Tardé un tiempo en poder articular palabra.
—Dijo preliminar.
Berleand asintió.
—La prueba de ADN definitiva tardará algunas horas más.
—Por lo tanto, podría estar equivocado.
—Poco probable.
—Pero ¿se han dado casos?
—Sí. Tuve un caso en el que detuvimos a un hombre basándonos en una prueba preliminar como esta. Resultó que era de su hermano. También sé de un caso de paternidad en el que una mujer llevó a juicio a su novio por la custodia de un hijo. Él afirmaba que el bebé no era suyo. La prueba preliminar de ADN daba una precisión absoluta, pero cuando el laboratorio la examinó a fondo, resultó que era del padre del novio.
Pensé.
—¿Terese Collins tiene alguna hermana? —preguntó Berleand.
—No lo sé.
Berleand hizo un gesto.
—¿Qué? —pregunté.
—Ustedes dos tienen una relación muy especial, ¿verdad?
No hice caso de la insinuación.
—¿Qué pasa ahora?
—Necesitamos que llame a Terese Collins —respondió Berleand—. Así podremos interrogarla un poco más.
—¿Por qué no le llama usted?
—Lo hicimos. No atiende la llamada.
Me pasó mi móvil. Lo encendí. Una llamada perdida. No me molesté en ver quién era. Había un correo basura con el siguiente texto: «Cuando Peggy Lee cantaba “¿Eso es todo lo que hay?”, ¿hablaba de la serpiente en tus pantalones? Tu pequeña pilila necesita Viagra en 86BR22.com».
—¿Todo eso qué significa? —preguntó Berleand después de leerlo por encima de mi hombro.
—Una de mis viejas novias ha estado hablando fuera de la escuela.
—Su autocrítica —dijo Berleand— es muy encantadora.
Marqué el número de Terese. Sonó durante un rato y luego apareció el buzón de voz. Le dejé un mensaje y colgué.
—¿Y ahora qué?
—¿Sabe rastrear la localización de un teléfono móvil? —preguntó.
—Sí.
—También debe de saber que mientras el teléfono está encendido, incluso aunque no se haga ninguna llamada, podemos triangular las coordenadas y localizarlo.
—Sí.
—Por lo tanto no nos preocupábamos en seguir a la señora Collins. Para eso tenemos la tecnología. Pero hace cosa de una hora, apagó el teléfono.
—Quizás se quedó sin batería —dije.
Berleand me miró con el entrecejo fruncido.
—O quizás solo necesitaba un descanso. Usted sabe que tuvo que ser duro hablarme del accidente de coche.
—Entonces, ¿desconecta el teléfono para alejarse de todo?
—Claro.
—¿En lugar de silenciar el timbre —añadió—, la señora Collins desconecta el teléfono?
—¿No le convence?
—Por favor. Aún podemos buscar en sus listados de llamadas, ver quién le llamó o a quién llamó. Hace cosa de una hora, la señora Collins recibió la única llamada del día.
—¿De quién?
—No lo sé. El número rebotó a algún teléfono de Hungría y luego pasó a una página web y entonces lo perdimos. La llamada duró dos minutos. Después de eso, desconectó el teléfono. En aquel momento estaba en el museo Rodin. Ahora no tenemos ni idea de dónde está.
No dije nada.
—¿Se le ocurre alguna idea?
—¿De Rodin? Me encanta El Pensador.
—Me mata con sus chistes, Myron. De verdad.
—¿Va a retenerme?
—Tengo su pasaporte. Puede irse, pero por favor, permanezca en su hotel.
—Donde podrá escucharme —dije.
—Piénselo de esta manera —manifestó Berleand—. Si finalmente tiene suerte, quizás yo pueda encontrar algunas pistas.
El proceso de soltarme llevó unos veinte minutos. Comencé a caminar por el Quai des Orfèvres hacia el Pont Neuf. Me pregunté cuánto tardaría. Existía la posibilidad de que Berleand ya me estuviese vigilando, pero lo consideré poco probable.
Delante había un coche con la matrícula 97 CS 33.
El código no podía haber sido más simple. El correo basura decía 86 BR 22. Solo tenías que sumarle uno a cada elemento. El ocho se convierte en nueve. La B se convierte en C. Cuando me acerqué al coche, cayó un trozo de papel por la ventanilla del conductor. Estaba pegado a una moneda para que no volase.
Exhalé un suspiro. Primero el código elemental, ahora esto. ¿James Bond se había decidido por la tecnología antigua?
Recogí la nota.
1 RUÉ DU PONT NEUF, QUINTO PISO.
ARROJE EL MÓVIL EN EL ASIENTO TRASERO.
Lo hice. El coche se puso en marcha con mi teléfono encendido en el asiento trasero. Que lo rastreasen. Giré a la derecha. Era el edificio Louis Vouitton, aquel con la cúpula de cristal en la azotea. La tienda de Kenzo estaba en la planta baja y me sentí como un paleto solo con abrir la puerta. Entré en el ascensor de cristal y vi que el quinto piso correspondía a un restaurante llamado Kong.
Cuando el ascensor se detuvo, me recibió una azafata vestida de negro. Medía más de un metro ochenta, vestía un traje negro ajustado como un torniquete y era tan delgada como una lombriz.
—¿Señor Bolitar? —preguntó.
—Sí.
—Por aquí.
