Era tarde cuando llegamos al hotel Claridge’s, en el centro de Londres. Win había alquilado el ático. Había una gran sala de estar y tres dormitorios grandes, todos con camas enormes y maravillosas bañeras de mármol con la alcachofa de la ducha del tamaño de una alcantarilla. Abrimos las puertas de los balcones. La terraza ofrecía una maravillosa vista de los tejados de Londres, pero con toda franqueza ya estaba cansado de vistas panorámicas. Terese estaba allí con la actitud de un zombi. Pasó de aturdida a emocional. Estaba destrozada, pero también había esperanza. Creo que la esperanza la asustaba más que todo lo demás.
—¿Quieres volver adentro? —le pregunté.
—Dame un minuto.
No soy un experto en lenguaje corporal, pero cada músculo de su ser parecía tenso y sujeto en una actitud protectora. Esperé cerca del balcón. Su dormitorio era de color azul y amarillo girasol. Miré la cama, y quizás estaba mal, pero quería cogerla en brazos y llevarla a aquella hermosa cama y hacerle el amor durante horas.
Vale, no «quizás». Estaba mal. Pero…
Cuando digo cosas como estas en voz alta, Win me llama mariquita.
Miré entonces su hombro desnudo y recordé un día después del regreso de aquella isla, después de que ella viniese a Nueva Jersey y me ayudase y sonriese, sonriese de verdad, por primera vez desde que la había conocido, y pensé que a lo mejor me estaba enamorando de ella. Por lo general, entro en las relaciones como una mujer, pensando a largo plazo. Esta vez me dominó, ella sonrió y aquella noche hicimos el amor de otra manera, con un poco más de ternura, y cuando acabamos besé aquel hombro desnudo y entonces ella lloró, también por primera vez. Sonrió y lloró por primera vez conmigo.
Pocos días más tarde, se había ido.
Terese se volvió para mirarme, y fue como si supiese lo que estaba pensando. Por fin pasamos a la sala con sus techos de bóveda de cañón y los encerados suelos de madera. En la chimenea ardía un fuego acogedor. Win, Terese y yo ocupamos nuestros lugares en el cómodo entorno y analizamos con frialdad nuestros siguientes pasos.
Terese fue al grano.
—Necesitamos encontrar una razón para exhumar el cuerpo que hay en la tumba de mi hija, si es que hay un cuerpo.
Lo dijo así. Sin lágrimas, sin titubeos.
—Tendríamos que contratar a un abogado —dije.
—Un procurador —me corrigió Win—. Estamos en Londres. No utilizamos la palabra «abogado», Myron. Decimos procurador.
Me limité a mirarlo y evité preguntarle: «¿Cómo se dice que te den por el culo? ¿Decimos eso en Londres?».
—Haré que mi gente se ocupe de eso mañana a primera hora.
Lock-Horne Investments tiene una sucursal en Londres en la calle Curzon.
—También tendremos que comenzar a investigar el accidente —dije—. Ver si nos podemos hacer con el expediente de la policía, hablar con los inspectores, esa clase de cosas.
Todos estuvimos de acuerdo. La conversación continuó en este estilo, como si estuviésemos en una sala de juntas dispuestos a lanzar un nuevo producto en lugar de preguntarnos si la hija de Terese que había muerto en un accidente de coche podía estar viva. Era una locura siquiera pensarlo. Win comenzó a hacer llamadas. Descubrimos que Karen Tower, la esposa de Rick Collins, aún vivía en la misma casa de Londres. Terese y yo iríamos allí por la mañana para hablar con ella.
Después de un rato, Terese se tomó dos Valium, se fue a su dormitorio y cerró la puerta. Win abrió un armario. Yo estaba agotado, con todo aquello del jet lag y el día que había pasado. Resultaba difícil pensar que había aterrizado en París aquella misma mañana. Pero no quería dejar la habitación. Me encanta sentarme con Win de esta manera. Tenía una copa de coñac en la mano. Por lo general prefiero un batido de chocolate llamado Yoo-Hoo, pero esa noche me mantuve firme con el agua mineral. Pedimos que nos sirviesen unos bocadillos.
Me encanta la normalidad.
Mii asomó la cabeza por la habitación y miró a Win. Él movió los labios para darle una negativa. Su bonito rostro desapareció.
—Todavía no es la hora de Mii —dijo Win.
Sacudí la cabeza.
—¿Cuál es concretamente tu problema con Mii?
—Mii como azafata, ¿no?
—Asistente de vuelo —me corrigió él, de nuevo con la terminología—. Como con procurador.
—Parece joven.
—Tiene casi veinte años. —Win soltó una risita—. Me encanta cuando tú no lo apruebas.
—No estoy en condición de juzgar —señalé.
—Bien, porque aquí estoy intentando poner una cosa en claro.
—¿Qué?
—De ti y la señora Collins en el avión. Tú, mi querido amigo, ves el sexo como un acto que requiere un componente emocional. Yo no. Para ti, el acto en sí mismo, no importa lo sensacional que sea físicamente, no es suficiente. Pero yo lo veo desde otra perspectiva.
—Una que por lo general incluye varios ángulos —dije.
—Bien dicho. Pero deja que continúe. Para mí, el acto de dos personas «haciendo el amor» —para usar tu terminología, porque a mí me basta con follar—, ese acto sagrado es maravilloso. Más que eso, lo es todo. De hecho, creo que es en su punto máximo —en su momento más puro, si quieres— cuando lo es todo, el final de todo y el ser todo, cuando no hay un bagaje emocional que lo estropee. ¿Lo ves?
—Sí.
—Es una opción. Eso es todo. Tú lo ves de una manera, yo de otra. Una no es mejor que la otra.
Lo miré.
—¿Qué quieres decir?
—En el avión te observé hablando con Terese.
—Ya lo has dicho.
—Tú querías abrazarla, ¿no? Después de dejar caer la bomba. Tú querías abrazarla y consolarla. El componente emocional que acabamos de mencionar.
—No te sigo.
—Cuando los dos estabais solos en aquella isla, el sexo era fabuloso y puramente físico. Apenas os conocíais el uno al otro. Sin embargo, aquellos días en la isla te calmaron, te consolaron, calaron en ti y te curaron. Ahora, aquí, cuando lo emocional ha entrado en escena, cuando quieres mezclar esos sentimientos con algo tan inocente como un abrazo, no puedes hacerlo. —Win ladeó la cabeza y sonrió—. ¿Por qué?
Tenía razón. ¿Por qué no lo había hecho? Más que eso, ¿por qué no podía?
—Porque hubiese dolido —respondí.
Win se volvió como si eso lo hubiese dicho todo. No era así. Sabía que muchos creían que Win utilizaba la misoginia para protegerse a sí mismo, pero nunca me lo había creído. Era una respuesta demasiado fácil.
Consultó su reloj.
—Una copa más —dijo Win—, y entonces iré a la otra habitación, porque, oh, a ti te encantará esto, Mii es tan cachonda…
Sacudí la cabeza. Sonó el teléfono. Win lo atendió, habló un momento y colgó.
—¿Estás muy cansado? —me preguntó.
—¿Por qué, qué pasa?
—El policía que investigó el accidente del coche de Terese se llama Nigel Manderson y ahora está jubilado. Uno de mis hombres me informa de que en este momento se está emborrachando en un pub cerca de Coldharbour Lane, por si quieres hacerle una visita.
—Vamos allá.