Cuando le dije a Terese el resultado de la prueba de ADN, esperé una reacción diferente.
Terese y yo estábamos en la sala del avión de Win, un Boeing que le había comprado hacía poco a un rapero. Las butacas eran enormes y de cuero. Había una gran pantalla plana de televisión, un sofá, una mullida alfombra y revestimientos de madera. El avión también tenía un comedor y, detrás, un dormitorio separado.
Por si acaso no se han dado cuenta, Win está forrado.
Ganó el dinero al viejo estilo: lo heredó. Su familia era propietaria de Lock-Horne Investments, todavía una de las principales en Wall Street, y Win había cogido sus miles de millones para transformarlos en billones.
La «azafata» —pongo las comillas porque dudo que tuviese mucha preparación en el oficio— era despampanante, asiática, joven y, conociendo a Win, probablemente muy flexible. La placa de identificación ponía «Mii». Su vestimenta parecía sacada de un anuncio de la Pan Am de 1968, con el traje chaqueta, una blusa con encajes e incluso el sombrero bombonera.
Cuando comenzamos a subir, Win dijo:
—El sombrero bombonera.
—Sí —respondí—, hace que te olvides de todo lo demás.
—Me gusta que lleve el sombrero bombonera a todas horas.
—Por favor no entres en más detalles.
Win sonrió.
—Su nombre es Mii.
—Lo he leído en la placa.
—Es algo así como no solo va de ti, Myron, también va de Mii. O yo disfruto teniendo conocimiento carnal solo con Mii.
Me limité a mirarlo.
—Mii y yo nos quedaremos atrás para que tú y Terese podáis tener algo de intimidad.
—¿Atrás, en el dormitorio?
Win me palmeó la espalda.
—Siéntete bien contigo mismo, Myron. Después de todo, yo me siento bien con Mii.
—Por favor, déjalo ya.
Entré en la cabina. Terese estaba allí. Cuando le hablé del asalto y posterior tiroteo, se mostró muy preocupada. Cuando abordé lo del análisis de ADN que señalaba que ella era la madre de la chica rubia —primero utilizando palabras como «preliminar» e «incompleto» hasta el punto que temí aburrirla— me sorprendió.
Apenas reaccionó.
—¿Estás diciendo que el análisis de sangre muestra que podría ser la madre de la muchacha?
De hecho, el análisis de ADN preliminar mostraba que ella era la madre de la muchacha, pero quizás eso era algo excesivo para recalcarlo en ese momento. Así que me limité a decir:
—Sí.
De nuevo eso no pareció afectarla. Terese entrecerró los ojos como si tuviese dificultades para escuchar. Hubo un pequeño y casi del todo imperceptible gesto en los ojos. Pero eso fue todo.
—¿Cómo puede ser?
No dije nada; me encogí de hombros.
Nunca subestimes el poder de la negación. Terese se la sacudió de encima, adoptó la personalidad de reportera y me acribilló a preguntas. Le dije todo lo que sabía. Empezó a quedarse sin respiración. Intentaba contenerse, tanto que veía el temblor en sus labios.
Pero no había lágrimas.
Quería tocarla y no podía. No estoy seguro de por qué. Así que continué sentado y esperé. Ninguno de los dos lo dijo, como si las palabras pudiesen reventar aquella frágil burbuja de esperanza. Sin embargo estaba allí, el proverbial elefante en la habitación, y ambos lo veíamos y lo evitábamos.
Algunas veces las preguntas de Terese parecían profundizar, apuntando coléricamente hacia lo que quizás su ex, Rick, había hecho, o quizás solo para mantener controlada la esperanza. Finalmente se echó hacia atrás, se mordió el labio inferior y parpadeó.
—Entonces, ¿adónde vamos ahora? —preguntó.
—A Londres. Pensé que a lo mejor deberíamos hablar con la esposa de Rick.
—Karen.
—¿La conoces?
—Sí, la conozco. —Me miró—. ¿Recuerdas que te mencioné que llevaba a Miriam a la casa de una amiga cuando tuve el accidente?
—Sí. ¿Karen Tower era esa amiga?
Ella asintió.
El avión llegó a la altura de crucero. El piloto lo comunicó por el altavoz. Yo tenía otro millón más de preguntas, pero Terese cerró los ojos. Esperé.
—¿Myron?
—¿Sí?
—No lo digamos. Todavía no. Ambos sabemos que está aquí con nosotros. Pero no lo verbalicemos, ¿vale?
—Vale.
