, y explicarte. De Rick y de mí.
—No hubiese importado —afirmó Terese.
—Eso fue lo que dijo Rick. Ocurrió poco a poco. Tú no estabas. Comenzamos a pasar tiempo juntos, en busca de compañía. Llevó mucho tiempo antes de que se convirtiese en algo más.
—No necesitas explicármelo —insistió Terese.
—No, supongo que no.
No había ninguna disculpa en su voz, ninguna expectativa de perdón o comprensión. Ni ambas parecían tenerlas.
—Desearía que vosotros hubieseis acabado mejor —manifestó Terese.
—Tenemos un hijo, Matthew —dijo Karen—. Tiene cuatro años.
—Eso he oído.
—¿Cómo te has enterado del asesinato?
—Yo estaba en París —respondió Terese.
Eso hizo reaccionar a Karen. Parpadeó y se apartó un poco.
—¿Es allí dónde has estado todo este tiempo?
—No.
—Entonces no estoy muy segura de entenderlo.
—Rick me llamó —dijo Terese.
—¿Cuándo?
Terese le explicó la llamada de auxilio de Rick. El rostro de Karen, que ya se parecía bastante a una máscara mortuoria, perdió un poco más de color.
—¿Rick te pidió que fueses a París? —preguntó Karen.
—Sí.
—¿Qué quería?
—Esperaba que quizás tú lo supieses —manifestó Terese.
Karen sacudió la cabeza.
—No hemos hablado mucho últimamente. Estábamos pasando por una racha bastante mala. Rick se había vuelto retraído. Yo confiaba en que solo fuese porque estaba detrás de una gran historia. Ya sabes cómo se ponía en esos casos.
Terese asintió.
—¿Cuánto tiempo ha estado así?
—Tres, cuatro meses; desde que murió su padre.
Terese se tensó.
—¿Sam?
—Creí que lo sabías.
—No.
—Sí, en invierno. Se tomó un frasco de pastillas entero.
—¿Sam se suicidó?
—Estaba enfermo, algo terminal. Nos lo ocultó durante la mayor parte del tiempo. Rick no supo hasta qué punto había llegado a ser grave. Supongo que fue algo insoportable al final y decidió acelerar lo inevitable. Rick se puso como loco, pero luego comenzó con una nueva investigación importante. A veces desaparecía durante semanas. Cuando le preguntaba dónde había estado, me replicaba de mala manera y luego se disculpaba, pero no me lo decía. O si no, me mentía.
Terese aún trataba de orientarse.
—Sam era un hombre muy dulce —comentó Terese.
—Yo nunca llegué a conocerlo muy bien —manifestó Karen—. Solo lo visitamos un par de veces, y ya estaba demasiado enfermo para venir hasta aquí.
Terese tragó saliva, intentó recuperar el control.
—Así que Sam se suicida y Rick se encierra en el trabajo.
—Algo así.
—¿Y no te quiso decir qué investigaba?
—No.
—¿Se lo preguntaste a Mario?
—No me lo quiso decir.
No pregunté quién era Mario. Deduje que Terese ya me lo diría más tarde.
Terese continuó; ya iba lanzada.
—Pero ¿tienes alguna idea de en lo que estaba trabajando?
Karen observó a su amiga.
—¿Hasta qué punto estabas bien escondida, Terese?
—Muy bien.
—Quizás fuese eso en lo que estaba trabajando. Intentaba encontrarte.
—No le hubiese llevado meses.
—¿Estás segura?
—Incluso si se tratase de eso, ¿por qué lo haría?
—Intento no comportarme como la esposa celosa —dijo Karen—. Pero podría pensar en algo así como si el suicidio de su padre le hubiera hecho preguntarse sobre sus elecciones en la vida.
Terese torció el gesto.
—¿Tú crees…?
Karen se encogió de hombros.
—Ni hablar. Incluso si creyésemos que Rick estaba intentando, no sé, conectar conmigo o recuperarme, ¿por qué me iba a decir que se trataba de una emergencia?
Karen pensó en eso.
—¿Dónde estabas tú cuando te encontró?
—En un remoto lugar del noroeste de Angola.
—Y cuando te dijo que era urgente, tú lo dejaste todo y fuiste, ¿no?
—Sí.
Karen unió las manos como si eso lo aclarase todo.
—Él no mintió para que fuese a París, Karen.
Karen no parecía convencida. Había parecido triste antes de que entrásemos. Ahora parecía derrotada. Terese me miró. Asentí.
Era hora de presionar un poco.
—Necesitamos preguntarte por el accidente —dijo Terese.
Las palabras golpearon a Karen como una pistola paralizante. Alzó los ojos; se veían desenfocados. Me pregunté por el uso de la palabra «accidente», como si ella hubiese comprendido a qué se refería Terese. No había duda de que así era.
—¿Qué pasa con el accidente?
—Tú estabas allí. Me refiero al escenario.
Karen no respondió.
—¿Estabas?
—Sí.
Terese parecía un tanto sorprendida por la respuesta.
—Nunca me lo dijiste.
—¿Por qué iba a hacerlo? Olvida eso; ¿cuándo te lo iba a decir? Nunca hablamos de aquella noche. Nunca jamás. Te despertaste. Yo no podía decirte algo así como: «Hola, ¿cómo te sientes? Yo estuve allí».
—Dime lo que recuerdas.
—¿Por qué? ¿Qué diferencia habría ahora?
—Dímelo.
—Te quiero, Terese. Siempre te querré.
Algo cambió. Lo vi en su lenguaje corporal. Quizás un envaramiento de la columna vertebral.
La mejor amiga se estaba apartando. Un adversario estaba saliendo a la superficie.
—Yo también te quiero.
—No creo que pase un día sin que piense en ti. Pero te marchaste. Tenías tus razones y tu dolor, y lo comprendí. Pero te fuiste. Inicié una vida con Rick. Teníamos problemas, pero él era todo mi mundo. ¿Lo entiendes?
—Por supuesto.
—Lo amaba. Era el padre de mi hijo. Matthew solo tiene cuatro años, y alguien asesinó a su padre.
Terese esperó.
—Así que ahora mismo estamos de luto. Me estoy ocupando de ello. Estoy intentando mantenerme a flote y proteger a mi hijo. Así que lo siento. No voy a hablar de un accidente que ocurrió hace diez años. Hoy no.
Se levantó. Todo tenía sentido; sin embargo, algo en su tono sonaba curiosamente a hueco.
—Yo intento hacer lo mismo —dijo Terese.
—¿Qué?
—Estoy intentando proteger a mi hija.
Karen mostró otra vez aquella mirada de sacudida por una pistola paralizante.
—¿De qué hablas?
—¿Qué le pasó a Miriam? —preguntó Terese.
Karen observó el rostro de Terese. Luego se volvió hacia mí, como si yo pudiese ofrecerle algo de cordura. Mantuve mi mirada firme.
—¿Tú la viste aquella noche?
Karen Tower no respondió. Abrió las puertas corredizas y desapareció entre la multitud de dolientes.