14

Coldharbour Lane está en el sur de Londres, tiene casi dos kilómetros de largo y une Camberwell con Brixton. La limusina nos dejó en un lugar llamado Suns and Doves, cerca del final por el lado de Camberwell. El edificio tenía un tercer piso que solo llegaba hasta la mitad, como si alguien se hubiese cansado y dicho: «Bah, cono, no necesitamos más espacio. Con esto basta».

Seguimos una manzana más allá y entramos en un callejón. Había un local mezcla de sex shop y artículos para drogatas y una tienda de comida ecológica que estaban abiertas.

—Esta zona tiene reputación por las bandas y el tráfico de drogas —comentó Win, como si fuese un guía turístico—. De ahí que el apodo de Coldharbour Lane es, no te lo pierdas, Crackharbour Lane.

—Conocida por las bandas y el tráfico de drogas —dije—, aunque no por la creatividad para los sobrenombres.

—¿Qué esperas de las bandas y traficantes de drogas?

El callejón era oscuro y sucio y yo continuaba pensando en que Bill Sikes y Fagin acechaban juntos tras ladrillos oscuros. Llegamos a un pub cochambroso llamado Careless Whisper. De inmediato recordé una vieja canción de George Michael y aquellas ahora famosas cuartetas en las que el enamorado del corazón roto nunca podrá volver a bailar porque «los pies culpables no tienen ritmo». Música de los ochenta. Deduje que el nombre no tenía nada que ver con la canción, pero probablemente sí con la indiscreción.

Estaba equivocado.

Abrimos la puerta y fue como entrar en una dimensión anterior. La melodía de Our House, el éxito de Madness, salió a la calle junto con dos parejas, ambas abrazadas, más para mantenerse en pie que por afecto. El olor de las salchichas friéndose flotaba en el aire. El suelo estaba pegajoso. El local era ruidoso, estaba abarrotado y, desde luego, cualquier ley antitabaco que rigiese en este país no había llegado a este callejón. Seguramente pocas leyes lo habían hecho.

El lugar era new wave, que equivalía a decir old wave, y estaba orgulloso de serlo. En el televisor de pantalla panorámica aparecía un petulante Judd Nelson en El club de los cinco. Las camareras se movían entre la bullanguera concurrencia con vestidos negros, lápiz de labios brillante, el pelo liso y los rostros blancos casi Kabuki. Llevaban guitarras colgadas alrededor del cuello. Se suponía que debían tener el aspecto de las modelos en aquel videoclip, Adicto al amor, de Robert Palmer, excepto que eran algo más maduras y menos atractivas. Como si hubiese una nueva versión del videoclip con las actrices de Las chicas de oro.

Madness acabó de hablarnos de su casa en medio de la calle, y Bananarama apareció para ofrecernos ser nuestra Venus, fuego para nuestro deseo.

Win me tocó con el puño.

—La palabra «Venus».

—¿Qué? —grité.

—Cuando yo era joven —explicó Win—, creía que cantaban «Soy tu pene». Me equivocaba.

—Gracias por compartirlo.

Pese a que los adornos eran new wave de los ochenta, el local seguía siendo un bar de clase obrera. Hombres duros y mujeres que habían visto de todo venían después de un día de trabajo, y maldita sea si no se lo merecían. No podías fingir que pertenecías a su mundo. Yo iba con tejanos, pero así y todo estaba muy lejos de encajar. Win, sin embargo, destacaba como una hamburguesa doble en un centro de dietética.

Los clientes —algunos llevaban hombreras, corbatas de cuero y gomina en el pelo— miraban furiosos a Win. Siempre era así. Conocemos los prejuicios obvios y los estereotipos, y Win sería el último en pedir comprensión, pero la gente lo ve y lo odia. Juzgan por el aspecto, no es ninguna novedad. Las personas veían en Win la encarnación de los privilegios inmerecidos. Querían herirlo. Había sido así toda su vida. Ni siquiera yo sabía toda la historia —«el origen» de Win, por utilizar el léxico de los superhéroes—, pero una de aquellas palizas infantiles lo marcó. No quiso volver a tener miedo nunca más. Así que utilizó su dinero, sus talentos naturales, y pasó años desarrollando sus capacidades. Cuando nos conocimos en la universidad ya era un arma letal.