Abrió los ojos y desvió la mirada. Lo comprendí. El momento era demasiado emotivo incluso para el contacto visual. Como si le hubiesen dado entrada, Win abrió la puerta del dormitorio. Mii, la azafata, tenía puesto el sombrero bombonera y todo lo demás. Win también iba todo vestido y me hizo un gesto para que me uniese a él en el dormitorio.
—Me gusta el sombrero bombonera —comentó.
—Eso dijiste.
—Le queda bien a Mii.
Lo miré. Me hizo entrar en el dormitorio y cerró la puerta. El dormitorio estaba empapelado con un papel que imitaba la piel de tigre, y las mantas, la piel de cebra. Miré a Win.
—¿Estás canalizando a tu Elvis interior?
—El rapero decoró la habitación. Me estoy acostumbrando.
—¿Querías algo?
Win señaló el televisor.
—Te miraba mientras hablabas con ella.
Miré la pantalla. Terese continuaba sentada en la butaca.
—Así es como supe el momento adecuado para interrumpir. —Abrió un cajón y metió la mano—. Ten.
Era una BlackBerry.
—Tu número todavía funciona; recibirás todas las llamadas, pero serán imposibles de rastrear. Si intentan rastrearte, acabarán en algún lugar del sudoeste de Hungría. Por cierto, el capitán Berleand te dejó un mensaje.
—¿Es seguro llamarle?
Win frunció el entrecejo.
—¿No entiendes qué quiere decir no rastreable?
Berleand respondió a la primera.
—Mis colegas quieren detenerlo.
—Pero si soy un tío encantador.
—Eso es lo que les dije, pero no están tan convencidos de que el encanto pueda más que una acusación de asesinato.
—El encanto es un bien escaso. Se lo dije, Berleand. Fue en defensa propia.
—Lo hizo, y nosotros tenemos tribunales, abogados e investigadores que quizás puedan llegar a la misma conclusión.
—No tengo tanto tiempo para desperdiciar.
—¿Así que no me dirá dónde está?
—No lo haré.
—El restaurante Kong me pareció un sitio un poco turístico. La próxima vez lo llevaré a un pequeño bistrot cerca de Saint Michael donde solo sirven foie gras. Le encantará.
—La próxima vez.
—¿Aún está en mi jurisdicción?
—No.
—Una pena. ¿Puedo pedirle un favor?
—Por supuesto.
—¿Su nuevo móvil tiene capacidad para recibir fotos?
Miré a Win. Él asintió. Le dije a Berleand que sí.
—Le envío una foto mientras hablamos. Por favor, dígame si reconoce al hombre que aparece en ella.
Le pasé el teléfono a Win. Él apretó una tecla y encontró la foto. Le eché una buena mirada, aunque lo supe de inmediato.
—Probablemente sea él —dije.
—¿El hombre al que golpeó con la mesa?
—Sí.
—¿Es una identificación positiva?
—He dicho probablemente.
—Asegúrese.
Miré de nuevo.
—Supongo que es una foto vieja. El tipo al que golpeé hoy es por lo menos diez años mayor que el que aparece en la imagen. Hay algunos cambios: la cabeza afeitada, la nariz es diferente. Pero en general, diría que estoy muy seguro.
Silencio.
—¿Berleand?
—De verdad que me gustaría que regresase a París.
No me gustó la manera como lo dijo.
—No puede ser, lo siento.
Más silencio.
—¿Quién es él? —pregunté.
—Esto es algo que no podrá manejar solo —respondió.
Miré a Win.
—Tengo ayuda.
—No será suficiente.
—No será el primero en subestimarnos.
—Sé con quien está. Conozco su reputación y su riqueza. No es suficiente. Puede ser bueno encontrando a personas o ayudando a atletas que tienen problemas con la ley. Pero no está equipado para manejar esto.
—Si no fuese un tipo tan duro —dije—, diría que ahora mismo me está intentando asustar.
—Si no fuese tan obstinado, me escucharía. Tenga cuidado, Myron. Manténgase en contacto.
Colgó. Miré a Win.
—Quizás podamos enviarle esta foto a alguien en casa que pueda decirnos quién es.
—Tengo un contacto en la Interpol —dijo Win.
No me miraba. Miraba por encima de mi hombro. Me volví para seguir su mirada. De nuevo su mirada estaba puesta en la pantalla.
Terese estaba allí, pero su valor había desaparecido. Estaba doblada sobre sí misma, sollozando. Intenté comprender las palabras, pero sonaban confusas por la angustia. Win cogió el mando a distancia y subió el volumen. Terese repetía la misma cosa una y otra vez, y mientras se deslizaba de la butaca creo que por fin entendí lo que decía:
—Por favor —le rogaba Terese a algún poder superior—. Por favor, que esté viva.