Me llevó por unas escaleras que brillaban en un verde fluorescente que daba acceso a la cúpula de cristal. Podría tildar el Kong de ultramoderno, pero ya estaba casi más allá de eso, algo así como un ultramoderno postmoderno. La decoración era como una geisha futurista. Había televisores de plasma con imágenes de preciosas mujeres asiáticas que te guiñaban a tu paso. Las sillas eran de acrílico transparente, excepto por los rostros impresos de hermosas mujeres con extraños peinados. Los rostros resplandecían, como si tuvieran una luz cada uno. El efecto era un tanto siniestro.
Por encima de mi cabeza colgaba el gigantesco tapiz de una geisha. Los clientes vestían en el mismo estilo que la azafata: elegante y de negro. Lo que hacía que ese lugar funcionase, lo que conseguía que todo fuese fantástico, era la sensacional vista del Sena, casi tan buena como la de la jefatura de policía, y allí, en la mesa con la mejor vista de todas, estaba Win.
—Te he pedido foie gras —dijo.
—Algún día alguien acabará por descubrir nuestro viejo truco.
—Aún no lo han hecho.
Me senté a la mesa.
—Este lugar me resulta conocido.
—Apareció en una película francesa con Francois Cluzet y Kristin Scott Thomas —respondió Win—. Se sentaron a esta misma mesa.
—¿Kristin Scott Thomas en una película francesa?
—Vivió aquí durante cuatro años y habla un francés fluido.
No me explico cómo Win sabe cosas como esas.
—En cualquier caso —continuó Win—, quizás por eso el restaurante te está causando, para mantenernos dentro de nuestro entorno francés, un déjà vu.
Sacudí la cabeza.
—No veo películas francesas.
—Oh —dijo Win con un sonoro suspiro—, quizás recuerdas a Sarah Jessica Parker comiendo aquí en el último capítulo de Sexo en Nueva York.
—Bingo —exclamé.
Llegó el foie gras, hígado de oca para los no iniciados. Estaba muerto de hambre y comencé. Sé que las personas defensoras de los derechos de los animales me crucificarían, pero no puedo evitarlo. Adoro el foie gras. Win ya había servido el vino tinto. Bebí un sorbo. No soy un experto, pero sabía como si algún dios hubiese pisado las uvas en persona.
—Supongo que ahora ya conoces el secreto de Terese —manifestó Win.
Asentí.
—Te dije que era duro.
—¿Cómo te enteraste?
—No fue difícil de descubrir —afirmó Win.
—Permíteme que te lo plantee de otra manera. ¿Por qué te interesó averiguarlo?
—Hace nueve años te fugaste con ella.
—¿Y?
—Ni siquiera me dijiste adonde ibas.
—Insisto, ¿y?
—Eras vulnerable, así que hice algunas averiguaciones.
—No te correspondía.
—Quizás no.
Comimos un poco más.
—¿Cuándo llegaste? —pregunté.
—Esperanza me llamó después de vuestra conversación. Mandé que el avión diese la vuelta y vine hacia aquí. Cuando llegué a tu hotel, acababan de arrestarte. Hice algunas llamadas.
—¿Dónde está Terese?
Supuse que Win había sido quien le había llamado para sacarla de la ratonera.
—Nos encontraremos con ella muy pronto. Ponme al corriente.
Lo hice. No dijo nada. Unió la punta de los dedos para formar una capilla. Win siempre forma una capilla con los dedos. Cuando lo hago yo resulta ridículo. Cuando lo hace él, con las uñas tan bien cuidadas, en cierta forma funciona. Cuando acabé, Win dijo:
—La hostia.
—Buen resumen.
—¿Cuánto sabes de su accidente? —preguntó.
—Solo lo que te acabo de decir.
—Terese nunca vio el cuerpo —señaló Win—. Eso es algo un tanto curioso.
—Estuvo inconsciente durante dos semanas. No puedes tener un cadáver fuera de la tierra durante tanto tiempo.
—Así y todo —Win movió los dedos—, ¿por qué ahora su difunto ex dijo que aquello que le diría lo cambiaría todo?
Yo también había pensado en eso. Había pensado en el extraño tono de su voz, casi de pánico.
—Tiene que haber alguna otra explicación. Como dije, las pruebas de ADN son preliminares.
—Obviamente, te habrás dado cuenta de que los polis te dejaron ir con la esperanza de que los llevases hasta Terese.
—Lo sé.
—Pero eso no ocurrirá —dijo Win.
—También lo sé.
—Entonces, ¿ahora qué? —preguntó Win.
Eso me sorprendió.
—¿No vas a intentar convencerme de que no la ayude?
—¿Serviría de algo que lo hiciese?
—Probablemente no.
—Entonces quizás sea divertido —opinó Win—, y también hay una razón mucho más importante para continuar esta búsqueda.
—¿De qué se trata?
—Te lo diré más tarde. ¿Así que ahora adónde, jefe?
—No estoy seguro. Me gustaría hablar con la esposa de Rick Collins; vive en Londres, pero Berleand tiene mi pasaporte.
Sonó el móvil de Win. Atendió la llamada.
—Articule.
Detesto que diga eso.
Colgó.
—Pues entonces, Londres.
—Acabo de decirte…
Win se levantó.
—Hay un túnel en el sótano de este edificio. Lleva al edificio contiguo. Tengo un coche esperando. Mi avión está en un pequeño aeropuerto cerca de Versailles. Terese está allí. Tengo documentación para los dos. Por favor, date prisa.
—¿Qué ha pasado?
—Mi gran razón para querer continuar con esta búsqueda. El hombre al que le disparaste hace unas horas acaba de morir. La policía quiere detenerte por asesinato. Creo que quizás tendremos que actuar para limpiar tu nombre.