Win caminó entre las miradas con una sonrisa. El bar era viejo y ruinoso, y parecía casi un decorado, algo que solo conseguía hacerlo parecer más auténtico. Las mujeres eran grandotas, pechugonas y con peinados que parecían nidos de ratas. Muchas llevaban aquellas sudaderas con un hombro al aire al estilo de Flashdance. Una le echó el ojo a Win. Le faltaban varios dientes. Llevaba cintas en el pelo que no parecían añadir nada, al estilo Madonna de los principios, y su maquillaje parecía haber sido aplicado con una pistola de paintball en un armario a oscuras.

—Bueno, bueno —le dijo a Win—. Sí que eres guapo.

—Sí —respondió Win—. Lo soy.

El camarero nos hizo un gesto cuando nos acercamos. Llevaba una camiseta que decía: «FRANKIE DICE RELÁJATE».

—Dos cervezas —pedí.

Win sacudió la cabeza.

—Quiere decir dos pintas de cerveza rubia.

De nuevo con la terminología.

Pregunté por Nigel Manderson. El camarero ni parpadeó. Sabía que sería inútil. Me volví y grité:

—¿Quién de ustedes es Nigel Manderson?

Un hombre vestido con una camisa blanca con volantes y los hombros cuadrados levantó su copa. Parecía acabado de salir de un videoclip de Spandau Ballet.

—Salud, compañero.

La voz arrastrada llegó desde el final de la barra. Manderson tenía las manos alrededor de la copa como si fuese un pichón que se hubiese caído del nido y necesitase protección. Tenía los ojos llorosos y venillas en la nariz, como si alguien le hubiese dado un pisotón a una araña.

—Bonito lugar.

—¿No es una locura? Es un pequeño diamante en bruto que me recuerda tiempos mejores. ¿Quién cono es usted?

Le dije mi nombre y le pregunté si recordaba un accidente de coche mortal ocurrido hacía diez años. Mencioné a Terese Collins. Me interrumpió antes de que acabase.

—No lo recuerdo.

—Era una presentadora famosa. Su hija murió en el accidente. Tenía siete años.

—Sigo sin recordarlo.

—¿Tuvo muchos casos en los que muriesen niñas de siete años?

Se giró en el taburete para mirarme.

—¿Me está llamando mentiroso?

Sabía que su acento era legítimo, auténtico, pero a mí me sonaba como a Dick Van Dyke en Mary Poppins. Casi esperaba que añadiese «caballero».

Le mencioné la esquina donde había ocurrido el accidente y la marca del coche. Escuché un sonido extraño y miré a mi izquierda. Alguien estaba jugando a los marcianitos en una máquina.

—Estoy jubilado —dijo.

Insistí, le repetí con paciencia todos los detalles que conocía. El televisor estaba detrás de Manderson. Confieso que me encanta El club de los cinco y me distraía un poco. No entiendo por qué me gusta la película. El reparto tenía que ser una broma: ¿«un punk cachas»?, ¿qué tal Emilio Estevez, que no tiene ni un músculo en el cuerpo? ¿Un matón de instituto convincente?, ¿qué tal Judd Nelson? Sí, Ludd Nelson. ¿Quién ocupaba el segundo lugar? Sería como, para mantener la analogía de Las chicas de oro, filmar una película de Marilyn Monroe con Bea Arthur. Sin embargo, Nelson y Estevez funcionaban y la película funcionaba, y a mí me encantaba; me conozco todas las frases.

Al cabo de un rato Nigel Manderson dijo:

—Quizás recuerde algo.

No era muy convincente. Acabó su copa y pidió otra. Observé como la servía el camarero y él la recogía en el momento en que tocó la pegajosa madera de la barra.

Miré a Win. Su rostro era, como siempre, impenetrable.

La mujer con el maquillaje de paintball —difícil de calcular la edad, bien podían ser unos plácidos cincuenta o unos duros veinticinco, aunque yo me inclinaba más por lo último— le dijo a Win:

—Vivo cerca de aquí.

Win le dirigió aquella mirada altanera que hace que la gente le odie.

—¿Quizás en el callejón?

—No —dijo ella con una gran carcajada. Win era tan excéntrico…—. Tengo un piso en un sótano.

—Debe de ser divino —manifestó Win con una voz bañada en sarcasmo.

—Oh, no es nada especial —afirmó «Paintball», sin captar el tono de Win—. Pero tiene una cama.

Ella se arregló los calentadores rosas y rojos y le dedicó un guiño a Win.

—Una cama —repitió. Por si acaso él no captaba la indirecta.

—Suena encantador.

—¿Quieres verlo?

—Señora —Win la miró de frente—, antes preferiría que me sacasen el semen con un catéter.

Otro guiño.

—Es una manera muy curiosa de decir que sí.

—¿Qué puede decirme del accidente? —le pregunté a Manderson.

—A ver, ¿quién cono es usted?

—Un amigo de la conductora.

—Eso es mentira.

—¿Por qué dice eso? —Él bebió otro trago. Acabó Bananarama. Comenzó a sonar la balada clásica de Duran Duran, Save a Prayer. Se hizo silencio en el bar. Alguien bajó las luces mientras los clientes encendían los mecheros y comenzaban a balancearlos como si estuviesen en un concierto.

Nigel también levantó su mechero.

—Se supone que debo aceptar su palabra sin más. ¿Lo envía ella?

Tenía toda la razón.

—Incluso si así fuese, ¿entonces qué? Aquel accidente fue… ¿cuándo dijo?

Se lo había dicho dos veces. Lo había escuchado dos veces.

—Hace diez años.

—Y ella ahora, ¿qué necesita saber?

Comencé a formular una pregunta pero me hizo callar. Atenuaron las luces un poco más. Todos cantaron que en aquel momento no debíamos rezar una plegaria, y que por alguna razón debíamos reservarla para la mañana siguiente. ¿La mañana siguiente a qué? Todos se balancearon atrás y adelante por la bebida y el canto con los mecheros todavía levantados. Con tanta cabellera, me percaté del elevado riesgo de incendio. La mayoría de los parroquianos, incluido Nigel Manderson, tenían lágrimas en los ojos.

Eso no nos conducía a ninguna parte. Decidí pincharle un poco.

—El accidente no ocurrió de la manera que dice su informe.

Apenas me miró.

—¿Ahora me está diciendo que cometí un error?

—No, estoy diciendo que mintió y ocultó la verdad.

Eso hizo que se detuviese. Bajó el mechero. Lo mismo hicieron otros. Miró en derredor y saludó a los amigos, buscando apoyo. No me preocupaba. Continué mirándolo. Win ya se encargaba de evaluar la competencia. Iba armado, lo sabía. No me había mostrado el arma y sabía que son muy difíciles de conseguir en el Reino Unido. Pero Win tenía por lo menos un arma encima.

No creí que la fuésemos a necesitar.

—Lárguese —dijo Manderson.

—Si mintió en alguna cosa, voy a descubrir qué es.

—¿Diez años más tarde? Buena suerte. Además, yo no tuve nada que ver con el informe. Todo estaba preparado cuando llegué allí.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Yo no fui el primero al que llamaron, amigo.

—¿Quién fue?

Sacudió la cabeza.

—¿Dice que lo envió la señora Collins?

De pronto recordó el nombre y que estaba casada.

—Sí.

—Bueno, ella tenía que saberlo. O quizás pregúntele a la amiga a quien llamaron.

Dejé que eso calase. Después continué:

—¿Cuál era el nombre de la amiga?

—Que me cuelguen si lo sé. Escuche, ¿quiere luchar contra molinos? Yo solo firmé el informe. No me importa ya nada. Cobro mi miserable pensión. Ahora no me pueden hacer nada. Sí, lo recuerdo, ¿vale? Llegué al escenario. Su amiga, la muchacha rica, no recuerdo su nombre. Ella llamó a alguien de las alturas. Uno de mis superiores ya estaba allí, un gusano pretencioso llamado Reginal Stubbs, pero no se moleste en llamarle; el cáncer lo mató hace tres años, gracias a Dios. Se llevaron el cuerpo de la pequeña. Se llevaron a la madre al hospital. Eso es todo lo que sé.

—¿Vio a la niña? —pregunté.

Apartó la mirada de su copa.

—¿Qué?

—Dijo que se llevaron el cuerpo de la pequeña. ¿Usted lo llegó a ver?

—Por todos los santos, estaba en una bolsa —respondió—. Pero a juzgar por la cantidad de sangre no había quedado mucho que ver aunque hubiera mirado en el interior.